Filosofía política











Filosofía política. Por Carlos A. Casali


1.- El rey filósofo y la vida en común de los guardianes                                         
2.- Las formas de la comunidad en la Política de Aristóteles                                
3.- Las críticas de Aristóteles a la vida en común de los guardianes                 
4.- Hobbes: la comunidad disociada y el dios mortal                                         
5.- Locke: el individuo propietario                                                                     
6.- Rousseau: la voluntad general y la comunidad de los ciudadanos             
7.- Roberto Esposito: el dispositivo biopolítico del mundo moderno                
8.- Carl Schmitt: lo político como comunidad de amigos frente al enemigo      
9.- Saúl Taborda crítico de Carl Schmitt: lo político como comunidad de vida 




1.- El rey filósofo y la vida en común de los guardianes
 
  En el libro V de la República Platón recurre a la imagen de la ola para abordar tres temas difíciles de aceptar en la medida en que contrarían el sentido común. La primera ola aborda la dificultad presente en el planteo de la no diferencia entre los guardianes en lo que respecta a la naturaleza de hombres y mujeres; la segunda, plantea la comunidad de vida entre los guardianes, es decir, la no diferenciación entre mujeres e hijos como propios; la tercera, postula el gobierno de los filósofos. Veamos cómo se van desarrollando estas olas sucesivas, de qué modo las presenta Platón y qué función cumplen sus argumentos dentro del universo discursivo de la República.
  En el comienzo de este libro V se van creando ciertas expectativas, cierto clima de misterio respecto de los temas que se van a tratar. Las prevenciones de Sócrates respecto del tratamiento de estos temas parecen estar referidas a la escasa evidencia que tienen sus argumentos: “cuando […] se expone una teoría, como yo lo hago, con desconfianza y como quien investiga, está uno en posición peligrosa y resbaladiza” y aclara que el peligro consiste en “dar el resbalón fuera de la verdad” (450 e; en lo que sigue, citamos por la edición bilingüe de UNAM, 1971). Y no sólo eso, sino que también Sócrates tiene prevenciones por la naturaleza misma de los temas abordados, respecto de los cuales, o “se dudará de que sea realizable lo que se diga”, o “aun suponiéndolo hacedero, podrá dudarse de que sea lo mejor” (450 d). ¿De qué temas se trata? De “cómo ha de ser la comunidad de mujeres y niños entre guardianes, y cómo ha de ser la crianza de los pequeños en el período intermedio entre su nacimiento y el principio de la educación” (450 c).
  Sobre estos temas, el saber parece estar fundamentado en la costumbre y las prevenciones de Sócrates tienen su punto de apoyo en que viene a presentar un saber que contraría la costumbre al proponer que los hombres y las mujeres cumplirán en común su función de guardianes y recibirán la misma educación: música y gimnasia y, también, las artes de la guerra. “Es de temerse –sostiene Sócrates- que muchas cosas de las que estamos diciendo nos puedan parecer ridículas, por oponerse a la costumbre (ethos), cuando de la teoría pasáramos a la ejecución” (452 a). Ahora bien ¿cuál es el punto crítico en el que un saber cuestionador de la costumbre queda a su vez cuestionado? La respuesta es simple y directa: el ridículo o lo risible (gélos). Y ¿qué es propiamente lo ridículo o risible? También aquí la respuesta de Sócrates es simple y directa: la desnudez. Aquello que tiene de más ridículo la propuesta de una vida en común para los hombres y las mujeres que han de cumplir la función de guardianes consiste en “ver a las mujeres ejercitarse desnudas en las palestras junto con los hombres” puesto que ese espectáculo resultaría ridículo “de acuerdo, por lo menos, con las costumbres actuales” (452 b). Ahora bien, Sócrates advierte que no hay nada más cambiante que el saber fundado en la costumbre y recuerda que, poco tiempo antes, tanto a griegos como a bárbaros les resultaba también ridículo el ejercicio desnudo de los hombres; y que esa costumbre cambió cuando “la experiencia […] les hizo ver que era mejor desnudarse del todo que cubrir tal o cual parte del cuerpo” y “lo que había de ser ridículo ante los ojos hubo de disiparse ante lo que la razón [lógos] mostró ser lo mejor” (452 d). Recuérdese que la palabra gimnasio deriva de la palabra griega gymnos y significa “desnudez”; de modo que el gymnasium es el lugar  donde se va desnudo.
  Sin embargo, el conflicto planteado entre el saber fundado en la costumbre y el saber que se fundamenta en el lógos, no le da todavía la victoria a este último, puesto que la posible comunidad de hombres y mujeres guardianes encuentra todavía un obstáculo: que “entre la naturaleza de la mujer y la del varón hay una enorme diferencia [diapherei]” (453 b). ¿En qué consiste este obstáculo? ¿Cuál es su consistencia? En que los argumentos quedan enredados en cuestiones de palabras [ónoma] y no tienen en cuenta el sentido [lógos] (cfr. 454 a). De modo que, si se pregunta de modo correcto por la diferencia entre el hombre y la mujer, se puede observar que “hay […] en la mujer y en el varón identidad de naturaleza en lo que atañe a la vigilancia de la ciudad, sólo que es más débil en un caso y más fuerte en el otro” (456 a). De este modo, la diferencia natural entre hombres y mujeres (“que las mujeres paren y los varones procrean”, 454 e) resulta indiferente respecto de una diferencia política que no es posible establecer razonablemente.
  La primera ola que Sócrates logra superar mediante su argumentación consiste en establecer una identidad de naturaleza entre hombres y mujeres respecto de su aptitud para cumplir con las funciones del guardián de la pólis: “que las mujeres de nuestros guardianes, por tanto, se desnuden, ya que se cubrirán con la virtud [areté] en lugar del vestido” (457 a). Se hace visible así aquello que ocultan los vestidos y que la desnudez revela, del mismo modo que las palabras ocultan también el lógos.
  Tras la primera ola vendrá la segunda. Pero, antes de acompañar a Sócrates en esta aventura, tengamos en cuenta que la comunidad política que está intentando pensar encuentra su clave organizativa en cierta armonía de las partes que la constituyen; es decir, en el modo en que organizan sus diferencias constitutivas. Mientras que la producción de los bienes que son necesarios para la vida queda en manos de los artesanos y los labradores, es decir, de los que trabajan y forman la base de la pirámide social, los gobernantes ocupan el lugar del vértice y le dan a la comunidad la ley que la organiza. Pero, para que la ley del gobernante se trasmita al trabajador, hace falta un elemento mediador: los guardianes de la ley. Dentro de este esquema se entiende cuál es el sentido de las dificultades que presenta la segunda ola, la que plantea que las mujeres de los guardianes “serán todas ellas comunes a todos estos varones” y que “ninguna cohabitará privadamente con ninguno, y que los hijos igualmente serán comunes, sin que el padre conozca a su hijo ni el hijo al padre” (457 d). Una vez propuesto el tema, Sócrates se explaya sobre los detalles de un programa eugenésico destinado a “conservar pura” y a mejorar “la raza de los guardianes” (460 c); programa que incluye una manera ingeniosa de evitar el incesto, cosa que resulta difícil cuando se plantea que, dada la comunidad de vida, es imposible diferenciar entre padres, madres e hijos (cfr. 461 c-d). Roberto Esposito se ocupa de comentar estos pasajes para sostener que “alimentaron una lectura biopolítica de Platón llevada a sus consecuencias extremas en la propaganda ideológica nazi”, aunque advierte que ese programa eugenésico “no tiene una específica inflexión étnico-racial, ni siquiera social, sino aristocrática y aptitudinal, y, sobre todo, no tiende a preservar al individuo, en sentido inmunitario, sino que está claramente orientada, en sentido comunitario, hacia el bien koinón” (ESPOSITO, R., Bíos. Biopolítica y filosofía, Buenos Aires, Amorrortu, 2006, cap. 2 “El paradigma de inmunización”, pp. 85-87). Para no adentrarnos por ahora en la interpretación que Esposito hace de la biopolítica en clave del paradigma inmunitario, digamos que eugenesia y aristocracia están estrechamente vinculadas en la República platónica: lo mejor (aristós) y lo peor imponen una ley selectiva de mejoramiento en los procesos de la vida social, del mismo modo que los entes sensibles se esfuerzan por ascender hacia la perfección de la idea.
  Ahora bien, ¿qué es lo que se propone Sócrates mediante esta comunidad de hijos y mujeres? Evitar el “mal mayor” para la pólis que consiste en “aquello que la desgarra y hace de ella muchas en lugar de una sola” (462 b) y no es otra cosa que la individualización de los modos de sentir. Es para evitar ese mal que Sócrates propone la comunidad de mujeres y de hijos entre los guardianes, de modo que, a partir de allí, se pueda lograr “la comunidad de penas y alegrías” (464 a). De modo que “si entre ellos no hay disturbios [stasis], no hay por qué temer que los demás ciudadanos promuevan sediciones contra los guardianes o entre sí mismos” (465 b). A lo largo del desarrollo de su argumentación, Sócrates logra demostrar aquello mismo que estaba presupuesto en su punto de partida. Si la vida en la pólis es una vida en común, entonces, vivir políticamente es vivir comunitariamente y, para lograrlo, es necesario evitar que la vida se oriente en la dirección de un interés privado (privado, precisamente, de aquello que es común). Sin embargo, Sócrates admite que resulta difícil establecer si esa comunidad de vida es más un ideal irrealizable que una posibilidad real (“sólo resta examinar si es posible establecer entre los hombres esta comunidad que existe en las demás especies animales”, 466 d). Podríamos decirlo en estos términos ¿se trata de una comunidad utópica, es decir, sin lugar en lo real; o, habrá en lo real algún lugar en el que esa comunidad se realice de modo ejemplar?
  Tal vez no sea casual que Sócrates ubique la posibilidad de esa comunidad de vida de los guardianes sobre el topos de la guerra (cfr. 466 d y ss.): lo que hace posible la comunidad de vida se encuentra en el límite de la vida misma, en el riesgo de perderla. Si, en situación de guerra (pólemos), el guardián “abandona las filas o arroja las armas, o hace cualquier otra cosa semejante, ¿no ha de degradársele, por su cobardía, a obrero o labrador?” (468 a). Esto sostiene Sócrates respecto de lo que podríamos llamar el interior de la comunidad; es decir, respecto de modo en que deberían “conducirse los soldados entre sí” (468 a). Respecto del exterior, es decir, frente al enemigo (frente a aquellos con los que se polemiza o guerrea), Sócrates hace una diferencia entre griegos y bárbaros y sostiene que sería injusto someter a esclavitud a las ciudades griegas, cosa que sí está permitida en relación con los enemigos bárbaros (cfr. 469 b-c). Es más, Sócrates confía en que esa diferencia de trato respecto del enemigo según pertenezca o no a “la raza griega” servirá para consolidar la unidad interna de la comunidad frente al exterior que la amenaza: “¿no debería traducirse en costumbre el respeto de la raza griega, con la mira de precaverse que puedan caer en la esclavitud de los bárbaros?” (469 c). Un poco más adelante, el argumento toma una forma más precisa:

para mí es evidente –sostiene Sócrates- que a las dos palabras distintas que hay para designar la guerra [pólemos] y la discordia [stásis], corresponden dos realidades que son también distintas en razón de sus sujetos. Uno de éstos se define por la comunidad de familia [oikos] y de raza [suggenes], y el otro por sernos ajeno y extraño. Ahora bien, la enemistad entre parientes se llama discordia, y entre extraños, guerra (470 b).

De todo esto Sócrates concluye que “los pueblos griegos están unidos entre sí por vínculos familiares y raciales, y que son ajenos y extraños al mundo bárbaro” (470 c). Más de veinte siglos después, Carl Schmitt hará de esta distinción entre amigo y enemigo la clave constitutiva de lo político.
  Llegado a este punto, el discurso argumentativo de Sócrates se ve interrumpido por una pregunta crucial respecto de “la posibilidad [dynate] de realizar nuestra constitución [politeia]” (471 c). Sócrates advierte que se está ahora frente a una dificultad aún mayor que las dos anteriores, una tercera ola que consiste en la tesis del gobierno de los filósofos.
  Sócrates recuerda a sus interlocutores que lo que vienen investigando es “la naturaleza de la justicia” y que la finalidad de esa investigación es “tener un modelo [paradigma]” y que está fuera de propósito “demostrar que esos modelos pudieran realizarse”. Se trataba de trazar “en palabras [lógos] el modelo de la ciudad excelente” y Sócrates afirma que el diseño de ese modelo no pierde nada de su valor por el hecho de que no se pueda demostrar la posibilidad de realizar el modelo: “¿Es posible –se pregunta- ejecutar una cosa tal y como se la enuncia? ¿O estará más bien en la naturaleza de las cosas que la acción [práxis] tenga menos contacto con la verdad que la palabra [lógos]?” (473 a). Entonces, si esto es admitido, Sócrates puede afirmar su posición mediante el argumento de que no es necesario describir la posibilidad de realizar el modelo sino la de realizar una ciudad que se le aproxime lo más posible (es decir, no se trata de demostrar que el modelo inteligible puede tener aplicación en la realidad sensible, sino que la realidad sensible puede ser dirigida hacia el modelo inteligible). Y a esta ciudad posible se llega mediante el recurso de introducir algunos cambios dentro de las ciudades existentes que están totalmente alejadas del modelo. Esos cambios se pueden reunir en uno sólo: “que concurran en el mismo sujeto el poder político y la filosofía”, pues “sin esto, no podrá nacer jamás, en la medida en que es realizable, […] la ciudad que hemos trazado de palabra” (473 d). La tesis resulta escandalosa en la medida en que contraría la opinión común y Sócrates la defiende argumentando respecto de qué se entiende por “filósofo”.
  En primer lugar, del filósofo diremos “que apetece la sabiduría, no en parte sí y en parte no, sino por entero” (475 b). En segundo lugar, “que aman el espectáculo de la verdad” (475 e). Pero, en la medida en que la verdad se expresa en la idea, el filósofo es aquel que ama la idea y, en esto, se diferencia de otros que tienen pretensiones de saber pero no saben; del mismo modo que, los que duermen difieren de los despiertos en que estos últimos disponen de un saber muy particular que consiste en cierto desdoblamiento de la percepción: la percepción del que sueña consiste en que “uno, dormido o en vela, no tome lo semejante a algo como su semejante, sino como aquello mismo a que se asemeja”; la percepción del que está despierto consiste en que “reconoce que hay algo bello en sí mismo, y es capaz de percibir a la vez esta belleza y las cosas que de ella participan, sin confundir con ella las cosas participantes, ni a ella con estas cosas” (476 c-d). Al estado mental del durmiente Sócrates lo llama opinión (dóxa) y al del despierto conocimiento (gnosis). Ahora bien, en la medida en que “el conocimiento [gnosis] se refiere al ser [al ente], y la ignorancia [agnoia], de necesidad, al no ser [no ente]”, la opinión resulta un estado intermedio entre la ignorancia [agnoia] y el saber [episteme] (477 b). La opinión queda entonces en una situación intermedia en varios sentidos: entre el saber y la ignorancia; entre el puro ser y el absoluto no ser; entre la luz y la oscuridad (478 c-d).
  De estos argumentos Sócrates concluye que los que opinan “se complacen en oír bellas voces y contemplar hermosos colores” pero, “no soportan la idea de que lo bello en sí es algo real” (480 a).
  Reunamos ahora los tres argumentos desarrollados por Sócrates mediante la imagen de las tres olas. Para que el sentido de ese desarrollo argumentativo se vea con mayor claridad, deberíamos comenzar por el final: si el saber del filósofo ha de gobernar la pólis para conducirla hacia la mayor perfección que le sea posible, entonces será necesario que el mundo de los guardianes se organice en una vida en común capaz de recibir ese gobierno sin distorsiones (en términos de nuestro sistema político actual diríamos que, para que el Estado pueda constituirse en un centro de mando soberano, es necesario que el pueblo se organice en sociedad civil); finalmente, para que los guardianes puedan tener una vida en común, es necesario que la diferencia natural entre hombres y mujeres sea diferenciada de la diferencia política. Con lo cual, el argumento vuelve sobre el filósofo como aquel que estando despierto sabe diferenciar entre el modelo y la copia que se le asemeja.
 


2.- Las formas de la comunidad en la Política de Aristóteles
 
  Como sabemos, Aristóteles sostiene que el hombre es por naturaleza un viviente político (zoon politikon) o, dicho en otros términos, que el hombre es un animal social. La expresión aristotélica aparece en el libro I de la Política (1253 a 2-3) y constituye el eje alrededor del cual gira la totalidad del pensamiento político griego en su diferencia con el pensamiento político que inaugura la modernidad. Se podría decir que la diferencia entre uno y otro está en el uso de los términos “político” y “social” como término de referencia para el ámbito de la convivencia. Una cosa es atribuir al hombre politicidad natural, como lo hace Aristóteles y otra muy distinta es sostener que en el estado de naturaleza el hombre es insocial y que la sociedad se instituye políticamente y por contrato para salir, precisamente, del estado de naturaleza, en el que se presenta un conflicto generalizado de guerra de todos contra todos, como planteará Hobbes en el siglo XVII. Mientras que la politicidad natural de Aristóteles supone la pertenencia a una comunidad, la sociedad supone un estado de disociación natural que la política pretende corregir mediante la institución del Estado. En este sentido, socios pueden ser los individuos que se unen entre sí para superar una situación previa de no asociación. En esta situación, el sujeto de la vida política es el individuo (lo que ya no es susceptible de división: in-dividuo). En la politicidad natural del hombre que describe Aristóteles, en cambio, el sujeto de la vida política es la comunidad de la que el hombre es parte o miembro pero no individuo. Dicho esto mediante una fórmula “el todo es necesariamente anterior a la parte” (Política, 1253 a 20; en lo que sigue, citamos por la edición del Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1989), se comprende bien el sentido del organicismo político de Aristóteles: “destruido el todo, no habrá pie ni mano, a no ser equívocamente, como se puede llamar mano a una de piedra” (1253 a 21-22). Como parte o miembro de una comunidad, el hombre se define y encuentra su significado por esa pertenencia, de la misma manera que una mano adquiere significado en cuanto parte o miembro del cuerpo en el que cumple una función y, separada del cuerpo, o sin cumplir esa función, como la mano de piedra de una estatua, de “mano” sólo tiene el nombre pero no el concepto. El término que utiliza Aristóteles y que aquí es traducido por equivocidad es homonimia: la palabra “mano” resulta ser la misma tanto si se la refiere a la que es parte de un cuerpo en el que cumple la función de aprehender cuanto si se la refiere a la que es parte de una estatua en donde no cumple esa función; pero el significado difiere.
  De todo esto se sigue que el hombre que no es parte o miembro de una comunidad será, o menos que un hombre, una bestia (therion), o más que un hombre, un dios (theos) (1253 a 29). Unos renglones más arriba, Aristóteles lo decía en estos términos: “el hombre es por naturaleza un animal social (zoon politikon)” y “el insocial (apolis) por naturaleza (fysis) y no por azar (tykhe) o es mal (phaulos) hombre o más que hombre” (1253 a 3-4). Se podrá advertir que, entre una y otra expresión, el estadio inferior de la politicidad es nombrado de diferente manera por Aristóteles. En la primera referencia, el estadio no político es caracterizado como prehumano: bestial; en la segunda referencia, como degradación de lo humano: phaulos. La palabra es interesante porque hace referencia a malvado, no en el sentido moral que tiene este calificativo para nosotros sino en sentido ontológico y político de perteneciente a las clases sociales inferiores (sobre este tema ver F. Nietzsche, La genealogía de la moral, tratado primero, § 10). También es importante reparar aquí en que Aristóteles hace una diferencia entre la apoliticidad por naturaleza y la apoliticidad por azar. Digamos que, lo que caracteriza el desarrollo o movimiento por azar es “la ausencia de una finalidad adecuada al resultado” (J. Moreau, Aristóteles y su escuela, Buenos Aires, EUDEBA, 1979, pp. 114-115) o, dicho en otros términos, “el azar es la coincidencia entre una concatenación real de causas y efectos y una relación imaginaria entre el medio y el fin: así ocurre con el acreedor que va al ágora a pasearse y encuentra ‘por azar’ a su deudor […] La tykhe remite siempre, por tanto, a una intención humana ausente” (P. Aubenque, El problema del ser en Aristóteles, Madrid, Taurus, 1974, p. 184, n. 321)
  Ahora bien, si el hombre es un viviente político, lo es en la misma medida en que es también un viviente que tiene palabra (logos). En esto, el viviente humano difiere de otros vivientes gregarios que hacen comunidad sólo a través de la voz (phone) mediante la que significan el dolor y el placer. La comunidad del viviente humano, en cambio, está basada sobre el logos que significa el bien y el mal, lo justo y lo injusto: “la comunidad (koinonía) de estas cosas es lo que constituye la casa (oikos) y la ciudad (polis)” (1253 a 18). Dicho en otros términos, el viviente humano es a la vez viviente político y viviente que tiene logos en la medida en que es un viviente comunitario puesto que la polis es una forma de vida en común y el logos comunica sentidos y significados compartidos respecto de las orientaciones básicas que permiten el desarrollo de la vida. Mediante la sensación de dolor y placer la vida escapa de lo que le resulta perjudicial y se aproxima a lo que la beneficia; pero la vida humana transforma esa experiencia primaria y compartida con todos los vivientes en una experiencia exclusivamente humana de lo conveniente (sympheron) y lo dañoso (blaberon), lo justo (dikaiou) y lo injusto (adikaiou), el bien (agathou) y el mal (kakou). Es precisamente el logos lo que pone al viviente humano fuera de la esfera de pura interioridad en la que están encerrados el resto de los vivientes que sólo disponen de la phone para mostrar o exteriorizar el dolor o el placer que sienten internamente. El logos, no está ni adentro ni afuera del viviente humano sino en el espacio intermedio que es el espacio compartido. Heráclito los decía en estos términos: “Por eso conviene seguir lo que es general a todos, es decir, lo común; pues lo general a todos es lo común. Pero aun siendo el logos general a todos, los más viven como si tuvieran una inteligencia propia particular” (fragmento 2).
  Vayamos ahora al comienzo del texto. “Toda ciudad –afirma Aristóteles- es una comunidad” y “toda comunidad está constituida en vista de algún bien” y, de todas las comunidades, la principal es “la llamada ciudad (polis) y comunidad civil (koinonia politike)” (1252 a 1-7). Recordemos que lo que Aristóteles se propone investigar es la naturaleza de lo político y que lo político es una forma de vida en común. Pero, no toda forma de vida en común es de naturaleza política o, dicho de otro modo, la naturaleza no se realiza o perfecciona comunitariamente del mismo modo en todas sus formas. De allí que el primer recaudo metodológico de Aristóteles consista en diferenciar la comunidad doméstica (oikos) de la comunidad política (polis). Sobre este punto, Aristóteles hace una observación fundamental: si nuestro criterio de análisis es que toda comunidad supone sin más una relación de poder, dará lo mismo pensar la naturaleza de lo político como una forma de mando que sólo se diferencia por el número de los subordinados, ya que no habría diferencia entre un oikos grande y una polis pequeña (1252 a 13). Hecho este recaudo y “observando el desarrollo de las cosas desde su origen (arkhe)”, Aristóteles advierte que la naturaleza de la vida en común va tomando diferentes formas. La primera (en el doble sentido de arkhé: lo que está al comienzo y tiene poder para dar comienzo) es la vida que necesita ser reproducida y por eso se pone o realiza en común: “se unen de modo necesario los que no pueden existir el uno sin el otro, como la hembra y el macho para la generación”. Junto con ello, es también primero el cuidado o protección de la vida que lleva a poner en común al “que por naturaleza manda (arkhon) y al súbdito, para seguridad (soterian) suya” puesto que “el que es capaz de prever con la mente (dianoia) es naturalmente jefe y señor por naturaleza, y el que puede ejecutar con su cuerpo esas previsiones es súbdito y esclavo por naturaleza”; de modo que “el señor (despote) y el esclavo (doulon) tienen los mismos intereses” (1252 a 24-34).
  De este origen surge el oikos: “comunidad constituida naturalmente para la satisfacción de las necesidades cotidianas” (1252 b 13); luego, la aldea (kome) que es la comunidad de varios oikos constituida para satisfacer “necesidades no cotidianas” y que “en su forma más natural aparece como una colonia de la casa” (1252 b 15-17) y, finalmente, la polis que es “la comunidad perfecta (teleios) de varias aldeas” y tiene “el extremo de toda suficiencia (autarkheias)” y “surgió por causa de las necesidades de la vida, pero existe ahora para vivir bien (eu zen)”. Tengamos en cuenta, en todo esto, que lo que Aristóteles entiende por “naturaleza de cada cosa” es “lo que cada una es, una vez acabada su generación” (1252 b 27-34). Entonces, la vida humana se desarrolla naturalmente en búsqueda de una autarquía o suficiencia que sólo alcanza cuando logra darse la forma de la comunidad política en la que se realiza la vida buena. En otro lugar, lo decíamos de este modo:

La polis es a la vez resultado de una necesidad natural y cumplimiento de una finalidad ética. Con esta argumentación, Aristóteles sale al cruce de las tesis sofísticas que sostenían el origen puramente convencional y no natural de la comunidad política ya que al hacerla surgir de comunidades cuyo vínculo está naturalmente determinado –la comunidad doméstica y la aldea- la naturaleza constituye también su base. Sin embargo, la argumentación aristotélica no describe un proceso lineal de desarrollo sino uno en el que los términos resultan invertidos: aquello que determina el comienzo de algo es el resultado al que ha de llegar, aquello en lo que habrá de convertirse, su fruto maduro (C. A. Casali, “Poder político y poder despótico en Aristóteles”, en Sociedad Filosófica Buenos Aires, Cuadernos de Investigación, n° 1, La Plata, Al Margen, 1996, pp. 14-15)

  Una vez establecido que la polis se compone de aldeas y éstas, a su vez, de casas (oikos), Aristóteles pasa a considerar todo aquello que es propio de la administración doméstica (oikonomias) y afirma que “la casa perfecta (teleios) consta de esclavos (doulon) y libres (eleutheron)” (1253 b 4). A eso se puede agregar una tercera cosa o parte que es la crematística; es decir, lo relativo a los recursos materiales o riquezas (1253 b 14). De estas tres partes que integran el oikos: el hombre libre, el sirviente o esclavo y los recursos materiales, Aristóteles distingue como “partes primeras y mínimas” tres tipos de relaciones: amo y esclavo (despotes/doulos), marido y mujer (pasis/alokhos), padre e hijo (pater/tekna) y nombra esas relaciones como despótica, conyugal (gynaikos) y filial o procreadora (teknopoietike) (1253 b 6-10). Se puede advertir aquí que, si la comunidad política tiene un origen natural, es porque en su base, la comunidad doméstica es capaz de sostener esa vida en común que busca realizar el fin (telos) de la vida buena en los términos de una naturaleza que se mueve en torno de la necesidad. Necesidad de la vida de reproducirse (relación conyugal), de cuidar el producto de esa re-producción (relación filial) y de asegurarse la administración de los recursos que son necesarios para la vida (relación servil).
  Ahora bien ¿qué tipo de relación es la que caracteriza el vínculo entre el amo y el esclavo? Esta pregunta es decisiva para el desarrollo del planteo aristotélico de lo político porque, o bien podría considerarse el señorío (despoteia) como una ciencia (episteme) que comprende de modo genérico diversas formas de mando, a saber, la administración doméstica, el señorío propiamente dicho, el mando político y el reinado (basileia), o bien podría considerarse el señorío o dominio como contrario a la naturaleza “ya que el esclavo y el libre [serían] por convención y en nada difieren naturalmente” (1253 b 14-23). Con una buena carga de ironía, Rousseau dirá en el siglo XVIII que “Aristóteles […] había dicho que los hombres no son naturalmente iguales, ya que unos nacen para la esclavitud y otros para la dominación” y que en esto tenía razón pero que esa razón estaba apoyada en el error de tomar la causa por el efecto, pues “todo hombre nacido en la esclavitud nace para la esclavitud” puesto que “los esclavos pierden todo con su cautividad, hasta el deseo de salir de ella; aman su servidumbre como los compañeros de Ulises amaban su embrutecimiento” (El contrato social, Buenos Aires, Losada, 1998, p. 44)
  En su respuesta a ese interrogante, Aristóteles intenta escapar a la disyuntiva planteada y caracteriza al esclavo como “el que por naturaleza no pertenece a sí mismo, sino a otro, siendo hombre” y aclara luego que “es hombre de otro el que, siendo hombre, es una posesión (ktema), y la posesión es un instrumento activo (praxtikon; es decir, práctico) e independiente (khoriston)” (1254 a 14-17). Un poco antes, Aristóteles había descripto las posesiones como instrumentos prácticos (praxis), para diferenciarlas de otros instrumentos que están ligados a la producción (poiesis), y ponía el ejemplo de la lanzadera que produce algo aparte de su uso mientras que el vestido y el lecho no van más allá de su uso (khresis). Establecida esta diferencia entre producción y praxis, Aristóteles concluye en que “la vida (bios) es acción, no producción, y por ello el esclavo es un subordinado para la acción” (1254 a 7-8). Ahora bien, si esta es la caracterización digamos funcional del esclavo dentro de la administración doméstica (oikonomias), se puede volver a plantear el interrogante anterior y la disyuntiva que se sigue de allí respecto de si hay o no esclavos por naturaleza (1254 a 17).
  Para responder a ese interrogante, Aristóteles da un rodeo. Mandar (arkhein) y obedecer (arkhesthai) no sólo son “cosas necesarias sino convenientes, y ya desde el nacimiento unos está destinados a ser regidos [obedecer] y otros a regir [mandar]” y esto en razón de que todo cosa compuesta de partes, en la medida en que tiene cierta unidad, tiene implícita esa relación de mando y obediencia (1254 a 28-31). En los seres vivos (zoon), compuestos de alma (psykhe) y cuerpo (somatos), “el alma es por naturaleza el elemento rector y el cuerpo el regido” (1254 a 34-36). Esto es así en los vivientes que siguen el orden natural, mientras que la relación se invierte –es decir, el cuerpo manda y el alma obedece- en los que tienen una constitución antinatural (para fysin).
  Ahora bien, la relación de mando y obediencia puede tomar dos formas: la del mando despótico y la del mando político. Ambas está presentes en los seres vivos, puesto que “el alma ejerce sobre el cuerpo un imperio despótico, y la inteligencia (nous) un imperio político o regio sobre el apetito (orexeos)” (1254 b 4-6). ¿Qué significado tiene esta afirmación? Que el mando despótico supone una diferencia absoluta entre ambos términos de la relación de poder, tal y como la que se plantea entre el alma y el cuerpo; el mando político, en cambio, supone una diferencia relativa entre ambos términos, tal y como se plantea entre la inteligencia y el apetito. En esta relación de poder, la inteligencia debe poder mandar (lo que el apetito debe poder obedecer) y el apetito debe poder obedecer (lo que la inteligencia debe poder mandar). En la Ética a Nicómaco, Aristóteles lo plantea en estos términos: refiriéndose a la praxis, sostiene que su principio o arkhé, es decir, aquello de donde parte el movimiento en el que la praxis consiste, es la elección consciente o preferencia razonada (proairesis), y ésta a su vez supone una relación entre el deseo (orexis) y el logos, de modo que “la elección es o inteligencia deseosa (orektikos nous) o deseo inteligente (orexis dianoetike)” (1139 b 4-5).
  Entre el alma y el cuerpo, en cambio, Aristóteles plantea una diferencia absoluta que está presente también en la relación entre amo y esclavo: el esclavo es una posesión y “de la posesión se habla en el mismo sentido que la parte: la parte no sólo es parte de otra cosa, sino que pertenece totalmente a ésta, y lo mismo la posesión. Por eso el amo no es del esclavo otra cosa que amo, pero no le pertenece, mientras que el esclavo no sólo es esclavo del amo, sino que le pertenece por completo” (1254 a 8-13). El dominio político lleva implícita una simetría o comunidad de naturaleza en la relación de poder que es una relación de mando y obediencia; el dominio despótico, en cambio, una asimetría o diferencia de naturaleza entre ambos términos de la relación de poder (mando y obediencia).
  Sobre la base de esta diferencia entre dominio despótico y dominio político, Aristóteles afirma, más adelante, que “el padre y marido gobierna (arkhein) a su mujer y a sus hijos como a libres en ambos casos, pero no con la misma clase de autoridad (arkhes): sino a la mujer como a un ciudadano (politikos) y a los hijos como vasallos (basilikos)” (1258 a 39-41). ¿Qué significa esto? Que “el libre (eleutheron) rige (arkhei) al esclavo de otro modo que el varón (arren) a la hembra (theleos) y el hombre (aner) al niño (paidos)” (1260 a 9-10). Y esta diferencia en los modos de mandar está determinada por una diferencia en los modos en los que el viviente humano desarrolla naturalmente su relación con el logos: “el esclavo carece en absoluto de la facultad deliberativa (bouleutikon); la hembra la tiene, pero desprovista de autoridad (akuron); el niño la tiene, pero imperfecta (ateles)” (1260 a 12-14).
  De modo que, en sentido estricto, el mando despótico se realiza únicamente en la relación entre amo y esclavo, en donde la diferencia de naturaleza es absoluta, mientras que, el mando político, se realiza entre hombres que tienen la misma naturaleza: “no es lo mismo el gobierno del amo (despoteia) que el de la ciudad (politike), ni todos los poderes entre sí […] pues uno se ejerce sobre personas libres por naturaleza y otro sobre esclavos, y el gobierno doméstico es una monarquía (ya que toda casa es gobernada por uno solo), mientras que el gobierno político es de libres e iguales” (1255 b 16-20).
  En síntesis, la naturaleza política del viviente humano se desarrolla gradualmente y en ámbitos diferenciados de comunidad con la finalidad -en el sentido teleológico del término- de alcanzar la suficiencia (autarquía). Esos ámbitos son básicamente dos: por un lado, el de la mera vida en cuanto soporte biológico o material de la vida humana, ámbito en que la politicidad no encuentra todavía una forma adecuada de desarrollo de la comunidad porque se trata de una comunidad autorreferencial, es decir, privada (de lo público) y, en este sentido, de una no comunidad en sentido político sino de su condición natural de posibilidad. Por otro lado, el ámbito de la vida buena que es propio de la comunidad política.


3.- Las críticas de Aristóteles a la vida en común de los guardianes
 
  En el libro II de su Política, Aristóteles desarrolla una serie de cuestionamientos a la forma de vida en común que Platón había descripto en el libro V su República. El contraste presentado por Aristóteles entre ambas formas de la comunidad resulta particularmente interesante, en primer lugar, para comprender mejor qué es lo que ambos pensadores están planteando como forma adecuada de esa vida en común que llamamos vida política y, en segundo lugar, porque, a través del contraste, se hacen visibles dos posibilidades de esa vida en común, una más cerrada, que tiende a la unidad sin diferencias y otra más abierta, que tiende a una pluralidad orgánica diferenciada. Aristóteles lo plantea en términos de una disyuntiva: “o todos los ciudadanos (politas) lo tienen todo en común, o nada, o unas cosas sí y otras no” (Política, 1260 b 37-39; en lo que sigue, citamos por la edición del Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1989). Descartada la posibilidad de que los miembros de la polis no tengan nada en común, puesto que la polis es una comunidad, quedan por analizar las otras dos alternativas.
  Respecto de la primera alternativa, Aristóteles trae a la discusión el argumento platónico de que “los hijos, las mujeres y las posesiones deben ser comunes” (1261 a 7-8). Ahora bien, Aristóteles le cuestiona a Platón dos cosas respecto de este argumento: la primera, es que tal comunidad de hijos y mujeres es imposible en relación con el fin que él establece para la polis y, la segunda, es que no queda claro, en su desarrollo del argumento, cómo debería entenderse esa comunidad. De ambos cuestionamientos, el decisivo es el primero. En efecto, Aristóteles sostiene que el fin (telos) de la polis, de acuerdo con el planteo platónico, es que “toda ciudad sea lo más unitaria posible”, pero, semejante unidad destruiría aquello mismo que se pretende conservar, puesto que –de acuerdo esta vez con el sentido que le da Aristóteles a la polis- “la ciudad es por naturaleza una multiplicidad (plethos), y al hacerse más una, se convertirá de ciudad en casa (oikia) y de casa en hombre (anthropos), ya que podemos decir que la casa es más unitaria que la ciudad y el individuo más que la casa”. Y completa el argumento con que la polis está constituida por “una pluralidad de hombres” y que son, además, “de distintas clases, porque de individuos semejantes no resulta una ciudad” (1261 a 12-24). Es importante reparar aquí en el significado del término plethos, del que deriva nuestro adjetivo pletórico: se trata de una cantidad numerable, es decir, de una totalidad en la que cuentan (en el doble sentido que tiene esta palabra en castellano) cada una de las partes que la integran.
  Aristóteles advierte la diferencia entre una alianza militar y una polis: “los elementos que han de constituir una ciudad tienen que diferir cualitativamente” puesto que “la igualdad en la reciprocidad (to ison to antipeponthos) es la salvaguarda (sozei) de las ciudades” y esta relación de igualdad recíproca es la que se da –de acuerdo con Aristóteles- entre “libres e iguales, porque no es posible que todos gobiernen a la vez, sino por años o siguiendo cualquier otro orden o sucesión” (1261 a 29-32). De modo que, según el argumento Aristotélico, la unidad, lejos de permitir la conservación de la polis, la destruye; porque si lo que se busca o pretende lograr es la suficiencia o autarquía, entonces, resulta que el oikos tiene más suficiencia que el hombre y la polis más que el oikos y esto resulta de cierta multiplicidad (plethous) (1261 b 13).
  En República, Platón lo decía en estos términos: “¿Podemos […] citar un mal mayor para la ciudad que aquello que la desgarra y hace de ella muchas (pollas) en lugar de una sola, y un bien mayor que aquello que la liga y la hace una?” (462 a-b; en lo que sigue, citamos por la edición de la UNAM, México, 1971). Lo que mantiene a la polis ligada –continúa afirmando Platón- es “la comunidad en la alegría (hedones) y en el dolor (lypes)” y lo que la disgrega es “la individualización de estos sentimientos” y esto sucede toda vez que “los ciudadanos no pronuncian al unísono palabras como […] ‘mío’ y ‘no mío’”, de modo que, estará mejor ordenada o dispuesta la polis en donde “la mayoría (pleistoi) de los ciudadanos digan de la misma cosa y sin discordancia: ‘esto es mío’, y ‘esto no es mío’”. Una polis como esta es “la que más se parece a un solo hombre”, en el sentido en que, si una de sus partes corporales es afectada por algún daño (Platón pone el ejemplo de recibir un golpe en un dedo), es la totalidad del cuerpo la que siente dolor, en la medida en que el alma rige esas partes de modo unitario (462 b-d).
  Ahora bien, después de haber hecho aquellas objeciones respecto de una comunidad política basada sobre una unidad sin diferencias como la que parece proponer Platón, Aristóteles vuelve sobre el argumento para sostener que, aún cuando esa comunidad sin diferencias pudiese ser presentada como la mejor (ariston), “no parece ser un indicio de ello el que todos (pantes) digan a la vez ‘mío’ y ‘no mío’” porque la palabra “todos” tiene dos sentidos: por una lado, “todos” significa cada uno (en este caso, todos dirían mío de lo que es de cada uno); por otro lado, “todos” significa lo que es común de modo indiferenciado (en este caso, todos dirían mío de lo que es común a todos sin diferenciar el cada uno). Aristóteles sostiene que es el primer sentido de la palabra “todos” el que más se aproxima a lo que el enunciado platónico pretende, “pues entonces cada uno llamaría al mismo individuo su propio hijo”; pero, contradictoriamente, esto no es posible dentro de la situación que Platón propone, puesto que allí “todos” no significa el cada uno. En efecto, “el que todos digan (leguein) lo mismo está bien, pero no es posible, y, por otra parte, no conduce en absoluto a la concordia (homonoetikon)” (1261 b 16-32). 
  Podemos preguntarnos por qué Aristóteles sostiene que no es posible el que todos digan lo mismo. Tal vez, la respuesta consista en que a ese decir colectivo (el del todos) le falta le determinación más precisa del sujeto, aquella que lo diferencia como sujeto y le permite constituir una identidad diferenciada, puesto que todo decir es un decir algo (predicado) de algo (sujeto). En contraste con el modo platónico de encauzar el logos, Aristóteles parece más interesado en especificar y en singularizar el sujeto (hypoheimenon) que en generalizar o universalizar los predicados. Mientras que Platón busca en la idea qué cosa puede ser la belleza, Aristóteles se interesa por determinar de qué cosa podemos decir que es bella y de qué modo y en qué sentido. Dicho en otros términos, Aristóteles intenta determinar qué cosas (predicados, cualidades, bienes) le pertenecen a los sujetos (lógicos, ontológicos, políticos).
  En efecto, luego de haber afirmado que “el que todos digan lo mismo […] no es posible”, Aristóteles desarrollo el argumento de que “lo que es común a un número mayor de personas es objeto de menos cuidado” puesto que “todos […] piensan más que en nada en lo que les es propio (idion), y menos en lo común (koinon), o sólo en la medida en que concierne a cada uno” (1261 b 32-35). Lo que es de todos en general sin ser de nadie en particular no permite identificar a ningún sujeto. Aristóteles trae a la escena de su discusión con Platón que, en la República, se “alaba extremadamente la unidad de la ciudad” y que “esta unidad se considera generalmente obra de la amistad (philias)” (1262 b 10). Sin embargo, la condición de posibilidad de la amistad reside en la diferencia puesto que, del mismo modo que en el amor, cuando “los amantes, a causa de la vehemencia de su amor, desean unirse y convertirse ambos, de dos que eran, en uno”, lo que resulta de semejante unión sin diferencia es que será necesario que “hayan desaparecido ambos, o al menos uno” (1260 b 12-14), si es que efectivamente el amor o la amistad une. Pero, semejante unidad, al suprimir la diferencia entre los términos relacionados, suprime también el vínculo que los relaciona, sea éste el amor o la amistad. Aristóteles lo dice de este modo: “dos cosas son sobre todo las que hacen que los hombres tengan interés (kedesthai) y afección (philein): la pertenencia (agapeton) y la exclusividad (idion); y ninguna de las dos puede darse en personas sometidas a ese régimen [de propiedad común]” (1262 b 22-24).
  Luego, Aristóteles se pregunta si la propiedad o las posesiones (kteseos) y el uso de las mismas han de ser comunes en la polis, puesto que respecto de estas cosas, “la convivencia (suzen) y la comunidad son [particularmente] difíciles” (1263 a 15-16). Lo que Aristóteles propone es que “la propiedad sea privada, pero su utilización (khresei) sea común” y que sea el legislador quien resuelva de modo más específico sobre estos temas (1262 a 38-40). Dejemos de lado, entonces, estos cuestiones y observemos con mayor detalle el problema de la comunidad en cuanto forma de vida en común; es decir, la convivencia.
  Aristóteles afirma que, “desde el punto de vista del placer (hedonen) es indecible la importancia de considerar algo como propio (idion)” puesto que “no en vano cada uno tiene amor (philein) a sí mismo y ello va con la naturaleza” (1263 a 40-b 1). Sobre esto, Aristóteles advierte que lo único que pude reprocharse al egoísmo es su exceso. Aparece aquí en la escena de la controversia con Platón una clara divergencia respecto del modo en que ambos interpretan la subjetividad. En Leyes, Platón había sostenido claramente que "el mayor de todos los males está innato en las almas de la mayor parte de los hombres [...] y es esto aquello que dicen de que todo hombre es por naturaleza amigo de sí mismo (philos hauto) y que es normal que forzosamente ocurra así" (Leyes, 731 d-e). Como podrá verse, Platón parece estar presentando una comunidad sin sujeto (es decir, sin diferencias egológicas), mientras que Aristóteles construye su comunidad a partir del sujeto en cuanto experiencia del placer privado o idiosincrático. El argumento de Aristóteles es interesante: si esa configuración de la subjetividad egoísta (dentro de ciertos límites) no existiese, la comunidad política sería imposible, porque, faltaría en ella el impulso que nos lleva hacia los demás en ese tipo de vínculo que, de manera general, podemos llamar amistad. Si no hubiese propiedad o posesión privada (kteseos idias), no podríamos poner en práctica la generosidad ni, “la continencia respecto de las mujeres (pues es una acción buena abstenerse por continencia de la mujer ajena” (1263 b 9-11). De modo inverso, Platón sostiene que la subjetividad egoísta destruye la posibilidad de una vida en común porque el impulso hacía sí mismo va en la dirección contraria del impulso que liga a los hombres en lo común.
 
