miércoles, 18 de diciembre de 2013

La crítica de Heidegger a la interpretación nietzscheana del nihilismo. Por Carlos A. Casali



La crítica de Heidegger a la interpretación nietzscheana del nihilismo. Por Carlos A. Casali

  Entre los años 1936 y 1940 Heidegger se había dedicado al estudio y la enseñanza sistemáticos del pensamiento de Nietzsche. En 1943 termina de darle forma a una reflexión sobre “La frase de Nietzsche ‘Dios ha muerto’” que será incluida como texto en Holzwege (Sendas perdidas). Acompañemos a Heidegger a lo largo de este texto (en lo que sigue, utilizamos la vieja y cuestionada edición en castellano de Losada, 1979, traducida por José Rovira Armengol y la cotejamos con la traducción más reciente de Helena Cortés y Arturo Leyte realizada para la edición de Alianza).
  Como veremos, el interés de Heidegger está enfocado en lograr una correcta ubicación del pensamiento de Nietzsche dentro de la historia de la metafísica occidental. Ese interés surge de los acontecimientos históricos que caracterizan los años treinta, de la apropiación que hace el nacionalsocialismo de la herencia doctrinaria nietzscheana, especialmente de la voluntad de poder, y surge también de la propia elaboración doctrinaria que Heidegger realiza en torno de la crítica de la metafísica que él emprende. Como veremos, Heidegger entiende la metafísica como consumación del nihilismo. Y propone la superación del nihilismo en torno de la pregunta por el ser; pregunta ausente en esa larga historia de la metafísica.
  Heidegger se ocupa de dejar bien en claro que el uso que hace del término “metafísica” no se refiere a “la doctrina de un pensador” sino a “la verdad de lo ente (Seiende) como tal” (p. 174). Entendida de este modo, cada fase o momento del desarrollo histórico de la metafísica está determinada por el camino que “el destino del ser (das Geschick des Seins)” va recorriendo en el despliegue de “la verdad sobre lo ente (Seiende)” (p. 175). A través del largo camino que recorre en su historia, el ser se muestra en lo que es (el ente). Pero, al mostrarse como ente (lo que es), se oculta como ser (ente es el participio de presente del verbo ser). Si consideramos que esa historia está fuertemente determinada por el platonismo, entonces es posible hacer la siguiente interpretación: el ser se muestra en la idea (que se constituye como una suerte de núcleo duro y resistente de lo ente, lo que perdura); pero la idea no pertenece al orden mundano de lo sensible (aistheton) sino al orden trasmundano de lo inteligible (noeton). Lo ente está metafísicamente determinado: el más allá gobierna el más acá. Así comienza con el platonismo una larga historia que va tejiendo su argumento dramático con el cristianismo medieval primero y la modernidad racionalista y científica después para terminar más tarde con la muerte de Dios. La frase de Nietzsche significa: “el mundo suprasensible carece de fuerza operante. No dispensa vida” (p. 180). Así entendida, el alcance de la frase es el siguiente: la destitución, pérdida o caída de lo suprasensible termina en “lo absurdo” (Sinnlos, sin sentido). En efecto, si el platonismo había logrado ubicar el sentido de lo que llamamos realidad en lo inteligible y Nietzsche nos ha mostrado que lo inteligible mismo logra tener sentido como estrategia de huida frente a los sensible, entonces habrá que buscar aquí, en el más acá sensible, una nueva fuente de sentido. Sin embargo, en la medida en que sensible e inteligible, más allá y más acá, son términos mutuamente referenciales, la destitución de uno de ellos implica la del otro (p. 174). Veamos esto con mayor detalle.
  En el lenguaje con el que Nietzsche describe la muerte de Dios (Heidegger cita completo el aforismo 125 de La Gaya ciencia), Dios significa “el mundo de las ideas y los ideales”, “el verdadero mundo, el mundo real propiamente dicho”. Por contraposición, el mundo sensible es “el variable y, por consiguiente el aparente, irreal” (p. 180). La muerte de Dios significa que el platonismo o, lo que viene a ser lo mismo, la metafísica, ha llegado a su final. Y lo que Nietzsche encuentra en ese final es la nada: “nada (Nichts) significa en este caso ausencia de un mundo suprasensible, obligatorio” (p. 181). El movimiento de la nada, su ensanchamiento o extensión, eso es el nihilismo (Nihilismus). Heidegger ubica a Nietzsche en la incómoda posición de quien intenta reaccionar contra el platonismo para superarlo y encuentra a Nietzsche enredado en las telarañas de la metafísica. Por un lado, porque todo movimiento de reacción sigue “adherido a la esencia de aquello contra lo que se pronuncia” (p. 180). Pero, por otro lado, y esto es mucho más importante que lo anterior, porque toda reacción se alimenta de la negación y, por lo tanto, de la nada. ¿Cómo se niega la nada? ¿No estamos en una situación semejante a la de Descartes? Dudando de la duda, Descartes funda el sujeto (cogito) en el subjectum. Del mismo modo, negando la nada, Nietzsche –según la lectura que hace Heidegger- funda el sujeto (sobrehombre) en la voluntad de poder (sin abandonar el subjectum). Sin embargo, no vayamos tan rápido: habría que preguntarse “si el nombre de nihilismo pensado estrictamente en el sentido de la filosofía de Nietzsche, tiene sólo un significado nihilista, es decir que lleve a la nada anuladora (nichtige Nichts)” (p. 181).
  El nihilismo es algo más: es “el movimiento fundamental de la historia de Occidente” y, dicho todavía con mayor precisión, “el movimiento histórico universal de los pueblos de la tierra lanzados al ámbito de poder (Machtbereich) de la Edad Moderna” (pp. 181-182) y, dicho de modo más grave, “propio de lo inquietante (Unheimlichkeit, siniestro, ominoso) de ese huésped inquietante es que no pueda mencionar su propio origen (Herkunft)” (p. 182). El nihilismo nos inquieta en el sentido de impedirnos encontrar un lugar en el que estar o permanecer, nos pone en movimiento sin que sea claro el origen y mucho menos la finalidad de ese movimiento. Con la frase “Dios ha muerto” toma forma la experiencia de un mundo que es el del siglo diecinueve y que recorrerá en toda su trayectoria el siglo veinte: “en el lugar de la desaparecida autoridad de Dios y del magisterio de la Iglesia aparece la autoridad de la conciencia, se impone la autoridad de la razón” (p. 183). Desaparece Dios del lugar suprasensible pero no desaparece el lugar suprasensible; es decir se mantiene “el ordo”, “el orden jerárquico de lo ente” (p. 183). Sin embargo, el nihilismo sigue su marcha y erosiona el orden metafísico del que se alimenta: “el dominio para la esencia (Wesen) y el acontecimiento (Ereignis) del nihilismo es la metafísica misma” (p. 183) que sigue su marcha hasta entrar en lo que Heidegger llama descomposición: “denominamos descomposición (Verwesung) a esta destrucción esencial de lo suprasensible” (p. 184). Ese movimiento nihilista de la metafísica seguirá su marcha, según Heidegger, mientras se “prescinda de pensar en la localidad de la esencia del hombre y aprehenderla en la verdad del ser (Sein)” (p. 184).
  Todo esto es el nihilismo, pero ¿qué es el nihilismo? En esta pregunta abrimos el juego de las palabras y abrimos el juego a las palabras, pues ¿cómo podría ser el nihilismo? ¿En qué sentido podría ser la nada?
