jueves, 22 de diciembre de 2016

Pensar la libertad: entre Aristóteles y Sartre. Por Carlos A. Casali

Pensar la libertad: entre Aristóteles y Sartre. Por Carlos A. Casali

  Pocos temas de entre los que fueron abordados por la filosofía a lo largo de su historia resultan tan claros y a la vez enigmáticos como el que nombramos con la palabra “libertad”. Tal vez, esa ambigüedad entre lo claro y lo enigmático se deba a que el término alude a algo que está ligado más o menos directamente con una significación biológica y, por lo tanto, natural, a la vez que resulta resignificado dentro de un contexto político, y el desarrollo de este proceso de resignificación no lo tenemos suficientemente en cuenta. Respecto de esta resignificación, Roberto Esposito nos presenta una etimología interesante: “tanto la raíz leuth o leudh –de la que provienen la eleuthería griega y la libertas latina […] remiten, de hecho, a algo relacionado con un crecimiento, una apertura, un florecimiento, también en el significado típicamente vegetal de la expresión” (ESPOSITO, R., Bíos. Biopolítica y filosofía, Buenos Aires, Amorrortu, 2006, pp. 111-112). Dejemos de lado aquí la interpretación que hace el propio Esposito de la “libertad” desde la perspectiva biopolítica y apoyemos estas primeras aproximaciones a nuestro tema en el diccionario de filosofía de Ferrater Mora: “el vocablo latino libert, del cual deriva ‘libre’, tuvo en principio […] el sentido de ‘persona en la cual el espíritu de procreación se halla naturalmente activo’, de donde la posibilidad de llamar liber al joven cuando, al alcanzar la edad de poder procreador, se incorpora a la comunidad como hombre capaz de asumir responsabilidades” (FERRATER MORA, J., Diccionario de filosofía, Buenos Aires, Sudamericana, 1975, voz “libertad”, p. 49). Algo de esta naturaleza que madura y se transfigura al madurar en un plano que deja a la naturaleza detrás (o debajo) está presente en la idea hegeliana de “historia”; la libertad como motor de la historia: “…el fin último del mundo, es que el espíritu tenga conciencia de su libertad y que de este modo su libertad se realice […] La sustancia del espíritu es la libertad. Su fin en el proceso histórico queda indicado en esto: es la libertad del sujeto…” (HEGEL, G. W. F., Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, Madrid, Alianza, 1982, p. 68).
I.- Tomemos estas ideas como hilo conductor y veamos cómo se van articulando. Comencemos por Aristóteles (384 – 322 a. C.). En la Política, afirma que “la casa (oikos) perfecta consta de esclavos (doulon) y libres (eleutheron)” (Política, 1253 b 4; citamos por la edición bilingüe de Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1989); luego, completa el argumento con lo siguiente: “las partes primeras y mínimas de la casa (oikos) son el amo (despotes) y el esclavo (doulos), el marido (posis) y la mujer (alokhos), el padre (pater) y los hijos (tekna)” (1253 b 6-7). Como se podrá advertir, Aristóteles establece una relación directa entre el (hombre) libre y el amo (despotes): el mismo hombre que dentro del marco que configuran las relaciones de poder que articulan la comunidad doméstica (oikos) se ubica en el vértice del mando (poder de mando) y toma, por lo tanto las figuras del amo, marido y padre, cuando pasa al ámbito de la comunidad política (polis) abandona esa posición de amo para compartir relaciones simétricas de poder que son las que lo caracterizan como (hombre) libre (eleutheron). Dicho brevemente: libre y, por lo tanto, miembro de la comunidad política (polites) es aquel que, a la vez, es amo (despotes) dentro de la comunidad doméstica (oikos). Ahora bien ¿en qué consiste la condición de (hombre) libre?
  Aristóteles aporta dos características. Una es la simetría en las relaciones de poder: “una característica de la libertad (eleutheria) es el ser gobernado (arkhesthai) y gobernar (arkhein) por turno” siendo esta libertad una nota distintiva y el supuesto (hypothesis) mismo de las comunidades políticas democráticas (1317 b 1-2). Otra es “el vivir (zen) como se quiere (bouletai); pues dicen que esto es resultado de la libertad (eleutherias), puesto que lo propio del esclavo es vivir (zen) como no quiere (me…bouletai) […] De aquí vino el no ser gobernado (arkhesthai), si es posible por nadie, y si no, por turno” (1317 b 11-17). Se trata de una libertad fundada en la igualdad; es decir, en la simetría en las relaciones de poder (arkhe). De allí que esa libertad se realice mejor dentro de las formaciones políticas democráticas, en donde el poder está igualmente distribuido, que en las monarquías o en las aristocracias en donde el poder no se distribuye del mismo modo.
  Los perfiles del (hombre) libre se ven más nítidos por contraste con el no-libre; es decir, con esas formas de la subjetividad que se constituyen en las relaciones de servidumbre que, como vimos más arriba, son tres: la despótica (despotike), la conyugal (gamike) y la paternal (teknopoietiken) (1253 b 9-10). Uno manda (el despotes), los otros obedecen (son mandados: arkhesthai). ¿Cómo justifica Aristóteles esta asimetría? La respuesta va por el siguiente camino: “el libre (eleutheron) rige al esclavo (doulou) de otro modo que el varón (arren) a la hembra (theleos) y el hombre (aner) al niño (paidos), y en todos ellos existen las partes del alma, pero existen de distinto modo: el esclavo carece en absoluto de facultad deliberativa (bouleutikon); la hembra la tiene, pero desprovista de autoridad (akuron); el niño la tiene, pero imperfecta (ateles)” (1260 a 9-14). Según parece, el punto central de la argumentación está en “facultad deliberativa” (bouleutikon). ¿Cómo deberíamos entenderla? Para responder a este interrogante, acompañemos a Aristóteles en la Ética a Nicómaco.
  Si la vida humana es praxis (en su doble dimensión de praxis política y praxis ética) y el motor de la praxis es el apetito o deseo (epithymia) y el deseo está referido al placer y el dolor (el deseo es un principio motriz que determina la praxis conforme con esa polarización) y el hombre es, además, una forma de vida que tiene logos y el logos (palabra y pensamiento; palabra pensada) se caracteriza por la discursividad que reúne y selecciona y que, en este punto, transforma el placer y el dolor (que son idiosincráticos) en bueno y malo (que son comunicables), entonces, en el hombre, a diferencia de otras formas de vida, lo que mueve a la praxis, su motor, no es tanto el mero deseo sino la voluntad: boulesis. Por otra parte, si el motor de la praxis es el deseo y la praxis es movimiento, hace falta ubicar allí, además del motor, el fin o sentido (telos) hacia el que ese movimiento se dirige: “si existe, pues, algún fin (telos) de nuestros actos (praxton) que queramos (boulometha) por él mismo y los demás por él, y no elegimos (airoumetha) todo por otra cosa –pues así se seguiría hasta el infinito (apeiron: “lo indefinido”), de suerte que el deseo (orexin) sería vacío y vano- es evidente que ese fin será lo bueno (agathon) y lo mejor (ariston)” (Ética a Nicómaco, 1094 a 18-22; citamos por la edición bilingüe del Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1970). Ese fin (telos) que da sentido a la praxis y la consuma o realiza se nombra con el término “felicidad” (eudaimonia) y el concepto que expresa de modo consistente su significado está referido, de acuerdo con la tradición que la filosofía griega vienen elaborando, al ejercicio del logos. Puesto que lo propio del hombre es ser una forma de vida caracterizada por el logos y, en relación con el logos caben dos posibilidades, por un lado, obedecerlo (epipeithes) y, por el otro, tenerlo para meramente pensar (dianooumenon) (1098 a 4-5), se advierte que, de los cuatro posibles modos de vida (bion) que Aristóteles clasifica, el que tiene por finalidad los placeres (hedonen) o, dicho de otro modo, el que encuentra su sentido en los placeres, la que tiene por finalidad los honores o el reconocimiento social y político (timen), el que busca la riqueza (khrematistes), y el que tiene por finalidad el mero teorizar, el modo de vida que resulta más pleno o acabado (recordemos el significado de “telos”) es este último (1095 b 14- 1096 a 10).
  Amplifiquemos un poco la imagen de lo que intentamos comprender. En el alma (psykhe) se pueden diferenciar dos partes: una, tiene logos (diríamos que se trata de una parte “racional”), otra no (es a-logos; diríamos “irracional”). De esa parte “sin logos” se pueden distinguir, a su vez, dos partes, una vegetativa (recordemos que la psykhe es, en la interpretación de Aristóteles, algo así como principio vital, y que la vida vegetativa es el “grado cero” de la vida), otra desiderativa. La parte vegetativa, carece totalmente de relación con el logos (es “irracional” en sentido estricto); en cambio, la desiderativa, tiene alguna relación con el logos. ¿En qué consiste esa relación? Aristóteles lo dice del siguiente modo: “lo irracional (alogon) es doble, pues lo vegetativo (phytikon) no participa en modo alguno del logos, pero lo apetitivo (epithymetikon) y, en general, desiderativo (orektikon), participa de algún modo en cuanto le es dócil (katekoon) y obediente (peitharkhikon)” (1102 b 29-32). ¿Qué significan esta “docilidad” y “obediencia” y qué alcance tienen?