  Finalmente, Aristóteles vuelve sobre el tópico de la multiplicidad o multitud como forma de la subjetividad de una comunidad política. “Es justo –afirma- no hablar sólo de los grandes males de que se librarían los hombres en un régimen comunista (koinonesantes), sino también de los bienes de que se verían privados” y redondea el argumento con una afirmación rotunda: “esa vida (bios) es […] completamente imposible (adunatos)” (1263 b 29), puesto que la unidad excesiva destruye el elemento diferencial que trae la multitud. El problema que la comunidad política tiene que resolver es el de la unidad en la multiplicidad. Siendo la polis “una multiplicidad (plethos), es menester que mediante la educación (paideian) resulte común y una” (1263 b 36-37).




4.- Hobbes: la comunidad disociada y el dios mortal

  Podríamos ubicar el centro de la reflexión hobbesiana sobre el problema de la convivencia humana en cierto estado de perplejidad respecto de las formas que va tomando la vida en común por los años en los que Hobbes escribe y publica su Leviatán -es decir, hacia 1651- para darle forma teórica, dentro del pensamiento político, a una época -la modernidad- que Descartes había inaugurado, pocos años antes, con una reflexión metafísica que ponía esa misma modernidad sobre el plano de la subjetividad (Descartes había publicado sus Meditaciones Metafísicas en 1641). En efecto, en el capítulo 13 del Leviatán, Hobbes sostiene que puede parecer extraño que “la Naturaleza venga a disociar (dissociate) y haga a los hombres aptos para invadir y destruirse mutuamente” (en lo que sigue, citamos por la siguiente edición: HOBBES, T., Leviatán, México, FCE, 1980, p. 103). ¿Cómo se ha llegado a esta situación?
  Hobbes describe el siguiente escenario: el estado de guerra -o la disociación- surge de la igualdad (y no de la desigualdad) natural de los hombres:

La Naturaleza –sostiene- ha hecho a los hombres tan iguales en las facultades del cuerpo y del espíritu que, si bien un hombre es, a veces, evidentemente, más fuerte de cuerpo o más sagaz de entendimiento que otro, cuando se considera en conjunto, la diferencia entre hombre y hombre no es tan importante que uno no pueda reclamar, a base de ella, para sí mismo, un beneficio cualquiera al que otro no pueda aspirar como él (p. 100)

Ahora bien,

De esta igualdad en cuanto a la capacidad se deriva la igualdad de esperanza respecto a la consecución de nuestros fines. Esta es la causa de que si dos hombres desean (desire) la misma cosa, y en modo alguno pueden disfrutarla ambos, se vuelven enemigos, y en el camino que conduce al fin (que es, principalmente, su propia conservación y a veces su delectación tan sólo) tratan de aniquilarse o sojuzgarse uno a otro (p. 101)

Entonces, “dada esta situación de desconfianza mutua, ningún procedimiento tan razonable existe para que un hombre se proteja a sí mismo, como la anticipación, es decir, el dominar por medio de la fuerza o por la astucia a todos los hombres que pueda” (p. 101). Agreguemos por último a esta descripción de la naturaleza humana que “los hombres no experimentan placer ninguno (sino, por el contrario, un gran desagrado) reuniéndose, cuando no existe un poder capaz de imponerse a todos ellos” (p. 102). El esquema aristotélico ha quedado invertido: los hombres no son sociables por naturaleza sino, naturalmente insociables, y lo que los mantiene juntos dentro del lazo social es el  poder que los sujeta.
  De todo esto resulta que “durante el tiempo en que los hombres viven sin un poder común que los atemorice a todos, se hallan en la condición o estado que se denomina guerra; una guerra tal que es la todos contra todos” (p. 102). Dicho en otros términos: es la disolución de todo orden preexistente lo que libera al hombre de ataduras y obligaciones y lo constituye como parte indivisible de un todo que se mantiene unido por medio del conflicto en la medida en cada una de las partes individuales persigue sólo su propio interés que no es otro que el de la autoconservación, imposible de lograr, parodójicamente, por esa vía o de acuerdo con ese presupuesto individualista.
  Se ha invertido aquí el organicismo que constituía el horizonte de sentido de la teoría política clásica en la que el todo era algo más y, también, algo diferente que la mera suma de sus partes constituyentes. Ahora, el horizonte de sentido lo ofrece una comprensión mecanicista de lo real en la que el todo no es más que la adición de las partes y, sin embargo, las trasciende. Es decir que, no hay otra totalidad que la que los individuos son capaces de producir; pero, una vez producida, ya no les pertenece, sino que la relación se invierte y terminan siendo ellos (las partes), quienes pertenecen al todo.
  Y como los hombres no son para Hobbes más que cuerpos que tienden a perseverar en su movimiento, es allí, en esa comprensión mecanicista de la naturaleza humana, en dónde Hobbes apoya su comprensión del estado de naturaleza como conflicto generalizado. “La felicidad –sostiene- es un continuo progreso de los deseos, de un objeto a otro, ya que la consecución del primero no es otra cosa sino un camino para realizar otro ulterior” (p. 79).
  Descripto en estos términos, el deseo o la naturaleza deseante del ser humano ha tenido en la modernidad una profunda transformación. Mientras que en el esquema clásico trasmitido por Aristóteles la felicidad (eudaimonía, en griego) consistía en la realización de un fin último que era, en cuanto tal, capaz de contener los desbordes del deseo (epithymía, en griego) al darle una orientación y una contención, en el esquema moderno y en la versión hobbesiana de ese esquema, se sostiene que han dejado de existir “el finis ultimus (propósitos finales)” y “el summum bonum (bien supremo) de que hablan los libros de los viejos filósofos morales”, de modo que, la humanidad entera se caracteriza por “un perpetuo e incesante afán de poder, que cesa solamente con la muerte” (p. 79). Y esto sucede, tal vez, no porque la naturaleza del deseo sea por sí misma desbordante (como sí parece pensarlo Spinoza o, mucho más adelante, lo postulará Nietzsche), sino porque en una situación socialmente caracterizada por el individualismo o, podríamos decir también, por la apropiación individual de las fuentes del deseo que no son otras que las fuentes mismas de la vida, el hombre no puede “asegurar su poderío y los fundamentos de su bienestar actual, sino adquiriendo otros nuevos” (pp. 79-80). Es decir que, no se trataría de la naturaleza desbordante del deseo sino de la escasez de los recursos que podrían darle satisfacción.
  Puesto que la naturaleza humana se ha vuelto imposible de realizar por los medios que la naturaleza misma provee, entonces, será necesario salir del estado de naturaleza para realizarla como tal naturaleza humana dentro del orden o estado social.
  En el desarrollo de su teoría política, Hobbes establece una importante diferencia entre derecho natural (jus naturale) y ley natural (lex naturalis). Mientras que el primero consiste en “la libertad que cada hombre tiene de usar su propio poder como quiera, para la conservación de su propia naturaleza, es decir, de su propia vida”, la segunda consiste en “un precepto o norma general, establecida por la razón, en virtud de la cual se prohíbe a un hombre hacer lo que puede destruir su vida o privarle de los medios de conservarla; o bien omitir aquello mediante lo cual piensa que pueda quedar su vida mejor preservada” (p. 106). El derecho regula lo que el hombre puede hacer mientras que la ley regula aquello que el hombre debe hacer.
  Ahora bien, si la condición  natural del hombre es la de guerra de todos contra todos, se sigue de allí que “cada hombre tiene derecho a hacer cualquier cosa, incluso en el cuerpo de los demás”; de modo que, “mientras persiste ese derecho natural de cada uno con respecto a todas las cosas, no puede haber seguridad para nadie” (p. 106). Entonces, la ley fundamental de la naturaleza ordena “buscar la paz y seguirla” y de ella se sigue una segunda ley de la naturaleza que ordena “que uno acceda, si los demás consienten también, y mientras se considere necesario para la paz y defensa de sí mismo, a renunciar a este derecho a todas las cosas…” (p. 107). La superación del estado de naturaleza supone la renuncia al derecho natural y la renuncia a un derecho se realiza “mediante signo voluntario y suficiente” que constituye un lazo por medio del cual “los hombres se sujetan y obligan” y que toma su fuerza de “el temor de alguna mala consecuencia resultante de la ruptura” (p. 108) y encuentra su motivación en el objetivo de asegurar la vida de la persona que renuncia o transfiere el derecho.
  Todos estos temas son retomados por Hobbes en el capítulo XVII de su Leviatán, que lleva por título “De las Causas, Generación y definición de un Estado”. Sigámoslo en el desarrollo de su argumentación.
  En primer lugar, Hobbes sostiene que el fin que persiguen los hombres al aceptar restringir su derecho natural es “el cuidado de su propia conservación” y “el logro de una vida más armónica”, lo que supone el abandono de “esa miserable condición de guerra” que es consecuencia inevitable del juego recíproco de “las pasiones naturales de los hombres”, toda vez que “no existe poder visible que los tenga a raya y los sujete, por temor al castigo, a la realización de sus pactos y a la observancia de las leyes naturales”. Puesto que las leyes naturales son “contrarias a nuestras pasiones naturales, las cuales nos inducen a la parcialidad, al orgullo, a la venganza y a cosas semejantes”, es decir a la afirmación de la propia individualidad contra la individualidad de los demás, “los pactos que no descansan en la espada no son más que palabras” (p. 137). Entonces, lo único que puede garantizar a los hombres el cumplimiento de la ley natural que los saque del estado de naturaleza en el que rige el derecho natural es la institución de un poder común que los aglutine. Y dado que el acuerdo entre los hombres no surge de su naturaleza (puesto que vimos primar en ella más bien la discordancia y el conflicto) sino del pacto, es decir de un artificio, “no es extraño  […] que (aparte del pacto) se requiera algo más que haga su convenio constante y obligatorio” y “ese algo es un poder común (Common Power) que los mantenga a raya [o en el temor] y dirija sus acciones hacia el beneficio colectivo (Common Benefit)” (p. 140).
  En segundo lugar, Hobbes sostiene que ese poder común puede sostenerse y sostener a su vez a los individuos que intentan proteger y conservar su vida si esos individuos confieren “todo su poder y fortaleza a un hombre o a una asamblea de hombres, todos los cuales, por pluralidad de votos, puedan reducir sus voluntades a una voluntad” y esto significa, en última instancia “elegir un hombre o una asamblea de hombres que represente su personalidad” (p. 140). Como podemos ver, el concepto de representación es central en el discurso de la modernidad y es central en el desarrollo de la teoría política moderna que Hobbes está presentando. Y lo mismo puede decirse del concepto de persona. Hobbes lo definía en el capítulo XVI de la siguiente manera: “una persona es aquel cuyas palabras o acciones son consideradas o como suyas propias, o como representando las palabras o acciones de otro hombre, o de alguna otra cosa a la cual son atribuidas [esas palabras o acciones], ya sea con verdad o por ficción” (p. 132). Entonces, el poder común que se está buscando constituir es algo más que la mera suma de las partes que deciden salir de su individualidad autosuficiente pero insegura para integrar una sociedad de ayuda mutua, es “algo más que consentimiento y concordia”; es “una unidad real de todo ello en una y la misma persona, instituida por pacto de cada hombre con los demás” que se formula en los siguientes términos: “autorizo y transfiero a este hombre o asamblea de hombres mi derecho de gobernarme a mí mismo, con la condición de que vosotros transferiréis a él vuestro derecho” (p. 141).
  En tercer lugar, Hobbes sostiene que “la multitud así unida en una persona se denomina ESTADO (COMMON-WEALTH)” y que de este modo se genera “aquel gran LEVIATÁN” o “aquel dios mortal (Mortall God), al cual debemos, bajo el Dios inmortal, nuestra paz y defensa”. Se advertirá aquí que el poder del Estado es absoluto, por encima de él sólo existe el poder del “Dios inmortal”, y se advertirá también que ese poder se alimenta del poder que los individuos le transfieren: “en virtud de esta autoridad que se le confiere por cada hombre particular en el Estado, posee y utiliza tanto poder y fortaleza, que por el terror que inspira es capaz de conformar las voluntades de todos ellos para la paz” (p. 141).
  En síntesis, mediante el pacto de sujeción se instituyen a la vez los hombres en cuando sujetos de un cuerpo político que les permite salir de este modo del peligroso estado de naturaleza y se instituye también el Estado como unidad del cuerpo político que los sujeta. El combustible que mantiene en funcionamiento el sistema es el deseo al que los individuos renuncian para ingresar al orden civil y que el Estado administra bajo la forma del temor a la muerte para que los individuos mantengan el pacto que los sujeta.

  Podemos advertir aquí notorias diferencias con la conceptualización aristotélica de la comunidad como forma natural de la vida política y, también, diferencias muy notorias en el concepto mismo de ese ámbito que se configura como escenario del ser uno con otro de los hombres; es decir, la comunidad en un caso, la sociedad en el otro. La diferencia queda muy clara en el pasaje del capítulo 17 del Leviatán en donde Hobbes comenta la Política de Aristóteles. Hobbes se refiere a la comparación que Aristóteles establece entre la “sociabilidad” humana y la animal en el capítulo 2 del libro I en estos términos:

Es cierto que determinadas criaturas vivas, como las abejas y las hormigas, viven en forma sociable (sociably) una con otra (por cuya razón Aristóteles las enumera entre las criaturas políticas [Politicall creatures]) y no tienen otra dirección que sus particulares juicios y apetitos, ni poseen el uso de la palabra mediante la cual una puede significar a otra lo que considera adecuado para el beneficio común: por ello, algunos desean inquirir por qué la humanidad no puede hacer lo mismo (p. 139)

  Parece haber aquí cierta mala comprensión o cierta comprensión distorsionada por parte de Hobbes del texto aristotélico. Aristóteles no dice que las abejas sean “criatura políticas” sino todo lo contrario: afirma que, a diferencia de “la abeja o cualquier animal gregario (agelaios)”, el hombre –el hombre y sólo él- es un animal o viviente político y esa especificidad política del hombre está determinada por el logos del que sólo él dispone, en su diferencia con la phone, de la que disponen todos los vivientes (Aristóteles, Política, 1253 a 7). Entonces, es en virtud del logos que el viviente humano adquiere esa forma particular –y específica, en sentido aristotélico- de la convivencia que llamamos comunidad: el logos permite establecer un significado general –y, por lo tanto, compartible- allí donde la phone no logra ir más allá de la experiencia singular.
  Hobbes parece seguir el desarrollo del argumento aristotélico cuando se refiere a “la palabra (speech) mediante la cual [una criatura política] puede significar a otra lo que considera adecuado para el beneficio común”. Sin embargo, el desarrollo de su propio hilo argumental va luego por un camino divergente:

entre esas criaturas –sostiene refiriéndose a las abejas y las hormigas-, el bien común no difiere del individual, y aunque por naturaleza propenden a su beneficio privado, procuran, a la vez, por el beneficio común. En cambio, el hombre, cuyo goce consiste en compararse a sí mismo con los demás hombres, no puede disfrutar otra cosa sino lo que es eminente (p. 139)

Entonces, el hombre moderno cuya situación política está describiendo, se le presenta a Hobbes como atrapado dentro de las redes de una subjetividad autorreferencial de la que no logra salir por medio del logos. Puesto sobre el plano de la subjetividad cartesiana, el logos ha devenido Razón, y lejos de abrir las posibilidades de una vida en común a partir de la potencia compartida del sentido impresa en el lenguaje, se limita a reflejar lo que cada individuo requiere para serlo; es decir, lo que es eminente para sí.



