Como hemos visto en el pensamiento de Agustín de Hipona (354-430), el encuentro entre la tradición filosófica de Platón y la novedad del Dios cristiano produce una particular síntesis de filosofía cristiana cuya estructura metafísica pone de manifiesto tanto el dualismo platónico (entre el plano inteligible y el plano sensible) cuanto el dualismo cristiano (entre la fe y la razón como vías de acceso a esos planos y, también, entre el creador y lo creado, como principios organizadores de lo real, mediados por el Dios hecho hombre cuya verdad Agustín acepta por la autoridad de la fe y, también, por medio de la argumentación racional). Hemos visto cómo, por medio de la duda escéptica y en discusión crítica con ella, Agustín descubre, en la propia conciencia, el plano inteligible cuyas certidumbres ponen un freno a la errancia de los integrantes de la Academia Nueva que, si bien logran evitar caer en el error en cuanto se abstienen de juzgar o de prestar su asentimiento a lo que perciben, tampoco logran ninguna certidumbre en cuanto la verdad les resulta esquiva o les está negada. Agustín encuentra que, en la intimidad de la propia conciencia, un doble camino hacia la sabiduría es posible pues “a nadie es dudoso que una doble fuerza nos impulsa al aprendizaje: la autoridad y la razón” (Contra Académicos, cap. XX, libro III).
En el siglo IX y en un mundo histórico diferente (ya no se trata del pasaje del mundo pagano al mundo cristiano del siglo IV, como en el caso de Agustín, sino de la construcción o reconstrucción de un modelo cultural basado en el imperio carolingio), Juan Escoto Erígena (810-877) producirá una síntesis diferente entre la filosofía (transmitida por Platón en este caso a través de Plotino y del Pseudo Dionisio) y el cristianismo. Detengámonos aquí por un momento.
Escoto Erígena había nacido en Irlanda y hacia los años 845-47 aparece cumpliendo funciones en la corte de Carlos el Calvo, nieto de Carlomagno (siendo laico, habría dirigido la Escuela palatina), en donde permanece hasta el año 877 en que muere el rey. Entre 862 y 866, Escoto Erígena compone su obra más importante: el tratado sobre División de la naturaleza (De divisione naturae, en latín, o Periphyseon, en griego), la que fue condenada oficialmente por la Iglesia en el año 1225 por proponer una visión panteista del mundo y de su creación.
Aquellos dualismos presentes en Agustín toman aquí nuevas formas. De acuerdo con la interpretación de Lamanna, “la filosofía de Juan parte de la división platónica y agustiniana entre mundo de las cosas sensibles y mundo de las ideas, como causas primordiales de los seres particulares y pensamientos de la mente divina” (LAMANNA, E. P., Historia de la filosofía, Buenos Aires, Hachette, 1957, II tomo, p. 104). Por su parte, Gilson afirma que “el sentido de la doctrina de Erígena deriva de su concepción de las relaciones entre la fe y la razón”; y, más específicamente, sostiene que esa doctrina se mueve sobre el plano de una racionalidad “enseñada por una revelación”; entonces, “puesto que Dios ha hablado, es imposible para la razón de un cristiano no tenerlo en cuenta” y, por lo tanto “la fe es para él, en adelante, condición de la inteligencia” (GILSON, E., La filosofía en la Edad media, Madrid, Gredos, 1965, pp. 189 y 190). Y agrega Gilson más adelante: “el método que la razón emplea para lograr entender lo que cree es la dialéctica, cuyas dos operaciones fundamentales son la división y el análisis” (p. 193). Veamos de qué manera Dios y la filosofía entran en relación en el sistema de Escoto Erígena.
Lo primero que llama la atención en el tratado de la División de la naturaleza es el intento de pensar el dinamismo de lo real (o, la realidad en su dinamismo). De allí que Escoto proponga como punto de partida de su reflexión aquello que “en griego se pronuncia physis y en latín natura” puesto que “naturaleza es el nombre general apropiado para todo lo que es y todo lo que no es” y la primera división o diferencia que se puede establecer en lo real es entre “aquello que es y aquello que no es” puesto que esa división “resulta apropiada para todas las cosas que pueden ser percibidas por el espíritu o superan su esfuerzo” (libro I, 441 A). Siendo la naturaleza “el término genérico” habrá que ver entonces en qué especies se divide, o, para decirlo con el dinamismo que proponen las palabra phýsis y natura, qué cosas brotan o nacen de ella, que cosas se generan a partir del término genérico, que diferenciaciones es capaz de producir:
“A mi parecer, cuatro diferencias permiten la división de la naturaleza en cuatro especies. De ellas, la primera es la que crea y no es creada, la segunda aquella que es creada y crea, la tercera la que es creada y no crea, la cuarta aquella que ni crea ni es creada. Las cuatro se oponen entre sí en parejas: la tercera se opone a la primera y la cuarta a la segunda” (libro I, 441 B).