  Volvamos sobre nuestros pasos hasta el punto en donde establecimos una diferencia entre placer/dolor y bueno/malo: “el apetito (epithymia) es de lo agradable (hedeos) o doloroso (epilypon), la elección (proairesis) ni de lo penoso ni de lo agradable” (111b 17-18). Aparece aquí en escena un momento nuevo dentro del despliegue de la praxis: la elección. En la Ética a Nicómaco Aristóteles esquematiza el desarrollo de la praxis en los siguientes términos. En primer lugar, se trata de algo voluntario (ekousios); es decir de un movimiento cuyo principio está en el agente o que no es exterior al agente; lo involuntario (akousiois) sería, de este modo, y en su manifestación más evidente, lo que mueve a la acción de modo forzoso o violento (biaion): acciones “cuya causa está fuera del agente y en las que éste no tiene parte alguna” (1110 b 1-2). En segundo lugar, la praxis es algo que excede lo meramente voluntario (puesto que de ello participan también los niños y los otros vivientes, 1111b 8-9). Es allí donde aparecen la deliberación (bouleusis) y la elección (proairesis):

el hombre es principio de las acciones (praxeon), y la deliberación (boule) tiene por objeto lo que él mismo puede hacer, y las acciones se hacen en vista de otras cosas. Pues no puede ser objeto de deliberación (bouleuton) el fin, sino los medios conducentes a los fines […] El objeto de la deliberación (bouleuton) y el de la elección (proairesis) son el mismo, salvo que el de la elección está ya determinado, pues se elige lo que se ha decidido (krithen) como resultado de la deliberación (1112 b 31 - 1113 a 4).

Para completar el argumento: “la voluntad (boulesis) se refiere al fin (telous), la elección (proairesis) a los medios que conducen al fin” (1111 b 26-27). Nótese, de paso, la relación terminológica que existe entre voluntad (boulesis) y deliberación (bouleusis).
  Digamos todo esto de corrido:

Todos, en efecto, dejamos de inquirir cómo actuaremos cuando retrotraemos el principio a nosotros mismos y a la parte directiva (hegoumenon) de nosotros mismos, pues ésta es la que elige (proairoumenon). Esto resulta claro de los antiguos regímenes políticos pintados por Homero: los reyes anunciaban al pueblo lo que habían elegido. Y como el objeto de la elección es algo que está en nuestro poder y es tema de deliberación y deseable, la elección será también un deseo deliberado (bouleutike orexis) de cosas a nuestro alcance; porque cuando decidimos después de deliberar deseamos (oregometha) de acuerdo con la deliberación (bouleusin) (1113 a 4-12).

  En síntesis, si lo que caracteriza al (hombre) libre es la posibilidad (tener el poder o la capacidad de hacerlo) de “vivir (zen) como se quiere (bouletai)”, esa posibilidad está claramente determinada o condicionada por una situación política. Por el lugar que ese hombre tiene dentro de la organización jerárquica de la polis. En lo alto de esa organización está el fin último de la vida humana que no es otra cosa que la felicidad (eudaimonia) entendida como realización plena o acabamiento o perfección (telos) de aquello que la naturaleza (fysis) viene desarrollando o desplegando en el hombre (la “naturaleza” humana) y el tipo o modelo acabado de ese desarrollo es el (hombre) libre que ha logrado trasmutar su naturaleza animal (gobernada por un deseo que se orienta hacia el placer) en naturaleza humana (gobernada por un logos que articula el deseo en términos de bondad y justicia). Aristóteles lo dice en estos términos: “cualquiera, el esclavo tanto como el mejor de los hombres, puede disfrutar de los placeres del cuerpo (somatikon hedonon); pero de la felicidad (eudaimonias) nadie hace partícipe al esclavo, a no ser que le atribuya también vida humana propiamente dicha (biou)” (1177 a 7-9). En el (hombre) libre la vida animal (zoe) se trasmuta en vida humana (bios) (por decirlo en términos “biopolíticos”).
  Ahora bien, esta “libertad” que vemos aparecer dentro del contexto del pensamiento político (y ético) de Aristóteles está claramente situada en la tensión de una relación de poder (mandar y obedecer) y apunta a la legitimación de las relaciones de dominación (el que manda está ubicado en otro plano respecto del que obedece: legitima su poder de mando porque es libre por naturaleza y es libre por naturaleza porque ejerce el poder de mando al ubicarse en el vértice de esa relación de poder). Sin embargo, la claridad conceptual de la argumentación o el hecho mismo de que esa legitimación del dominio se realice en términos conceptuales o mediante una argumentación, permiten pensar en qué condiciones el (hombre) no libre podría realizarse como (hombre) libre. Para el niño (paidos), el camino ya está preparado y abierto: se trata de esperar que el tiempo complete la tarea de maduración que la naturaleza (fysis) viene realizando; es decir que pase de una facultad deliberativa (bouleutikon) imperfecta (ateles) a una perfecta (teles). En el caso de la mujer, también el camino está preparado, aunque no abierto, puesto que la condición femenina implica una limitación: carece de autoridad o poder decisorio (es akurios). La situación aquí es más compleja: la mujer no es libre porque carece de poder decisorio y carece de poder decisorio porque la naturaleza (fysis) no madura en ella en esa dirección. De modo que llevando el argumento a un extremo tal vez absurdo podríamos decir que una mujer con autoridad sería un hombre (hay bastante de este tópico aristotélico en la discusión actual en torno de la masculinización de la mujer en situaciones de poder de mando). Finalmente, el esclavo carece de un camino hacia la libertad (juego un poco aquí con Los caminos de la libertad, la trilogía que Sartre publicara entre 1945 y 1949) puesto que, siendo hombre, al no pertenecerse a sí mismo queda reducido a la servidumbre (estar al servicio de otro): “es naturalmente esclavo el que es capaz de ser de otro (y por eso es realmente de otro) y participa del logos en medida suficiente para reconocerlo (aisthanesthai) pero sin poseerlo (ekhein), mientras que los demás animales (zoa) no se dan cuenta (aisthanomena) del logos, sino que obedecen a sus pasiones (pathemasin)” (Política, 1254 b 21-24). De un lado, un logos capaz de mandar; del otro, un logos capaz de obedecer. Por contraste, la novedad política que planteará la Revolución francesa es la de dar por terminadas las relaciones de servidumbre basadas en el presupuesto de la asimetría de las relaciones de poder (la “desigualdad”): a partir de allí se planteará el problema político (es decir, relativo a las formas de vida que son propias de la polis) del autogobierno (ahora, los que obedecen se mandan a sí mismos).
  La libertad dentro del pensamiento aristotélico aparece pues como una característica antropológica del polites (el miembro de la comunidad política) y define la potencia y realidad de su praxis. Tiene su condición de posibilidad en la figura antropológica del amo (despotes). Sin embargo, ambos términos no se identifican (libre y amo), puesto que: “el amo tiene que saber mandar (epitattein) lo que el esclavo tiene que saber hacer” (Política, 1255 b 34-35). El (hombre) libre, en cambio, se dedica a la política o a la filosofía; se ocupa en saberes de la praxis que tienen relación con los fines y no son, por lo tanto, serviles o instrumentales. Sin embargo, no podríamos decir que el (hombre) libre disponga libremente de esos fines. Estos fines están determinados por la estructura jerárquica de la comunidad política. Son los que le dan su solidez y consistencia (recordemos que la idea de finalidad, pensada al modo griego (telos), no está referida al objetivo que se persigue sino al sentido que orienta un movimiento y, en cuanto tal, es capaz de realizar la plenitud de aquello que se mueve por carencia). No se advierte allí la característica que el (hombre) libre tomará luego dentro de un contexto diferente: el de la cosmopolis. Aquí la libertad se mostrará como indeterminación del obrar o libre arbitrio; aunque en cierto aspecto esta indeterminación esté presente en la caracterización que Aristóteles hace de la deliberación: “la deliberación (bouleuesthai) se da respecto de las cosas que generalmente suceden de cierta manera, pero cuyo resultado no es claro, y de aquellas en que es indeterminado (adioriston)” (Ética a Nicómaco, 1112 b 8-9). Adviértase que esta indeterminación está referida a los medios y no a los fines, puesto que “no deliberamos (bouleuometha) sobre los fines (telon) sino sobre los medios que conducen a los fines” (1112 b 11-12).
  Para hacer una síntesis del camino recorrido: la libertad aparece en Aristóteles caracterizada como un atributo del polites (el hombre en cuanto miembro de la polis) y marca o señala el punto de separación entre la mera vida (zoe, en términos biopolíticos) y la vida cualificada (bios), entre lo bajo (el oikos) y lo alto (la polis). Sin embargo, aunque entre ambos términos (zoe y bios; oikos y polis) hay una clara diferencia de plano o nivel, no hay una ruptura sino una continuidad: el amo (despotes) es la condición de posibilidad del (hombre) libre, aunque el (hombre) libre, para serlo, no puede ser un amo (despotes).
II.- Veamos cómo se transforma esta idea de la “libertad” dentro de un contexto cosmopolita.
  Podemos suponer razonablemente que cuando los contornos de la polis se hacen difusos (y esto sucede ya en tiempos de Alejandro Magno de quien fue preceptor Aristóteles) las pautas políticas que organizan la vida en común y permiten la realización de la libertad de los ciudadanos (polites) se alteran profundamente. De allí que las filosofías que se desarrollan dentro del mundo griego después de la muerte de Alejandro Magno (323 a. C.) y que conocemos con el título genérico de “filosofías helenísticas” tienen, pese a sus diferencias, un tema central que las emparenta: el hombre como perdido dentro de un mundo lejano. Por presentar esto de modo muy esquemático, diríamos que las principales escuelas o tradiciones que configuran el conjunto de las filosofías helenísticas desarrollan sus argumentos sobre la base de un hombre que ha dejado de ser parte de otra cosa, miembro de una polis fundamentalmente, para devenir individuo; es decir, parte indivisible de una totalidad fragmentada. De las tres escuelas principales que integran ese conjunto, epicureísmo, escepticismo y estoicismo, nos referiremos brevemente a la primera y, particularmente, a Lucrecio (94 – 51 a. C.).