5.- Locke: el individuo propietario

  Si Thomas Hobbes (1588-1679) aparecía en la historia de las ideas políticas como el pensador que legitimaba las pretensiones del Estado absoluto, un contemporáneo suyo, John Locke (1632-1704), ingresará a esa misma historia como teórico del constitucionalismo político liberal. Los puntos en los que ambas doctrinas difieren son básicamente dos. En primer lugar, una diferente conceptualización de la naturaleza humana y del estado de naturaleza. Mientras que para Hobbes el hombre es por naturaleza un predador insaciable que vive en una permanente situación de conflicto que le impide tener aquello por lo que lucha, es decir, una vida asegurada, Locke parece más optimista en cuanto a cierta predisposición natural del ser humano para la vida social. En segundo lugar, una diferente manera de comprender la relación entre el Estado y la sociedad civil. Mientras que, para Hobbes, la sociedad civil aparece como identificada con el Estado en cuanto fuera del Estado y del pacto de sujeción que lo origina y legitima no hay más que el vacío que produce el conflicto generalizado, es decir una ausencia completa de todo vínculo social que es lo que caracteriza en él al estado de naturaleza, en Locke, el Estado no viene a ocupar el lugar de cierta sociabilidad primaria para sustituirla, sino que la complementa mediante un sistema legal que refuerza los derechos que los hombres individualmente ya tienen en el estado de naturaleza.
  En el centro de esta diferente comprensión de la naturaleza humana y del Estado (y de la sociedad civil) está la interpretación que Locke hace del derecho de propiedad como un derecho natural. El individuo es aquí el individuo propietario. En un texto de reciente publicación en donde se analiza la situación del individuo en el mundo contemporáneo, el sociólogo Robert Castel sostiene que “la emergencia del individuo moderno a partir de los siglos XVII-XVIII se ubica en el desenlace de este doble proceso multisecular de distanciamiento, respecto de la trascendencia religiosa y de las coerciones y hasta de las dignidades tradicionales” y caracteriza a ese individuo así liberado como “individuo propietario” (CASTEL, R., El ascenso de las incertidumbres: trabajo, protecciones, estatuto del individuo, Buenos Aires, 2010, pp. 309-310).
  Ahora bien, ¿en qué términos entiende Locke el concepto de individuo propietario?
  En el Segundo tratado sobre el gobierno civil publicado en 1690, Locke sostiene que

es evidente que, aunque los bienes naturales [le] fueron dados en común, el hombre, con todo (siendo dueño de sí mismo y propietario de su propia persona y de sus acciones y trabajo), tenía aún, en sí mismo, el principal fundamento de la propiedad, y que la mayor parte de los que [el hombre] destinó a [proveer] sustento o confort a su existencia, una vez que las invenciones y las artes hubieran hecho progresar las comodidades de la vida, estaba constituido por algo que era enteramente suyo y nos [les] pertenecía a otros en común (en lo que sigue, citamos por la siguiente edición: LOCKE, J., Ensayo sobre el gobierno civil, Bernal, Universidad Nacional de Quilmes, 2005, § 44, p. 63)

El argumento es interesante: en el estado de naturaleza se produce un corte inevitable entre lo que es dado en común a todos los hombres y aquello de lo que los hombres se apropian de modo privado (justamente, privando a los demás de aquello que fue dado en común) mediante su trabajo. Ahora bien, si Locke puede sostener que el trabajo es capaz de legitimar la apropiación individual (o privada, en el doble sentido de la palabra: como propia de él y de nadie más y, a la vez, porque al serlo, priva a los demás de ella) de lo que fue dado en común es porque el trabajo mismo es pensado como una prolongación o proyección del cuerpo propio: “el cuerpo –comenta Roberto Esposito- es el lugar primordial de la propiedad porque es el lugar de la propiedad primordial, la que cada uno tiene sobre sí mismo” (ESPOSITO, R., Bíos. Biopolítica y filosofía, Buenos Aires, Amorrortu, 2006, p. 105).
  Locke lo dice en estos términos: “aunque la tierra, y todas las criaturas inferiores, son comunes a todos los hombres, cada hombre detenta, sin embargo, la propiedad de su propia persona” (§ 27, p. 45). No resultará forzado ver en esto claras resonancias de la subjetividad cartesiana puesta como fundamento del ciclo histórico de la modernidad: el hombre que duda tiene certeza de sí mismo (en cuanto es consciente de su duda) y, de este modo, entra en plena posesión de sí mismo (“certeza”, certitudo en latín, significa lo que está fijo o fijado, lo que no se puede alterar o mover). Sin embargo, entre la conceptualización cartesiana del sujeto y la que delinea Locke se advierte una notoria diferencia: Descartes presenta un sujeto centrado en torno de la conciencia de sí mismo como fundamento posible de todo representación racional del mundo; Locke, en cambio, más a tono con las intenciones y modalidades de las filosofías empiristas que caracterizan al ámbito anglosajón, presenta un sujeto centrado en el cuerpo y sus potencialidades. El sujeto cartesiano es, dentro de su abstracción y gracias a ella, un sujeto universal, en la medida en que la conciencia de sí que singulariza a cada uno puede ser distribuida universalmente; el individuo propietario, en cambio, se constituye como sujeto mediante la exclusión del otro:

aunque todos los frutos que naturalmente produce y las bestias que alimenta pertenecen, en la medida en que son producidos por la mano espontánea de la naturaleza, a la humanidad en común, y nadie tiene originalmente un dominio privado, que excluya al del resto de la humanidad, sobre ninguno de ellos, tal y como se encuentran en su estado natural, sin embargo, al haber sido conferidos para usufructo de los hombres, tiene que haber necesariamente algún medio de apropiárselos de un modo u otro antes de que puedan ser de algún uso o [resulten] siquiera beneficiosos para algún individuo (§ 26, pp. 44-45)

  Resulta interesante ver en esta descripción de la naturaleza humana una forma muy concreta –a la vez que imaginaria- de la individualidad: el hombre es un individuo porque es propietario ante todo de su sí mismo corporal, un cuerpo que sólo él puede habitar y que excluye, o expulsa hacia el exterior, a los otros: “la exclusión del otro no puede fundarse más que en la cadena de consecuencias originada en la cláusula metafísica de la inclusión corpórea” (ESPOSITO, R., op.cit., p. 104).
  Ahora bien, en una condición tal de su estado de naturaleza, “un estado de perfecta libertad para ordenar sus acciones y disponer de sus posesiones y personas como juzguen adecuado, dentro de los límites de la ley de naturaleza, sin pedir permiso ni depender de la voluntad de ningún otro hombre” (§ 4, p. 17), no llega a advertirse suficientemente cuáles podrían ser los motivos que llevasen a los hombres a querer salir de esa situación para formar una sociedad civil o política (adviértase que en tiempos de Locke no está todavía establecida la diferenciación terminológica entre “Estado” y “sociedad civil”, y ambos términos funcionan como equivalentes). En este sentido, el argumento hobbesiano parecía más eficaz: los hombres necesitan salir del estado de naturaleza porque allí la vida en común resulta imposible y con ello, resulta también imposible la vida individual que sólo el Estado podrá garantizar. Locke, en cambio, presenta un argumento menos dramático. Después de sostener que “al haber creado Dios al hombre [como] una criatura que, a su entender, no era bueno que estuviera sola” (§ 77, p. 95), Locke vuelve sobre el principio de organización social que le interesa poner como fundamento del ordenamiento político: la propiedad individual. Todos los hombres tienen “el poder de defender su propiedad, esto es, su vida, su libertad y sus bienes, frente a las agresiones y ataques de otros hombres”; sin embargo, en la medida en que “ninguna sociedad política puede [llegar a] existir, ni subsistir, sin poseer en sí misma el poder de proteger la propiedad y, en orden a ello, el de castigar los delitos [cometidos por] todos quienes pertenecen a ella”, se concluye que “existe una sociedad política allí, y solamente allí, donde cada uno de sus miembros ha renunciado a ese poder natural [y] lo ha abandonado en manos de la comunidad, en todos aquellos casos en que no esté imposibilitado de apelar a las leyes establecidas [en dicha comunidad] en busca de protección” (§ 87, pp. 104-105).
  Sin embargo, esta versión más simpática o menos pesimista de la naturaleza humana es sólo en apariencia una interpretación más afirmativa y optimista de las posibilidades de la sociabilidad en contraposición con el pesimismo hobbesiano, puesto que “el conflicto interhumano, exorcizado dentro del universo propietario, se desplaza fuera de sus confines, al espacio informe de la no-propiedad” (ESPOSITO, R., op.cit., p. 108). Corresponderá a Marx el dar cuenta por medio de la teoría social de esta versión del conflicto social. Cuando esto suceda, las pretensiones del Estado liberal como forma legítima de la administración del poder quedarán seriamente cuestionadas. Por ahora, veamos de qué manera se estructura en Locke ese ordenamiento social y político de individuos propietarios que complementa su condición natural (su estado de naturaleza) por medio del Estado (la sociedad política o civil).
  Podemos caracterizar al Estado liberal como una forma particular de institucionalización de las relaciones de poder que se articula en torno de una subjetividad individual cuya libertad el Estado se propone garantizar. Y podemos observar en el desarrollo teórico que Locke presenta, de qué modos la subjetividad individual se constituye en torno de la propiedad: lo que hace del hombre un sujeto individual es su capacidad de recortar un ámbito propio dentro de un ámbito que no es propio sino común a todos. Por medio del trabajo, el hombre gana el derecho a reclamar como propio aquello que su cuerpo necesita consumir del mundo natural compartido para que esa vida natural se afirme y desarrolle. El sujeto del Estado liberal es el individuo en la medida en que se trata de una forma de la subjetividad supuestamente natural que, sin embargo, se diferencia de la subjetividad, insostenible para Locke, del salvaje: “el fruto o el venado que alimentan al indio salvaje, quien nada sabe de cercamientos y es aún un poseedor en común, deben ser suyos, y a tal punto suyos, i.e., una parte de él mismo, que [ningún] otro pude ya tener derecho alguno sobre ellos, antes de que puedan ser de algún provecho para el sustento de su vida” (§ 26, p. 45). Como se podrá advertir, el estado de naturaleza que Locke nos describe excluye al “salvaje, quien nada sabe de cercamientos” y supone una subjetividad individual ya constituida sobre la base del cuerpo propio que, a partir primero del consumo y luego del trabajo, se apropia del cuerpo común de la naturaleza. Es sobre la base de este supuesto que resulta en cierto modo invertido el esquema hobbesiano: aquí, no es necesario que el Estado garantice la seguridad individual por medio de la sujeción de los deseos que, de otro modo, llevarían en su expansión generalizada a la guerra de todos contra todos tal y como sucede en el estado de naturaleza descripto por Hobbes, sino que la seguridad individual ya está garantizada por medio de la propiedad que el hombre adquiere mediante su trabajo en el estado de naturaleza. De esto se siguen dos cosas. La primera, es que los hombres no necesitan del Estado para constituirse como individuos propietarios. La segunda, es que el Estado no tiene más poder sobre los hombres y la vida social que el que le transfieren los individuos propietarios mediante el consentimiento.
  Locke lo dice en estos términos: por un lado, sostiene que “el fin primordial de los hombres al entrar en sociedad es el usufructo de sus propiedades en paz y seguridad”, y sostiene también que “son las leyes vigentes en la sociedad de que se trata” el instrumento más adecuado para alcanzar ese objetivo; de modo que “la ley positiva primera [y] fundamental de todo Estado es [la que estipula] la constitución del poder Legislativo” (§ 134, p. 155). Se comprende que la mera posesión de algo tal y como sucede en el estado de naturaleza no garantiza suficientemente la paz y la seguridad y que, en este sentido, la ley tiene el poder de garantizar estabilidad en la posesión por medio del derecho de propiedad. Por otro lado, Locke afirma que “nadie puede tener la potestad de dictar leyes [vinculantes para la sociedad] a menos que lo haga con su consentimiento y merced a la autoridad recibida de ella” (§ 134, p. 156). Dicho en otros términos, la ley que sujeta a los individuos propietarios obtiene su legitimidad del consentimiento. Sin embargo, no es ese el único límite que Locke establece para el poder del Estado ni es tampoco el fundamento último de su legitimidad.
  El poder de legislar “al no ser más que el conjunto de todos los miembros de la sociedad conferido a la persona o asamblea que tiene la facultad de legislar, no puede ser mayor que el que dichas personas tenían en el estado de naturaleza antes de haber entrado en sociedad y de haberlo entregado a la comunidad” (§ 135, p. 157). Como se podrá advertir, el Estado no es aquí más que la suma de los individuos propietarios que lo constituyen mientras que, en la conceptualización hobbesiana el Estado era “algo más que consentimiento o concordia; es una unidad real de todo ello en una y la misma persona” (HOBBES, T., Leviatán, México, FCE, 1980, p. 141). Dicho en otros términos, el límite que el Estado encuentra en su relación con la sociedad civil de acuerdo con la versión lockeana está determinado por esa particular forma de la subjetividad que opera como supuesto: el individuo propietario. “Si el hombre es, en el estado de naturaleza, tan libre como se ha afirmado, si es dueño absoluto de su propia persona y posesiones, [si es] igual al más prominente y [no está] sometido a nadie, ¿por qué habría de enajenar su libertad”.
  Con este interrogante, Locke abre el capítulo IX de su Ensayo sobre el gobierno civil para presentar inmediatamente su respuesta: “si bien en el estado de naturaleza [el hombre] posee tal derecho, el goce del mismo es, sin embargo, sumamente incierto y se halla constantemente expuesto a ser obstaculizado por terceros” (§ 123, p. 143). Dicho en otros términos, el poder del Estado no puede ir más allá del límite que constituye el principio mismo que le da origen y legitimidad: la defensa de la propiedad individual. De modo que, no pudiendo exceder ese límite, tampoco el Estado puede ser algo más que la suma de las partes individuales propietarias que lo componen. En la versión hobbesiana, en cambio, el Estado surgía allí donde la guerra de todos contra todos requería de un poder más elevado o más concentrado que el poder que se manifiesta en el conflicto; allí, el Estado era algo más que los individuos que lo conforman: era un dios mortal.
  Para que esta diferente concepción del poder del Estado y sus límites en relación con la sociedad civil adquiera forma más definida, tengamos en cuenta también que Locke establece una diferencia importante y decisiva entre estado de naturaleza y estado de guerra.
  “El estado de guerra –afirma Locke- es un estado de enemistad y destrucción” y resulta fácil de comprender que “uno puede matar a un hombre que le hace la guerra o que ha manifestado enemistad contra su vida, por la misma razón por la que puede matar a un lobo o a un león” en la medida en que “tales hombres no se hallan bajo las obligaciones de la ley común de la razón” y “no tienen ninguna otra regla que la de la fuerza y la violencia” (§ 16, p. 31). Tengamos en cuenta que “el estado de naturaleza tiene una ley de naturaleza que lo rige [y] que obliga a cada uno. Y la razón, que es esa ley, enseña a todos los hombres que quieran consultarla que, siendo todos iguales e independientes, ninguno debe dañar a otro en su vida, salud, libertad o posesiones” (§ 6, pp. 19-20).
  Ahora bien, siendo este un punto fundamental de discrepancia con Hobbes, Locke insiste en que hay una gran diferencia entre el estado de naturaleza y el estado de guerra “a pesar de que han sido confundidos por algunos hombres” - en clara referencia a Hobbes-; mientras el primero es “un estado de paz, buena voluntad, ayuda mutua y preservación”, el segundo es “un estado de enemistad, malevolencia, violencia y destrucción mutua”. De modo que, el estado de naturaleza, no siendo un estado de guerra sino una situación en la que los “hombres viven juntos con arreglo a la razón, sin un superior común sobre la tierra con autoridad para juzgar entre ellos” no supone necesariamente ningún tipo de conflicto. Sin embargo, cuando el conflicto sucede y el estado de guerra viene a ocupar el lugar del estado de naturaleza, resulta difícil retornar a la situación previa: “el estado de guerra, una vez comenzado, perdura, teniendo la parte inocente el derecho de matar a la otra [parte] en cuanto pueda [hacerlo]”. De todo esto, Locke concluye que “evitar este estado de guerra (en el que no hay adonde apelar excepto al cielo y en el que, al no haber ninguna autoridad que pueda fallar entre los litigantes, es probable que desemboque toda diferencia menor) es una de las razones principales por las que los hombres se agrupan en sociedades y abandonan el estado de naturaleza” (§§ 16-21, pp. 31-36). Con lo cual, como se podrá advertir, la motivación del pasaje del estado de naturaleza al ordenamiento civil, coincide en este caso de estado de guerra con la que describía Hobbes. Sin embargo, esa situación de guerra que era generalizada en Hobbes aparece como excepcional en Locke y no es utilizada para argumentar en torno del poder absoluto del Estado. Antes bien, Locke cuestiona claramente las pretensiones de un poder político concentrado: la monarquía absoluta –afirma- “es, en verdad, incompatible con la sociedad civil y, por ende, no puede constituir en absoluto una forma de gobierno civil”, puesto que “el fin de la sociedad civil es evitar y remediar los inconvenientes del estado de naturaleza que se siguen necesariamente de que cada hombre sea juez en su propia causa, mediante el establecimiento de una autoridad reconocida a la que todos los miembros de esa sociedad puedan apelar” (§ 90, pp. 107-108). En ausencia de esta autoridad, se dice –Locke lo dice- que los hombres viven en estado de naturaleza. Ahora bien, y en esto consiste la división de los poderes del Estado, Locke sostiene que en esta condición de estado de naturaleza “se encuentra todo príncipe absoluto con respecto a quienes están bajo su dominio” (§ 90, p.108).
  En síntesis, el límite que Locke estipula respecto del poder del Estado en relación con los individuos que lo integran está ligado con su conceptualización del poder político o del gobierno civil como instrumento del que se valen los individuos para darle mayor estabilidad a los derechos que ya tienen en el estado de naturaleza; el derecho de propiedad está en la base de esos derechos.

  Por último, y para concentrar las diferencias de planteo entre Hobbes y Locke en un punto, se podría decir que el individuo que Hobbes presenta está naturalmente constituido por ciertas fuerzas expansivas:

De este modo señalo, en primer lugar, como inclinación general de la humanidad entera, un perpetuo e incesante afán de poder (a perpetuall and restlesse desire of power after power), que cesa solamente con la muerte. Y la causa de esto no siempre es que un hombre espere un placer más intenso del que ha alcanzado; o que no llegue a satisfacerse con un moderado poder, sino que no pueda asegurar su poderío y los fundamentos de su voluntad actual, sino adquiriendo otros nuevos (HOBBES, T., Leviatán, México, FCE, 1980, pp. 79-80)

Locke, en cambio, presenta un individuo cuyas fuerzas se dirigen hacia si mismo (o, tal vez, se expanden hacia adentro): el estado de naturaleza es “un estado de perfecta libertad para ordenar sus acciones y disponer de sus posesiones y personas como juzguen adecuado, dentro de los límites de la ley de naturaleza” (§ 4, p.17) y, agrega más adelante, que aunque ese estado de libertad sea muy amplio (se trata de “una incontrolable libertad para disponer de su persona o posesiones”) no es “un estado de licencia” puesto que no tiene “libertad para matarse ni, tampoco, [para matar] a ninguna criatura en su posesión”, puesto que “el estado de naturaleza tiene una ley de naturaleza que lo rige” y que “enseña a todos los hombres que quieran consultarla que, siendo todos iguales e independientes, ninguno debe dañar a otro en su vida, salud, libertad o posesiones” (§ 6, pp.19-20).