  Vayamos lentamente y preguntemos primero ¿qué significa “nihilismo”? Esta pregunta es la que se plantea Nietzsche y la siguiente es su respuesta: “que los valores supremos se desvalorizan (entwerten)” (p.184). Heidegger retoma la pregunta y la repuesta, y las interpreta. La desvalorización (Entwertung) de los valores supremos no implica por sí misma que los valores en cuanto tales hayan desaparecido o dejado de ser, sino que han caído del lugar en el que estaban. Dicho de otro modo, la caída o desvalorización de los valores que organizaban el mundo y le daban sentido dejan sin sentido a ese mundo (el mundo organizado por esos valores), pero el mundo sigue estando allí, aunque ese allí, sin relación a un allá (más allá) sea ahora imposible de ubicar (dentro de una escala de valor). Entonces, Heidegger interpreta la interpretación de Nietzsche respecto del nihilismo en estos términos: “reconoce que con la devaluación de los que hasta ahora habían sido valores supremos, el mundo sigue siendo el mundo mismo y que, ante todo, el mundo que se ha quedado sin valores tiene que proceder ineluctablemente a nueva posición de valores” (p. 185). Y aquí viene un punto particularmente crítico de la interpretación heideggeriana: la nueva posición de valores se transforma en “una transvaloración de todos los valores (Umwertung aller Werte)” y esta transvaloración sigue jugando dentro del ámbito del nihilismo. De modo que en el uso del término “nihilismo” Nietzsche apela a la ambigüedad, o, siguiendo la interpretación heideggeriana, no logra salir de ella: “por una parte designa la mera devaluación de los valores supremos anteriores, pero luego al mismo tiempo el absoluto contramovimiento (Gegenbewegung) respecto de la devaluación” (p. 186). A este nihilismo que se afirma a través de la negación o que utiliza la negación como instrumento de la afirmación, Nietzsche lo nombra nihilismo consumado (vollendete) para diferenciarlo del nihilismo incompleto (unvollständig) que no logra afirmarse o hacer pie dentro del torbellino producido por la desvalorización de los valores supremos: “el no frente a los valores anteriores proviene del sí a la nueva posición de valores. […] en el sí de la nueva posición de valores se encierra un no rotundo” (p. 186). El nihilismo incompleto, en cambio, “aunque sustituye los anteriores valores con otros, los pone siempre en el antiguo lugar que como dominio ideal de lo suprasensible se mantiene libre por así decir” (p. 187).
  Heidegger encuentra a Nietzsche enredado en esta situación: “el nihilismo, según la interpretación de Nietzsche, es siempre una historia en que se trata de los valores” (p. 188). De modo que, habrá que indagar qué entiende Nietzsche por “valor” y, sobre todo, “¿por qué la metafísica de Nietzsche es la metafísica de los valores?” (p. 189), pregunta decisiva en la interpretación heideggeriana puesto que ubica claramente a Nietzsche dentro del ámbito de la metafísica cuya superación Nietzsche pretende realizar. Nietzsche queda enredado en la ambigüedad metafísica: “la sublevación (Aufstand) del hombre moderno en la absoluta dominación de la subjetividad (Subjektivität) dentro de la subjetidad (Subjektität) de lo ente” (p. 186). ¿Qué significan estos juegos de palabras y cuál es su alcance?
  La metafísica –afirma Heidegger- “desde antiguo piensa lo ente como hypokeimenon, como sub-iectum, respecto de su ser”. En el giro moderno de la metafísica “la ousia (entidad) del subjectum se convierte en subjetidad de la autoconciencia”; finalmente con Nietzsche la subjetidad de la autoconciencia toma la forma de la “voluntad de voluntad” (p. 196). Amontonemos unas palabras más. La metafísica busca en la Edad moderna lo mismo que buscaba en la antigüedad: “lo absolutamente indudable, lo cierto, la certidumbre”; es decir, el hypokeimenon (en griego), el subjectum (en latín), lo que está puesto debajo (hypo, sub) y sostiene a lo demás, lo que permanece mientras algo cambia. De modo que “al buscar Descartes ese subjectum en el camino previamente trazado por la metafísica encuentra, pensando la verdad como certidumbre, el ego cogito en cuanto ego como constantemente presente”. Entonces, “el ego sum pasa a ser el subjectum, es decir, el sujeto (Subjekt) se convierte en autoconciencia. La subjetidad del sujeto (die Subjektität des Subjekts) se determina a base de la certidumbre de esta conciencia” (p. 198). 
  Pasemos esto en limpio. Heidegger utiliza el término subjetividad (Subjektivität) para nombrar lo que nosotros nombramos habitualmente como sujeto, es decir, el yo (el ego del ego cogito); y utiliza el término subjetidad (Subjektität) para nombrar el supuesto (subjectum) metafísico. La metafísica es desde sus comienzos una búsqueda del subjectum (subjetidad) y en su fase moderna encuentra el subjectum en el ego (subjetividad). A este pasaje de la subjetidad a la subjetividad contribuye la transformación o interpretación de la verdad como certeza: la verdad pierde su significado griego de a-letheia (salir de lo oculto o del olvido); adquiere la forma de la certidumbre (firmeza, seguridad), es decir, de aquello de lo que no se puede dudar. La certidumbre es a la vez algo que pertenece al orden de la subjetidad o subjectum (puesto que permanece por debajo de todo aquello que la duda arroja al vacío y se ofrece, por lo tanto, como fundamento) y al orden de la subjetividad (puesto que esa permanencia es la del sujeto yoico). Tal vez ahora tengamos un poco más claro qué significan estos juegos de palabras. Veamos entonces cuáles son sus alcances.
  “La metafísica moderna piensa, como metafísica de la subjetidad (Subjektität), el ser de lo ente en el sentido de la voluntad (Wille)” (p. 202). Esta interpretación puede parecer un poco arbitraria. Sin embargo, Heidegger pasa del cogito cartesiano a la voluntad de poder nietzscheana a través de Leibniz (“el primero en pensar el subjectum como ens percipiens et appetens (ente percipiente y apetente)”, p. 203) y Kant (se refiere al “yo pienso” que debe poder acompañar todas las representaciones, p. 203). ¿Qué sucede en ese tránsito? ¿Qué fuerzas se ponen allí en movimiento? La respuesta de Heidegger es clara: “en la esencia de la verdad como certidumbre (Gewißheit), concebida ésta como verdad de la subjetidad (Subjektität) y ésta como ser de lo ente, se oculta la justicia (Gerechtigkeit) experimentada a base de justificación de la seguridad (Sicherheit)” (p. 203). Heidegger tiende un puente entre Descartes y Nietzsche: “así como en la metafísica de Nietzsche la idea de valor es más fundamental que la idea fundamental de la certidumbre en la metafísica de Descartes […], así en la época de la consumación de la metafísica occidental, en Nietzsche, la autocertidumbre de la subjetidad (Selbstgewißheit der Subjektität) se manifiesta como justificación de la voluntad de poder en virtud de la justicia que rige el ser de lo ente” (p. 204). Expliquemos esto un poco mejor. Está claro que entre Descartes y Nietzsche hay un abismo: uno piensa desde el horizonte de sentido de la racionalidad y sus categorías (certeza, certidumbre racional de matriz matemática, conocimiento racional dentro de la matriz sujeto/objeto) y el otro piensa desde el horizonte de sentido de la vida y sus categorías (transvaloración, voluntad de poder, arte, ficción, creatividad). Heidegger, como decíamos, tiende un puente que cruza ese abismo y los conecta: ambos pensadores piensan dentro del molde planteado por la metafísica; en ambos casos se trata de la búsqueda y determinación del subjectum (la subjetidad); sólo que, en Descartes, el subjectum se encuentra a sí mismo en el cogito (la subjetividad) y en Nietzsche el subjectum se vuelve activo y dinámico y encuentra que la subjetivad (racional y consciente) le resulta demasiado estrecha para contener su potencia expansiva y autoafirmativa.
  En los párrafos anteriores trabajamos unos argumentos de Heidegger que apelan a la palabra justicia para interpretar la metafísica de Nietzsche (o, podríamos decir con mayor rigor, el pensamiento de Nietzsche como pensamiento metafísico). Heidegger aclara que no se trata de una conceptualización de la justicia en términos éticos o jurídicos sino, antes bien, metafísicos: “la justicia (Gerechtigkeit) pensada por Nietzsche es la verdad de lo ente, que es a la manera de la voluntad de poder” (p. 205). Pero justamente esa misma condición metafísica de su pensamiento le impide a Nietzsche pensar eso que piensa; es decir, pensarlo en profundidad. Ahora bien, Heidegger ubica a Nietzsche dentro de la metafísica; podemos pensar que, procediendo de este modo, no hace justicia –ya que hablamos de justicia- al pensamiento de Nietzsche. Sin embargo, la intención manifiesta de Heidegger es rescatar a Nietzsche de la interpretación antropológica y existencialista que banaliza su pensamiento: “todavía permanece oculto para nuestro pensamiento cómo deba concebirse la relación esencial de la verdad de lo ente como tal con la esencia del hombre en la metafísica en virtud de su esencia”; y la causa de esa dificultad la encuentra Heidegger en el “predominio de la antropología filosófica”. A partir de allí, el peor error o la peor injusticia que se cometería al interpretar el pensamiento de Nietzsche es el de “tomar la fórmula de la proposición de valor como testimonio de que Nietzsche filosofa al modo existencial (existenziell)” (p. 206).