  El fundador de la escuela epicúrea, Epicuro (341 – 270 a. C.), le había dado nueva forma argumentativa a la teoría atomística sostenida con anterioridad por Leucipo y Demócrito. La tesis central del atomismo consiste en suponer que la totalidad de lo real está constituida por lo pleno (átomos; lo que no tiene partes) y lo vacío. Del movimiento y combinación de estas partículas resulta la formación de los mundos según una secuencia mecánica: “nada sucede por azar (maten), sino todo por una razón (logou) y por obra de la necesidad (anankés)” (Leucipo, fragmento DK 67 B 2). Tomemos sólo este argumento para establecer una diferencia de contexto. En la polis la necesidad puede servir para consolidar el vínculo comunitario. Allí habría que ubicar el fragmento de Leucipo (siglo V a. C.). En la cosmopolis, la necesidad introduce un elemento de opresión: el fatalismo. La presión que una totalidad de límites difusos (cosmopolis) ejerce sobre el individuo se ha vuelto intolerable en la medida en que ese individuo no es una parte integrada a la totalidad sino una parte (relativamente) desprendida de ella. Es allí donde la idea de libertad toma una nueva forma: aparece vinculada al azar. La fuente es aquí Lucrecio:

Si todos los movimientos se encadenan y el nuevo nace siempre del anterior, según un orden cierto, si los átomos (primordia; es decir, “los cuerpo primeros”) no hacen, declinando (declinando), un principio de moción que rompa las leyes del hado (fati), para que una causa no siga a otra causa hasta el infinito, ¿de dónde ha venido a la tierra esta libertad (libera) de que gozan los seres vivientes (animantibus)? ¿De dónde, digo, esta voluntad (voluntas) arrancada a los hados (fatis), por la que nos movemos a donde nuestro antojo (voluptas) nos lleva […]. Pues, sin duda, es la voluntad (voluntas) de cada uno la que da principio a estos actos; brotando de ella, el movimiento fluye por los miembros […]. Necesario es reconocer […] en los átomos (seminibus; es decir, “semillas”), además de los choques (plagas) y la gravedad (pondera), otra causa motriz de la que proviene esta potestad innata en nosotros, ya que, como vemos nada puede nacer de la nada (de nilo quoniam fieri nil posse). La gravedad (pondus) impide, en efecto, que todo se haga por medio de choques (plagis), es decir, por una fuerza exterior. Pero lo que impide que la mente (mens) misma obedezca en todos sus actos a una necesidad (necessum) interna, sea dominada ésta y tenga que soportarla pasivamente, es la exigua declinación (clinamen) de los átomos (principiorum; es decir, “principios”), en un lugar impreciso (nec…certa) y en tiempo no determinado (nec…certo) (De rerum natura, II, 251-293. Citamos por la edición bilingüe de editorial Acantilado, Barcelona, 2012).

  Vemos aquí aparecer algo nuevo en relación con el pensamiento aristotélico: la libertad no caracteriza ahora al polites en relación con la comunidad política y en su diferencia con los modos serviles de ser hombre (esclavo, mujer y niño) sino a la voluntad misma (libera voluntas) en su relación con una totalidad imprecisa pero necesaria en su ligazón constitutiva. La doctrina del clinamen le permite a Lucrecio explicar la condición (material) de posibilidad del movimiento voluntario dentro de un orden espaciotemporal determinado por el movimiento necesario de los átomos. En este punto, la explicación de Lucrecio no parece muy distinta de la que Aristóteles desarrolla para explicar el movimiento voluntario (ekousios) en su diferencia con el involuntario (akousiois): si no existiese ese desvío o declinación (clinamen) de los átomos todos nuestros movimientos sería involuntarios, en cuanto estarían determinados por el peso o la fuerza de gravedad. Pero Lucrecio agrega algo más: la voluntad libre es capaz de iniciar cursos de movimiento que se sustraen del encadenamiento causal, con lo cual incorpora también algo de la deliberación y la elección aristotélicas, ambas, como hemos visto, referidas a los medios (indeterminados) que permiten la realización exitosa de la voluntad (dirigida hacia un fin determinado). Sólo que ahora la indeterminación parece haberse desplazado de los medios a los fines al no estar contenida esa voluntad dentro de un marco político determinado. Se ha pasado, como decíamos, del polites al individuo.
III.- Pasemos ahora a otro contexto, el que plantea la cristiandad. El cristianismo doctrinario que elabora San Agustín (354-430) vendrá a rescatar a esos átomos (in-dividuos) epicúreos, que declinan libremente dentro de un cosmos cuyos confines están fuera de su horizonte de comprensión, para constituir una “comunidad universal” (un enfoque amplio sobre estos temas y, en general, sobre los diferentes contextos de politicidad en los que se desarrolla el horizonte de sentido de la praxis ética y política, puede verse en PORATTI, A., “Comunidad, sociedad, sistema mundial”, Revista de filosofía latinoamericana y Ciencias sociales, segunda época, I, 11, mayo de 1986, pp. 71-110). Este “rescate” implica una nueva relación del hombre con la divinidad. Mientras que los dioses epicúreos no se ocupan de los asuntos humanos el Dios cristiano encontrará su sentido en hacer lo contrario y para hacerlo modificará radicalmente el principio fundamental sostenido por Lucrecio como matriz de su arquitectónica cosmopolita: “jamás cosa alguna se engendró de la nada (nullam rem e nilo gigni), por obra divina” (I, 150) y todo se sigue en la naturaleza según un ordenamiento causal que incluye por cierto una dosis de contingencia (el clinamen). Suponer que ese orden natural está determinado por la voluntad de los dioses implica para Lucrecio un doble error: menoscaba la perfección de los dioses al hacerlos responsables de ocupaciones indignas de su serena bienaventuranza y estropea la posible felicidad humana al cargarla de preocupaciones que superan su capacidad y someten su voluntad a “tiranos crueles (dominus acris), que creen omnipotentes” (VI, 63). Veamos cómo esta conceptualización epicúrea se modifica dentro del cristianismo agustiniano.
  En Del libre albedrío (utilizamos la edición bilingüe de la Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1971) San Agustín aborda el difícil problema de conciliar los caracteres constituyentes de la perfección de Dios con la existencia del mal en el mundo creado por él. Veamos cómo desarrolla San Agustín sus argumentos. Por un lado, respecto de Dios: es “omnipotente (omnipotentem) y absolutamente inconmutable (ex nulla particula commutabilem), creador (creatorem) de todos los bienes, a los cuales aventaja infinitamente, y gobernador (rectorem) justísimo de todo cuanto creó (creavit)”. Esa omnipotencia creativa de Dios se pone de manifiesto de modo absoluto en que es capaz de crear a partir de la nada, a diferencia de los dioses griegos que limitaban su potencia creativa al embellecimiento u ordenamiento del cosmos (tal es la idea de demiurgo): “no necesitó de cosa alguna para crear, como si a sí mismo no se bastara. De donde se sigue que creó todas las cosas de la nada (de nihilo creaverit omnia), mas no se sí mismo, puesto que de sí mismo engendró sólo al que es igual a Él, y a quien nosotros decimos Hijo de Dios” (I, 2, 5). La creación ex nihilo le permite a San Agustín poner de manifiesto la distancia ontológica que existe entre el creador y lo creado y la potencia que caracteriza su acción creadora. Dios es un dominus. Y en el otro extremo de esa relación de poder, el hombre, producto de esa creación, es su siervo. Hasta aquí, el esquema reproduce la matriz aristotélica que expresa la configuración de las relaciones de dominación entre polos asimétricos de las relaciones de poder. Pero San Agustín introduce una variante: el siervo no es ahora un esclavo sino una voluntad libre. Es por medio de esa libre voluntad que el mal ingresa en un mundo creado por un Dios que no puede, dada su perfección, crear cosas imperfectas que impliquen ni la más mínima dosis de “maldad”. Entonces, por el lado de la creatura, tenemos un defecto constitutivo, puesto que ha sido creada de la nada: lo que tiene de ser lo tiene de perfección y lo que tiene de nada, de imperfección. Hoy nombraríamos esta característica ontológica de la creatura como finitud. Dada esa condición finita, tiene el hombre dos posibilidades: o bien asciende por la escala hacia una perfección mayor o bien desciende hacia la nada. A esta degradación ontológica de la creatura la nombra San Agustín como corrupción: “toda criatura (natura) que puede ser menos buena, es buena, y toda criatura (natura), cuando se corrompe (corrumpitur), pierde su bondad” (III, 13, 36). Ahora bien ¿en qué consiste esa corrupción y cómo es posible? ¿Cuál es su condición de posibilidad? “Toda naturaleza racional (natura rationalis), habiendo sido dotada de libre albedrío (libero voluntatis arbitrio) en la creación, es, sin duda alguna, digna de alabanza si persevera unida al bien sumo e inconmutable” (III, 13, 37). En la respuesta agustiniana vemos conjugarse dos factores para explicar la condición de posibilidad de la corrupción. Uno, es de raíz platónica: lo real se constituye según grados de perfección; entre lo más perfecto y lo menos perfecto hay una gradación y, consecuentemente, también una degradación. Tal sería el núcleo constitutivo del dualismo metafísico que podemos nombrar como “platonismo” y que está en la base del pensamiento agustiniano. El otro factor es novedoso: el libre arbitrio. Y, debajo suyo, podemos advertir la presencia de una mutación metafísica respecto de la matriz platónica: al “de la nada nada se sigue”, cuya matriz podríamos ubicar en torno del pensamiento de Parménides, Agustín agrega “salvo el mundo creado por Dios”. Veamos esto con mayor detalle.
  Agustín se pregunta “¿de dónde le viene a la voluntad (voluntas) el movimiento por el que se aparta (avertit) del bien inconmutable (incommutabili) y se une al mudable (mutabili)?” Caractericemos mejor ese “apartamiento” o movimiento de aversión (literalmente, volverse en sentido opuesto). Se trata de un acto de desobediencia: se trata del “acto de apartarse (aversio) la voluntad (voluntatis) de su Dios y Señor (Domino Deo)” y es, “sin duda alguna, pecado (peccatum)” (II, 20, 54). Queda claro, entonces, que el mal no ingresa al mundo por la voluntad de Dios sino por la voluntad de los hombres que se mueven en dirección contraria a la voluntad de Dios. Ahora bien, siendo Dios un domino, moverse en dirección contraria es un acto de desobediencia: los siervos no responden al mandato del Señor. La idea de libertad sigue nombrando una relación de poder pero su horizonte de sentido ha cambiado. Asistimos a la interiorización de una relación política de dominación: ahora los esclavos responden a un amo cuyo reino no es de este mundo y al que, sin embargo, ellos pertenecen. Pero, así como obedecen, también pueden desobedecer. En esto consiste su libertad. Se trata de una libertad de la que no disponían los esclavos aristotélicos (puesto que, por naturaleza, no se pertenecían a sí mismos). En el contexto de la polis que Aristóteles describe ser (hombre) libre y estar sometido a una relación de poder de dominación, habría parecido tan absurdo como suponer que los esclavos son “libremente” esclavos.