6.- Rousseau: la voluntad general y la comunidad de los ciudadanos
 
  En 1762 Jean-Jacques Rousseau (1712-1778) publicaba dos obras fundamentales y complementarias que estarán en la base del experimento político que en 1789 pondrá en marcha la Revolución Francesa y, un poco más adelante en el tiempo y bastante más lejos respecto del lugar, servirán de motivo inspirador a Mariano Moreno en la Revolución de Mayo: El contrato social y el Emilio. En la primera, Rousseau se plantea el problema de formar la voluntad general capaz de realizar el bien común que brinda legitimidad al ejercicio del poder; en la segunda, se enfrenta con el problema de formar al sujeto de esa voluntad general, es decir, de formar al hombre dentro del molde del ciudadano.
  La voluntad general que Rousseau presenta como origen y fundamento de la legitimidad del ordenamiento político de la sociedad se constituye por medio de un pacto, en el mismo sentido en que lo habían propuesto Hobbes y Locke; pero la naturaleza y características del pacto que Rousseau propone son bien diferentes. En primer lugar, porque el pacto rousseauniano es un pacto de unión y no un pacto de sujeción como el que plantea Hobbes; en segundo lugar, porque el poder soberano instituido por medio del pacto resulta inmanente a la voluntad general resultante del pacto y no se erige por encima de los ciudadanos como lo hacía el dios mortal de Hobbes. En tercer lugar, porque a diferencia de Locke se trata de un pacto entre ciudadanos y no entre propietarios.
  Rousseau le da forma expresiva al contrato en estos términos: “una forma de asociación que defienda y proteja con toda la fuerza común, la persona y los bienes de cada asociado, y por la cual cada uno, uniéndose a todos, obedezca tan sólo a sí mismo, y quede tan libre como antes” (citamos El contrato social por la edición de Losada, publicada en Buenos Aires en el año 2003; libro I, cap. VI, p. 54). El contrato por medio del cual los hombres logran salir del estado de naturaleza perdiendo su libertad natural sin perder no obstante su libertad, sino que la transmutan en libertad civil, tiene una cláusula principal: “la enajenación total de cada asociado con todos sus derechos a toda la comunidad” puesto que “al entregarse cada uno a todos, no se entrega a nadie” (libro I, cap. VI, p. 55). La idea de transmutación de la libertad natural en libertad civil está en la base de la transmutación del hombre en ciudadano y es la condición de posibilidad de la formación de la voluntad general: ese “todos” al que cada uno se entrega es también un “nadie”. Todos, en cuanto expresión de la voluntad general cuyo sujeto es el ciudadano o, en términos más abstractos todavía, la ciudadanía; nadie, en cuanto ese todos no es ningún hombre en particular sino el hombre general cuyo concepto toma la forma del  ciudadano. Al entregarse a todos en general y no depender de nadie en particular, el hombre transmuta su particularidad en la generalidad del ciudadano.
  Con esta caracterización del contrato, Rousseau da por resuelto el problema que se proponía abordar: de la observación de que “el hombre ha nacido libre y por todas partes se encuentra encadenado”, se sigue el problema de que es necesario darle legitimidad a esa pérdida de la libertad natural (libro I, cap. I, p. 42). En el camino hacia la resolución de ese problema, Rousseau había establecido que la libertad natural no puede perderse legítimamente por medio de la fuerza porque “la fuerza es una potencia física” y “ceder ante la fuerza es un acto de necesidad, no de voluntad” y lo que se busca es darle legitimidad a la obediencia. Si se quiere utilizar el argumento de la fuerza o, lo que vendría a ser lo mismo, la fuerza como argumento, sería necesario transformar la fuerza en un derecho: el derecho del más fuerte. Pero este derecho “no significa nada en absoluto” puesto que “si es necesario obedecer por la fuerza, no es preciso hacerlo por deber; y si no se está forzado a obedecer, ya no se está obligado” (libro I, cap. III, pp. 45 y 46). Sin embargo podría suceder también que el hombre no haya nacido libre o que, respecto de su naturaleza –es decir, de su nacimiento- no haya igualdad entre los hombres o que el término “hombre” sea un término equivoco. Rousseau toma como modelo de este argumento la afirmación de Aristóteles: “los hombres no son naturalmente iguales, ya que unos nacen para la esclavitud y otros para la dominación”. Y tuerce luego el argumento sobre su eje: “si hay […] esclavos por naturaleza es porque ha habido esclavos contrariando la naturaleza” (libro I, cap. II, p. 44).
  De lo anterior se sigue que “ya que ningún hombre tiene autoridad natural sobre su semejante, y puesto que la fuerza no produce ningún derecho, quedan entonces las convenciones como base de toda autoridad legítima entre los hombres” (libro I, cap. IV, p. 47).
  La comunidad de los ciudadanos es la condición de posibilidad política de la voluntad general mediante la cual el hombre logra superar “los obstáculos que perjudican su conservación en el estado de naturaleza” (libro I, cap. VI, p. 53); su constitución está determinada por el principio aritmético de la igualdad, reforzado con el principio de la equivalencia recíproca: todos los ciudadanos son recíprocamente iguales porque antes de ser ciudadanos son hombres y comparten una misma naturaleza o, dicho en otros términos, participan de una naturaleza común. Sin embargo, ni en la naturaleza ni en la comunidad política es posible observar esa igualdad en un primer plano. Rousseau pone el ejemplo de “la más antigua de todas las sociedades y la única natural”: la familia. Allí, la obediencia del hijo respecto del padre y la responsabilidad del padre respecto del hijo, parecen indicar una asimetría o una falta de reciprocidad o una desigualdad en la relación de poder. Sin embargo, este vínculo asimétrico, determinado por la naturaleza, se mantiene sólo mientras los hijos necesitan del padre “para conservarse”, pues la primera ley “de la naturaleza del hombre” es “velar por su propia conservación”. De modo que, pasado el tiempo en el que los hijos tienen una dependencia natural del padre (y por ello están subordinados a su autoridad) “recobran todos por igual su independencia”, puesto que “habiendo nacido todos iguales y libres, no enajenan su libertad, sino por su utilidad” (libro I, cap. II, pp. 42-43).
  Con esto volvemos al punto de partida de la argumentación rousseauniana: “el hombre ha nacido libre y por todas partes se encuentra encadenado”. El problema planteado se complementaba con dos observaciones: “¿Cómo se ha producido este cambio? Lo ignoro. ¿Qué puede volverlo legítimo? Creo poder resolver esta cuestión” (libro I, cap. I, p. 42). La segunda observación (respecto de la legitimidad) llevó a Rousseau por el camino que acabamos de reseñar. La primera (las causas que llevan a la pérdida de la libertad natural), en cambio, queda fuera de sus intenciones argumentativas. Y también queda fuera de la argumentación la primera afirmación que es el punto de partida del texto: “el hombre ha nacido libre” (l'homme est né libre). Si vemos con mayor detalle en qué consiste esa libertad natural que el hombre no puede perder pero sí está obligado a mejorar mediante ese proceso de transmutación política que la convierte en libertad civil, se podría decir que la libertad natural es el presupuesto que sostiene el estar encadenado; invirtiendo el orden de los términos: puesto que ahora el hombre está encadenado, antes no lo estaba. Sólo puede perder su libertad quien disponía de ella. Y esa pérdida de libertad (natural) resulta legítima sólo si aquello que se pierde se conserva; es decir, se transmuta (la libertad natural en libertad civil).
  Sin embargo, en el proceso de esta transformación en la que algo se pierde y algo se gana, el sujeto queda escindido: “cada individuo puede, como hombre, tener una voluntad particular contraria o no conforme con la voluntad general que tiene como ciudadano”. Entonces, “para que el pacto social no sea una fórmula inútil, encierra tácitamente este compromiso que por sí solo puede dar fuerza a los demás: que quienquiera que se niegue a obedecer la voluntad general será obligado a ello por todo el cuerpo”; es decir que “se lo obligará a ser libre” (libro I, cap. VII, pp. 58-59). Puesto que en el proceso que va de la libertad natural a la libertad civil se encuentra el estar “encadenado”, se produce la paradoja de que, así como la libertad no se pierde sino que se transmuta, tampoco se pierde el estar encadenado sino que se transmuta: el ciudadano es esclavo de la ley: “el impulso del exclusivo apetito es esclavitud y la obediencia a la ley que uno se ha prescripto es libertad”. De este modo, el hombre deja de ser “un animal estúpido y limitado” para convertirse en “un ser inteligente y un hombre” (libro I, cap. VIII, p. 60).
  En síntesis, “lo que el hombre pierde por el contrato social es su libertad natural y un derecho ilimitado a todo lo que desea y puede alcanzar; lo que gana es la libertad civil y la propiedad de todo lo que posee”. Para darle precisión al argumento y “no equivocarse en estas compensaciones”, Rousseau establece una clara distinción entre, por un lado, “la libertad natural, cuyos únicos límites son las fuerzas del individuo”, y  “la libertad civil, que está limitada por la voluntad general”, y, por otro lado, “la posesión –que es tan sólo el efecto de la fuerza o el derecho del primer ocupante- de la propiedad que no puede fundarse sino en un título positivo” (libro I, cap. VIII, p. 60).
  Rousseau manifiesta una gran confianza en el procedimiento contractual que permite disolver las ambigüedades de “la igualdad natural” mediante la rotunda contundencia de la “igualdad moral y legítima”, es decir, la igualdad civil: “el pacto fundamental, en lugar de destruir la igualdad natural, sustituye por el contrario con una igualdad moral y legítima lo que la naturaleza había podido poner de desigualdad física entre los hombres” (libro I, cap. IX, pp. 63-64).
  Sin embargo, la comunidad de los ciudadanos es una comunidad formal tensionada por un doble proceso que erosiona sus posibilidades: la desigualdad real entre los hombres que obstruye el paso hacia la igualdad formal, por un lado; la desigualdad formal entre los ciudadanos que vuelca el peso de la ley sobre la realidad social para profundizar la desigualdad real que está en la base de la ciudadanía. Estas dificultades no pasaron inadvertidas a Rousseau; en nota final al libro primero advierte que “bajo los malos gobiernos, esta igualdad es únicamente aparente e ilusoria, sólo sirve para mantener al pobre en su miseria y al rico en su usurpación. De hecho las leyes son siempre útiles para los que poseen y perjudiciales para los que nada tienen, de ello se sigue que el estado social tan sólo es ventajoso para los hombres cuando todos tienen algo y ninguno de ellos tiene demasiado” (libro I, cap. IX, n. 6, p. 65). Esto mismo será lo que Marx observa críticamente en la Revolución Francesa y en la filosofía  política hegeliana: “mediante un progreso de la historia, las clases políticas han sido transformadas en clases sociales, de modo que los diferentes miembros del pueblo –así como los cristianos son iguales en el cielo y desiguales en la tierra-, son iguales en el cielo de su mundo político y desiguales en la existencia terrestre de la sociedad” (MARX, K., Crítica de la filosofía del Estado de Hegel, México, Grijalbo, 1970, p. 100).



7.- Roberto Esposito: el dispositivo biopolítico del mundo moderno

  (En lo que sigue, presentaremos una reseña del texto de Roberto Esposito Bíos. Biopolítica y filosofía, Buenos Aires, Amorrortu, 2006)

I. Comunidad, individuo: inmunidad

  Una vez hecho un amplio recorrido genealógico del paradigma biopolítico a través de sus variantes organicista, antropologista y naturalista que lo fueron configurando en la bibliografía producida a lo largo del siglo veinte para confluir finalmente en la reelaboración superadora realizada por Foucault en los años setenta (cap. 1 del libro), Esposito se detiene particularmente en el análisis de los modos diversos en que el pensamiento foucaultiano realiza la genealogía de la modernidad para revelar su biopolítica implícita. Sin embargo, aún cuando reconoce a Foucault el gran mérito de haber planteado el paradigma con profundidad conceptual, Esposito encuentra que la biopolítica foucaultiana no logra superar cierta ambigüedad constitutiva que tensiona el paradigma de modo improductivo: “o la política es frenada por una vida que la encadena a su insuperable límite natural, o, al contrario, es la vida la que queda atrapada, presa de una política que tiende a sojuzgar su potencia innovadora” (p. 54). De este modo el paradigma se escinde en dos versiones, una que podríamos calificar como optimista y toma la forma de “política de la vida”, en donde la biopolítica adquiere carácter afirmativo de alianza entre el poder y la vida frente al modelo del poder soberano que intenta limitar la vida por medio del poder; otra, que podríamos calificar de pesimista y toma la forma de “política sobre la vida”, de carácter negativo, en la que la biopolítica se revela como tanatopolítica. Atrapado dentro de esta ambigüedad el abordaje foucaultiano del paradigma biopolítico queda bloqueado hermenéuticamente. Esposito explica este bloqueo como una dificultad intrínseca al paradigma mismo que Foucault no logra superar: “no obstante la teorización de la implicación recíproca, o justamente por eso, vida y política son abordadas como dos términos originariamente distintos, conectados con posterioridad de manera aún extrínseca” (pp. 71-72). Dicho de otro modo, el paradigma biopolítico plantea intrínsecamente la siguiente dificultad: ¿en qué términos se deberán entender “vida” y “política” para que su relación no les sea externa?, o ¿en qué términos se deberá entender esa relación para que “vida” y “política” adquieran un significado que permita su complementación? Por otra parte, Esposito sostiene que tampoco logra Foucault dar una conceptualización adecuada ni de la política (usualmente confundida con el poder) ni de la vida (p. 72).
  La respuesta que Esposito ofrece a este problema está constituida por el dispositivo inmunológico.
  Alrededor de la inmunización Esposito encuentra un doble motivo de interés. En primer lugar, en cuanto la categoría de inmunidad se inscribe en el cruce de ambos términos constitutivos de la biopolítica: “en el ámbito biomédico se refiere a la condición refractaria de un organismo vivo, ya sea natural o inducida, respecto de una enfermedad dada”, por un lado; y, por el otro, “en el lenguaje jurídico-político alude a la exención temporal o definitiva de un sujeto respecto de determinadas obligaciones o responsabilidades que rigen normalmente para los demás” (p. 73). En segundo lugar, en cuanto la categoría de inmunidad remite por contraste al concepto de comunidad: “mientras la communitas es la relación que, sometiendo a sus miembros a un compromiso de donación recíproca, pone en peligro su identidad individual, la inmunitas es la condición de dispensa de esa obligación y, en consecuencia, de defensa contra sus efectos expropiadores” (p. 81).
  En el dispositivo inmunitario los términos contrapuestos de vida y política adquieren una productiva unidad conceptual: “la inmunidad no es únicamente la relación que vincula la vida con el poder, sino el poder de conservación de la vida” (p. 74). A partir de allí, la escisión que la versión foucaultiana del paradigma biopolítico experimentaba entre sus aspectos positivo y negativo adquiere un nuevo significado. No se tratará ya de poner en disyunción la vida y el poder bajo la forma de un poder que o bien niega la vida o bien la incrementa sino de comprender “el  modo esencialmente antinómico en que la vida se conserva a través del poder” (p. 74).
  Ahora bien, “si la inmunización implica que a una forma de organización de índole comunitaria […] la suceden, o se le contraponen, modelos privatistas o individualistas, es notoria su relación estructural con los procesos de modernización” (p. 82). Entonces, también por este lado el dispositivo inmunitario es capaz de potenciar la productividad semántica del paradigma biopolítico: en la medida en que la inmunidad se define negativamente como “el ‘no ser’ o el ‘no tener’ nada en común” y remite, entonces, a lo común como su fuente de sentido “la inmunización, más que un aparto defensivo superpuesto a la comunidad, es un engranaje interno de ella: el pliegue que de algún modo la separa de sí misma, protegiéndola de un exceso no sostenible; el margen diferencial que impide a la comunidad coincidir consigo misma y asumir la intensidad semántica de su propio concepto” (pp. 83-84).

I. 1. Biopolítica y modernidad

  Un aspecto importante en el desarrollo del paradigma biopolítico es el de su ubicación dentro de un esquema de desarrollo del tiempo histórico. El punto clave es, en este sentido, determinar la relación que la biopolítica pudiera tener particularmente con la modernidad o, de modo más general, con los comienzos mismos de la historia política de Occidente en el pensamiento fundacional de Platón. Esposito afirma que su versión inmunitaria de la biopolítica permite resolver este problema, dándole precisión histórica al paradigma: no se trataría de plantear en general todo tipo de relaciones entre la esfera de la vida y el ámbito político sino del tipo específico de relaciones inmunitarias que caracterizan a la modernidad. De este modo, aunque la política platónica reivindica para sí variadas formas de intervención sobre la vida (prácticas eugenésicas, formas de selección reproductiva, entre otras), su objetivo no es el de “preservar al individuo, en sentido inmunitario, sino que está claramente orientada, en sentido comunitario, hacia el bien del koinón”. De lo que se sigue –y esto es decisivo para la versión inmunitaria del paradigma biopolítico- que “esta necesidad colectiva, pública, ‘común’ –y no ‘inmune’-, aleja a Platón, y en general a toda la cultura premoderna, de una perspectiva plenamente biopolítica” (p. 87). 
  Por otra parte, la característica específicamente moderna del paradigma biopolítico se advierte también en la contraposición entre naturaleza y cultura que pone en movimiento a la modernidad: “para que la vida pueda conservarse y desarrollarse debe ser ordenada por procedimientos capaces de sustraerla de sus peligros naturales” (pp. 89-90).
  Ahora bien, el mecanismo inmunitario responde a una lógica o dialéctica antinómica y aún contradictoria: en la base de esta contradicción Esposito ubica el objetivo inmediato de la conservación de la vida con las mediaciones institucionales que la modernidad propone (soberanía, propiedad y libertad). La vida busca afirmarse en aquello que la niega (pp. 90-91). Veamos el funcionamiento inmunitario de estas mediaciones institucionales modernas con mayor detalle.

I. 2. Principio de soberanía

  Esposito considera, en primer lugar, el concepto de soberanía. Tal y como lo formula Hobbes “la cuestión de la conservatio vital no sólo pertenece de pleno derecho a la esfera de la política, sino que constituye su objeto predominante” (p. 92). Con ello se establece una clara diferenciación con la conceptualización griega de la política que encontramos claramente definida en Aristóteles: la política comienza allí una vez que la vida, relegada al plano del oikos, ha sido resuelta en su doble faz productiva y reproductiva. De modo diferente, la modernidad observa, a través de Hobbes en este caso, que “la vida no es capaz de lograr de modo autónomo la autoperpetuación a la cual, no obstante, tiende” (p. 93). Esta vida “en contradicción consigo misma” para conservarse necesita negarse, “salir de sí y constituir un punto de trascendencia que le dé orden y protección”. La naturaleza contradictoria de la vida contradice a la naturaleza mediante el artificio; al estado natural, mediante el estado político. “Para su propia conservación, la vida debe renunciar a algo que forma parte, e incluso constituye el vector principal, de su propia potencia expansiva, esa voluntad de poseer todas las cosas que la expone al riesgo de una retorsión mortal” (p. 95). El mecanismo inmunitario de la soberanía interviene aquí como refuerzo artificial de un mecanismo inmunitario natural que fracasa a través de su éxito: afirmando su vida individual, los hombres entran en una situación de conflicto generalizado que pone en riesgo la conservación de su vida; entonces, el Estado soberano protege la vida de todos a condición de que cada uno deje de hacerlo por sí mismo y para sí mismo. Esposito pone de relieve el carácter negativo de la inmunización soberana: se trata de “una trascendencia inmanente, fuera del control de aquellos que, sin embargo, la produjeron como expresión de su propia voluntad” (p. 96).
  Pero es aquí donde Esposito advierte una interesante y productiva peculiaridad del paradigma biopolítico visto desde una perspectiva inmunitaria: su naturaleza contradictoria está al servicio de su función autolegitimadora. Analizando la implicación recíproca entre individuo y poder soberano, Esposito argumenta que “sólo individuos iguales entre sí pueden instituir a un soberano capaz de representarlos legítimamente. A la vez, sólo un soberano absoluto puede liberar a los individuos de la sujeción a otros poderes despóticos” (p. 97). De modo que, en contra de lo que la modernidad relata de sí misma, el individualismo “presentado como descubrimiento y consumación de la autonomía del sujeto, fue en realidad el ideologema inmunitario mediante el cual la soberanía moderna cumplió su cometido de protección de la vida” (p. 97). La inmunidad opera aquí negando el munus que los hombres tienen en común: la com-munitas: “la soberanía es el no ser en común de los individuos, la forma política de su desocialización” (p. 98). El conflicto generalizado de todos contra todos presuponía el carácter común del conflicto y el carácter no-común (individual) de la tarea de preservar la propia vida. Mediante el poder soberano los individuos renuncian a la comunidad del conflicto presupuesta y se ponen a sí mismos como tales individuos, investidos ahora de modo tan absoluto como el poder soberano que instituyen y que los constituye. Esposito nos recuerda aquí el significado del término “individuo”: “permanecer indiviso, unido a sí mismo, por la misma línea que divide de todos los demás” (p. 98). Sin vínculo con el otro, el individuo moderno protege su vida (una vida que ahora es suya) haciéndola privada, privándola de lo común (es decir, del conflicto que la amenaza). De modo que el mecanismo in-munitario que regula el funcionamiento biopolítico revela su naturaleza contradictoria: protege la vida desvitalizándola y refuerza ese efecto desvitalizador en cuanto el Estado se arroga el derecho soberano sobre esa vida residual o remanente de los súbditos: quien conserva la vida, también la puede quitar. Dicho en otros términos, la categoría de soberanía que acabamos de reseñar siguiendo a Esposito, revela la naturaleza contradictoria del paradigma biopolítico tal y como éste se desarrolla junto con la modernidad: aquello que asegura la vida en su función inmunitaria, también la amenaza.

I. 3. Propiedad privada

  En segundo lugar, Esposito aborda el análisis de otra de las categorías políticas de la modernidad, la propiedad, y observa también en ella el funcionamiento de la dialéctica inmunitaria: lo propio es, precisamente, lo no-común, lo in-mune. En la categoría de propiedad encuentra Esposito un reforzamiento de la lógica inmunitaria que liga estrechamente la autoconservación individual de la vida con la propiedad, tal y como argumenta Locke, a la vez que hace del cuerpo propio el lugar y el instrumento mediante el que la vida disocia lo dado en común en parcelas individuales apropiadas por el trabajo. Detengámonos un momento sobre este punto.
  Si el trabajo es capaz de explicar el surgimiento de un orden propietario no-común es porque el trabajo queda biológicamente ligado al cuerpo y el cuerpo metafísicamente constituido como un límite que define, por un lado, la exclusión del otro y, por el otro, la inclusión de sí mismo. “El cuerpo es el lugar primordial de la propiedad porque es el lugar de la propiedad primordial, la que cada uno tiene sobre sí mismo” (p. 105). De modo que la lógica inmunitaria vuelve a actuar aquí en la modalidad contradictoria que la caracteriza: “si la cosa apropiada depende del sujeto que la posee, en grado tal que forma un todo con su propio cuerpo, a la vez el propietario se vuelve tal sólo en virtud de la cosa que le pertenece y, por tanto, él mismo depende de ella” (p. 107). Se trata aquí del proceso de reificación que había descripto el Marx de los Manuscritos y que permitirá a Esposito concluir que, del mismo modo que con la categoría de soberanía pero, esta vez, con mayor intensidad, “el procedimiento inmunitario del paradigma propietario logra conservar la vida únicamente encerrándola en una órbita destinada a absorber su principio vital” (pp. 110-111).