  Recapitulemos. La metafísica de Nietzsche piensa el ser de lo ente en términos de voluntad de poder. Esto implica la cuestión del valor y esta cuestión es la que está presente en la interpretación del nihilismo en su doble aspecto negativo y positivo a partir de la desvalorización de los valores supremos: “con la conciencia (Bewußtsein) de que ‘Dios ha muerto’ comienza la conciencia de una radical transvaloración de los valores supremos anteriores” (p. 207). Es precisamente este el paso decisivo: a partir del acontecimiento de la muerte de Dios y puesto sobre un nuevo y superador horizonte de sentido, “la autoconciencia (Selbstbewußtsein), en que tiene su esencia la mentalidad moderna, da con ello su último paso. Se quiere a sí misma como ejecutora de la absoluta voluntad de poder” (p. 208). Claro que, para dar ese paso, para superar el nihilismo incompleto mediante el nihilismo consumado que es capaz de superarse a sí mismo por vía de la transvaloración, es necesario que el hombre tal y como ha sido determinado por la metafísica que llega a su consumación sea superado por una  nueva figura de lo humano: “el nombre para la figura esencial de la humanidad que va más allá del tipo de hombre anterior, se llama el transhombre (Übermensch)” (p. 208).
  Es aquí donde Heidegger ve aparecer el peligro: “de repente, y sobre todo inadvertidamente, el hombre, a partir del ser de lo ente, se encuentra colocado ante el problema de hacerse con el dominio de la tierra” (p. 208). El nudo del problema está en la cláusula intercalada en medio de la oración: “a partir del ser de lo ente (aus dem Sein des Seienden)”. Heidegger se pregunta por el ser. Heidegger sostiene que a Nietzsche ese pensamiento le quedó oculto por la metafísica que no lograr pensar el ser desde su propia verdad o manifestación sino que lo hace a partir del ente (pregunta al ente por su ser y no al ser mismo). Sin embargo, “en todo ocultarse (verhüllen) impera ya al mismo tiempo un aparecer (erscheinen)” (p. 209). ¿Qué es lo que aparece en el ocultar? Nada menos que el eterno retorno: “la existentia, propia de la esentia de lo ente, es decir, de la voluntad de poder, es el eterno retorno de lo igual (Gleich)” (p. 209). Heidegger vuelve con esto a un tópico sobre el que se había detenido páginas más arriba. Citemos aquí en extenso:
Como la voluntad quiere la superación de sí misma, no se da nunca por satisfecha con la vida, por pletórica que ésta sea. Su poder estriba en la entrega, a saber, de sí misma. De ahí que vuelva constantemente a sí como igual (gleich). El modo como existe la totalidad de lo ente, cuya essentia es la voluntad de poder, su existentia, es el “eterno retorno de lo igual (Gleich)”. Las dos frases fundamentales de la metafísica de Nietzsche: “voluntad de poder” y “eterno retorno de lo igual”, determinan lo ente en su ser según aspectos que desde antiguo siguen siendo directivos para la metafísica; el ens qua ens en el sentido de essentia y existentia (p. 197).
  La metafísica piensa lo que es (lo ente) en una doble perspectiva: por un lado, la de su esencia (el qué son los entes o las cosas o lo que los entes o las cosas son); por el otro, la de su existencia (el hecho de las cosas son o existen). Nietzsche reinterpreta lo ente desde su propia perspectiva pero, de acuerdo con la interpretación de Heidegger, sin abandonar la metafísica misma. En la particular metafísica nietzscheana, lo ente es o tiene su esencia o la pone de manifiesto en cuanto voluntad de poder y existe en cuanto retorna eternamente a sí mismo con el propósito de realizar-se en la igualdad o identidad de su esencia. La clave de esta interpretación heideggeriana del pensamiento del eterno retorno de Nietzsche está en la palabra “igualdad”: si lo que la voluntad de poder quiere es el eterno retorno de lo igual (Gleich), tal y como afirma Heidegger, entonces es clara la pertenencia de Nietzsche a la tradición del pensamiento metafísico que aborda la pregunta por el ser a partir del ente en la dirección de su adecuada correspondencia (resuena aquí el principio de identidad formulado por Aristóteles). En cambio, si lo que quiere la voluntad de poder es el eterno retorno de lo mismo (y no de lo igual), allí está implícita la posibilidad de la diferencia. Lo ente retorna a sí mismo, difiriendo de sí mismo o, dicho en términos heideggerianos, el ser y el ente difieren (la diferencia ontológica). No nos detendremos más sobre este punto que, sin embargo, es central en la interpretación o valoración que Heidegger hace de Nietzsche y en la interpretación o valoración que nosotros hacemos hoy sobre ese tópico como quien toma partido por uno o por otro para ver a quién se le da la victoria. Sólo apuntaremos un elemento para dejar este tema abierto. En “El principio de identidad”, conferencia que Heidegger pronunció en 1957 y que fue publicada ese mismo año, junto con otra conferencia, con el título Identidad y diferencia, el término Gleichheit es utilizado claramente con el significado de “igualdad” para diferenciarlo del término identidad (Identität) para el que, en alemán, Heidegger prefiere el término Selbigkeit (mismidad). Agreguemos un último dato más para complicar el asunto. Arturo Leyte, traductor junto con Helena Cortés de este texto, sostiene en la introducción que la voluntad de poder nietzscheana es o existe como “eterno retorno de lo igual” y, también, “que siempre vuelve lo mismo” (Identidad y diferencia, Barcelona, Anthropos, 1990, p. 31). Dejemos este tema abierto entonces y sigamos adelante.
  Heidegger está interpretando la interpretación de Nietzsche y, sobre todo, está interpretando la interpretación (la mala interpretación) y el uso (el abuso) que se hizo (¿hace?) de Nietzsche. “La esencia del transhombre no es una patente para el delirio de una arbitrariedad. Es la ley, fundada en el ser mismo (im Sein selbst) […] para que el hombre pueda llegar a madurar para lo ente (das Seiende), el cual en cuanto tal ente pertenece al ser, ser que como voluntad de poder pone de manifiesto su esencia volitiva (Willenswesen) y mediante ese aparecer hace época, a saber, la última época de la metafísica” (p. 210). Suena aquí una advertencia, una voz de alarma, se habla del “dominio sobre la tierra (der Herrschaft über die Erde)” (p. 210). ¿Sobre qué se está hablando y qué se está diciendo? Se habla sobre la interpretación de la muerte de Dios como caída del mundo suprasensible y se está diciendo que ese mundo que funcionaba como meta (Ziele) y medida (Maße) del mundo sensible ya no condiciona y determina “la esencia del hombre”, de modo que, ahora, muerto Dios, se podría pensar que “el dominio sobre lo ente pasa de Dios al hombre” (p. 211). Sin embargo, Heidegger observa que no es este el alcance y el sentido que Nietzsche le da a la voluntad de poder liberada ahora de la servidumbre metafísica y teológica. Esto es así porque “el hombre no puede ponerse nunca en el lugar de Dios” (p. 211). Pero sí puede el hombre ocupar el lugar que metafísicamente ocupaba Dios como creador y conservador de lo ente y que ahora quedó vacío. Ese lugar es el de la subjetidad (Subjektität). Lo ente llega a ser real en cuanto objeto representado, es decir objetivado sobre la base del ego cogito (yo pienso); “sobre la base” significa literalmente “subyacencia”, es decir, subjectum. De modo que el “el sujeto es sujeto para sí mismo (das Subjekt ist für sich selbst Subjekt)” y “la esencia de la conciencia es la conciencia de sí mismo” (p. 211). El hombre toma conciencia de sí como subjectum o soporte de todo lo ente; “el mundo se convierte en objeto” y la naturaleza sólo puede aparecer como “objeto de la técnica” (p. 212).
