Hemos visto que Dios y la filosofía se relacionan de diversas maneras. San Agustín, Escoto Erígena y Santo Tomás, cada uno a su manera, encuentran en Dios el fundamento de su filosofía: la presencia de una verdad que resiste la errancia escéptica del pensamiento (Agustín); el principio generador de lo real (la fysis o natura de Escoto Erígena); el fundamento infinito (bueno y necesario) de un mundo finito (imperfecto y contingente) (Tomás). Algo distinto sucede con Descartes y esa diferencia marca, precisamente, el cambio de época: el pasaje del mundo medieval (teocéntrico) al mundo moderno (antropocéntrico). Porque la modernidad inaugurada por Descartes o, dicho de otra manera, la modernidad pensada filosóficamente por Descartes en sus claves metafísicas, no encuentra su fundamento (ni su principio generador ni su certeza inconmovible) en Dios sino en el cogito. Recorriendo el camino (método significa camino) de la duda, Descartes llega a un punto en donde el camino se detiene y la duda no puede seguir avanzando: es posible dudar de todo contenido de pensamiento y reducirlo a falsedad, pero no es posible dudar de la duda misma (pues si se duda de la duda, se duda; y si no se duda, también se duda porque es cierto que se duda); es decir, no se puede dudar de la presencia del pensamiento ante sí mismo independientemente de todo contenido representacional. Presente el pensamiento ante sí mismo en el acto instantáneo de estar presente el pensamiento ante sí mismo y mientras dure ese instante (es decir, en el acto de la duda), el pensamiento encuentra el fundamento. Es decir el punto más allá del cual no se puede ir y a partir del cual se puede recorrer un camino (método) de regreso al mundo. Sólo que ese mundo no será ya el mundo de la presencia ingenua o inmediata de lo real en el pensamiento sino el de la presencia crítica de lo real: su representación (“representar” significa, precisamente, volver a presentar: aquello que se presentaba de modo “natural”, ahora es representado de modo “racional”; es decir, racionalizado; la modernidad cartesiana racionaliza la naturaleza, la transforma en objeto producido por el sujeto y esto significa “objeto”: lo puesto ob, es decir frente, al sujeto, que está pues sub, es decir debajo).
El relato de esta fundación subjetiva del mundo podemos encontrarlo en las Meditaciones metafísicas que Descartes publica en 1641. Fundación subjetiva del mundo significa aquí que el mundo (moderno) encuentra su fundamento (subjectum: lo yecto, arrojado, sub, debajo; y que por estar allí tendido debajo, sostiene a lo demás) en el sujeto (el yo, el ego) que se lo representa, es decir, en el sujeto de la representación. De modo que confluyen aquí, por un lado, la vieja noción aristotélica de la ousía (lo más auténticamente real, su núcleo valioso) entendida como hypokeímenon (palabra griega que podemos traducir en latín como subjectum y viene a significar más o menos lo mismo: lo puesto debajo, hypo) con, por otro lado, la disposición del hombre como agente central y activo de lo real, como protagonista del mundo. Esta confluencia es posible porque, por un lado, el hypokeímneon griego es el sujeto de la predicación, aquello de lo que se dice el ente (que, recordémoslo, “se dice de muchas maneras”) y, entonces, lo fundamenta en cuanto centro referencial, y por otro lado, el sujeto cartesiano que piensa (cogito significa, precisamente, “pienso”) es el representante del mundo según su (es decir, la del sujeto) verdad (es decir, según su realidad pensada): en ambos casos el sujeto es aquello a partir de lo cual se dice el ente (es decir, lo real) y lo determina en su ser.
Pero, para que todo este edificio conceptual cartesiano se sostenga sobre su fundamento es necesario que el fundamento encontrado por Descartes (el cogito) pueda tener una relación de fundamentación con aquello que fundamenta. Dicho de otra manera, es necesario que el fundamento pueda salir de sí mismo hacia algo otro; es necesario superar el solipsismo (solus ipse, solo si mismo). A esta tarea se dedica Descartes en la meditación tercera que lleva por título De Dios; que existe. Acompañemos a Descartes en este recorrido (citamos por la traducción de Vidal Peña, que editó Alfaguara en Madrid en 1977).