  Volvamos sobre la pregunta que se formula Agustín ¿de dónde le viene a la voluntad este movimiento de aversión? La respuesta es simple y directa: de la nada (ex nihilo). Ahora bien, la voluntad que se mueve en sentido inverso del bien, hacia la nada, pierde con ello consistencia ontológica (se corrompe) y pierde como voluntad la capacidad de querer. En una palabra, cae (cecidit). Lo opuesto de caer es levantarse (surgere) y quien ha caído no puede levantarse por sí mismo (puesto que su voluntad está degrada o corrompida) y sólo puede hacerlo por medio de la ayuda de Dios. Se trata de la gracia (II, 20, 54).
  Según parece, los esclavos aristotélicos, ahora (hombres) libres, disponen de un raro privilegio: seguir por propia voluntad las órdenes del amo o rebelarse y caer en los abismos de la nada. Para los que eligen la primera opción, se abre el camino de una realización plena de la voluntad que Agustín nombra como libertas. No se trata ahora del libre arbitrio en donde la voluntad está tensionada entre la obediencia y la desobediencia sino de una situación en la que nuestra voluntad se somete a la “verdad”, puesto que “la verdad os hará libres” (II, 14, 37). Esta verdad de naturaleza trascendente es, claro está, Dios mismo: “la verdad es, sin duda alguna, superior a nuestras mentes (mentibus)” y lo que es superior a nuestras mentes es Dios; luego, Dios es “realidad verdadera y suma verdad (vere summeque est)” (II, 14, 38). La mente es libre en cuanto gobierna la libido y no se deja esclavizar por ella. En este punto, el argumento de Agustín no hace más que recoger una posición digamos tradicional respecto de la relación entre lo alto y lo bajo; lo que gobierna y lo que es gobernado; el alma y el cuerpo: “cuando la razón (ratio) domina todas estas concupiscencias del alma (motibus animae), entonces es cuando se dice que el hombre está perfectamente ordenado” (I, 8, 18) y “no habría orden perfectísimo allí donde lo más imperfecto (impotentiora) dominara (imperarent) a lo más perfecto (potentioribus)” (I, 10, 20). La novedad agustiniana consiste en proponer el libre arbitrio como agente causal del desorden: “ninguna otra cosa hace a la mente cómplice de las pasiones (cupiditas comitem) sino la propia voluntad y libre albedrío (propia voluntas et liberum arbitrium)”. Y en ofrecer también el remedio que permitiría restablecer el orden: “es muy justo que sufra las consecuencias penales (poenas) de tan gran pecado (peccato)” (I, 11, 22). Como se podrá advertir hay mucho aquí del argumento platónico presentado en el Gorgias respecto de la injusticia y los castigos correctivos (ver en este blog “Calicles y Sócrates: el deseo, la justica y la conciencia moral”). Hay también, sin embargo, algo nuevo: el castigo (la pena) no cae sobre el pecador como algo externo sino que se entreteje en la trama misma del pecado. En el pecado está la penitencia: “¿es que debe mirarse como castigo (poena) pequeño el que la libídine (libido) domine?” (I, 11, 22). “Al alma (animum) la acusamos de pecado (peccati) cuando vemos claramente que a los bienes superiores antepone el goce de los inferiores” (III, 1, 2). El esclavo, ahora libre, está condenado a liberarse de la esclavitud del deseo libidinal, si es que pretende libremente no ser esclavo de ese deseo al que libremente se somete cuando peca, en cuyo caso, lejos de asegurar la libertad de su voluntad, queda sometido a un amo poderoso: la libido.
  Volvamos sobre este raro privilegio de seguir por propia voluntad las órdenes del amo o rebelarse y caer en los abismos de la nada, como decíamos más arriba. Aparece aquí en escena algo que no estaba dentro del esquema aristotélico: la voluntad personal. Evodio argumenta: “no encuentro qué cosa pueda llamar mía, si no es mía la voluntad por la que quiero y no quiero (si voluntas qua volo et nolo non est mea)” (III, 1, 3). Este entramado personal de la voluntad es el escenario en el que jugará su destino la compleja y contradictoria liberación de los esclavos bajo la mirada atenta de un Dios ahora providente y omnisciente: “aunque Dios conozca de antemano (praesciat) todos los actos de nuestra voluntad, no se sigue, sin embargo, que queramos alguna cosa sin voluntad de quererla” (III, 3, 7). “Nuestra voluntad (voluntas), por consiguiente, no sería nuestra si no estuviera en nuestro poder. Y por lo mismo que está en nuestro poder, por eso es libre (libera), pues es claro que no es libre lo que no está en nuestro poder o que, estándolo puede dejar de estarlo” (III, 3, 8). “No queda anulada nuestra libertad por la presciencia divina” (III, 3, 8). La libertad se mueve ahora en territorio espiritual. Con ello, la libertad escinde al hombre en dos planos: el mundano, en el que las relaciones de dominación se siguen planteando en los mismos términos en los que las planteaba Aristóteles (el reino de este mundo) y el trasmundano en el Dios ejerce su dominio sobre hombres libres (el reino que no es de este mundo; es decir, el reino espiritual).
  Como se podrá advertir, el cristianismo presenta una novedad interesante respecto del mundo de la polis y el de la cosmopolis: la libertad no es ahora un privilegio de clase que la naturaleza distribuya de modo aristocrático como en la polis aristotélica ni una anomalía (clinamen) dentro de su ordenamiento causal como en la cosmopolis epicúrea, sino una condición que ata y desata al hombre en su relación con el principio creador y ordenador (Dios). Donde el funcionamiento de esta nueva legalidad se podrá observar con mayor claridad es en el pensamiento moderno. Podemos verlo en Descartes. Aunque, con una variante: la comunidad universal que plantea el cristianismo se habrá transformado en universo (sin comunidad). Veamos cómo se va desarrollando ese tránsito hacia la modernidad.
  Es posible interpretar la conversión de las almas en torno del cristianismo como un proceso de integración de los individuos dentro de una comunidad universal, tomando literalmente el significado del término “vertere”: hacer girar, volver. Así, tenemos el movimiento de las almas que se apartan de Dios: a-versio. Tenemos también el movimiento de las almas en torno de Dios: con-versio. Y tenemos también el movimiento en torno de lo uno o vuelto sobre lo uno: uni-versio. Vueltos sobre un Dios único los hombres hacen comunidad: la cristiandad. Refiriéndose a la emergencia del “individuo” en la historia, Robert Castel ubica un primer momento “prehistórico” en torno del surgimiento de las religiones monoteístas y, particularmente, del cristianismo que “propagó una concepción altamente positiva del individuo: el individuo está dotado de un valor inconmensurable y sagrado porque fue creado por Dios y es hijo de Dios. Por ello los hombres conforman una comunidad de individuos iguales, una Iglesia en la cual son hermanos en Jesucristo” (CASTEL, R., El ascenso de las incertidumbres. Trabajo, protecciones, estatuto del individuo, Buenos Aires, FCE., 2010, p. 307). Sin embargo, como decíamos más arriba, la comunidad universal que propone el cristianismo es una comunidad escindida donde la libertad no se realiza plenamente. Si volvemos sobre la sugerencia que presentábamos al comienzo de este texto respecto del significado “naturalista” del término “libertad”, podemos decir que el cristianismo plantea la paradoja de un proceso de maduración vital cuyo fruto cae del lado de la muerte: “sólo el santo o el mártir que vive y muere exclusivamente por Dios es íntegramente un individuo realizado. En suma, la plenitud de la calidad de individuo se realiza en la muerte, o en todo caso en la muerte en el mundo” (p. 308).
IV.- Pasemos ahora al mundo moderno para observar qué pasa allí con la libertad. Descartes (1596-1650) sostendrá en las Meditaciones Metafísicas que el error y la falsedad existen en el mundo por causa del libre arbitrio. En esto, se mantiene dentro de la línea argumentativa plantada por San Agustín. Sólo que ahora el Dios único a cuyo alrededor giraban las almas para componer una comunidad universal se ha vuelto un poco más abstracto y, a la vez y no sin cierta paradoja, un poco más mundano: se ha transformado en un principio racional; es decir, en la garantía racional del uso de la razón. Si Dios existe, no existe entonces, el Genio maligno y el hombre queda habilitado para hacer pleno uso de la razón. La razón puede conquistar el mundo, puede racionalizarlo, porque el mundo mismo ha devenido racional; es decir, contiene en sí mismo, en su estructura interna, un principio de racionalidad. El mundo gira en torno de lo uno, como en San Agustín, pero ese uno es ahora la unidad de la Razón. Pasamos pues de la comunidad universal al universo sin comunidad, como decíamos más arriba. Veamos esto con mayor detalle.
  En la meditación cuarta Descartes se propone reflexionar respecto de lo verdadero y lo falso. El camino recorrido en las tres meditaciones antecedentes le ha permitido encontrar en el cogito un fundamento sobre el cual apoyar una posible comprensión racional del mundo y en Dios la posible salida del cogito hacia el mundo que se pretende comprender racionalmente. Ahora, se trata de averiguar bajo qué condiciones la relación entre el cogito y el mundo puede estar garantizada por Dios en términos de racionalidad. Descartes resume este recorrido de la siguiente manera: primer paso, “la idea que tengo del espíritu humano según la cual éste es una cosa pensante”; segundo paso, “la idea de un ser completo e independiente (es decir, de Dios)”. Tercer paso, “me parece ya que descubro un camino que nos conducirá, desde esta contemplación del Dios verdadero […] al conocimiento de las restantes cosas del universo” (citamos las Meditaciones Metafísicas por la edición de Alfaguara, Madrid, 1977, p. 45).