  Pero “¿qué sucede con el ser?” se pregunta Heidegger y se responde: “con el ser no sucede nada (mit dem Sein ist es nichts)” (p. 214). El ser se muestra o desoculta en el ente, pero, al mostrarse o desocultarse de este modo, es decir, en y como ente, se oculta como ser y en ese inevitable ocultamiento del ser Heidegger advierte la condición de posibilidad del pensamiento metafísico y, también, el límite insuperable que plantea esa condición: el nihilismo. Heidegger no entiende por “nihilismo” lo mismo que entiende Nietzsche (la caída de los valores supremos). Heidegger interpreta el nihilismo en términos de ocultamiento del ser. El ente es la nada del ser. El ser es en la nada del ente. Siendo ente, el ser es nada como ser. El ente humano que es doblemente subjetivo, en primer lugar por su condición de ente (subjetidad, subjectum) y en segundo lugar por su condición de humano (subjetividad, consciencia y autoconsciencia), se asegura a sí mismo como el ente que es y, de este modo, se ve privado de la posibilidad de pensar el ser como tal (y no como ente). En esa privación o, para decirlo más correctamente, en esa negación, se manifiesta la nada.
  Analizando la imagen presentada por Nietzsche de un Dios que ha muerto porque el hombre lo ha matado, digamos en tres actos (beberse el mar, borrar el horizonte, desencadenar la tierra de su sol), Heidegger arriba a la siguiente conclusión: “lo ente es absorbido, como objetivo (Objektive), en la inmanencia de la subjetividad (Subjektivität)” (p. 216); es decir, lo ente se ha transformado en objeto (representado) para un sujeto (representante y representador). En la interpretación que Heidegger hace de la interpretación nietzscheana del nihilismo, la muerte de Dios significa que la voluntad se ha liberado de la dominación metafísica y se ha transmutado en voluntad de poder incondicionada, es decir, no sometida a las condiciones que el trasmundo imponía a la voluntad. Sin embargo y pese a lo que Nietzsche pretende, con ello no se supera el nihilismo cuyas raíces son más profundas y se hunden en los orígenes mismos del pensamiento metafísico, aún antes de que ese pensamiento tomara forma acabada en Platón y Aristóteles: “la historia del ser empieza, y necesariamente, con el olvido (Vergessenheit) del ser” (p. 218). De modo que, la entera historia del occidente europeo y, por extensión, mundial, está determinada por este olvido del ser que constituye la posibilidad del pensamiento metafísico y su límite: el nihilismo. En términos de Heidegger: “el nihil del nihilismo significa que nada queda del ser” (p. 218). Pero, entonces, la historia de la metafísica no puede ser interpretada como la historia de un error (Irrtum) (en clara alusión al conocido texto de Nietzsche publicado en El ocaso de los ídolos), sino “el secreto impensado, a título de retenido, del ser mismo” (p. 219). Pero ese límite tiene paradójicamente, un carácter positivo: en ese límite que presenta la nada o en el que la nada se presenta, se abre la condición de posibilidad de que el ser se muestre por sí mismo en su verdad.
  El texto de Heidegger termina con un retorno a Nietzsche: el loco o alucinado o trastornado que anuncia las vicisitudes de la muerte de Dios también proclama que busca a Dios. Heidegger quiere ver en esa imagen del trastornado la figura del hombre que ha experimentado la muerte de Dios como desvalorización de los valores supremos para caer en cierto modo en el lugar en el que ya estaba sin saberlo claramente: “en la esencia predeterminada del hombre anterior, ser el animal racional” (p. 220). Sin embargo, en la medida en que busca a Dios, se abre allí la posibilidad de un nuevo comienzo: “el pensar sólo empieza cuando nos enteramos de que la razón (Vernunft), tan glorificada durante siglos, es la más porfiada enemiga del pensar (Denken)” (p. 221).

miércoles, 13 de noviembre de 2013

La interiorización del hombre: Nietzsche, genealogista de la moral. Por Carlos A. Casali



La interiorización del hombre: Nietzsche, genealogista de la moral. Por Carlos A. Casali

  En el año 1887 Federico Nietzsche publicaba La genealogía de la moral: un escrito polémico. La obra está compuesta por tres tratados; aquí nos detendremos en el análisis del segundo de esos tratados, que lleva por título “‘Culpa’, ‘mala conciencia’ y similares”, cuyo contenido es resumido por el propio Nietzsche en estos términos:

…ofrece la psicología de la conciencia (Gewissen, conciencia moral): ésta no es, como de ordinario se cree, ‘la voz de Dios en el hombre’, –es el instinto de la crueldad (der Instinkt der Grausamkeit), que revierte hacia atrás cuando ya no puede seguir desahogándose hacia fuera. La crueldad, descubierta aquí por vez primera como uno de los más antiguos trasfondos de la cultura, con el que no se puede dejar de contar (Ecce homo, Madrid, Alianza, 1978, pp. 109-110).

El resumen que Nietzsche presenta de este contenido es fácil de comprender y también podemos aceptar sin mayor dificultad la tesis que lo sostiene: hemos leído en Freud cosas similares. Sin embargo, los detalles y los vaivenes de los argumentos complican bastante la comprensión del texto y nuestras posibilidades de aceptar o discutir las tesis que presenta. Intentaremos, en lo que sigue, avanzar dentro de este ese territorio enmarañado.
  En el origen de lo humano hay una violencia; para que el hombre surja de la animalidad que lo precede –y que, posiblemente, lo condicionará siempre- es necesario que a la fuerza de olvidar se le contraponga una fuerza de la memoria. El hombre es “un animal al que le [es] lícito hacer promesas” (citamos La genealogía de la moral por la edición de Alianza, 1975, § 1, p. 65). En la contraposición de ambas fuerzas, el hombre o lo humano se mantiene en un equilibrio muy inestable: por un lado, lo animal, la fuerza del olvido, es la “mantenedora del orden anímico” (p. 66) puesto que hace posible el flujo de la vida o su dinamismo (lo que Nietzsche llama “asimilación anímica”, p. 65). Es la condición de posibilidad del presente (del momento temporal en el que se está y en el que las cosas están o se presentan). Por otro lado, la fuerza de la memoria, que le da una orientación a ese flujo o dinamismo vital: una memoria que compromete a la voluntad con la promesa grabada en la conciencia. Esta fuerza es la condición de posibilidad del futuro (de ese momento del tiempo en el que no se está, pero que al que se quiere –promesa y compromiso- llegar).
  Esas dos fuerzas en conflicto no parecen estar en el mismo nivel o en el mismo plano: la fuerza del olvido parece ser una fuerza “natural” (puesto que caracteriza todo lo animal y, también, lo animal en el hombre), mientras que la fuerza de la memoria parece ser una fuerza “antinatural” (o, por lo menos, “no natural”), puesto que caracteriza lo específicamente humano que hay en el hombre: el ser un animal “calculable, regular, necesario” que puede “responderse a sí mismo de su propia representación” (p. 67). Este animal responsable es el hombre y es el resultado de un largo proceso: a este “trabajo del hombre sobre sí mismo” Nietzsche lo nombra como “eticidad de la costumbre” (“Sittlichkeit der Sitte”). Este animal responsable que es el hombre es también el individuo soberano, el “individuo igual tan sólo a sí mismo” que “ha vuelto a liberarse de la eticidad de la costumbre” (§ 2, p. 67). Este individuo soberano que puede hacer promesas porque puede comprometerse, encuentra en ese poder su “instinto dominante” y lo llama –con comprensible orgullo- su conciencia (Gewissen) (p. 68). Sin embargo, esa conciencia proviene de un pasado más bien oscuro y salvaje: la memoria de la promesa y la memoria de la voluntad que se compromete sólo se logran cuando la fuerza del olvido queda bloqueada por aquella fuerza contraria que actúa por medio del dolor. Sólo así se logra criar al animal humano (“estos instantáneos esclavos de los afectos y la concupiscencia”, § 3, p. 70); operación de cría cuyo resultado es la conciencia moral.