Primer paso: “sé con certeza que soy una cosa que piensa” (en esto consiste el cogito: aquello de lo que se está cierto porque no se puede dudar de ello). Segundo paso: “sé también lo que se requiere para estar cierto de algo” pues “en ese mi primer conocimiento, no hay nada más que una percepción clara y distinta de lo que conozco, la cual no bastaría a asegurarme de su verdad si fuese posible que una cosa concebida tan clara y distintamente resultase falsa” (y la certeza del cogito es inconmovible; es decir no puede ser falseada, no puede devenir falsedad) “y por ello me parece poder establecer desde ahora, como regla general, que son verdaderas todas las cosas que concebimos muy clara y distintamente” (p. 31). Tercer paso: tomando como criterio de verdad el pensamiento claro y distinto, habrá que diferenciar entre aquello que es auténticamente claro y distinto de aquello que sólo aparenta serlo. Se trata de diferenciar entre aquello que está presente en nuestro pensamiento y aquello que no lo está (pero parece estarlo):
“he admitido antes de ahora, como cosas muy ciertas y manifiestas, muchas que más tarde he reconocido ser dudosas e inciertas. ¿Cuáles eran? La tierra, el cielo, los astros y todas las demás cosas que percibía por medio de los sentidos. Ahora bien: ¿qué es lo que concebía en ellas como claro y distinto? Nada más, en verdad, sino que las ideas o pensamientos de esas cosas se presentaban a mi espíritu. Y aun ahora no niego que esas ideas estén en mí. Pero había, además, otra cosa que yo afirmaba, y que pensaba percibir muy claramente por la costumbre que tenía de creerla, aunque verdaderamente no la percibiera, a saber: que había fuera de mí ciertas cosas de las que procedían esas ideas, y a las que éstas se asemejaban por completo. Y en eso me engañaba; o al menos si es que mi juicio era verdadero, no lo era en virtud de un conocimiento que yo tuviera” (pp. 31-32).
Cuarto paso: una vez reducido el ámbito de lo claro y distinto al pensamiento puro, es decir a la forma del pensamiento y a la relación del pensamiento consigo mismo (y dejando de lado, entonces, la pretensión de extender ese ámbito hacia lo que está fuera del pensamiento, es decir, a las cosas externas al pensamiento) como “cuando consideraba algo muy sencillo y fácil, tocante a la aritmética y la geometría, como, por ejemplo, que dos más tres son cinco o cosas semejantes” Descartes podrá afirmar que esas cosas “las concebía con claridad suficiente para asegurar que eran verdaderas”. Quinto paso: sin embargo, “acaso Dios hubiera podido darme una naturaleza tal, que yo me engañase hasta en las cosas que me parecen más manifiestas” (tal es la hipótesis del genio maligno que Descartes había presentado en la meditación primera). Sexto paso: la hipótesis del genio maligno le había permito a la meditación cartesiana ir más allá de las evidencias matemáticas, hasta el fondo (fundamento significa fondo) último que sostiene todo pensamiento; es decir el pensamiento mismo (el cogito). Sin embargo, la certidumbre que brinda el cogito no es más que la forma subjetiva de la verdad: una verdad cierta, pero subjetiva, una verdad reducida al sujeto, una verdad que no puede ir más allá del sujeto. Y más allá del sujeto, lo que hay no es el mundo “real” (realidad cuyo significado resulta problemático) sino el mundo objetivo. Salir del sujeto hacia el objeto implicará entonces eliminar la hipótesis del genio maligno que encierra al sujeto dentro del perímetro estrecho del cogito (solipsismo):
“ciertamente, supuesto que no tengo razón alguna para creer que haya algún Dios engañador, y que no he considerado aún ninguna de las que prueban que hay un Dios, los motivos de duda que sólo dependen de dicha opinión son muy ligeros y, por así decirlo, metafísicos. Mas a fin de poder suprimirlos del todo, debo examinar si hay Dios, en cuanto se me presente la ocasión, y, si resulta haberlo, debo también examinar si puede ser engañador; pues, sin conocer esas dos verdades, no veo cómo voy a poder alcanzar certeza de cosa alguna” (p. 32).