  Sin embargo este tercer paso resulta problemático porque si bien “reconozco que es imposible que Dios me engañe nunca” y que “experimento en mí cierta potencia para juzgar, que sin duda he recibido de Dios”, se sigue de allí que no me ha dado esa facultad “para que yerre” (p. 46). Y, sin embargo, compruebo por medio de la experiencia “que estoy sujeto a infinidad de errores”. Entonces, aparece en escena un cuarto paso: “cierta idea negativa de la nada, o sea, de lo que está infinitamente alejado de toda perfección” (p. 46). Entre el ser (infinito; es decir, no finito; sin límite) y la nada se ubican los seres finitos: limitados por la nada que los determina en su individualidad. La experiencia de esta finitud es similar a la que presenta San Agustín con una importante diferencia: en San Agustín la finitud expresa la dependencia ontológica de la criatura respecto del creador (tanto como la superioridad ontológica del creador, su omnipotencia capaz de crear de la nada); en Descartes, la finitud está relacionada con las determinaciones del entendimiento. Hay por un lado, un entendimiento infinito que entiende la totalidad de las cosas en la simultaneidad (la Razón, con mayúsculas) y hay, por otro lado, un entendimiento finito que entiende las cosas en su particularidad y sucesión (la razón, como facultad humana de razonar). Vemos actuar aquí a la nada como negación. En esto consiste la finitud de un entendimiento finito. Sin embargo, esta limitación o finitud no explica por sí sola la posibilidad del error: “pues el error no es una pura negación […] sino la falta de un conocimiento que de algún modo yo debería poseer” (p. 46). Entonces, no se trata de una nada que actúe por negación sino por privación. Vidal Peña, traductor de la edición de las Meditaciones con la que estamos trabajando aclara en nota esta diferencia: “‘privación’ sería, en términos escolásticos, no la carencia de un atributo cualquiera, sino la carencia de un atributo en un sujeto apto para tenerlo. Así, sería ‘negación’ la falta de branquias en un hombre, y ‘privación’ la falta de branquias en un pez. Un hombre no debería quejarse, entonces, por no tener branquias” (p. 435, n. 39).
  Observemos con mayor atención en qué consiste esa privación que está en la base del error. Mis errores “dependen del concurso de dos causas, a saber: de mi facultad de conocer y de mi facultad de elegir –o sea, de mi libre arbitrio-; esto es, de mi entendimiento y de mi voluntad” (p. 47). Ambas facultades son finitas, en el sentido que le dábamos renglones más arriba al término “finitud” (es decir, limitación). Sin embargo, limitado en sentido estricto es el entendimiento (en la medida en que presenta las ideas en su determinación y sucesión). La voluntad o libre arbitrio, en cambio, “siento ser en mí tan grande, que no concibo la idea de ninguna otra que sea mayor: de manera que ella es la que, principalmente, me hace saber que guardo con Dios cierta relación de imagen y semejanza” (p. 48). ¿En qué consiste esa rara ilimitada limitación que caracteriza a la voluntad o libre arbitrio? Respuesta: “en que al afirmar o negar, y al pretender o evitar las cosas que el entendimiento nos propone, obramos de manera que no nos sentimos constreñidos por ninguna fuerza exterior” (p. 48). Nota al margen: Spinoza discutirá, entre otras cosas, precisamente esta diferencia que Descartes establece entre el entendimiento y la voluntad, así como discutirá también la idea de una “libertad de indiferencia” que veremos aparecer renglones más abajo y que ha tenido la forma escolástica de “paradoja del asno de Buridán” (véase Ética, parte II, proposición XLIX, escolio)
  Ahora bien, esa libertad se manifiesta en diferentes grados de determinación. En el primero y más bajo (el menos determinado), la libertad de indiferencia, la libertad se presenta como no estando inclinada a ninguno de los términos en los que se bifurca la posibilidad de elegir: “ninguna razón me dirige a una parte más bien que a otra” (p. 48). En el grado más elevado, la libertad se presenta como estando fuertemente inclinada por uno de los términos que se le muestran como “lo que es bueno y verdadero” (p. 48). ¿Qué es lo que hace posible esta mayor determinación? Descartes presenta dos posibilidades: “la gracia divina” y “el conocimiento natural”. Ambas posibilidades operan sobre el conocimiento: “de conocer yo siempre con claridad lo que es bueno y verdadero, nunca me tomaría el trabajo de deliberar acerca de mi elección o juicio, y sería por completo libre, sin ser nunca indiferente” (pp. 48-49). Algo de esta paradójica situación de una libertad racional, que es más libre en cuanto está más determinada por la necesidad racional y menos libre cuando esa determinación es menor, veremos aparecer luego en el pensamiento de Spinoza (con la diferencia, fundamental, que Spinoza no supone el libre arbitrio sino que lo niega: “la voluntad no puede llamarse causa libre, sino sólo causa necesaria”, Ética, parte I, proposición XXXII).
  Llegamos finalmente a centro del problema: la posibilidad del error está en la desproporción que existe entre la voluntad (que es muy amplia) y el entendimiento (que es más limitado). La voluntad puede querer lo falso y el mal. Esto sucede cuando la voluntad se precipita. Podemos recordar en este punto la regla de la evidencia que Descartes proponía en El discurso del método: “no recibir jamás ninguna cosa como verdadera que yo no la conociese evidentemente como tal: es decir, evitar cuidadosamente la precipitación (précipitation) y la prevención (prévention); y no comprender en mis juicios nada más que lo que se presenta a mi espíritu tan clara y distintamente que no tuviese ninguna ocasión de ponerlo en duda” (Discurso del método, segunda parte). El entendimiento, en cambio, en cuanto entiende con claridad y distinción, entiende lo verdadero. El error se evita, entonces, conteniendo la voluntad dentro de los límites que le plantea el entendimiento. La modernidad reemplaza a Dios por la Razón y la libertad se realiza por medio de la sujeción voluntaria a las determinaciones del entendimiento. Parecería que, con este paso, la modernidad ha conquistado un nuevo territorio para la libertad: aquella naturaleza humana que venía madurando dentro del contexto de la polis ha entrado finalmente en la edad de la razón. Aunque, en este paso, se trata de una racionalidad abstracta; es decir, abstraída (separada) de las concretas circunstancias que configuran la voluntad y su potencia de obrar. Es aquí donde Spinoza (1632-1677) viene a completar y modificar el planteo cartesiano.
V.- En la Ética demostrada según el orden geométrico (utilizamos la edición de Editora Nacional, Madrid, 1975) Spinoza presenta una organización sistemática de lo real articulada del siguiente modo: lo que nombramos con la palabra “real” no es más que una producción de Dios o la Naturaleza que al producir (lo real) se produce. Se ha dicho que Spinoza es panteísta en cuanto identifica a Dios con la Naturaleza. Podemos aceptar esa calificación, sobre todo si nos sirve para comprender que entre Dios y la Naturaleza no hay un abismo ontológico. A diferencia del cristianismo agustiniano, el poder de Dios no se manifiesta en la capacidad de crear ex nihilo sino en la potencia productiva: Dios es causa de sí. Causa infinita que produce infinitos efectos. Pero, como esa causa no actúa sobre la nada sino sobre sí misma, esos efectos no son sino afecciones de Dios mismo, modificaciones suyas. Nótese el parentesco terminológico: sobre la base del término facere (hacer), tenemos ad-facere (el prefijo “ad” indica proximidad) y ex-facere (el prefijo “ex” indica procedencia). Afecto y efecto.
  Spinoza lo dice en los siguientes términos: “por Naturaleza naturante debemos entender […] Dios, en cuanto considerado como causa libre (causa libera). Por Naturaleza naturada, en cambio, entiendo todo aquello que se sigue de la necesidad de la naturaleza de Dios […] cosas (res) que son en Dios, y que sin Dios no pueden ser ni concebirse” (parte I, proposición XXIX, escolio, pp. 83-84). La identificación entre Dios y la Naturaleza está explícitamente formulada del siguiente modo: “la naturaleza no obra a causa de un fin, pues el ser eterno e infinito al que llamamos Dios o Naturaleza (Deum seu naturam) obra en virtud de la misma necesidad por la que existe” (parte IV, prefacio, p. 264). De aquí podemos sacar los siguientes elementos.
  Primero, esta identificación entre Dios y Naturaleza que, como decíamos, suprime la distancia ontológica entre el creador y lo creado, nos permite también recuperar la interpretación griega de la fysis (naturaleza) como aquello que brota y se desarrolla y que, al hacerlo, existe de acuerdo con ese proceso. Se trata de un proceso de autoproducción en el que la causa y el efecto se implican mutuamente, aunque de diferente manera: la causa (naturaleza naturante) produce efectos (naturaleza naturada) y permite comprenderlos y es, por lo tanto, anterior a los efectos que produce. Sin embargo, no sería causa sin esos efectos (que ella produce y que la afectan). Y lo mismo puede decirse respecto de los efectos: son producidos por la causa y, por lo tanto, son posteriores a ella. Sin embargo, no serían efectos de esa causa si no estuviesen de algún modo implicados en la causa (como producciones y afecciones suyas). Dicho brevemente: no es posible pensar una causa que no produzca efectos ni un efecto que no tenga causa. Se trata de una relación causal que es a la vez explicativa y productiva. Si retomamos la afirmación presentada renglones más arriba: “cosas que son en Dios (in Deo sunt), y que sin Dios no pueden ser (ese) ni concebirse (concipi)” y jugamos un poco con las posibilidades semánticas del término “concebir” (concipio), es fácil de observar esta relación explicativa-productiva. No perdamos de vista en todos estos desarrollos argumentativos que Dios es causa eficiente (y no final): es productor eficiente de efectos y no un modelo a seguir ni un padre benevolente y protector ni un juez justo. Y esa causa eficiente es además causa inmanente: “Dios es causa inmanente (immanens), pero no transitiva (transiens), de todas las cosas” (parte I, proposición XVIII, p. 74). Recordemos que “inmanente” significa, literalmente, “lo que permanece (maneo) en sí mismo”. Entonces, la inmanencia refuerza la idea de una relación muy íntima de copertenencia entre la causa y el efecto.