  Es particularmente sugestiva la indicación que hace Nietzsche respecto de la eticidad de la costumbre: antes y después de ella el hombre es libre; primero como “animal” o “semianimal”, luego como “individuo soberano”. Sin embargo, la producción genealógica del individuo soberano no es tan sencilla: la eticidad de la costumbre y “la camisa de fuerza social” permiten transformar el animal olvidadizo en un animal memorioso y calculable, capaz de sujetarse a sus promesas y comprometer su voluntad por simple sujeción social (la “camisa de fuerza”) pero, en la medida en que no es libre, tampoco le es lícito hacer promesas: está atado al mandato social y es responsable ante la sociedad, pero no es soberano (§ 2).
  Agreguemos a esa dificultad esta otra: el hombre se caracteriza no sólo por la conciencia. Junto con ella aparecen también la conciencia de la culpa (Bewusstsein der Schuld) y la mala conciencia (schlechte Gewissen), cuyo origen –genealógico- Nietzsche lo encuentra en la relación de intercambio entre acreedor y deudor (§ 4, pp. 71-72)[i]. Es en esta relación de intercambio en donde adquieren su sentido más pleno la memoria y la promesa: la promesa ata al deudor con su acreedor en términos contractuales: “el deudor, para infundir confianza en su promesa de restitución […], para imponer dentro de sí a su conciencia (Gewissen) la restitución como un deber” ofrece algo suyo en garantía (§ 5, p. 73). Podríamos decirlo en estos términos: el deudor se constituye a sí mismo en relación con una deuda; algo suyo no le pertenece. Jugando con las palabras: su yo no es suyo. El deudor ofrece al acreedor algo suyo como garantía de pago y el acreedor se reserva el derecho de hacer sufrir al deudor por medio de la pena (“un derecho a la crueldad”). Se trata de “el goce causado por la violentación” (§ 5, p. 74).
  Lo importante aquí, más allá de la explicación que Nietzsche ofrece, es observar el problema: el “indisociable engranaje de las ideas ´culpa y sufrimiento’” (“Schuld und Leid”) (§ 6, p. 74). Sufrir por nuestra culpa o que la culpa nos haga sufrir; esto que parece una dato de la experiencia que no requiere de mayor explicación, necesita ser explicado, puesto que no hay nada en la culpa misma -en cuanto la culpa remite a una deuda- que implique sufrimiento.
  Volvamos a nuestro texto y, puntualmente, a ese extraño e indisociable engranaje de “culpa y sufrimiento”. El acreedor perjudicado por un deudor compensa el malestar o displacer que le produce el daño sufrido con el bienestar que le ofrece el placer de hacer sufrir (§ 6, pp. 74-75). Nietzsche califica este placer de hacer sufrir como “contra goce” (Gegen-Genuss, p. 75). La expresión resulta un poco extraña por dos motivos: uno, es que esperaríamos encontrar el lugar “natural” del disfrute o goce en quien tiene la experiencia directa del placer (es decir el cuerpo propio); otro, es que aparece aquí en escena una experiencia indirecta y, tal vez, invertida o contradictoria del placer, un contra placer (hay placer en el sufrimiento). Gozar del sufrimiento ajeno; este es el modo en el que el acreedor cobra su deuda y restituye por compensación el equilibrio contractual: puesto que ha sufrido un daño por parte del deudor, ahora goza haciéndolo sufrir. (Por este camino es posible comprender que se pueda gozar también en el sufrimiento propio). Nietzsche aclara que no se trata de  venganza (puesto que “la venganza misma […] remite cabalmente al mismo problema: ‘¿cómo puede ser una satisfacción el hacer sufrir?’”, p. 75). Por el contrario, “la crueldad (Grausamkeit) constituye en alto grado la gran alegría festiva de la humanidad más antigua” (p. 75). “Sin crueldad no hay fiesta: así lo enseña la más antigua, la más larga historia del hombre” (p. 76). Nietzsche nos presenta aquí un estadio muy antiguo de la humanidad en el que podían estar juntos –y sin contradicción- la jovialidad y la crueldad; una época en la que el género humano exhibía sin vergüenza su maldad. Una época –o unas épocas: Nietzsche utiliza el término en plural- en la que no había aparecido el pesimismo. Antes, “la humanidad no se avergonzaba aún de su crueldad”; después, se acrecienta “la vergüenza del hombre ante el hombre”. Se trata ahora de una época de “moralización y reblandecimiento enfermizo” (§ 7, pp. 76-77). Antes, “no se podía prescindir de hacer sufrir y se veía en ello un atractivo de primer rango”; después, “en estos tiempos de ahora”, “el sufrimiento aparece siempre el primero en la lista de los argumentos contra la existencia” (p. 77). Es posible –argumenta Nietzsche- que antes el dolor no doliese tanto como ahora; y es posible también que el placer en la crueldad subsista hoy bajo una forma sublimada y más sutil (puesto que nuestra sensibilidad no toleraría las formas más crudas y directas del dolor) (pp. 77-78). El único sufrimiento que resulta verdaderamente intolerable es el “sufrimiento absurdo” (p. 78).
 
La culpa (deuda), entonces, “el sentimiento de la culpa (Schuld), de la obligación personal”, tiene su origen en la relación de intercambio: “compradores y vendedores”, “acreedores y deudores” (§ 8, p. 80). De acuerdo con esa misma lógica “prehistórica” (es decir, anterior a la historia), la comunidad y sus miembros se estructuran en una relación de acreedor y deudor: todo aquel que causa un daño a la comunidad se convierte por ello mismo en un deudor que merece un castigo: “la cólera del acreedor perjudicado, de la comunidad, le devuelve al estado salvaje y sin ley, del que hasta ahora estaba protegido” (§ 9, 81-82). Esta relación de equivalencias se modifica cuando el poder de la comunidad (Gemeinwesen) se acrecienta y “deja de conceder tanta importancia a las infracciones del individuo” (§ 10, p. 82). Cuando esto sucede, comienza a separase o distinguirse el delito del delincuente; la deuda del deudor; ahora las equivalencias se dan en el plano de las acciones: a una acción dañosa corresponde una acción compensatoria (pp. 82-83). Aquí encuentra Nietzsche el origen de la justicia y el principio que orienta su desarrollo: en primer lugar, “el más antiguo e ingenuo canon moral de la justicia” que “toda cosa tiene su precio”; que “todo puede ser pagado” (§ 8, p. 81). En segundo lugar, la “autosupresión de la justicia”: la justicia “acaba por hacer la vista gorda y dejar escapar al insolvente” (§ 10, p. 83). En ambos momentos, la justicia es presentada por Nietzsche como una relación marcada por la simetría y la asimétrica: en el primer momento, se trata de “la buena voluntad, entre hombres de poder aproximadamente igual, de ponerse de acuerdo entre sí, […] y, con relación a los menos poderosos, de forzar a un compromiso a esos hombres situados por debajo de uno mismo” (§ 8, p. 81). En el segundo momento, la autosupresión de la justicia –es decir, la gracia- constituye “el privilegio del más poderoso” (§ 10, p. 83).
  Con esta interpretación, Nietzsche sale al cruce de cierta opinión que ubica el origen de la moral en el resentimiento (Ressentiment) para terminar poniendo en inadecuada proximidad la justicia con la venganza. Nietzsche advierte allí el surgimiento de los afectos reactivos (el odio, la envidia, el despecho, la sospecha, el rencor, la venganza) y estima positivamente el valor biológico de esos afectos aunque, claro está, ese valor resulta inferior al que tienen “los afectos auténticamente activos, como la ambición de dominio, el ansia de posesión y semejantes” (die eigentlich aktiven Affekte, wie Herrschsucht, Habsucht und dergleichen) (§ 11, p. 84). Nietzsche pone de relieve la importancia del “supremo punto de vista biológico” a la hora de tasar el valor de “las situaciones de derecho”: estas últimas no son “más que situaciones de excepción, que constituyen restricciones parciales de la auténtica voluntad de vida, la cual tiende hacia el poder”. Esas situaciones de derecho no son más que “medios para crear unidades mayores de poder”. Por el contrario, “un orden de derecho pensado como algo soberano y general, […] como medio contra toda lucha en general, […] sería un principio hostil a la vida, un orden destructor y disgregador del hombre, un atentado al porvenir del hombre, un signo de cansancio, un camino tortuoso hacia la nada (§ 11, p. 87).