I. 4. Libertad individual

  En tercer lugar, la categoría de libertad se presenta ante la mirada de Esposito como un dispositivo inmunitario que, en la simultaneidad de su funcionamiento, reproduce la estructuración biopolítica de la modernidad y potencia su desarrollo (p. 111). La lectura que hace Esposito de la evolución semántica del término alude a un proceso de “restricción, y también de agotamiento” que arranca desde una originaria significación de “algo relacionado con un crecimiento, una apertura, un florecimiento…” (pp. 111-112), presente en la raíz de eleuthería. A partir de este origen, Esposito observa el surgimiento de una “doble cadena semántica” que lleva hacia los términos “amor”, por un lado, y “amistad”, por el otro, a la vez que advierte también sobre el “valor comunitario” del término: “el concepto de libertad, en su núcleo germinal, alude a un poder conector que crece y se desarrolla según su propia ley interna, una expansión, o un despliegue, que aúna sus miembros en una dimensión compartida” (p. 112). 
  Es a partir de esta connotación afirmativa del término que su opuesto, la esclavitud, es decir, la no-libertad, adquiere connotación negativa. Tal y como ha sido dicho en repetidas ocasiones, la modernidad invierte la carga valorativa de estos términos: lo que era mero límite exterior de una libertad afirmativa se transforma en condición interna de la libertad misma: la ausencia de coerción, la “liberta de” (y no ya la “libertad para”). Esposito remite esta “distinción canónica” al ensayo de Isaiah Berlin publicado en 1969 y le realiza una interesante observación crítica: ambos concepciones de la libertad moderna, la positiva y la negativa, pertenecen a la órbita negativa en relación con el concepto originario a la vez afirmativo y relacional ya que esa libertad queda inevitablemente atrapada dentro del “léxico conceptual moderno del individuo, de la voluntad y del sujeto” (p. 113). “Lo característico de la libertad –entendida como dominio del sujeto individual sobre sí mismo- es su no estar a disposición de otros, o su estar no disponible para otros” (p. 113). Así entendida, la categoría de libertad revela también su conexión con las otras dos categorías políticas de la modernidad: con la propiedad, en cuanto la libertad ya no se refiere a “un modo de ser”, sino a “un derecho a tener algo propio” -esto es, “el pleno dominio sobre sí en relación con los otros”- y con la soberanía, en cuanto los individuos libres son “soberanos dentro de su propia individualidad, obligados a obedecer al soberano en cuanto libres de mandar sobre sí mismo, y viceversa” (pp. 114-115).
  Ahora bien, lo que define el carácter inmunitario de la libertad moderna y le da su particular connotación biopolítica negativa, es su interpretación en términos de “derecho de todo súbdito individual a ser defendido de los abusos que amenazan su autonomía y, más aún, su vida misma” (p. 115). Una libertad cuyo núcleo semántico pasa a ser la seguridad, termina negándose a sí  misma en aquello a través de lo cual pretende afirmarse: la libertad “asegura al individuo contra las injerencias de los demás, mediante su voluntaria subordinación a un orden más poderoso que le proporciona una garantía” (p. 115). Se plantea aquí una inevitable antinomia trágica entre individualismo y totalitarismo toda vez que los individuos buscan asegurar su vida dentro de una totalidad que no puede más que negarlos.

II. 1. La crítica de Nietzsche a la modernidad

  Hasta aquí, hemos acompañado a Esposito en su descripción del paradigma biopolítico moderno, realizada desde el punto de vista del dispositivo inmunitario. Hemos visto cómo las tres categorías fundacionales de la modernidad –soberanía, propiedad y libertad- se articulan en una clave biopolítica contradictoria o antinómica en la que la función inmunitaria se cumple negando aquello que pretende afirmar: la soberanía que protege a la vida del conflicto también la amenaza con el monopolio de unas fuerzas represivas que pueden llegar hasta el límite de la  muerte; la propiedad termina expropiando a la vida de aquello que le es más propio por la vía de la reificación; la libertad, en cuanto posibilidad de asegurar la vida, termina entregada al complejo entramado de normas que, al garantizarla, la someten al capricho de su racionalidad. Hemos visto también cómo actúa, a través de estas categorías, el dispositivo inmunitario en cuanto a su componente semántico de no-comunidad (in-munidad): la soberanía pone los individuos que presupone para su funcionamiento; la propiedad pone en el cuerpo propio el límite que presupone con el otro; la libertad restringe su posibilidad de expansión al poner el ámbito de su acción dentro de los límites del dominio de sí a la vez que presupone la exterioridad del otro.
  El resultado de este funcionamiento inmunitario del paradigma biopolítico moderno es “la deriva nihilista”, cuyo diagnóstico realiza Nietzsche. 
  El primer elemento de interés que encontramos es la afirmación de que “la entera obra nietzscheana, con sus virajes y sus fracturas internas, comienza a revelar un núcleo semántico completamente inaprensible en los esquemas interpretativos en que anteriormente se lo había encuadrado” (p. 126). Se trata de la lectura biopolítica de Nietzsche que realiza Foucault, lectura que permite superar la visión de un Nietzsche fragmentado entre las interpretaciones divergentes de izquierda y de derecha y, también, entre un Nietzsche político y otro impolítico (p. 126). La respuesta que da Esposito a estas incomprensiones es que, por un lado, los intérpretes leen a Nietzsche desde “una noción de ‘política’ a la cual el discurso de Nietzsche es explícitamente ajeno” (p. 127) y, por el otro, que el propio Nietzsche no logró escapar plenamente de la lógica inmunitaria del paradigma biopolítico que pretendía superar (p. 125).
  El segundo elemento de interés es que la crítica de Nietzsche a la modernidad apunta a la estructura más íntima de su filosofía: la lógica de la mediación dialéctica (con la que Hegel hace culminar “exitosamente” el devenir vital en el Estado). Lo que Nietzsche pone al descubierto es que la vida se define por un exceso que no puede ser mediado, por “un contenido que de por sí escapa a cualquier control formal” (p. 129). Ahora bien, la vida en el pensamiento de Nietzsche tiene de modo inmediato una connotación política (y por eso no admite las mediaciones inmunológicas de la biopolítica moderna): se trata del “poder que desde el principio da forma a la vida en toda su extensión, constitución, intensidad” (p. 130); se trata, en síntesis, de la vida como “voluntad de poder”. 
  Como noción complementaria de este entramado biopolítico se puede señalar el lugar relevante que Nietzsche otorga al cuerpo como instanciación no metafísica de la realidad. De esto se sigue que, por un lado, la multiplicidad y el conflicto son constitutivos de toda realidad (“el cuerpo es producto de determinadas fuerzas y esas fuerzas siempre están en potencial conflicto entre sí”, p. 135); por el otro, que las pretensiones políticas de la modernidad de producir un sujeto –individual o colectivo- que suprima el conflicto unificando la multiplicidad, están destinadas a no resolverlo y, aún, a potenciarlo (“en el cuerpo no existe soberanía –dominio integral del uno-, ni igualdad entre los muchos en perenne afán de superarse unos a otros”, p. 136).
  Un tercer elemento de interés lo constituye la interpretación no inmunitaria que Nietzsche hace del paradigma biopolítico. Si “la realidad está constituida por un conjunto de fuerzas enfrentadas en un conflicto que nunca llega a un resultado conclusivo” (p. 137) y es posible distinguir a esas fuerzas según su cualidad afirmativa o negativa, entonces, la vida “como única representación posible del ser” (p. 129), no sólo no tiende exclusivamente hacia la conservación sino que tampoco lo hace en primer lugar. De modo todavía más claro: “la conservación no sólo es secundaria respecto de la voluntad de poder, de la cual deriva, sino que está en latente contradicción con ella” (p. 139). En cuanto voluntad de poder, la vida tiende a superar todo tipo de límites, incluyendo su propio límite identitario (y la protección de esta identidad era justamente lo que pretendía el mecanismo inmunitario: introducía la dialéctica de la identidad y la negación, de la identidad y la alteridad como límite negativo); la voluntad de poder traspasa la identidad sin negarla y produce diferenciación: no inmuniza.
  Como cuarto elemento de interés, Esposito hace una lectura del pensamiento nietzscheano como entramado por una complejidad tal que hace posible interpretaciones divergentes, del mismo modo en que Nietzsche hace interpretaciones divergentes de las realidades complejas que examina. “Esta ambivalencia de juicio […] radica en una contradicción estructural […] según la cual la inmunización, por una parte, es necesaria para la supervivencia de cualquier organismo, pero, por la otra, es nociva, pues al bloquear su transformación impide su expansión biológica” (pp. 149-150).
  El quinto motivo de interés lo encontramos en la lectura crítica que Nietzsche hace de la herencia darwiniana “por intermedio de Spencer” (p. 151).  Esposito resume la posición de Nietzsche en estos términos: “Nietzsche rechaza la idea de un déficit inicial que impulsaría a los hombres a la lucha por la supervivencia según una selección destinada a favorecer a los más aptos” y “reemplaza esta lectura ‘progresiva’ por una formulación contraria que, al interpretar el origen de la vida en términos de exuberancia y prodigabilidad, prevé una serie discontinua de incrementos y decrementos regidos no por una adaptación selectiva, sino por la lucha interna dentro de la voluntad de poder” (p. 151). A los ojos de Nietzsche, el evolucionismo darwiniano expresa el funcionamiento típico del dispositivo inmunitario: no selecciona a los más fuertes –que, en sentido nietzscheano, son aquellos que al afirmar la vida la exponen al peligro- sino a los más débiles –que, en sentido nietzscheano, son aquellos que niegan el peligro para conservar la vida-. El resultado paradójico de esta “evolución” es “un proceso de degeneración cada vez más acelerado” (p. 152). De allí que Nietzsche sustituya “la lucha por la supervivencia con la voluntad de poder, como horizonte de referencia ontogenético y filogenético” (p. 152). En este punto, Esposito observa críticamente que, en su afán por alejarse del dispositivo inmunitario, Nietzsche termina reproduciendo su lógica negativa: “para resguardarse del exceso de protección –de la obsesión autoconservativa de las especies más débiles- hay que protegerse de su contagio” (p. 154).
  De lo anterior se sigue un sexto motivo de interés: para evitar el contagio y salvar la vitalidad de las partes sanas del organismo es necesario preservar el accionar de las fuerzas activas y afirmativas. Esto tiene expresión política en la crítica que Nietzsche dirige a la filosofía política moderna: “al homo aequalis del individualismo liberal y del universalismo democrático se le opone el homo ierarchicus del mundo premoderno” (p. 155). 
  Ahora bien, Esposito encuentra en Nietzsche no sólo la perspectiva inmunitaria de ponerse a salvo de la decadencia sino también la de acerarla: “acelerar aquello que de todos modos debe acontecer es el único medio de dejar el campo libre para nuevos poderes afirmativos” (p. 161). En la medida en que Nietzsche no piensa dialécticamente, la relación vital entre salud y enfermedad no se plantea en términos de exclusión recíproca o negación excluyente de una respecto de la otra, sino de complementación múltiple. Por un lado, “la enfermedad no es sólo lo contrario de la salud, sino también su presupuesto, su medio, su senda. Algo de donde la salud proviene y que esta lleva aun dentro como un componente irrenunciable” (p. 163). Por el otro, “la salud forma un todo con el riesgo mortal que la transita impulsándola más allá de sí misma, renovando sin cesar sus normas, invirtiendo y recreando sus estatutos” (pp. 165-166). Esta relación compleja y no dialéctica entre salud y enfermedad plantea un modo de funcionamiento no inmunitario del paradigma biopolítico. En primer lugar, porque se trata de una vida puesta en el ámbito de la comunidad (y no en el de los individuos que ella produce a partir de la inmunización). En segundo lugar, porque se trata de una vida potenciada por la alteración que en ella producen las singularidades que la constituyen (y no de los individuos que dan cuerpo a la particularidad que confirma y conforma a la generalidad y la realiza de modo abstracto y, consiguientemente, desvitalizado).
  Esposito sintetiza esta lectura no inmunitaria –es decir, comunitaria- del paradigma biopolítico nietzscheano en estos términos: “en el centro del cuadro sobresale la comunidad consolidada por la igualdad de condiciones y por una fe compartida. Lo que amenaza su vitalidad, más que posibles riesgos externos, es su estabilidad misma, que, cuanto más la conserva intacta, tanto más reduce su tasa de innovación” (p. 166). Desde el punto de vista de la formación educativa, podríamos decir que se trata de la constitución de “subjetividades” singulares centradas en la creatividad más que de la producción de individualidades ciudadanas prediseñadas por las reglas formales de convivencia civilizada que habrán de contenerlas.
  La biopolítica nietzscheana es vista por Esposito a partir de una filosofía –una “biofilosofía”- que “detecta la verdad de la vida en algo que continuamente la supera, una exterioridad que nunca pude ser interiorizada, dominada, neutralizada por entero en nombre de otras verdades más cómodas y complacientes” (pp. 168-169); se trata de una exterioridad de la vida respecto de su mera autoconservación, tal y como la promueve el dispositivo inmunitario, y de una interioridad –o inmanencia- de la vida respecto de una lógica constitutiva que Nietzsche caracteriza como voluntad de poder. Ese ámbito exterior/interior a la vida es la comunidad. Se trata de una biopolítica en la que el término “vida” adquiere sentido y significación en referencia al término “munus” que conforma el núcleo semántico de “comunidad”. Vista desde la voluntad de poder, la antropología nietzscheana presenta en el hombre una forma de vida que está en permanente tránsito hacia formas nuevas: “una forma de por sí en perpetuo tránsito hacia una nueva forma, atravesada por una alteridad que al mismo tiempo la divide y multiplica” (p. 170). De allí que, en sentido estricto, tampoco debería hablarse aquí de una antropología puesto que el hombre como tal no es más que ese tránsito y “el individuo, el indiviso, no existe” (p. 170) y la vida implica generación: “la diferencia consigo misma de conformidad con un movimiento que contradice en esencia la lógica inmunitaria de la autoconservación” (p. 171).
  No se trata de suprimir la tensión entre vida y política por medio del Estado (que disuelve la vida orgánica de la comunidad en el mecanismo inerte de la sociedad civil) sino que se debería permitir que la vida se alimente de su propio exceso (que no puede ser suprimido por el igualitarismo formal ni representado por los partidos políticos ni sublimado por las abstracciones legales ni delegado en la unidad del Estado soberano) en una multiplicidad política.

II. 2. Hacia una biopolítica afirmativa

  Para dar por finalizada esta somera presentación del paradigma biopolítico, veamos en qué términos Esposito formula las posibilidades de una biopolítica afirmativa que, por fuera del dispositivo inmunitario, logre dejar atrás la deriva tanatopolítica que también lo constituye (y que Esposito desarrolla en el capitulo cuatro de su libro, pp. 175-234). El método que Esposito sigue es el de tomar las categorías que usó la tanatopolítica para invertir su signo valorativo desde el horizonte de la communitas (y ya no desde la immunitas).

II. 2. 1. De la unidad del cuerpo a la pluralidad de la carne

  En primer lugar, el cuerpo. Mientras que la metáfora del cuerpo político está basada en el presupuesto inmunitario, el cuerpo tiende a cerrase sobre sí mismo según un patrón organicista que apunta a su propia conservación y en oposición con un exterior. “Y esto, con prescindencia del sesgo político –de derecha o de izquierda, reaccionario o revolucionario, monárquico o republicano- al que esa operación concernía” (pp. 253-254). Se trata de un dispositivo de cierre que apunta a “la autoconservación del conjunto del organismo político” que, a través de diferentes variantes, impuso su lógica “en la constitución y el desarrollo de los Estado nacionales” y que tuvo su punto de inflexión en “el totalitarismo nazi” cuando el mecanismo inmunitario necesitó reforzar el cierre del cuerpo sobre sí mismo mediante la coincidencia absoluta entre la identidad política y la biológico-racial” (p. 254). 
  Frente a esta noción de cuerpo, Esposito presenta la noción de carne, cuyas diversas capas semánticas recorre a través de la filología hasta llegar a un núcleo de significación que indica “una realidad vital ajena a cualquier clase de organización unitaria, en cuanto naturalmente plural” (p. 264). A partir de esta significación, puede entenderse “el proceso general de constitución de la Iglesia cristiana” como reunión en un cuerpo único de la “carne difundida y dispersa” (p. 264) y también, en la constitución del Imperio y, posteriormente, de “los nacientes Estado nacionales”, puede verse el funcionamiento de una “mecanismo teológico-político” que rescata a “la ‘carne’ de una multitud plural y potencialmente rebelde” para integrarla “en un cuerpo unificado por el mando soberano” (p. 265). Mutatis mutandi, tal mecanismo inmunitario parece ser el que articuló la lógica sarmientina de civilización y barbarie: la civilización como cuerpo (y forma) de aquello que en la barbarie se presenta como vida desbordante y sin forma. La carne de la barbarie es redimida por el cuerpo de la sociedad civil que gobierna el alma del Estado, en un paradigma biopolítico cuyo carácter inmunológico se podría ubicar en la función mediadora que cumple la sociedad civil entre el bíos (la carne) y la pólis (el Estado). En esta clave puede leerse el proceso de reconstrucción de la nación a partir del Estado que caracteriza a la historia argentina a partir de la segunda mitad del siglo XIX.

II. 2. 2. Nacimiento y nacionalismo

  En segundo lugar, el nacimiento. Se trata aquí de la captura política de un término biológico a través de un largo proceso histórico que desde el mundo antiguo y medieval llega hasta la modernidad haciendo pasar el signo de la natividad desde el polo semántico de la vida al de la política. Esposito resume este tránsito de la siguiente manera: “durante un largo período fue posible denominar nationes a grupos de personas a las que vinculaba una proveniencia étnica común, o tan sólo una contigüidad social, religiosa o profesional, mientras que posteriormente el vocablo fue adquiriendo una connotación predominantemente institucional”. Esposito encuentra la clave biopolítica de esta transformación semántica en la génesis y desarrollo de los Estados territoriales: “para adquirir un significado político, el fenómeno biológico, en sí impolítico, del nacimiento debe inscribirse en una órbita estatal unificada por el poder soberano” (p. 273). De acuerdo con esta interpretación claramente biopolítica, que reduce la multiplicidad y variedad biológica del nacimiento a la unidad y uniformidad identitaria de la nación, “el nacimiento en común es el hilo que mantiene a este cuerpo idéntico a sí mismo a lo largo de las generaciones” (p. 274). 
  De este modo se complementan ambos procesos de reducción biopolítica en clave inmunitaria: de los excesos de la carne a los ordenamientos del cuerpo, de la dispersión de los nacimientos a la unidad de las generaciones. Se trata en ambos casos de una vida que busca ser protegida por la política, para lo cual debe ser previamente negada en su forma inmediata de carne y nacimiento para afirmarse residualmente, por la mediación política, en cuanto cuerpo y nación.
  Complementaria a esta semántica del nacimiento, Esposito encuentra la de la fraternidad, que también pasa de una significación biológica o naturalista a otra política, como lema republicano de la Revolución Francesa. La identificación fraterna de la nacionalidad se ve reforzada por la apelación patriótica: referidos a un padre común, los nacimientos se ordenan en claros vínculos biopolíticos de consanguinidad que contribuye también a cerrar el cuerpo político sobre sí mismo excluyendo “a todos aquellos que no pertenecen a la misma sangre del padre común” (p. 278). Es posible ubicar aquí el significado que tuvo en la historia educacional argentina el proyecto de la educación patriótica de Ramos Mejía desarrollado a partir del año 1908.
  En contraposición con esta versión inmunitaria del nacimiento, Esposito plantea una versión comunitaria que hace funcionar de modo positivo al paradigma biopolítico: “antes que encerrar, anulándola, la ajenidad dentro de un mismo cuerpo, biológico o político, el nacimiento vuelca al mundo externo lo que está dentro del vientre materno. No incorpora, sino que excorpora, exterioriza, vira hacia fuera. No presupone, ni impone, sino que expone a alguien al acontecimiento de la existencia” (p. 283).

II. 2. 3. La vida y la norma

  En tercer lugar, Esposito se propone revertir la carga semántica del dispositivo inmunitario normalizador, para pasar de una “normativización de la vida” a una “vitalización de la norma” que parece tener resonancias con el tópico de la crítica a la “constitución legal” o “política” a partir de la “constitución social”. Inspirándose en Spinoza, Esposito plantea una particular relación entre norma y vida: “la norma ya no es, como en el trascendentalismo moderno, aquello que desde fuera asigna al sujeto derechos y deberes, permitiéndole lo que es lícito y vedándole lo que está prohibido, sino la forma esencial que cobra la vida en la expresión de su propio incontenible poder de existir” (pp. 297-298). Más adelante y tomando ahora inspiración en el tópico nietzscheano de la “gran salud”, plantea Esposito una relación no inmunitaria (sino comunitaria) entre vida y  norma: “la normalidad biológica no consiste en la capacidad de impedir variaciones, o incluso enfermedades, del organismo, sino en integrarlas dentro de una trama normativa distinta” (pp. 306-307).
 