  Segundo, y dando ahora algunos pasos más dentro del territorio spinozista, a las cosas, lo que llamamos con tal nombre y con un término más “técnico” podríamos nombrar como “entes”, lo que tienen de cosas o realidad, les viene de la causa que las produce y que ellas pueden recibir y conservar (podríamos decir también que el efecto es efecto de la causa en la medida en que es capaz de recibirla y, en cierto modo, la acepta y la conserva). Dicho en término de Spinoza: “cada cosa (res) se esfuerza (conatur), cuanto está a su alcance, por perseverar (perseverare) en su ser” (parte III, proposición VI, p. 191).
  Tercero, y yendo ahora al nudo problemático del planteo que hace Spinoza respecto de la libertad, a la paradójica relación que allí se establece entre necesidad o determinismo y libertad: Dios es “causa libre” y “obra en virtud de la misma necesidad por la que existe”, como decíamos más arriba siguiendo a nuestro autor. Agreguemos ahora que “una cosa (res) que ha sido determinada a obrar algo (operandum determinata est), lo ha sido necesariamente por Dios; y la que no lo ha sido por Dios, no puede determinarse a sí misma a obrar” (parte I, proposición XXVI, p. 80). En la demostración de esta proposición, Spinoza agrega: “aquello por lo que se dice que las cosas están determinadas a obrar algo es, necesariamente, algo positivo (positivum) (como es por sí notorio). Y de esta suerte, Dios es por necesidad causa eficiente (causa efficiens) […] tanto de la esencia de ello como de su existencia” (parte I, proposición XXVI, demostración, p. 80). Sin entrar en la discusión respecto de si sostuvo o no Spinoza explícitamente el argumento de que “toda determinación es negación”, podemos tomarlo como indicativo de una relación entre el principio productor (Dios o Naturaleza) en la que todo lo producido tiene consistencia ontológica (positividad), aún dentro de su limitación (finitud). La negatividad queda, de este modo, del “lado externo” de las cosas, no las afecta en su condición de cosas producidas. Hegel interpreta el argumento de otro modo: “la consecuencia necesaria de esta proposición, que la determinación es negación, es la unidad de la substancia spinoziana”, (Ciencia de la Lógica, Buenos Aires, Solar-Hachette, 1976, p. 103). Sin entrar en el análisis de un tema de por sí complejo, digamos de manera muy general que es posible contraponer el argumento de Spinoza con el argumento agustiniano (y hegeliano): para el primero, las cosas tienen realidad en cuanto son determinaciones (modos determinados) producidas por Dios o Naturaleza, mientras que la negación establece el límite que permite diferenciar las cosas entre sí. Para los segundos, las cosas tienen una realidad limitada y, en este sentido negativa, en cuanto resultan de una síntesis ontológica entre el ser y la nada. Para ellos, se invierte la fórmula y la negación es determinación.
  Hagamos un señalamiento en este punto del camino recorrido. Podríamos decir que, si la racionalidad cartesiana era abstracta, la racionalidad spinozista es concreta (entendiendo lo “concreto” en su significado etimológico: aquello que crece hacia adentro o crece con, se diversifica; cum-crescere). En este sentido, el individuo o las cosas individuales, racionalmente comprendidas, no son abstracciones (separaciones) de la Razón sino producciones (afecciones o modificaciones) de Dios o Naturaleza. La libertad de los individuos no podría ser aquí, como lo es en Descartes, indeterminación de la voluntad (libre arbitrio) sino determinación de la causa.
  Spinoza lo dice del siguiente modo: “el alma y el cuerpo son una sola y misma cosa (res), que se concibe, ya bajo el atributo del pensamiento, ya bajo el de la extensión. De donde resulta que el orden (ordo) o concatenación de las cosas (rerum concatenatio) es uno solo, ya se conciba la naturaleza bajo tal atributo, ya bajo tal otro” (parte III, proposición II, escolio, p. 186). Lo que el alma y el cuerpo tienen de realidad, es decir, de cosas (res), lo tienen en cuanto son efectos producidos por una causa que a la vez que los produce (como efectos), los explica (en el sentido en que la causa ofrece una razón explicativa). Sin embargo, los hombres no piensan de este modo (racional o con este tipo de racionalidad productiva que Spinoza está proponiendo) sino de un modo prejuicioso y suponen “que el cuerpo se mueve o reposa al más mínimo mandato del alma”. Ahora bien, como “a nadie ha enseñado la experiencia, hasta ahora, qué es lo que puede hacer el cuerpo en virtud de las solas leyes de su naturaleza (ex solis legibus naturae), considerada como puramente corpórea”, suponemos (prejuiciosamente) que el alma mueve al cuerpo sobre la base de esa ignorancia: “cuando los hombres dicen que tal o cual acción del cuerpo proviene del alma, por tener ésta imperio sobre el cuerpo, no saben lo que dicen, y no hacen sino confesar, con palabras especiosas, su ignorancia […] acerca de la verdadera causa de esa acción” (parte III, proposición II, escolio, p. 186-187). En conclusión: “los hombres creen ser libres sólo a causa de que son conscientes de sus acciones, e ignorantes de las causas que las determinan” (parte III, proposición II, escolio, p. 188). Por si lo anterior no fuese suficientemente claro: “quienes creen que hablan, o callan, o hacen cualquier cosa, por libre decisión del alma (ex libero mentis decreto), sueñan con los ojos abiertos” (III, proposición II, escolio, p. 190). Más adelante, en la parte quinta de su Ética, caracteriza con mayor precisión contra quién está dirigiendo sus argumentos: se trata de Descartes, de la oscura y confusa –y por lo tanto no clara y distinta- relación entre el alma y el cuerpo (parte V, prefacio, pp. 354-357). No nos detengamos, sin embargo sobre los detalles de esta polémica y veamos mejor qué entiende Spinoza por “libertad” en un sentido positivo, puesto que a eso hace referencia esta parte quinta: “Del poder del entendimiento (intellectus) o de la libertad humana”. “La felicidad (beatitudo) –sostiene Spinoza- no es un premio que se otorga a la virtud, sino que es la virtud misma, y no gozamos de ella porque reprimamos (coercemus) nuestras concupiscencias (libidines), sino que, al contrario, podemos reprimir nuestras concupiscencias porque gozamos de ella” (parte V, proposición XLII, p. 391). Con esta proposición termina la Ética. Su sentido se entiende mejor si la ponemos en contraste con las concepciones agustiniana y cartesiana. Dios (o su equivalente mundano, la Razón) esperan de los hombres que sujeten o contengan la voluntad de su “natural” tendencia hacia la desobediencia. Así lo expresa San Agustín en su condena de la concupiscencia y así lo hace Descartes en su descripción del error y los remedios que propone para evitarlo. En ambos planteos, la posibilidad de la desobediencia se apoya sobre dos condiciones. Una, es la condición ontológica: la finitud supone presencia de la nada. Se trata de la creación ex nihilo. Otra, es la condición política: obediencia y desobediencia son los términos polares que estructuran una relación de dominación, como la que se da entre el amo y el esclavo aristotélicos y que reaparece trasmutada y espiritualizada en San Agustín y racionalizada en Descartes. Spinoza va por un camino diferente. No hay en su planteo creación ex nihilo sino autoproducción de lo real a partir de Dios (causa sui) y Dios no es un amo que gobierne a los hombres sino la causa que los produce y explica. La virtud no consiste entonces en contener o reprimir la libido como un esclavo obediente que reprime su deseo sino en comprender (en el sentido también de aprehender con) a Dios como causa productora de nuestro deseo. Entonces, nuestros deseos dejan de estar orientados por las contingencias de las causas exteriores que los afectan y se ordenan en función de la causa interna que los produce. Es en este sentido que la negación del libre arbitrio y la comprensión de la libertad como conocimiento de la causa adquieren significado: puesto que “en la naturaleza no hay nada contingente, sino que, en virtud de la  necesidad de la naturaleza divina, todo está determinado a existir y obrar de cierta manera” (parte I, proposición XXIX, p. 83). Como decíamos más arriba, la libertad se ubica ahora sobre un plano más concreto. Veamos cómo sigue su curso en el pensamiento de Stuart Mill.
VI.- En 1859 John Stuart Mill (1806-1873) publicaba Sobre la libertad (en lo que sigue, citamos por la edición de editorial Alianza, Madrid, 1970). Nos interesará seguir los argumentos de Mill en torno de la relación que él establece entre libertad e individualidad, particularmente en el capítulo 3 del libro: “De la individualidad como uno de los elementos del bienestar”. Podremos ver allí cómo la individualidad concreta que aparecía en escena dentro del planteo spinozista a partir de su causa productora, se presenta ahora como producto de su propia afirmación (la autoafirmación del individuo). Si podemos ubicar los planteos de Spinoza dentro del contexto histórico de una modernidad que se va desarrollando al ritmo del capitalismo naciente según una lógica productiva articulada en clave de causas eficientes (la modernidad capitalista produce efectos mientras que las sociedades tradicionales se organizan en torno de causas finales), podemos ubicar, entonces, los planteos de Suart Mill en torno de la burguesía como agente del progreso histórico y protagonista de su dinamismo. Sin entrar en detalles, entendemos aquí por “burgués” una caracterización del sujeto histórico y político en términos de individuo o individualidad. Como veremos, la idea liberal de libertad –si se nos permite el juego de palabras- que Mill nos va a presentar está pensada como un medio para el desarrollo de esa individualidad.