  No resulta difícil establecer algunos puentes entre este pensamiento de Nietzsche y el Calícles platónico: vida, poder, deseo, afectos, dominio, fuerza, justicia, son términos de un lenguaje moral que se articula de manera extraña y peligrosa. Nietzsche es incisivo y nos hace preguntar por los motivos de semejante extrañeza y peligrosidad. Avanzamos sobre un territorio bastante oscuro e inexplorado. Sin embargo podemos reconocer algunas figuras entre las sombras: “el hombre activo, el hombre agresivo, asaltador, está siempre cien paso más cerca de la justicia que el hombre reactivo”. Es allí “en la esfera de los activos, fuertes, espontáneos, agresivos” en donde surge el derecho. ¿Podemos reconocer allí la conocida figura del derecho del más fuerte? No es fácil dar una respuesta afirmativa (y tampoco es fácil dar una respuesta). Nietzsche utiliza el lenguaje de la biología y el de la política pero habla de otra cosa (o intenta hacerlo): “históricamente considerado, el derecho representa en la tierra […] la lucha precisamente contra los sentimientos reactivos”. La esfera de la justicia implica que “un poder más fuerte busca medios para poner fin, entre gentes más débiles […] al insensato furor del resentimiento” (§ 11, pp. 85-86). En la medida en que, por medio de la ley, instituida por “la potestad suprema”, se establece que “todas las infracciones y arbitrariedades” son “delito contra la ley”, en esa misma medida, el resentimiento queda fuera de juego: se “aparta el sentimiento de sus súbditos del perjuicio inmediato producido por aquellos delitos”; puesto que “sólo a partir del establecimiento de la ley existen lo ‘justo’ y lo ‘injusto’” (p. 86).
  Volvamos sobre lo dicho: Nietzsche utiliza un lenguaje que hace referencia a ciertas cosas o que se utiliza para hablar de ciertas cosas y le hace decir otras cosas tal vez distintas. El lenguaje de la biología se usa para hablar de la vida y el lenguaje de la política para hablar del poder; sin embargo en Nietzsche la vida y el poder no parecen ubicarse dentro de esas tradiciones discursivas. ¿Dónde ubicarlos? Nietzsche nos da una pista o nos ofrece un camino: en todas las cosas es posible –y necesario- establecer una diferencia entre el componente sólido y duradero y el componente fluido; entre el significado y el sentido; entre el origen y la finalidad. Por ejemplo, respecto de la pena (Strafe), se confunde el origen con la finalidad; entonces, se dice que la pena ha sido creada o instituida (origen) con la finalidad de tomar venganza, o de intimidar, o de castigar. Pero, al confundir ambos planos o problemas (el del origen y el de la finalidad) se pierde perspectiva y la genealogía resulta imposible. Por el contrario, lo que sucede es que “algo existente […] es interpretado una y otra vez, por un poder superior a ello, en dirección a nuevos propósitos…”. Dicho de modo general, “todo acontecer en el mundo orgánico es un subyugar, un enseñorearse” y “todo subyugar y un enseñorearse es un reinterpretar, un reajustar, en los que, por necesidad, el ‘sentido’ anterior y la ‘finalidad’ anterior tienen que quedar oscurecidos o incluso totalmente borrados (§ 12, p. 88). Quien marca el ritmo de este acontecer es la voluntad de poder: ella “se ha enseñoreado de algo menos poderoso y ha impreso en ello, partiendo de sí misma, el sentido de una función (den Sinn einer Funktion)” (p. 88). ¿Dónde hemos quedado ubicados? La respuesta es fácil: dentro del territorio de la Voluntad de Poder. ¿Qué se sigue de allí? La respuesta no es tan fácil. El verdadero progressus, sostiene Nietzsche, “aparece siempre en forma de una voluntad y de un camino hacia un poder más grande” y “se mide […] por la masa de todo lo que hubo que sacrificarle; la humanidad en cuanto masa, sacrificada al florecimiento de una única y más fuerte especie hombre –eso sería un progreso…” (p. 89). ¿No volvemos a sentirnos extrañados y en peligro?[ii]
  Nietzsche contrapone dos maneras de situarse dentro del acontecer (Geschehens): “el absurdo mecanicista”, por un lado; “la voluntad de poder”, por el otro (p. 89) y caracteriza la voluntad de poder como esencia de la vida en la que predominan “las fuerzas espontáneas, agresivas, invasoras, creadoras de nuevas interpretaciones, de nuevas direcciones y formas”, por sobre las fuerzas reactivas que facilitan la adaptación (p. 90). Tomemos esta contraposición en términos metodológicos: “sólo es definible aquello que no tiene historia” (§ 13, p. 91). Esto significa que el concepto de algo que está sujeto al devenir histórico –Nietzsche toma como ejemplo el análisis de “la pena”- no se puede delimitar o definir dentro de “un sentido único” sino que su concepto se expresa como “una síntesis de ‘sentidos’”; de modo que, “la anterior historia” -de la pena en este caso-, “acaba por cristalizar en una especie de unidad que es difícil de disolver, difícil de analizar, y que, subrayémoslo, resulta del todo indefinible” (p. 91). En estadios anteriores de ese desarrollo histórico, en cambio, “aquella síntesis de ‘sentidos’ aparece más soluble y, también, más trastrocable” (p. 91).
   La pena, entonces, aparece en escena “sobrecargada con utilidades de toda índole” y Nietzsche encuentra que una de esas utilidades o sentidos resulta particularmente falsa respecto del análisis histórico o genealógico: “la pena, se dice, poseería el valor de despertar en el culpable el sentimiento de culpa, en la pena se busca el auténtico instrumentum de esa reacción anímica denominada ‘mala conciencia’, ‘remordimiento de conciencia’” (§ 14, p. 92). La evidencia histórica –o, en este caso, “prehistórica”- muestra que, por el  contrario, “el desarrollo del sentimiento de culpa fue bloqueado de la manera más enérgica cabalmente por la pena, -al menos en lo que se refiere a las víctimas sobre las que se descargaba la potestad punitiva” (p. 93). Nietzsche dibuja la siguiente ecuación: la pena implica sufrimiento; la mala conciencia implica que el origen de ese sufrimiento está en “nosotros” mismos (es decir en “nuestra” interioridad) y llama culpa a ese origen o causa; sin embargo, durante “los milenios anteriores a la historia del hombre”, cuando esa interioridad no se había constituido todavía, quien recibía una pena, lo hacía como quien recibe “un fragmento […] de fatalidad” y “no sentía en ello ninguna ‘aflicción interna’ (innere Pein) distinta de la que se siente cuando, de improviso, sobreviene algo no calculado, un espantoso acontecimiento natural, un bloque de piedra que cae y nos aplasta y contra el que no se puede luchar” (p. 94). Dicho de modo breve, la ecuación que aproxima la pena en cuanto sufrimiento a la mala conciencia se puede descomponer en dos términos independientes: por un lado, la experiencia de la pena se vive como fracaso (“algo ha salido inesperadamente mal aquí”); por el otro, la experiencia de la pena se vive como culpa (“yo no debí haber hecho esto”) (§ 15, p. 94).
  Llegado a este punto, Nietzsche presenta su hipótesis respecto del origen de la mala conciencia (schlechten Gewissens): surge allí donde y cuando el hombre se encuentra encerrado “en el sortilegio de la sociedad y de la paz (in den Bann der Gesellschaft und des Friedens)” (§ 16, p. 95) y, consecuentemente, quedan en suspenso “los instintos (Triebe) reguladores e inconscientemente (unbewusst) infalibles”, para guiarse ahora por la consciencia (Bewusstsein) “su órgano más miserable y más expuesto a equivocarse”. Hemos llegado a la interiorización del hombre: “todos los instintos (Instinkte) que no se desahogan hacia fuera se vuelven hacia dentro”. Al cambiar la dirección de la fuerza –llámese pulsión o instinto- que ponía en movimiento al hombre “salvaje, libre, vagabundo” y que tomaba la forma de “la enemistad, la crueldad, el placer en la persecución, en la agresión, en el cambio, en la destrucción”, esas fuerzas se vuelven contra “el poseedor de tales instintos (Instinkte)” (p. 96). Nietzsche describe o enumera esas fuerzas en los siguientes términos: “la enemistad, la crueldad, el placer en la persecución, en la agresión, en el cambio, en la destrucción…” (p. 96).