Dicho en otros términos, la naturaleza produce las siguientes diferenciaciones: la primera es Dios como principio de todas las cosas (crea sin ser creado); la segunda son las ideas consideradas como arquetipos de las cosas (creadas por Dios y creadoras de las cosas); la tercera son las cosas del mundo en cuanto están en el tiempo y en el espacio (creadas por la idea y no creadoras) y la cuarta es Dios como fin o meta del proceso (no es creado por ser Dios ni crea por estar aquí al final del proceso de creación). El dualismo metafísico que tensiona la realidad en los dos planos del creador y lo creado se mantiene en Escoto, puesto que los momentos primero y cuarto del proceso de división de la naturaleza se corresponden con la naturaleza increada (Dios como causa y como fin, respectivamente), mientras que los momentos segundo y tercero se corresponden con la naturaleza creada. Sin embargo, ese dualismo adquiere un carácter dinámico: el creador se manifiesta en lo creado; crear es manifestarse; la creación es una teofanía (manifestación de Dios).
Ahora bien, si este es el movimiento de lo real en cuanto producción de diferencias internas en la naturaleza que se exteriorizan y luego se interiorizan, habrá que ver qué función cumple el sistema así descripto como interpretación posible del misterio de la creación del mundo por Dios; o, lo que viene a ser aquí lo mismo, cómo entra Dios en la filosofía. Escoto lo plantea en estos términos: tomando como eje de su argumentación la idea de que Dios al crear se crea a sí mismo sostiene que esa afirmación se puede entender por comparación con la actividad intelectual del hombre, puesto que
“nuestro intelecto, antes de que comience a pensar y recordar, se dice razonablemente que no es. En efecto, por naturaleza es invisible, y nadie puede conocerle salvo Dios y nosotros mismos. Mientras que, cuando comienza a pensar y cuando recibe la forma de algunas fantasías, con toda justicia se dice que ‘se hace’. Se hace, ciertamente, en la memoria al recibir algunas formas de cosas, o voces, o colores, etc., de las cosas sensibles. Y quien era informe antes de comenzar a recordar, recibe después una especie de segunda información al constituir ciertos signos de formas o voces -me refiero a las letras, que son signos de las voces, y a las figuras, que son signos de las matemáticas- y otras señales sensibles por las cuales puede insinuarse en los sentidos de quienes son capaces de sentir. Esta semejanza, pese a que queda muy remota a la naturaleza divina, creo que puede sugerir cómo ésta de un modo admirable ‘se crea’ en todas aquellas cosas que existen gracias a Ella, mientras lo crea todo y por nada puede ser creada. En efecto, del mismo modo como la inteligencia de la mente, el propósito, el razonamiento, o cualquier primero e íntimo movimiento nuestro se puede afirmar sin incongruencia que ‘se hace’, cuando viene el pensamiento, y recibe las formas de ciertas fantasías, y después progresa hasta los signos de las voces y las señales de los movimientos sensibles, pues ‘se hace’, conformado en las fantasías, lo que por sí mismo carece de toda forma sensible. Pues, igualmente la divina esencia, que subsistiendo por sí supera toda inteligencia, en las cosas que crea desde sí, por sí, en sí y para sí, rectamente se dice que ‘se crea’, ya que por ellas es conocida por cuantos la buscan con rectitud, sea con el intelecto, si se trata de lo que sólo es inteligible, sea con los sentidos, si son sensibles” (libro I, 454 B).