  Comencemos por la siguiente afirmación: “donde la regla de conducta no es el propio carácter de la persona, sino las tradiciones o costumbres de los demás falta uno de los principales elementos de la felicidad humana, y el más importante, sin duda, del progreso individual y social” (pp. 126-127). Mill comprende “el propio carácter de la persona” en términos de “espontaneidad individual” (individual spontaneity). Ahora bien, la libertad pensada en términos de espontaneidad no podría cumplir su fin moral si no sirviese para permitir la autoafirmación del individuo: “la naturaleza humana no es una máquina que se construye según un modelo […] sino un árbol que necesita crecer y desarrollarse por todos lados, según las tendencias de sus fuerzas interiores, que hacen de él una cosa viva (living thing)” (130). Podríamos preguntarnos con Mill en qué consiste esa naturaleza humana en cuanto es considerada como una cosa viva y no como una máquina y podríamos respondernos con él que “los deseos e impulsos (desires and impulses) forman parte de un ser humano perfecto, lo mismo que las creencias y las abstenciones” (p. 130). “Impulsos fuertes son sencillamente otro nombre de la energía (energy)” y de ella nace o toma su fuente “el más apasionado amor a la virtud y el más estricto dominio de sí mismo (self-control)” (131). Se podrá advertir que la expresión “dominio de sí mismo” no expresa claramente la idea que Mill está presentando, que se refiere, más que al dominio sobre sí, al sí mismo que domina. Esto queda más claro del siguiente modo: “se dice que una persona tiene carácter cuando sus deseos e impulsos son suyos propios (his own) […] El que carece de deseos e impulsos propios no tiene más carácter que una máquina de vapor” (p. 131).
  Es interesante seguir la argumentación de Mill en torno del desarrollo histórico de esas fuerzas impulsivas que caracterizan el núcleo de la individualidad. En las “sociedades primitivas” ese “elemento de espontaneidad e individualidad” amenazaba la cohesión social y necesitó ser disciplinado: se buscó “inducir a hombres de cuerpo y espíritu fuertes a la obediencia a reglas que exigían de ellos el dominio de sus impulsos (control their impulses)” (p. 132). La descripción de este escenario nos recuerda a los argumentos de Calicles respecto del conflicto entre los hombres fuertes y las normas que pretenden domesticarlos (ver en este blog “Calicles y Sócrates: el deseo, la justica y la conciencia moral”). A partir de allí, el diagnóstico que Mill hace de su tiempo histórico arroja algunas sombras respecto de las posibilidades e impotencias de la burguesía como agente de progreso. Un “aburguesamiento” –por seguir con los juegos de palabras- que tiene bastante del tópico nietzscheano del último hombre (ver en este blog “La interiorización del hombre: Nietzsche, genealogista de la moral”): “ahora la sociedad absorbe lo mejor de la individualidad; y el peligro que amenaza a la naturaleza humana no es el exceso, sino la falta de impulsos y preferencias personales” (p. 132). Una tendencia hacia el conformismo que tiene mucho también del tópico que unas décadas más adelante Heidegger caracterizará como una tiranía de lo impersonal (Ser y tiempo, 1927): “la conformidad –afirma Mill- es la primera cosa en que piensan; se interesan en masa, ejercitan su elección sólo entre cosas que se hacen corrientemente; la singularidad (peculiarity) de gusto o la excentricidad de conducta se evitan como crímenes” (133).
  Mill ubica la matriz de esta tendencia hacia la negación de la individualidad en “la teoría calvinista” que es profesada no sólo por los adherentes a esa corriente religiosa sino por “muchos que no se consideran calvinistas”. El núcleo de esta teoría sostiene, con mayor o menor grado de ascetismo, que “el mayor defecto del hombre es tener voluntad propia (self-will)” (p. 133). En consecuencia, “muchas personas creen sinceramente, sin duda, que los seres humanos así torturados y reducidos al tamaño de enanos, son tales como su Hacedor quiso que fueran” (p. 134; ver en este blog “Humanismo/posthumanismo: Sloterdijk”, la referencia que hace Sloterdijk al tópico nietzscheano del empequeñecimiento del hombre).
  Focalicemos nuestra atención ahora sobre el vínculo que Mill establece entre individualidad y libertad. “Todo lo que aniquila la individualidad es despotismo”. Si comparamos este argumento con el que sostenía Aristóteles, podremos observar que el tema de la libertad se ha desplazado. En el planteo aristotélico, las relaciones de poder organizaban formas diferenciadas de la vida en común: por un lado, las que son propias de la comunidad doméstica (oikos); por el otro, las que caracterizan a la comunidad política (polis). Las primeras, constituidas sobre la base de la asimetría en las relaciones de poder (despotismo); las segundas, sobre la base de la igualdad en las relaciones de poder (libertad). En el planteo de Mill, el eje se ha desplazado hacia la sociedad civil. Es allí donde vemos aparecer al individuo (burgués) reclamando sus fueros: su derecho a la individualidad contra toda forma de despotismo. Recordemos que la sociedad civil como tal es el resultado de las transformaciones que la modernidad capitalista introduce en el seno de lo que Aristóteles nombraba con el término oikos (sobre este tema véase BOBBIO, N., Estado, gobierno y sociedad. Por una teoría general de la política, México, F.C.E., 1989). Sin embargo, Mill parece estar pensando en un escenario para la individualidad que va más allá del ámbito reducido de la sociedad civil en su articulación y contraposición con la esfera política del Estado. Puesto que “en política es casi una trivialidad decir que es la opinión pública la que gobierna el mundo” y que “el único poder (power) que merece tal nombre es el de las masas” y las masas no son otra cosa que “una mediocridad colectiva (collective mediocrity)” (p. 138), se advierte, tanto en una esfera como en la otra, tanto en el ámbito público como en el privado, que la espontaneidad individual se ve restringida. Y, siendo que el término “espontaneidad” (spontaneity) alude a aquello que escapa al juego mecánico de las determinaciones, el funcionamiento de la sociedad burguesa y capitalista tiende a negar las posibilidades de la individualidad, a negar su singularidad, en todo los planos en los que se manifiesta la ley de su dinamismo. Ahora bien, “la iniciativa de todas las cosas nobles y discretas viene y debe venir de los individuos; en un principio, generalmente, de algún individuo aislado” (p. 139). Mill acentúa las características de singularidad que son propias de estos individuos: originalidad, excepcionalidad, excentricidad. Con esta caracterización del individuo en términos de singularidad aparece en escena un componente de la libertad que habíamos visto presentarse en San Agustín: la libertad singulariza al hombre (“no encuentro qué cosa pueda llamar mía, si no es mía la voluntad por la que quiero y no quiero”) para comprometerlo libremente en su sometimiento a la voluntad de Dios. Mill ubica la singularidad fuera de esa relación: “con tal de que una persona posea una razonable cantidad de sentido común y de experiencia, su propio modo de arreglar su existencia es el mejor, no porque sea el mejor en sí, sino porque es el suyo” (p. 140). Caídos los moldes y los modelos, los individuos se ven entregados a la responsabilidad de ser ellos mismos.
  Sin embargo, como decíamos, el despotismo, es decir, la negación de la libertad, en sus diversas formas, inhibe el desarrollo de la individualidad singular. Y una de sus formas es cierta voluntad moralizante, “un fuerte movimiento hacia el mejoramiento moral” que Mill ve expandirse con particular dinamismo en esos años (en referencia a la sociedad vitoriana y su moral) y que tiene por objetivo proponer un modelo de vida que consiste en “no desear nada fuertemente (to desire nothing strongly)” (p. 143). En una especie de anticipación del tópico foucaultiano de la sociedad disciplinaria y matizando un poco la fácil adscripción de Mill a una corriente de pensamiento liberal que funcionaría como mera legitimación del orden capitalista burgués (la ubicación del homo oeconomicus como como agente del progreso histórico), nuestro autor sostiene que “actualmente en nuestro país apenas hay otro campo para la energía que el de los negocios (business) […] La poca energía que este empleo deja libre se gasta en algún capricho (hobby)” (p. 143). Al “despotismo de la costumbre” (despotism of custom) opone “el espíritu de libertad” (p. 144). Se podría decir que el planteo de Mill se ubica en el extremo opuesto del de Spinoza: en éste, el individuo es un producto, una producción de la causa (Dios o Naturaleza) y su libertad se comprende y realiza dentro del orden necesario con que esa causa se determina a sí misma (causa sui); en Mill, son los individuos quienes en su accionar espontáneo producen y reproducen el orden de una totalidad abierta y expansiva, sin límites definidos. Sin embargo, pronto esa expansión indefinida encontrará su límite y las libertades burguesas que tenían al individuo como sujeto dejarán de presentarse como medios adecuados para la convivencia social. Con la llegada del siglo veinte, llegarán los tiempos en que la crisis del liberalismo pondrá en evidencia las ilusiones del individuo como protagonista de la historia y motor del progreso. Los esclavos aristotélicos no se liberan al convertirse en trabajadores libres (como ya Marx había observado). Tampoco el mundo burgués que construyen los siervos hegelianos postergando su deseo para transmutarlo en trabajo (nos referimos a la dialéctica del amo y el esclavo en Fenomenología del espíritu) permite ser optimista respecto de la posible trasmutación de la servidumbre en libertad. Sobre ese escenario oscurecido por la crisis del modelo liberal que las dos guerras mundiales se encargaron de poner en primer plano, el existencialismo sartreano hará lugar a una novedosa interpretación de la libertad.
VII.- El existencialismo es un humanismo fue publicado en 1946, sobre la base de una conferencia que Sartre (1905-1980) había dado el año anterior. El texto tiene una forma expositiva sencilla y directa, muy diferente al tono más bien laberíntico y escrito en un lenguaje excesivamente técnico y críptico de El ser y la nada, que había sido publicado en 1943. En lo que sigue, haremos una presentación de la idea de libertad en Sartre, tomando como base El existencialismo es un humanismo (utilizamos la edición de Sur, Buenos Aires, 1975) y ampliaremos algunos de sus argumentos mediante remisiones a El ser y la nada (utilizamos la edición de Losada, Buenos Aires, 1983).