  Se comprende bien la situación que Nietzsche está describiendo: cierta fuerza (instintiva o pulsional) que permite al animal humano perseverar en el ser a expensas del “exterior” se vuelve contra sí mismo y construye un “interior”. No es tan fácil de comprender, sin embargo, la situación en la que este cambio de dirección tiene lugar: la vida en común, la vida social, “la organización estatal” (die staatliche Organisation) que se protege “contra los viejos instintos de la libertad” mediante las penas que restringen esa libertad (96). Según parece, se trata de la misma metodología que Nietzsche había descripto al comienzo de este tratado segundo para posibilitar la cría de un animal capaz de hacer promesas: por medio del dolor se logra forjar una conciencia (Gewissen). Ahora, el mismo dolor (la pena) es utilizado para un fin distinto: organizar la sociedad en cuanto límite externo de la libertad (individual). En el primer caso o en la primera de esas situaciones, la potencia educativa o formativa del dolor sirve para forjar el escenario de la conciencia. En el segundo, el dolor funciona con una potencia educativa de otro nivel: forja ya no el escenario sino el ámbito cerrado de la mala conciencia  (schlechten Gewissens). Ahora bien, en el primer caso (se trataba de “criar un animal” -ein Thier heranzüchten-, § 1, p. 65) el resultado final es el “individuo soberano” y, en el segundo (se trata ahora de domesticar –zähmen- a ese animal; es decir, de separarlo violentamente de su pasado animal), el resultado final es el surgimiento de “algo tan nuevo, profundo, inaudito, enigmático, contradictorio y lleno de futuro…” (p. 97).
  La hipótesis nietzscheana sobre el origen de la mala conciencia tiene dos presupuestos: primero, la mala conciencia no surge de un proceso gradual (ni voluntario) sino de una ruptura o salto; segundo, la pérdida de la libertad instintiva fue un acto de violencia. Detrás de esa violencia Nietzsche ubica la figura mítica (y terrible) del Estado: “una horrible tiranía”, “una maquinaria trituradora y desconsiderada” (§ 18, p. 98); un poder mortífero y temible que hace recordar de un modo muy directo al dios mortal de Hobbes, sólo que, el dios mortal de Hobbes es una construcción ficcional, mientras que, detrás del Estado al que hace referencia Nietzsche, aparece una figura real: “una horda cualquiera de rubios animales de presa, una raza de conquistadores y de señores” que organiza el caos de las fuerzas y le da forma orgánica (la parte en conexión con el todo) (p. 99)[iii].
  Nietzsche es plenamente consciente de la extrañeza que producen sus descripciones genealógicas (se trata de algo “feo y doloroso”, § 18, p. 99). Sin embargo, la aparición en escena de la voluntad de poder (der Wille zur Macht) reclama del espectador que esté atento: la fuerza que somete al hombre es la misma fuerza que el hombre utiliza para someterse a sí mismo. Nietzsche utiliza los siguientes términos: fuerza (Kraft), instinto de libertad (Instinkt der Freiheit), voluntad de poder: “esa fuerza constructora de Estados” es la misma que “reorientada hacia atrás […] se crea la mala conciencia y construye ideales negativos”. Se trata, en ambos casos, de la voluntad de poder; “sólo que la materia sobre la que se desahoga la naturaleza conformadora y violentadora de esa fuerza es aquí justo el hombre mismo, su entero, animalesco, viejo yo –y no, como en aquel fenómeno más grande y más llamativo, el otro hombre, los otros hombres” (pp. 99-100). La situación descripta por Nietzsche resulta –como decíamos- extraña: mientras que la fuerza se dirige hacia “afuera”, la alteridad es posible (puesto que su condición de posibilidad es el dualismo); cuando la fuerza se reorienta hacia sí misma, la alteridad queda en suspenso (o planteada como problema). Se ha pasado del dualismo a la contradicción: la de quien se hace sufrir por el placer de hacerse sufrir (p. 100).
  El desarrollo de la mala conciencia encuentra una condición propicia en la relación entre deudor y acreedor a la que Nietzsche había recurrido para plantear el origen de la conciencia; sólo que ahora, esa relación se plantea dentro de la cadena de las generaciones. En “los tiempos primitivos”, la relación deudora de los hombres con sus antepasados está fundada en una relación jurídica: todo lo que los hombres actuales tienen se lo deben a los hombres del pasado y cuanto más tienen (en términos de poder), más deben (también en términos de poder: el acreedor se torna más poderoso). En el límite del desarrollo de esta relación “el antepasado acaba necesariamente por transfigurarse en un dios” (§ 19, p. 102). Demos relevancia a esta imagen: el poder del antepasado crece, en esa relación deudora, en la medida en que crece el poder de los descendientes. El deudor teme a ese poder porque en el límite de su desarrollo los antepasados adquieren proporciones gigantescas y su figura se transfigura: los antepasados se repliegan “hasta la oscuridad de una temerosidad e irrepresentabilidad divinas” (p. 102). De esto resulta que no es dios quien da origen a la deuda sino la deuda (la relación deudora) la que da origen a dios; pero, la condición deudora tiene su origen en “la ‘comunidad’ basada en el parentesco de sangre” (§ 20, p. 103). Si estas son las condiciones históricas de posibilidad para el desarrollo de la mala conciencia, cabría suponer que ante “la incontenible decadencia de la fe en el Dios cristiano” se dé también y de modo correlativo “una considerable decadencia de la conciencia humana de culpa (des menschlichen Schuldbewusstseins)” (104). Sin embargo, lo que sucede es más bien lo contrario: “con la moralización (Moralisirung) de los conceptos de culpa y deber (Schuld und Pflicht), con su repliegue a la mala conciencia, se ha hecho en verdad el ensayo de invertir la dirección del desarrollo que acabamos de describir” (§ 21, p. 104). Culpa y deber, se vuelven a la vez contra el deudor, en la medida en que la deuda se hace impagable (la “pena eterna”) y contra el acreedor, en la figura cristiana de “Dios mismo sacrificándose por la culpa del hombre, Dios mismo pagándose a sí mismo” y, también, en la devaluación de la existencia: “alejamiento nihilista de la existencia, deseo de la nada o deseo de su ‘opuesto’, de ser-otro, budismo y similares” (pp. 104-105).
  En la presentación de este singular animal enfermizo que es el hombre, Nietzsche recurre a la contraposición de dos bestialidades: la bestialidad de la idea (Bestialität der Idee), por un lado, la bestia de la acción (Bestie der That), por el otro. Se trata de una voluntad en conflicto con su propia naturaleza: al no  poder exteriorizar la crueldad, la interioriza y da origen con ello a la mala conciencia; luego, interpreta el sufrimiento como deuda con Dios y “todo no que se dice a sí mismo, a la naturaleza, a la naturalidad, a la realidad de su ser, lo proyecta fuera de sí como un sí, como algo existente, corpóreo, real, como Dios…” (§ 22, pp. 105-106). Sin embargo, la relación entre el hombre y Dios puede ser distinta: Nietzsche recurre al ejemplo de los dioses griegos y del tipo de hombre que dio origen a esa “ficción poética”. A diferencia del hombre europeo cristiano y moderno que constituye la subjetividad en el interior de la mala conciencia, el hombre griego –Nietzsche se refiere al hombre homérico- recurre a los dioses “para mantener alejada de sí a la ‘mala conciencia’” (§ 23, p. 107). En relación con el mal, el hombre griego piensa en términos de locura (Thorheit) o insensatez (Unverstand) y no de pecado (Sünde): “los dioses servían entonces para justificar hasta cierto punto al hombre incluso en el mal” y, lo que es más importante, “los dioses no asumían la pena (Strafe), sino, como es más noble, la culpa (Schuld)…” (p. 108). Se trata aquí de una situación muy distinta a la planteada por el Dios cristiano: “Dios mismo sacrificándose por la culpa del hombre” (§ 21, p. 105; citado más arriba).