Del mismo modo en que nuestro intelecto se piensa al pensar, Dios se crea al crear; entonces, Dios entra en la filosofía de Escoto Erígena a partir de una teofanía. Esto equivale a decir que el plano en el que se mueve el pensamiento de Erígena es diferente al que plantean las relaciones de causa efecto sobre el plano del ser. Gilson sostiene que se trata de una relación entre signo y cosa significada: “el Dios de Erígena es como un principio que, sabiéndose incomprensible, desplegase una sola vez la totalidad de sus consecuencias, a fin de revelarse en ellas” (p. 198). Como principio creador increado, la naturaleza (phýsys) es Dios: “De las divisiones de la naturaleza ya enunciadas, la primera que habíamos descubierto es aquella que crea y no es creada. Y no sin razón, ya que tal especie de la naturaleza se predica rectamente sólo de Dios, quien, creador único de todas las cosas, se entiende que es ánarchos, es decir, sin principio” (libro I, 451 D); de modo que, al crear el mundo la naturaleza (o Dios) no hace otra cosa que manifestarse en el mundo puesto que el mundo mismo no es más que su manifestación o la manifestación de ese principio. Dicho en otros términos, el carácter dinámico de la naturaleza consiste en que su realidad coincide con su actividad; es en cuanto se manifiesta y, fuera de esta manifestación, es nada. “Independientemente de su crear y de su correlación con la criatura, Dios no solamente no puede ser definido por nosotros ni conocido por lo que es, sino que él mismo no puede definirse y entenderse a sí mismo: no es nada para sí mismo; y el fondo indefinido de su naturaleza, la absoluta indeterminación es esa nada de la que, según la Escritura, Dios creó al mundo” (LAMANNA, E. P., p. 106, n. 4).
Dejemos aquí a Escoto Erígena y avancemos en el tiempo hasta el siglo XIII para ver de qué modos Dios entra en la filosofía de Tomás de Aquino (1225-1274). Lo primero que deberemos tener en cuenta aquí es que la tradición filosófica que se retoma para pensar la teología cristiana es la de Aristóteles (y ya no la de Platón). De modo que “la metafísica y la física aristotélicas proporcionan los principios racionales con cuya ayuda puede construirse una explicación de la realidad, coherente y abierta a la fe” (CARPIO, A. P., Principios de filosofía, Buenos Aires, Glauco, 1974, p. 146). Ahora bien, podemos observar esta presencia de Dios en la filosofía de Tomás a través de los argumentos o vías que emplea para demostrar su existencia. Las cinco vías planteadas tienen similar estructura: todas parten de la experiencia sensible y utilizan la relación causal como principio explicativo. Siguiendo en esto la tradición de pensamiento y la autoridad que proviene de Aristóteles (Tomás lo llama “el filósofo”), la relación causal es entendida en cuatro sentidos: material, formal, eficiente y final y el dinamismo de lo real en sus diversas formas en términos de potencia y acto. Lo real está en movimiento en cuanto se genera y se destruye (cambio substancial), en cuanto altera su cantidad (aumento y disminución) o sus cualidades (alteración) y en cuanto se desplaza en el espacio (cambio de lugar) y, a su vez, el movimiento se explica como pasaje de la potencia (dýnamis: el poder moverse según sus posibilidades) al acto (enérgeia: la consumación o perfección del movimiento). En la medida en que hay movimiento en el mundo (y este es un dato de la experiencia y una evidencia imposible de negar) y que el movimiento como tránsito de la potencia al acto es de carácter inacabado (atelés, en términos de Aristóteles, es decir, sin telos), puesto que el movimiento termina cuando la potencia se realiza (se hace real) enteramente en el acto (energeia como realidad plena o consumada, aquello que tiene ergon, es decir, trabajo), entonces, todo movimiento supone algo que es inmóvil (porque tiene en sí mismo realizado plenamente toda la perfección ontológica de la que es capaz) y no está en tránsito hacia nada (pues su realidad es acto y no potencia) y, por lo tanto mueve a todo lo demás (es motor). De este modo, lo divino (ton theon) en Aristóteles es esta perfección inmutable del ser que no tiene que llegar a ser lo que ya es puesto que toda posibilidad está en él ya realizada (es acto puro; “puro”, es decir, sin mezcla de potencia alguna).