  En síntesis y para finalizar con esta aproximación de Esposito al paradigma biopolítico, la relación entre vida y política podría tener un signo positivo –y, por lo tanto, no inmunitario-, en cuanto se la plantee desde el ámbito originario de la communitas, la que, a su vez, no debería ser entendida a partir de la lógica identitaria y la metafísica del sujeto -como aquello que sus miembros tienen en común, algo positivo, de lo que son propietarios-, sino como el conjunto de lo que se mantiene unido por un deber, por una deuda, por una obligación de dar (tal el significado de munus). La comunidad, entonces, no debería ser pensada como un cuerpo en donde los individuos se integran en un individuo más grande y tampoco como un recíproco reconocimiento intersubjetivo en el que ellos se identifican por reflejo confirmando su identidad inicial.




8.- Carl Schmitt: lo político como comunidad de amigos frente al enemigo

  En el año 1933 Carl Schmitt (1885-1985) hacía pública la segunda edición de su Concepto de lo político (Der Begriff des Politischen). La primera edición había aparecido un año antes, en 1932, y tenía algunas diferencias y variantes respecto de esta segunda, cuya traducción, realizada por Javier Condé (Concepto de la política, Buenos Aires, Struhart, 1984) es la que utilizamos aquí.
  El texto comienza con una afirmación tan rotunda como desgastada por el uso reiterado que se hace de ella en la discusión política actual: “la distinción propiamente política es la distinción entre el amigo y el enemigo” (p. 33). Según parece, Schmitt instala lo político sobre el escenario del conflicto y, dentro de ese escenario, se propone establecer una diferencia entre los conflictos que pueden ser administrados de tal modo que no lleguen al grado extremo de la hostilidad y la guerra (externa o interna) y los conflictos que inevitablemente pasarán por el trámite de la hostilidad y la guerra. Dicho en otros términos, los conflictos son, o bien internos a la comunidad -o a la unidad política- y pueden ser administrados en la medida en que no ponen en riesgo esa unidad comunitaria, o bien externos a la comunidad y, entonces, ponen en riesgo la existencia misma de la comunidad pero, al hacerlo, permiten su unificación. Se podría decir que la distinción política (en el sentido conceptual que Schmitt está intentando delinear) entre el amigo y el enemigo permite que un mero agregado de hombres -considerados en términos de individualidad-, cuya sociabilidad es siempre problemática (pesimismo antropológico), se constituya como comunidad unificada ante la presencia de un enemigo. La comunidad de amigos está frente al enemigo y lo enfrenta.
  No es difícil ver en esta caracterización de lo político y en el escenario conflictivo que constituye su horizonte de sentido mucho de la situación alemana de entreguerras y, también, de la experiencia de la República de Weimar (1919-1933) a la que se refiere Schmitt en reiteradas ocasiones. Pero, lo que da relieve a su concepto de lo político es algo que trasciende esa circunstancia. Y nos parece que podemos encontrarlo en una comprensión a la vez realista y existencial del hombre que no quiere hacerse ilusiones respecto de sus posibilidades o que no quiere verlas a través del filtro distorsivo de las ilusiones:

Podrá considerarse reprobable y aun tacharse de reminiscencia atávica de los tiempos bárbaros, que los pueblos continúen agrupándose realmente en función del amigo y del enemigo –sostiene Schmitt-; cabe también esperar que esta discriminación esté llamada a desaparecer algún día de la faz de la tierra […] Nada de eso nos interesa. No se trata aquí de ficciones o normatividades, sino de la realidad tal como es y de la posibilidad real de esa distinción (p. 38).

Preguntémonos, entonces, con Carl Schmitt, qué es lo que el hombre esconde detrás del velo de las ilusiones.
  En los capítulos 8 y 9 del Concepto de lo político Schmitt se propone abordar la cuestión central en toda reflexión sobre lo político: se trata de establecer como supuesto explícito de esa reflexión si “el hombre debe ser considerado como un ser problemático o como un ser no problemático” (p. 99). Lo problemático en el hombre puede tomar diferentes formas. Schmitt enumera las siguientes formas de la “malicia”: “corrupción, flaqueza, cobardía, estulticia” y, también, “rudeza, impulsividad, vitalidad, irracionalidad” (pp. 99-100). La primera serie agrupa cualidades humanas de carácter visiblemente negativo, mientras que la segunda serie de cualidades tiene una connotación positiva. Sin embargo, ambas series presentan la sociabilidad humana como problemática y sobre esa base problemática se constituye la teoría política en cuanto tal (es decir, alrededor de un concepto de lo político): “todas las teorías políticas propiamente dichas descansan en el supuesto que el hombre es malo, es decir, un ser en modo alguno improblemático, sino ‘peligroso’ y ‘dinámico’” (p. 103).
  Para llegar a esta conclusión, Schmitt recurre al expediente de negar carácter político a las reflexiones que se apoyan sobre el supuesto de la bondad humana. Bajo el rótulo genérico de liberalismo, Schmitt incluye todo pensamiento o sistema “político” que “se dirige polémicamente contra la intromisión del Estado” (p. 101), en un intento de “nivelar la política a la ética y sojuzgarla a la economía”, para lo cual “ha creado una teoría de la división y del equilibrio de ‘poderes’ […], a los que no se puede llamar teoría del Estado o principio político constructivo” (pp. 102-103). De modo que, “el radicalismo antiestatal crece en la misma medida que la creencia en la bondad radical de la naturaleza humana” (p. 102). El lenguaje pretendidamente “político” del liberalismo carece de lo que Schmitt propone como criterio distintivo de lo político: la diferencia existencial entre amigo y enemigo. En efecto, “todos los conceptos, nociones y vocablos políticos tienen un sentido polémico, se refieren a un antagonismo concreto, están ligados a una situación concreta, cuya última consecuencia […] es la agrupación amigo-enemigo, y cuando esa situación desaparece se convierten en abstracciones fantásticas” (pp. 43-44).
  Volvamos entonces sobre el supuesto antropológico de la maldad humana que constituye el horizonte de sentido del concepto de lo político y, también, de los intentos de oscurecer mediante ficciones esa evidencia, como si en el fondo, el hombre no soportarse tener una conciencia directa de todo aquello que el idealismo filosófico y metafísico ha ido ocultando detrás de sus polarizaciones valorativas: el bien y el mal, lo bello y lo feo, lo útil y lo dañoso (estas son precisamente las distinciones que Schmitt enumera como propias de la moral, la estética y la economía en p. 33). El mal, lo feo y lo dañoso, parecen quedar allí debajo de las idealizaciones metafísicas; dominados por el bien, lo bello y lo útil. La enemistad, en cambio, no queda debajo de la amistad ni es dominada por ella sino que se instala sobre su mismo plano, ambas interactúan para dar origen a lo político. Puede decirse “que los hombres en general, por lo menos mientras las cosas van bien, aman la ilusión de una quietud sin amenazas y no toleran ‘pesimistas’” (p. 110).
  El pensamiento liberal se apoya sobre el optimismo antropológico y también sobre el supuesto del individuo, de modo que el interrogante político a responder sea ahora “si del concepto puro y consecuente del liberalismo individualista se puede obtener una idea específicamente política” (p. 118). Está claro que la respuesta de Schmitt no puede ser afirmativa, toda vez que lo político se constituye en términos de unidad homogénea y, en último término, como Estado (“el Estado […] representa la forma clásica de la unidad política”, p. 41). Entonces, “la desconfianza crítica frente al Estado y la política se explica fácilmente partiendo de la idea fundamental de un sistema [el liberal] que sólo tiene siempre presente, como principio y fin de su pensamiento, al individuo”. En la medida en que “la unidad política debe, en caso dado, exigir el sacrificio de la vida”, resulta que “para el individualismo del pensamiento liberal esta pretensión no se comprende ni se puede razonar, y, en el fondo resulta irritante” (p. 120). De tales supuestos individualistas se concluye que “lo que este liberalismo deja al Estado y a la política es el aseguramiento de las condiciones de la libertad y la eliminación de todo cuanto pueda perturbarla”. Por esta vía, el liberalismo “llega así a un sistema de conceptos sin substancia militar ni política” (p. 121).
  Resulta interesante observar aquí dos puntos: uno, es que el concepto de lo político que Schmitt está presentando parece retroceder desde Locke hacia Hobbes o, dicho de otro modo, se propone buscar en Hobbes fundamentos más sólidos para un pensamiento político que con Locke parece haber perdido el rumbo. Otro, es que en el planteo de Hobbes el Estado se constituye a partir de una situación de conflicto generalizado (la guerra de todos contra todos) entre los individuos; lo que los individuos temen es morir en ese enfrentamiento y delegan en el Estado el derecho de muerte (el poder de la espada). Ahora, en cambio, los individuos (liberales) que temen al Estado, no encuentran razonable ese temor (ni el derecho de muerte que lo origina: “la unidad política debe, en caso dado, exigir el sacrificio de la vida”).
  Los argumentos de Schmitt suenan duros y nos remiten a los estrépitos de la guerra y a los totalitarismos siniestros de los años treinta. Sin embargo, Schmitt se refiere a otra cosa o, por lo menos, pretende referirse a otra cosa. Lo que a Schmitt le preocupa es la impotencia de los sistemas políticos para resolver los problemas comunes; impotencia que tiene su origen en el supuesto individualista que proclama el liberalismo. Mientras que, por un lado “cualquier mengua, cualquier peligro de la libertad individual ilimitada en principio, de la propiedad privada y de la libre concurrencia, implica ‘violencia’” desde la perspectiva liberal; por otro lado, “si millares de campesinos son arrojados a la miseria por la sentencia de un tribunal a favor de un usurero, eso es ‘Estado de derecho’ y normalidad ‘económica’ en la que el Estado no debe inmiscuirse” (p. 121).
  En este sentido, Schmitt intenta recuperar para lo político un poder que el liberalismo ha ido diluyendo dentro de un sistema cuyo centro lo constituye “el concepto de la propiedad privada”. Alrededor de ese centro, “el concepto político de la guerra se torna por el lado económico en concurrencia [es decir, en competencia], por el lado ‘espiritual’, en discusión”; de modo que “en lugar de la clara distinción de los dos Status diferentes de ‘guerra’ y ‘paz’, está la ‘dinámica’ de una concurrencia eterna y de una discusión eterna, eterno concurso que jamás debe hacerse ‘sangriento’ ni ‘hostil’” (p. 122). De todo este sistema liberal en el que se diluye lo político resulta que “el pueblo políticamente unido se convierte, por un lado, en un ‘publico’ de los intereses culturales, por otro lado, en ‘personal’ de empresa y trabajo y, por otra parte, en masa de consumidores” (p. 123).
  Si desde este lugar retornamos al punto de partida, a la distinción entre el amigo y el enemigo, podremos tener mayor claridad respecto de los motivos que impulsan y orientan la conceptualización de Carl Schmitt. De lo que se trata es de consolidar la comunidad y de hacerlo en términos de unidad identitaria: “la distinción del amigo y el enemigo define la intensidad extrema de una unión o de una separación”; amigos son “los de igual manera de ser y los aliados”; enemigo es un “otro, un extranjero” (p. 34). En términos generales, se podría decir que toda identidad, en la medida en que se constituye de modo unitario, está puesta en relación con una diferencia que la altera de modo radical (o que la puede alterar); está puesta frente a un otro (alter) que la amenaza de manera radical. No se trata entonces de una mera diferencia tolerable o asimilable dentro de la identidad o capaz de ser reducida a la unidad (en este caso se podría hablar de “concurrente” o competidor económico, o de “adversario”, o “contrincante”, o de “antagonista”), sino de una diferencia extrema, puesto que “enemigo es una totalidad de hombres situada frente a otra que lucha por su existencia”; enemigo es “solamente el enemigo público, porque todo lo que se refiere a ese grupo totalitario [en el sentido de tomado como totalidad y no como mera adición de individualidades] de hombres, afirmándose en la lucha, y especialmente a un pueblo, es público por sólo esa razón” (p. 39). De modo que la comunidad de amigos se constituye frente al enemigo que la unifica y, al unificarla, le ofrece una identidad política, un punto de identificación política que diluye el antagonismo interno: “estriba la esencia de la unidad política en suprimir ese extremo antagonismo dentro de la unidad” (p. 41). Por el mismo acto que permite ubicar el enemigo en el exterior se constituye la interioridad protectora de la comunidad de amigos (“el ‘protego ergo obligo’ es el ‘cogito ergo sum’ del Estado”, p. 87).
  El conflicto está en la base de la politicidad comunitaria de los amigos que la unidad política, en la forma institucional del Estado, intenta administrar mediante el recurso del enemigo: “puede suceder que ese antagonismo relativo sea ora una pugna ‘agonal’ que afirma la unidad común, ora el germen de una antítesis genuina del amigo y el enemigo que niega la unidad política y tiene en latencia la guerra civil” (p. 43). Esto es lo que sucede cuando se pierde de vista el enemigo, por ejemplo “dentro de un Estado pluralista de partidos dominados por un gran número de partidos diversos (como lo fue Alemania de 1919 a 1932)” (p. 46). Entonces, pierde fuerza “la idea de la unidad política omnicomprensiva (el Estado), que relativiza los partidos políticos y sus discrepancias, y los antagonismos internos prevalecen sobre el común antagonismo externo frente a otro Estado” (p. 47).
  El conflicto que está en la base de la politicidad puede tomar la forma extrema de la guerra: “la guerra no es sino la realización extrema de la hostilidad” (p. 49). Sin embargo, “no es el soldado, sino el político, el que define el enemigo” (p. 51). Podemos preguntarle entonces a Carl Schmitt cuál es la relación que intenta establecer entre lo político y la guerra. La respuesta es la siguiente: la guerra no es ni la meta ni el fin ni el contenido de lo político sino su supuesto, en cuanto ese supuesto está dado como “posibilidad real” (p. 52). En la guerra, “el agrupamiento político en función del amigo y del enemigo alcanza su última consecuencia. Gracias a esta posibilidad extrema adquiere la vida del hombre su polaridad específicamente política” (p. 53). De allí se sigue que “un mundo en el cual se hubiese eliminado […] la posibilidad de la guerra […] sería un mundo sin la distinción del amigo y el enemigo, y, por tanto, un mundo sin política” (p. 53). Sin embargo, dado que la naturaleza humana descansa sobre un fondo problemático (pesimismo antropológico), resulta imposible (e imprudente) desechar la posibilidad real del conflicto o ignorar su presencia más o menos latente y siempre amenazante.
  Ahora bien, como decíamos, Schmitt no quiere reducir lo político a la guerra, sino que, antes bien, pretende evitar la guerra mediante lo político. Y para ello necesita apelar a la guerra como supuesto de lo político: para evitar su despliegue incontrolado, por lo menos, dentro de la unidad política (es decir, del Estado). Puesto que la guerra es “el medio político extremo”, la relación entre lo político y la guerra se invierte; ahora es lo político el supuesto de la guerra, en cuanto la guerra “pone al descubierto lo que en el fondo de toda representación política hay, a saber, la realidad de esa distinción del amigo y el enemigo” (p. 54). Cualquier antagonismo o conflicto puede tomar la forma del antagonismo político “apenas se ahonda lo suficiente para agrupar efectivamente a los hombres en amigos y enemigos” (p. 57); la vida política no se caracteriza por el tipo de conflicto que la constituye sino por “el grado de intensidad de una unión o de una distinción de grupos de hombres” (p. 59).
  Frente al enemigo se constituye la comunidad de amigos y esa comunidad tiene la forma de “la unidad política” y se expresa, como tal unidad, a través de tres caracteres: es total (la unidad política es total por dos razones: porque todo conflicto puede llegar a ese grado extremo de intensidad y porque toma a la existencia del hombre de modo radical, lo abraza por entero, “la política es el destino”, p. 60); soberana (porque decide sobre el caso decisivo: el conflicto extremo, p. 61) y decisiva (“la vida política se orienta siempre hacia la posibilidad de un caso decisivo de lucha efectiva contra un enemigo efectivo”, p. 62).
  En oposición a esta idea de la unidad política Schmitt advierte la idea política del pluralismo que, en el fondo, descansa sobre la idea de “la muerte y el fin del Estado” (Schmitt remite la idea a Georges Sorel, p. 63, n. 8). De acuerdo con esta idea pluralista (que proclama “la igualdad esencial de todas las asociaciones humanas”) no hay ninguna necesidad de que los hombres se agrupen dentro de “una unidad última” que sería, más bien, una “superstición y reminiscencia de la escolástica medieval” (p. 63). Ahora bien, “estos pluralismos –que Schmitt observa como propios del pensamiento liberal y, también, de la República de Weimar- son posibles mientras el Estado, como Estado liberal ‘de derecho’, está paralizado y se pone al margen en cuanto presiente un verdadero caso de conflicto” (p. 67). Es en momentos de parálisis o de irresolución frente al conflicto decisivo (vida o muerte) en donde la teoría pluralista adquiere su relieve o encuentra su condición de posibilidad. Así planteada, la disyuntiva entre unidad y pluralismo queda claramente desbalanceada a favor de la unidad. Puesto que siempre hay conflicto, el pluralismo puede ser interpretado sólo de dos maneras, ambas negativas: o bien se trata del intento, imposible de concretar, de realizar “la unidad a través de la componenda diaria de las asociaciones sociales” o bien se trata de “un mero instrumento de disolución y de negación del Estado” (p. 69). Entonces, ante la posibilidad real del conflicto, frente al enemigo, “la posibilidad real del agrupamiento en amigos y enemigos basta, para crear, más allá del puro elemento social y asociativo, una unidad decisiva” (p. 71). Es aquí donde Schmitt ubica al Estado como “unidad esencialmente política” a la que corresponde determinar quién es el enemigo y combatirlo en una situación de guerra (p. 72). Schmitt describe esa situación no sin alarma: “el Estado, como unidad política decisiva, ha concentrado en sí un poder terrible: la posibilidad de hacer la guerra y de disponer así abiertamente de la vida de los hombres”. Como contrapeso o contrapartida, “la actividad de un Estado normal consiste, sobre todo, en procurar dentro del Estado y de su territorio, la completa pacificación” (p. 73); claro que, para lograr esa paz interna, “el Estado, como unidad política, decide también por sí mismo, mientras subsiste, quién es el enemigo interno” (p. 74).
  La comunidad de los amigos frente al enemigo no parece ser, a los ojos de Carl Schmitt, una comunidad de vida. Antes bien, pensada en términos biopolíticos, se trata de un poder (el de la unidad o el del Estado) que impone su forma a la vida por medio de la muerte (el derecho soberano de la espada): “este poder sobre la vida física del hombre eleva a la comunidad política sobre todas las demás comunidades y sociedades humanas” (p. 77).
  Sin embargo, Schmitt no quiere justificar o racionalizar la guerra y la muerte: “la guerra, al estar dispuestos a morir los hombres que combaten, el matar físicamente a otros hombres que están con el enemigo, todo esto no tiene un significado normativo, sino solamente existencial”. Y agrega, más adelante, que “no hay un fin racional […] que pueda justificar que los hombres se maten recíprocamente entre sí. Si tal aniquilamiento físico […] no acaece en nombre de la afirmación existencial de la propia existencia frente a una negación también existencia de esa forma, nada de eso se puede justificar” (pp. 79-80). Dicho brevemente, “una guerra tiene sentido no por el hecho de que se combata en pro de ideales o de  normas jurídicas, sino porque se combata contra un enemigo real” (p. 82). Y siempre existe la posibilidad real del enemigo por el simple hecho de que ninguna identidad se constituye sólo para sí sino frente a otro: “si un pueblo teme las fatigas y el riesgo de la existencia política, otro pueblo vendrá que le arrebate esas fatigas y cargue con ellas” y asumiendo el rol de protector exija la obediencia del pueblo protegido (p. 86). “Porque un pueblo deje de tener energía o voluntad para mantenerse en la esfera política no desaparece del mundo la política. Desaparece tan sólo un pueblo débil” (p. 88).
  Decíamos al comienzo que, según parece, Schmitt instala lo político sobre el escenario del conflicto. Efectivamente, lo político no puede ser pensado en su concepto sin el conflicto. Podríamos preguntarnos ahora qué es lo que le interesa pensar a Schmitt ¿lo político o el conflicto? Dicho en otros términos: cuál es la intención de Schmitt respecto a ese vínculo que él establece entre politicidad y conflictividad ¿se trata de pensar lo político como resolución del conflicto? ¿O se trata de pensar el conflicto como matriz generadora de lo político? Según parece, ambas posibilidades se superponen en el planteo schmittiano.
  “Si un Estado mundial abarcase el orbe terráqueo y toda la humanidad, no sería una unidad política, precisamente por esa razón, y se le podría llamar Estado por llamarse de alguna manera” (p. 97). Unas líneas más arriba, Schmitt había sostenido que “el mundo político es un Pluriversum, no un Universum” (p. 89), es decir, un sistema de unidades políticas, de comunidades de amigos que están frente a otras comunidades de amigos o unidades políticas, sin que sea posible pensar en “una unidad que abrazara la humanidad toda y la tierra entera” (p. 89) porque, a semejante unidad abarcadora de lo humano, le faltaría el enemigo frente al cual se realiza como unidad. “La humanidad, como tal, no puede hacer guerra alguna, porque no tiene ningún enemigo, al menos en este planeta” (pp. 90-91).
  Lo político procesa el conflicto a la vez que lo reproduce de modo ordenado dentro del límite extremo de la guerra de modo que sea impensable un equilibrio final en el que el conflicto sea resuelto de modo definitivo. Tal utopía de un mundo en donde “todo marcharía por sí mismo”, sin Estado y sin gobierno, en el que los hombres fuesen “absolutamente libres” no daría respuesta al “verdadero problema” que Schmitt se formula en estos términos “¿Para qué fin serían libres?” (p. 98).
 