  El resultado de este largo proceso de producción del animal humano es el hombre moderno. En la mala conciencia confluyen todas las “inclinaciones naturales” negadas o rechazadas; pero cabría pensar en la posibilidad de que sucediese lo contrario: que confluyeran en la mala conciencia las “inclinaciones innaturales”; es decir, los “ideales hostiles a la vida”, “calumniadores del mundo” (§ 24, p. 109). Sin embargo esa posibilidad resulta, según Nietzsche, bastante improbable de ser realizada; lograr que pase del plano de la posibilidad pensada al plano de la acción requiere de “espíritus fortalecidos por guerras y victorias, a quienes la conquista, la aventura, el peligro e incluso el dolor se les haya convertido en una necesidad imperiosa” (p. 109). No es difícil imaginar a quién se refiere Nietzsche. Conocemos su nombre, el sobrehombre (Übermensch); tenemos algunas de sus características tipológicas, es “el hombre redentor, el hombre del gran amor y del gran desprecio, el espíritu creador” (p. 109); y sabemos cuál es su tarea, liberarnos de “la gran náusea (grossen Ekel), de la voluntad de la nada (Willen zum Nichts), del nihilismo (Nihilismus)” (p. 110). Resulta un poco más difícil de imaginar cuáles pueden ser esos sobrehombres en el concreto mundo en el que vivimos.






[i] Antes de seguir a Nietzsche a lo largo de este complicado camino genealógico hagamos algunas precisiones que, seguramente, contribuirán a complicar un poco más cosas. En castellano utilizamos el término “conciencia” para designar dos cosas que en alemán se designan con los términos Gewissen (conciencia moral) y Bewusstsein (mera conciencia o conciencia gnoseológica en la medida en que nos referimos al hecho de ser conscientes de algo). Nietzsche utiliza la expresión Bewusstsein der Schuld para referirse a la conciencia de culpa o deuda (en el sentido de conocimiento de la deuda o como indicación del hecho de ser consciente de esa deuda y hasta podríamos decir como reconocimiento o aceptación de una deuda) y la expresión schlechte Gewissen para referirse a la mala conciencia como formato o matriz de la conciencia moral (en el sentido de una conciencia que nos reclama o interpela por aquello que nos falta o por aquello en lo que estamos en falta). En el desarrollo de los tres primeros apartados que están dedicados al surgimiento de la conciencia moral y no de la mala conciencia (tal y como anuncia el título del segundo tratado), Nietzsche utiliza el término Gewissen (y, en el texto que citamos más arriba de Ecce homo, también utiliza el término Gewissen para referirse al contenido de este segundo tratado). En su interesantísimo y documentado libro, a Paul Valadier le ha llamado la atención el hecho de que en los inicios de su abordaje del tema (la mala conciencia), Nietzsche haga referencia la conciencia moral y no a la mala conciencia: la conclusión que saca Valadier es que “la mala conciencia no es más que una realidad secundaria, una deformación morbosa de una realidad sana” (P. VALADIER, Nietzsche y la crítica del cristianismo, Madrid, Cristiandad, 1982, p. 203).
[ii] Observemos estas cosas desde otro punto de vista. Valadier comenta que, una vez descripto el proceso de producción (genealógica) del individuo soberano (parágrafos 1 a 3), en los parágrafos siguientes (4 a 15), Nietzsche aborda el problema del surgimiento de la justicia y los temas que le son concomitantes (“derecho, ley, castigo”) para afirmar que esa esfera de la cultura “tiene su origen en las relaciones sociales de tipo contractual (acreedor-deudor)” y que “la esfera del derecho no es invención de los débiles o de la debilidad, sino de la fuerza capaz de querer la ley del contrato y de obligar al respeto de los compromisos” (habría que relativizar entonces el paralelismo que hacíamos más arriba entre Calicles y Nietzsche o hacer esa comparación con mayor cuidado). Valadier ubica el horizonte histórico social de esta situación en la que surge el derecho como el de “las sociedades primitivas rudas, urgidas, para sobrevivir, a imponer a sus miembros un conjunto de obligaciones tiránicas y horrorosas, que, sin embargo, no le deben nada a una voluntad morbosa de hacer sufrir” (el sufrimiento sería aquí un medio –una mnemotécnica- y no un fin en sí mismo). De todo esto resulta que “el advenimiento de la conciencia está sujeto a esta ruda disciplina”: el individuo soberano atenta contra la cohesión del grupo y, sin embargo, es a través de la conciencia que el grupo busca fortalecer su cohesión y, en la medida en que el surgimiento de la conciencia se da dentro de un contexto en el que imperan “la crueldad y la barbarie”, se puede concluir que “toda violencia es solidaria de un desarrollo de la mala conciencia” y, también, que la conciencia -de la que el individuo soberano hace su punto de apoyo y es su motivo de orgullo- surge por medio del “rigor de la coacción social”. Para volver al punto al que hacíamos referencia en la nota 1 (“la mala conciencia no es más que una realidad secundaria, una deformación morbosa de una realidad sana”): la conciencia moral surge dentro del contexto de “una relación política de hombre a hombre” (y no de “una relación no política del hombre con la naturaleza”); se trata de una “relación social” que provoca “una interiorización sana en el individuo”. “Se llamará Gewissen a esta interiorización, y se la distinguirá de la Bewusstsein, que no tiene ese carácter fundamental” (P. VALADIER, op. cit., pp. 203-206).
[iii] Recurramos una vez más al comentario de Valadier. La situación social que Nietzsche está describiendo parece ser la siguiente: se trata del “paso de la horda a la sociedad dotada de leyes y pacificada”; mientras que en la horda “el individuo es llevado por el conjunto de las prescripciones, defendidas por la coacción externa e interna” (la eticidad de la costumbre), ahora el escenario se transforma abruptamente y tiene la forma del Estado: “en lugar de la violencia aceptada y comprendida del contrato, aparece la brutalidad de una esclavitud sin compensación por parte de los nuevos ‘señores’”. Estos señores no tienen –de acuerdo con la interpretación de Valadier- punto de contacto con el individuo soberano del parágrafo 2 puesto que son temibles al igual que aquellos acreedores que se hacían temer para mantener en la conciencia del deudor la memoria de la deuda pero, a diferencia de ellos, son inconscientes (“son los artistas más involuntarios (unfreiwilligsten), más inconscientes (unbewusstesten) que existen”, La genealogía de la moral, § 17, p. 98). Valadier no duda en llamar a estos señores falsos señores y hace más específica la diferencia entre un tipo de sociedad y otra: en la horda no se reflexiona sobre “su propia ley interna, fundada en relaciones contractuales, capaces de educar al individuo en la responsabilidad y en la memoria de su promesa”; ahora, vemos surgir “un tipo de sociedad dotada de leyes, en las que el orden se impone sin posibilidad de contrato”. Valadier establece una clara diferencia entre “el rigor del contrato” que “daba el sentido de la deuda y despertaba a la responsabilidad” y “la violencia arbitraria” que “cambia el sentido de la deuda (Schuld) en sentimientos de culpabilidad”; con esta transformación, “la justa deuda se convierte en una falta”. La mala conciencia surge de una interiorización del instinto de libertad; pero se trata de una “mala interiorización”, del surgimiento de “un universo interior morboso” (“el esclavo reacciona contra la violencia arbitraria […] construyéndose un universo protegido de la violencia, pero todo él habitado, sin embargo, por la amargura y la voluntad de venganza hacia los ‘señores’”). Se trata del instinto de libertad vuelto contra su poseedor para desgarrarlo. Luego, Valadier se pregunta por el Estado al que hace referencia Nietzsche en el parágrafo 17. Descarta que se trate de una referencia histórica comprobable empíricamente; antes bien, Nietzsche alude al “fundamento del Estado” para hacer referencia al paso de la horda primitiva a “las sociedad organizadas”: es aquí donde la mala conciencia surge como “la invención de un mundo interior exorbitante, en el que el individuo dirige contra sí mismo su instinto de libertad” (P. VALADIER, op. cit., pp. 206-210).