  “El hombre no es otra cosa que lo que él se hace” sostiene Sartre como “primer principio del existencialismo” (pp. 17-18). Tomemos pues este principio como tal y articulemos la idea sartreana de libertad en torno a él.
  Reparemos, en primer lugar, en la conocida expresión “la existencia precede a la esencia” que Sartre ubica como una noción común a todos los existencialismos y a la que nuestro autor se propone comprender en un sentido muy preciso: “hay que partir de la subjetividad” (p. 14).
  La discusión en torno de la relación entre esencia y existencia tiene alcances muy amplios, pero en el contexto en que Sartre la plantea, su significado es acotado: la esencia de algo es aquello que puede ser encerrado en una definición y, por lo tanto, no pude ir más allá de ese límite (recordemos que “definir” significa, etimológicamente, lo relativo al “límite”: finis). Las cosas que son lo que son y no pueden ir más allá de eso, son, por ejemplo las cosas fabricadas, las cosas que existen porque una causa productora (un artesano, por ejemplo) las trae a la existencia a partir de un modelo. Ese modelo puede ser, en términos generales, un concepto. Y un “concepto”, de modo complementario con el término “definición”, es el conjunto de elementos que encierran o delimitan el significado esencial de un objeto (“concepto” viene de cum-capio, “lo que toma o reúne conjuntamente”). Pero no sólo las cosas fabricadas por un artesano de acuerdo con un modelo responden a esta matriz (de la esencia pensada pasan a la existencia) sino que la totalidad de las cosas, incluido el hombre, en cuanto son interpretadas como productos de un Dios creador, también se dejan comprender dentro de ese esquema. Pensado de este modo, si el hombre existe de acuerdo con un modelo (su esencia), no puede apartarse del modelo sin alteración (“alteración”, de paso, significa “volverse otro”: alter). Pudimos observar el funcionamiento de esta interpretación en los planteos de San Agustín y Descartes y una aplicación directa de este esquema le permite a Sartre poner en cuestión el alcance de la idea de libertad en este último: “admitimos siempre que la voluntad sigue más o menos al entendimiento” (p. 15). Así, el entendimiento presenta las esencias conceptuales que la voluntad trae a la existencia pero, como la voluntad es libre (libre arbitrio), puede querer por fuera del molde. En cuyo caso se produce el error (intelectual y moral); es decir la alteración. Entonces, las posibilidades de la libertad quedan acotadas: de modo que “el hombre individual realiza cierto concepto que está en el entendimiento divino” (o lo altera, p. 16).
  Ahora bien, esta manera de pensar el concepto de hombre o, para decirlo con mayor rigor, este modo de pensar conceptualmente al hombre, no permite comprender aquello que el hombre tiene de singular: aquella dimensión existencial que escapa de todo concepto y definición. El hombre, dirá Sartre, “si no es definible, es porque empieza por no ser nada (c'est qu'il n'est d'abord rien). Sólo será después, y será tal como se haya hecho” (p. 17).
  Amplifiquemos un poco la mirada sobre este punto. Sartre divide el conjunto de las cosas que son (los entes) de acuerdo con dos modalidades o formas de ser: lo que es en-si (y no puede ser más que lo que es) y lo que es para-sí (y no puede ser lo que es porque su modo de ser implica movimiento reflexivo). Por un lado, “el ser en sí es lo que es”. Por el otro, “el ser del para sí se define […] como el que es lo que no es y el que no es lo que es” (El ser y la nada, p. 35). Lo que es en sí tiene una forma de ser que Sartre describe en términos más bien metafóricos y particularmente expresivos como “opaco” (opacité) y “macizo” (massif). Lo que es para sí, en cambio, resulta trasparente y leve. Lo que es en sí está determinado en su ser por el principio de identidad (p. 35); lo que es para sí, en cambio, se determina a partir de la negación o no identidad. Las cosas tienen la forma de ser de lo que es en sí; los hombres tienen la forma de ser del para sí.
  Digamos todo esto ahora en un lenguaje menos técnico: los hombres se caracterizan por su subjetividad y lo que Sartre nombra con esta palabra no es otra cosa que la conciencia. El hombre es sujeto consciente de los objetos del mundo en la medida en que tiene una forma de ser que le permite tomar distancia de las cosas para interrogarlas o, dicho de otra manera, en la medida en que las cosas pierden su identidad y se dejan interrogar. Pero esto sólo puede suceder si en el elemento opaco y macizo de las cosas se introduce algo que violente el principio de identidad que las constituye como seres en sí. Se trata de la negación por cuyo intermedio la nada ingresa a las cosas para ponerlas a distancia y configurar un mundo. El mundo es para la conciencia que, a su vez, es para sí. La referencialidad que está implícita en el para sí (en el ser para) implica, a su vez, la articulación del ser y el no ser: para que el mundo sea para el hombre, el hombre, en cuanto conciencia, no debe ser el mundo ni el mundo el hombre. Sólo en esa distancia, es posible la relación. Si entre la conciencia o subjetividad y el mundo hubiese identidad, no habría ni conciencia ni mundo; ambos necesitan de esa distancia para ser (lo que son). Digamos todo esto en términos sartreanos:

El ser no puede engendrar sino el ser y, si el hombre está englobado en este proceso de generación, de él no saldrá sino ser. Si ha de poder interrogar sobre este proceso, es decir cuestionarlo, es menester que pueda tenerlo bajo sus ojos como un conjunto, o sea ponerse él mismo fuera del ser y, en el mismo acto, debilitar la estructura de ser del ser […] A esa posibilidad que tiene la realidad humana de segregar una nada que la aísla (sécreter un néant qui l’isole), Descartes, siguiendo a los estoicos, le dio un nombre: es la libertad” (El ser y la nada, p. 66).

  Vemos aparecer aquí un conjunto de términos asociados: ser para sí, conciencia, subjetividad, nada, libertad. Pongamos en relación ahora estos dos últimos: “nada” y “libertad”.
  La negación, como el conjunto de todas las “negatividades” (la interrogación, la destrucción…), supone la nada como su condición de posibilidad: “si la negación no existiera, no podría formularse pregunta alguna […]. Pero esa negación (négation) misma […] nos ha remitido a la Nada (Néant) como a su origen y fundamento” (El ser y la nada, p. 63). Ahora bien, Sartre se pregunta por “el origen de la nada” (apartado V, del capítulo I, de la primera parte de El ser y la nada) y se responde, de manera más simple y directa que “el hombre se presenta […] como un ser que hace surgir y desplegarse la Nada en el mundo, en tanto que, con este fin, se afecta a sí mismo de  no-ser” (p. 65). Y, de manera más técnica, que “el Ser (L’Etre) por el cual la Nada (L’Néant) adviene al mundo es un ser para el cual, en su Ser, es cuestión de la Nada de su Ser (Néant de son Etre)” (p. 64).
  Pasemos ahora a poner en relación la “nada” con la “libertad”. “Si […] la existencia precede a la esencia, no se podrá jamás explicar por referencia a una naturaleza humana dada y fija; dicho de otro modo, no hay determinismo, el hombre es libre, el hombre es libertad” (El existencialismo…, p. 27). La libertad es presentada aquí como ausencia de determinación causal. Y la ausencia de determinación causal es posible en la medida en que el hombre (o la realidad humana) irrumpe en medio de las cosas para cuestionarlas y para cuestionarse. No determinado y, sin embargo, en medio de las cosas, en una situación que el hombre no ha elegido, “estamos solos, sin excusas”. “El hombre está condenado a ser libre. Condenado (condamné), porque no se ha creado a sí mismo, y sin embargo, por otro lado, libre, porque una vez arrojado (jeté) al mundo es responsable de todo lo que hace” (p. 27).
  Se podrá advertir que esta idea de “libertad” está bien lejos de la interpretación política que hacía del término Aristóteles. Allí, en la polis, la libertad era la condición antropológica que definía los perfiles del polites (ciudadano); es decir, de esa forma de la “subjetividad” capaz de decidir de modo autónomo respecto de su forma de vida conforme con los ideales de la vida buena y la eudaimonia (felicidad). La libertad era un privilegio aristocrático en el seno de una comunidad de vida rígidamente estructurada en niveles sociales y funciones. Ahora, con Sartre, la libertad aparece como una “condena”. De allí, en parte, el uso de los términos negativos que la ponen de manifiesto: la angustia (angoisse, p. 21); el desamparo (délaissement, p. 25); la desesperación (désespoir, p. 35). Pero el uso de esos términos negativos remite también a la nada como condición de posibilidad de esa libertad: “la angustia es el modo de ser de la libertad como conciencia de ser, y en la angustia la libertad está en su ser cuestionándose a sí misma” (El ser y la nada, p. 71). Dicho de manera más clara y directa todavía: “la libertad coincide en su fondo con la nada que está en el meollo (au coeur) del hombre. La realidad-humana es libre porque no es suficiente (n’est pas assez) […] El hombre no puede ser ora libre ora esclavo: es enteramente y siempre libre, o no lo es” (p. 546). La libertad ha dejado de ser un privilegio político para pasar a constituir la condición humana misma y el fundamento implacable de la responsabilidad existencial.
  Los contextos o escenarios en los que esa idea de “libertad” fue adquiriendo significado y sentido fueron, como hemos visto: la polis (Aristóteles), la cosmopolis (Lucrecio), la comunidad universal (San Agustín), el universo sin comunidad (Descartes), la universalidad concreta (Spinoza), el universo individualista (Stuart Mill). Podríamos caracterizar el escenario sartreano en términos de universalismo humanista: “no hay otro universo que este universo humano, el universo de la subjetividad humana (l'univers de la subjectivité humaine) (El existencialismo…, p. 63)”, que no es la subjetividad en general sino la de cada cual, la subjetividad singular que se muestra cuando nos angustiamos frente a la emergencia de la nada que nos constituye y nos entrega a la tarea de ser nosotros mismos, a esa tarea existencial que Sartre nombra con la palabra “libertad”.