Este argumento aristotélico es el que utiliza Tomás en la primera vía (su fuente de inspiración es doble: por un lado los libros VII y VIII de la Física y, por otro lado, el libro XI de la Metafísica):
“Es innegable, y consta por el testimonio de los sentidos, que en el mundo hay cosas que se mueven. Pues bien, todo lo que se mueve es movido por otro, ya que nada se mueve mas que en cuanto esta en potencia respecto a aquello para lo que se mueve. En cambio, mover requiere estar en acto, ya que mover no es otra cosa que hacer pasar algo de la potencia al acto, y esto no puede hacerlo más que lo que está en acto […] Es, pues, imposible que una cosa sea por lo mismo y de la misma manera motor y móvil, como también lo es que se mueva a sí misma. Por consiguiente, todo lo que se mueve es movido por otro. Pero, si lo que mueve a otro es, a su vez, movido, es necesario que lo mueva un tercero, y a éste otro. Mas no se puede seguir indefinidamente, porque así no habría un primer motor y, por consiguiente, no habría motor alguno, pues los motores intermedios no mueven más que en virtud del movimiento que reciben del primero, lo mismo que un bastón nada mueve si no lo impulsa la mano. Por consiguiente, es necesario llegar a un primer motor que no sea movido por nadie, y éste es el que todos entienden por Dios” (Suma Teológica).
Gilson comenta lo siguiente: “los movimientos sobre cuya serie razonamos aquí están jerárquicamente ordenados; todo lo que se mueve, en la hipótesis en la que se coloca la prueba por el primer motor, se mueve por una causa motora que le es superior…”, de modo que “la prueba por el primer motor no encuentra su pleno sentido sino en la hipótesis de un universo jerárquicamente ordenado” (GILSON, E., El Tomismo. Introducción a la filosofía de Santo Tomás de Aquino, Pamplona, EUNSA, 1978, pp. 104-105). Saquemos de este comentario algunas conclusiones.
La estructura metafísica aristotélica sobre la que se apoya la primera vía supone una comprensión del movimiento que podríamos caracterizar de modo político: así como las relaciones de poder son relaciones de mando y obediencia que, cuando se plantean entre iguales, constituyen el ámbito propiamente político y, cuando se plantean entre desiguales, dan lugar a relaciones de poder despótico (y no político), del mismo modo, las relaciones entre el primer motor y lo movido se plantean como relaciones entre lo plenamente real (y, por lo tanto inmóvil) y lo deficitariamente real (y, por lo tanto, en movimiento hacia su plenitud). De modo que si el primer motor aristotélico puede ser identificado por Tomás con el Dios cristiano es porque el Dios cristiano, a diferencia de lo divino aristotélico, tiene una relación de poder muy concreta con el mundo movido: lo ha creado de la nada y, por lo tanto, el mundo le pertenece puesto que fuera de la relación con Dios, el mundo se disolvería en la nada de la que proviene. Esta consecuencia se sigue, como decíamos, de una lectura política de la metafísica aristotélica pero no es la consecuencia que saca Aristóteles: su primer motor divino no gobierna el mundo y tampoco lo crea y, de hecho, el dios de Aristóteles no tiene una relación personal con el mundo cuyo movimiento le resulta indiferente (es, como objeto de deseo, ajeno al sujeto deseante).
Por otra parte, la estructura metafísica aristotélica que permite comprender el movimiento en términos de potencia y acto dentro de un orden jerárquico es, también, una estructura cerrada que clausura las posibilidades (la potencia, dýnamis) del movimiento conforme con determinados fines (acto). Reduce la multiplicidad (de la potencia) a la unidad (del acto). Entonces, el mundo creado depende del Dios creador como de un fundamento que lo sostiene y lo unifica y ese fundamento puede subsistir sin aquello que es fundamentado. El Dios de la filosofía de Santo Tomás trasciende el mundo creado (Tomás evita el panteísmo) y no necesita del mundo para ser y, sin embargo, crea al mundo y, por lo tanto, tiene una relación de poder con el mundo (a diferencia del primer motor aristotélico, Dios es providencia conservadora del mundo). De aquí se sigue que, siendo el hombre un viviente político (como sostenía Aristóteles), sin embargo “la realización del destino humano […] está en la vida ultraterrena, y a ese fin deben subordinarse todos los objetivos temporales y mundanos”. De esta manera, “la Iglesia, como organización ordenada a esta misión eterna y ultraterrena, está por encima de todas las otras formas de convivencia social; es de ella de quien el Estado debe recibir las directivas supremas de su acción” (LAMANNA, E. P., pp. 173-174).
Sobre Escoto Erígena puede consultarse
http://revistas.ucm.es/fsl/02112337/articulos/ASHF8585110145A.PDF
Sobre Escoto Erígena puede consultarse
http://revistas.ucm.es/fsl/02112337/articulos/ASHF8585110145A.PDF
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