Séptimo paso: como se trata entonces de saber “si hay Dios” y “si puede ser engañador”; es decir, de establecer estas dos verdades tomando como punto de partida las certidumbres del cogito, lo primero que Descartes tendrá en cuenta son los riesgos que asume al pensamiento (cogito) al salir de su ámbito (certidumbre). Dicho de otra manera: habrá que examinar en que géneros de pensamientos están propiamente las posibilidades de la verdad y los peligros del error. Descartes dibuja el mapa del territorio que se propone explorar y conquistar en los siguientes términos: primero divide los pensamientos en tres tipos, ideas, voluntades o afecciones y juicios y establece que “sólo en los juicios debo tener mucho cuidado de no errar” y que “el principal y más frecuente error que puede encontrarse en ellos consiste en juzgar que las ideas que están en mí son semejantes o conformes a cosas que están fuera de mí, pues si considerase las ideas sólo como ciertos modos de mi pensamiento, sin pretender referirlas a alguna cosa exterior, apenas podrían darme ocasión de errar”. Luego, clasifica las ideas en tres tipos según la “ocasión de errar” que ofrecen: las innatas (“me parecen nacidas conmigo”), las facticias (“extrañas y venidas de fuera”), las ficticias (“hechas e inventadas por mí mismo”). Octavo paso: siendo que la posibilidad del error está en “juzgar que las ideas que están en mí son semejantes o conformes a cosas que están fuera de mí” y que son las ideas facticias las que sugieren una procedencia extraña y una referencia externa (“extrañas y venidas de fuera”) “lo que principalmente debo hacer […] es considerar, respecto de aquellas que me parecen proceder de ciertos objetos que están fuera de mí, qué razones me fuerzan a creerlas semejantes a esos objetos”. Noveno paso: Descartes no encuentra razones para sostener semejante creencia y concluye que “hasta el momento, no ha sido un juicio cierto y bien pensado, sino sólo un ciego y temerario impulso, lo que me ha hecho creer que existían cosas fuera de mí, diferentes de mí, y que, por medio de los órganos de mis sentidos, o por algún otro, me enviaban sus ideas o imágenes, e imprimían en mí sus semejanzas”. Décimo paso: el error puede ser evitado siempre y cuando el pensamiento quede retenido dentro del ámbito de evidencias que caracterizan al cogito (la claridad y distinción que constituyen su certidumbre) pero esto tiene como consecuencia que el solipsismo es inevitable. Entonces, sugiere Descartes, “se me ofrece aún otra vía para averiguar si, entre las cosas cuyas ideas tengo en mí, hay algunas que existen fuera de mí”. Y esa vía consiste en establecer una distinción entre las ideas consideradas “en cuanto que son ciertas maneras de pensar”, es decir en cuanto tienen una determinada realidad formal, y las ideas consideradas “como imágenes que representan unas una cosa y otras otra”, es decir, en cuanto tienen una determinada realidad objetiva. En el primer caso, todas las ideas tienen la misma realidad formal porque dependen de la realidad del cogito que las fundamenta (las res cogitans; es decir la cosa o realidad pensante). En el segundo caso su realidad depende del objeto que las ideas representan. En el “Resumen de las seis meditaciones siguientes” con el que Descartes inicia su texto, se ejemplifica el uso y el concepto de “realidad objetiva” de la idea
“por medio de la comparación con una máquina muy perfecta, cuya idea se halle en el espíritu de algún artífice; pues, así como el artificio objetivo de esa idea debe tener alguna causa –a saber, la ciencia del artífice, o la de otro de quien la haya aprendido-, de igual modo es imposible que la idea de Dios que está en nosotros no tenga a Dios mismo por causa” (p.15).
En esto diez pasos que hemos enumerado están puesto los elementos que le permitirán a Descartes salir del cogito hacia Dios. Con ello, por un lado, quedará superado el solipsismo:
“si la realidad objetiva de alguna de mis ideas es tal que yo pueda saber con claridad que esa realidad no está en mí formal ni eminentemente (y, por consiguiente, que yo no puedo ser causa de tal idea), se sigue entonces necesariamente de ello que no estoy solo en el mundo, y que existe otra cosa, que es causa de esa idea” (p. 37).
Y, por otro lado, Descartes podrá eliminar la hipótesis del genio maligno que inhabilitaba la evidencia formal de las ideas matemáticas. De modo que “debe concluirse necesariamente que, puesto que existo, y puesto que hay en mí la idea de un ser sumamente perfecto (esto es, de Dios), la existencia de Dios está demostrada con toda evidencia” (p. 43) y, además, dado que la idea de Dios (cuya existencia quedó probada) implica la idea de perfección como parte fundamental de su contenido representacional (es decir de su realidad objetiva) y que, por lo tanto, “posee todas esas altas perfecciones, de las que nuestro espíritu puede alcanzar alguna noción, aunque no las comprenda por entero, y que no tiene ningún defecto ni nada que sea señal de imperfección”, se puede concluir que “es evidente que no puede ser engañador, puesto que la luz natural nos enseña que el engaño depende de algún defecto” (p. 44).
Dios entra en la filosofía cartesiana como garante del pensamiento racional cuyo fundamento es el cogito. El sujeto pensante finito (el hombre) está sostenido por el sujeto pensante infinito (Dios) y como ese sujeto pensante infinito no puede ser engañador, la relación entre ambos resulta transparente y la racionalidad personal del hombre se corresponde con la racionalidad del mundo. En esto radica la modernidad de Descartes. No se trata ya de que Dios fundamente la racionalidad (esto podría ser propio de la filosofía medieval) sino de que garantice las operaciones intelectuales del sujeto pensante. Más adelante, la filosofía moderna logrará prescindir de Dios y hará del mundo un campo de pura experimentación subjetiva.
3 comentarios:
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