9.- Saúl Taborda crítico de Carl Schmitt: lo político como comunidad de vida
 
  En un texto publicado en 1936[1], el pedagogo y filósofo argentino (cordobés, más precisamente) Saúl A. Taborda caracteriza el fenómeno político como propio de la comunidad (ya que “no se da en el hombre aislado”, lo que implica, de paso, la idea de que el individuo no puede ser origen de lo político, como pretenden las teorías contractualista) y esencialmente determinado por una relación de “amor y de fuerza” que el autor presenta en oposición al dualismo planteado por Carl Schmitt en términos de amigo-enemigo: “todo el fenómeno político –lo político- llega a caracterizarse por la voluntad de poder” (p. 85) y entiende que en ella se conjugan los opuestos del amor y la fuerza: un principio erótico o de filía que liga a la comunidad y la constituye y una fuerza constituyente que la afirma en la vida y la aleja de la muerte.
  En discusión y oposición con Carl Schmitt, Taborda plantea dos argumentos fundamentales en El fenómeno político: por un lado, rechaza el criterio amigo/enemigo como criterio distintivo de lo político para postular la filía, entendida en términos de vínculo amoroso, como principio impulsor de toda sociabilidad y politicidad. Así entendida, la filía expresa una pulsión vital que entra en conflicto con los sistemas legales que intentan encauzarla. Por otro lado, Taborda afirma que, al privilegiar el momento de la enemistad como constitutivo de lo político, Schmitt piensa lo político desde el Estado y pierde de vista la relación entre lo político y la comunidad, tanto desde el punto de vista digamos “afirmativo” que tendría la filía como fuerza configuradora cuanto en sus aspectos relativamente “negativos”, en la medida en que la comunidad políticamente organizada no es una totalidad homogénea que expulsa el conflicto hacia el exterior sino que lo contiene en términos de pluralismo.   
  Estamos, entonces, en el punto en que, antes que un medio para la resolución de conflictos, los sistemas políticos aluden a un fenómeno de sociabilidad originaria y fundante determinado por el amor y la fuerza. Ahora bien, la naturaleza positiva y afirmativa del fenómeno político no es fácil de observar; de hecho, para Carl Schmitt, lo político es “un acontecer vital originario que se expresa en la distinción amigo-enemigo, esto es, en la distinción entre aquello que, respecto de una comunidad aumenta la fuerza y aquello que la amenaza”. Así, dentro del “pluriverso político que es el mundo”, cada comunidad política se afirma en “una situación de lucha” que, al no tener forma de mediación posible, ni normativa ni por vía de arbitraje, “infunde a las partes comprometidas la más fuerte conciencia de una unión o de una desunión, de la cual se nutre el concepto existencial de la enemistad” (p. 71). Basándose en esta conflictividad existencial Schmitt recorta la especificidad del fenómeno político sobre la base de la identificación del enemigo como una forma particular de la alteridad. Así, lo otro de la comunidad se puede expresar tanto bajo la forma del hostis cuanto del inimicus: en el primer caso, se trata del concepto político del enemigo, en el segundo, del concepto no político de adversario –literalmente inimicus significa “no amigo” y hostis, “extranjero”-. Entonces, lo primero que Taborda objeta en la interpretación schmittiana del fenómeno político es que define su concepto de modo negativo o, más precisamente, a partir de una negatividad, y deja en penumbras el aspecto positivo del fenómeno; la amistad queda allí como un residuo conceptual o como concepto residual: “en ningún momento se detiene a aclarar qué sea la amistad” (p. 73). Y porque “la amistad es algo así como la penumbra que deja en segundo plano la prolija aclaración de la faceta de la enemistad”, “la amistad se resuelve en la enemistad” (p. 73). Es decir que, mediante la negación de la negación pretende encontrar un fenómeno positivo, una afirmación existencial, en este caso, la del amigo como aquel que no es (segunda negación) enemigo (primera negación). Pero, de este modo, no se obtiene un fenómeno originario sino uno derivado[2].
  Además, lo que en segundo término Taborda objeta en la interpretación schmittiana del fenómeno político es que lo deriva retrospectivamente a partir del Estado, fundando lo político en aquello que, por su parte, está fundado en lo político como fenómeno originario y reduciendo la pluralidad inherente al fenómeno a la unidad que es propia de la guerra y no de la política. Puesto que al hacer de la enemistad el concepto fundante de lo político se piensa la política como “una permanente situación de beligerancia” de un pueblo en relación con otro pueblo, se requiere hacer “en la vida interna de un pueblo, una cerrada unidad política”. Así el concepto positivo de la pluralidad de los pueblos, según el cual, el concepto de pueblo no podría ser pensado sino en relación con esa pluralidad, se ve recortado negativamente al postularse un doble cierre de los pueblos en relación recíproca de exclusión externa y de homogeneidad interna. Pero con esto, se piensa lo político desde el Estado “que, para el occidental, es la forma clásica de esta unidad” y que realiza lo político bajo la forma de la supresión de “los contrastes intestinos” y del aseguramiento de “la convivencia social”, puesto que –Taborda cita aquí a Schmitt- “la esencia de la unidad política consiste en que, dentro de la unidad, está excluido el enérgico contraste amigo-enemigo”[3]. Entonces, caemos en la extraña situación de que “la política poco o nada tiene que hacer con la vida interna de un grupo” puesto que “la política queda concretada a las actividades internacionales” (p. 73).
  Pensar lo político a partir de la determinación existencial del enemigo tiene también como consecuencia no deseada –por lo menos en la intención de Schmitt- la de confundir el fenómeno de lo político con el de la guerra porque también “la guerra procede de una enemistad” (p. 73). Y, aunque Schmitt no se siente en este punto en compañía de Clausewitz[4], la consecuencia inevitable de su doctrina es que la única diferencia que puede establecer entre el político y el soldado es que el primero “lucha cotidianamente, toda la vida” y el segundo, sólo de modo excepcional (p. 74). Pero, entonces, Schmitt no guarda fidelidad a su propio método de indagación que consiste en analizar el fenómeno político de modo estático “para averiguar, mediante un severo análisis sus notas tipificantes”; en lugar de ello, Schmitt “se limita a recalcar como de su esencia la enemistad ligada a la acción política en relación con el instrumento poliorcético que es el ejército”. De esta manera, lejos de aislar los componentes esenciales del fenómeno político en la presentación de su pureza originaria, Schmitt aborda el fenómeno en “un sentido dinámico y complejo en el que ya no cabe prescindir de aquellos fenómenos concomitantes por él eludidos en el planteamiento del fenómeno originario” (p. 74). De esta confusión metodológica se sigue una segunda confusión que consiste en plantear “el ejército como un instrumento mero y simple” para diferenciarlo de la política. Se puede aceptar, afirma Taborda, que “el ejército formado a base de la obligatoriedad” se pueda convertir en un mero instrumento “a virtud de la propia carencia de contenido ético”; pero esto no sucede allí donde “la fuerza armada se constituye por obra de una prerrogativa de honor que los miembros de una comunidad ejercitan, en servicio de la comunidad, poniendo en juego el poder político de las armas” (p. 74). Cuando esto sucede, se hace verdadera la afirmación de Clausewitz y la guerra se constituye como una continuación de la política porque “lo político, puesto en movimiento beligerante, ha introducido un fondo ético en su actividad” (p. 75).
  Esta conceptualización de lo político ligada a la beligerancia, que piensa la amistad como “un concepto derivado de la enemistad” no logra acceder –como decíamos más arriba- a la originalidad del fenómeno político por cuanto “la determinación del enemigo corresponde a un pueblo que ha alcanzado la unidad política” (p. 75). Se piensa lo político desde el Estado, que no es un fenómeno originario sino una de sus posibilidades, y este presupuesto es “la nota corriente en el pensamiento político europeo”. Poniendo las cosas en su lugar, Taborda encuentra que el Estado “es el resultado de un proceso más o menos largo en el que la voluntad histórica, allanando contradicciones, ha asegurado la convivencia social”, lo que supone, entonces, que “lo político, en cuanto fenómeno originario, es anterior a la aparición del Estado” y que

el dualismo amigo-enemigo mueve, impregna y trabaja todo ese proceso, ese continuum, que es la política y que, consiguientemente, la política, alcanzando tanto a la vida externa como a la vida interna del grupo, está tanto en la relación beligerante con el pueblo extraño como en las luchas y en los conflictos internos del grupo (p. 76).

En consecuencia, habrá que tomar en cuenta de modo positivo el concepto de la amistad para poder dar cuenta del fenómeno originario de lo político.
  El primer argumento se apoya, por una parte, en el testimonio bíblico (“la unión en el amor hace la fuerza”) y, por la otra, en la opinión de Bergson, quien ha mostrado que no ha habido nunca una sociedad que “careciera de religión, es decir, de religere, de cuidado amoroso de la existencia social” (p. 77). En este argumento, la relación entre el amor y el poder se establece sobre la base de la idea de que todo aquello que está unido y cohesionado es fuerte y poderoso como consecuencia de esa unión cuyo principio activo es el amor o la amistad. El segundo argumento, va por un camino bien distinto. Después de reprochar nuevamente a Carl Schmitt las insuficiencias de su descripción del fenómeno político como fundado unilateralmente sobre la enemistad y advertir que, de ese modo, Schmitt “exime a la vida interna [de un pueblo] de toda influencia del contraste amigo-enemigo en razón de que aquí predomina la amistad, el agon de los griegos”, Taborda concluye en que, aún en la vida interna de un pueblo “lo que juega un rol decisivo es un contraste agon-agonal, (antagonismo), cargado de amor y de fuerza, que es de la misma naturaleza que el que preside la política entre pueblos diversos” (p. 77). Despleguemos con mayor detalle este segundo argumento.
  Carl Schmitt había sostenido que

no es enemigo el concurrente o el adversario en general: Tampoco lo es el contrincante, el ‘antagonista’ en la pugna del ‘Agon’. Y lo es menos aún un adversario privado o cualquiera hacia el cual se experimenta antipatía. Enemigo es una totalidad de hombres situada frente a otra análoga que lucha por su existencia, por lo menos eventualmente, o sea, según una posibilidad real. Enemigo es, pues, solamente el enemigo público, porque todo lo que se refiere a ese grupo totalitario de hombres, afirmándose en la lucha, y especialmente a un público, es público por sólo esa razón[5].

Y, en nota al pie, ampliaba y aclaraba el contexto general de estas afirmaciones: se trata del concepto nietzscehano y heraclíteo de la vida griega como centrada en la lucha agonal aún cuando esa lucha podía ser cruenta; allí, el antagonista es un adversario, un contrincante, pero no un enemigo. Todo esto cambia con la guerra del Peloponeso “cuando se quebró la unidad política del mundo helénico”; allí, se revela “la gran antítesis metafísica entre pensamiento Agonal y pensamiento Político[6]. A partir de allí, el enemigo es hostis (y no inimicus) y está referido a una situación de pólemos (y no de stásis, que se reserva para designar el antagonismo interno: “sedición, insurrección, rebelión, guerra civil”). Schmitt interpreta esta situación como que “un pueblo no puede moverse guerra a sí mismo, y que la guerra civil puede implicar el desgarro de las propias entrañas, pero no la formación de un nuevo Estado o de un pueblo nuevo”[7]. Y lo que Taborda observa críticamente de todo este pensamiento schmittiano, sin citar expresamente sus argumentos, es que todos los conflictos, son de la misma naturaleza: los que tienen lugar bajo la forma de “la guerra civil, la lucha de los partidos, las querellas eclesiásticas, la lucha de clases y, en general, todas las situaciones polémicas” y los que tienen lugar “entre pueblos adversos”; es decir, Taborda rechaza, por un lado, la distinción entre stásis y pólemos que había presentado Schmitt y, consiguientemente y por el otro lado, la distinción entre conflicto interno y externo. Todos esos conflictos y “todas la situaciones polémicas, están teñidas de amor y de fuerza” (p. 77).
  Mediante este señalamiento crítico, Taborda lleva hacia el interior de la comunidad el conflicto que Schmitt había situado en su límite externo. Visto desde el argumento tabordiano, se borran los límites entre las diferentes comunidades políticas y un mismo flujo las atraviesa a todas y las constituye como tales. La operación tabordiana corre en paralelo con la crítica de base que le había dirigido a la conceptualización de Schmitt del fenómeno político por haber sido realizada a partir del Estado, es decir, de una de sus formas y, por lo tanto carente de originalidad: es lo político definido a partir del Estado lo que establece un claro límite espacial entre el adentro y el afuera para la legitimación del poder soberano. Evitando hacer derivar su concepto de lo político de las concreciones estatalistas del fenómeno, Taborda advierte entonces que un mismo flujo hecho de amor y de fuerza impregna todo agrupamiento humano y lo cohesiona. Llegado a este punto, sin embargo, en la argumentación de Taborda ambos elementos –el amor y la fuerza- toman caminos divergentes para configurar de modo claramente dualista el fenómeno político: lo que al comienzo era la idea de una comunidad homogénea unificada por la fuerza cohesiva del amor o, lo que viene a ser equivalente, la idea de una comunidad fuerte porque cohesionada por el amor y/o la amistad (“la unión en el amor hace la fuerza”), se vuelve ahora objeto de una observación más profunda. El amor y la fuerza están presentes en todos los fenómenos políticos porque aún en los conflictos internos

se emplea la fuerza, la técnica militar, en muchos casos con el manifiesto designio de ‘negar el ser de otro ser’; pero lo que los justifica, o, a lo menos, excluye de ellos la voluntad criminosa, que dicen los penalistas, es siempre ese fondo amoroso y abnegado que arrastra al sacrificio a muchos hombres en pos del mejoramiento de las condiciones sociales, de una mayor afirmación vital, de una más amplia y más cierta efectividad del ideal de justicia que es una condición sine qua non de la propia existencia de una comunidad (pp. 78-79).

Entonces, no se trata ya, como sucede en la caracterización schmittiana, de conformar cohesivamente la comunidad en su interacción con otras comunidades según un principio de identidad que delimita lo propio frente a lo extraño (hostis) sino de conformar una comunidad basada sobre el principio a la vez social, vital y político de la justicia, en la que el amor actúa de modo selectivo por medio de la fuerza. Como veremos más adelante, esa actividad selectiva basa su accionar sobre el principio ontológico de la diferencia y ya  no sobre el de la identidad.
  Podríamos sintetizar el texto que acabamos de reseñar afirmando que su objetivo es el de establecer un concepto de la democracia diferente al del liberalismo y alejado también del absolutismo o la dictadura y que se vale para ello del diálogo crítico con Carl Schmitt en torno del concepto de lo político.
  Así, mientras que Schmitt piensa lo político desde el horizonte del Estado soberano en la tradición del pensamiento político inaugurado con la modernidad hobbessiana y, por lo tanto, a partir de la experiencia de una vida desagarrada por el conflicto con ella misma, Taborda lo hace desde el horizonte de la comunidad y a partir de una vida que experimenta sus posibilidades autoafirmativas a través del conflicto. En el primer caso, la anarquía, entendida como la ausencia de un centro unificador del poder, es un fenómeno prepolítico negativo que el Estado vendrá a dar por concluido mediante la conformación de una pacificada sociedad civil bajo el imperativo de un ordenamiento político homogéneo que expulsa el conflicto hacia el exterior. En el segundo caso, la anarquía, entendida como multiplicación de los centros de poder, está en la base del fenómeno originario de lo político y se mantiene como principio vital organizador mientras dure la comunidad o el grupo así constituido. Puesto que la vida es flujo y la voluntad de poder es la ley de su dinamismo, sólo cuando esa voluntad declina, el flujo se detiene y la voluntad, en conflicto negativo con ella misma, busca fuera de sí misma un principio organizador: el absolutismo. Pero, cuando la vida sigue el curso de autosuperación que le indica la voluntad de poder, busca dentro de sí misma el principio organizador: la democracia. Sólo que esta democracia no es ya la de la sociedad civil constituida sobre la base de la atomización de la voluntad política, sino la de la comunidad orgánica –el comunalismo federalista- en la que el individuo es parte de un todo sin que ese todo se constituya por encima de las partes. Fundamento trascendente del poder, en un caso, inmanencia vital del poder, en el otro.
  Taborda encuentra insuficiente el intento de oponer el absolutismo a la democracia desde un punto de vista instrumental. Pensados ambos como medios o instrumentos políticos puestos al servicio de la resolución del problema de la convivencia humana es difícil establecer entre ellos una diferencia radical[8]. Y, sin embargo, de lo que se trata es de fundamentar esa diferencia. Podría decirse que el diálogo con los argumentos de Schmitt remite con urgencia a establecer esa diferencia, toda vez que la crisis de la democracia parece arrastrar a la vida civil hacia estadios “infrahumanos” bajo los impulsos de “fuerzas de regresión” y Schmitt, a quien Taborda había acompañado en su crítica de la democracia liberal, parlamentaria y partidocrática, había sostenido también que la única diferencia existente entre la dictadura y la democracia era la supresión de la división de poderes[9]. Mientras que en la conferencia de 1933 Taborda ubicaba a Schmitt junto con Maquiavelo y también Mussolini, en una común defensa del absolutismo que sostiene “una concepción amoral del Estado” (La crisis espiritual, p. 40), ahora ubica las insuficiencias de ese planteo político en términos de una racionalidad instrumental incapaz de remontar su mirada más allá de la mera adecuación de medios “en vista de un fin anterior que ella misma no pone ni determina” (p. 70). Y esto sucede porque Schmitt al postular el origen de lo político sobre la base de la enemistad pierde de vista la necesaria positividad del fin que persigue lo político en su constitución originaria. Incapaz de afirmar esos fines, la política se limita a actuar instrumentalmente como mediación en una situación de conflicto según el modelo del Estado soberano que se afirma negando al otro Estado, también soberano, que lo niega o amenaza (enemigo/hostis). Pero la conclusión que se sigue de semejante racionalización instrumental de lo político es que “la política poco o nada tiene que hacer con la vida interna de un grupo” (p. 73). Con lo cual Schmitt queda ubicado en la proximidad -no deseada por él- de Clausewitz, puesto que “la determinación existencial del enemigo es ya una actitud cargada de filosofía de la guerra” (p. 73). De lo que se trata, entonces, es de pensar lo político como fenómeno originario en su positividad. Y la positividad de lo político no puede ser otra que la afirmación de un poder inmanente.
  De allí que Taborda ubique la diferencia entre el absolutismo y la democracia sobre otro plano: sobre el plano del fenómeno originario de lo político entendido como voluntad de poder: “lo político se da en la vida del grupo” y “la vida del grupo no permanece sin influencia sobre el alma particular” porque “de un modo o de otro, la voluntad de poder repercute en esta alma y enciende en ella la voluntad vital […] transfiriéndole lo esencial del pathos político” y “ahí donde esto acontece, el hombre asume el poder” (p. 92). La diferencia entonces entre el absolutismo y la democracia es también la diferencia entre la democracia formal y la democracia sustantiva: se trata de la integración del individuo en la comunidad de la que es parte como miembro pleno y activo sobre la base de la comprensión de que la comunidad es una vida en común que incrementa su poder de acción a través del poder de acción de sus partes constitutivas. Entonces -y en cierto modo en la proximidad del planteo schmittiano-, la diferencia entre el absolutismo y la democracia se pierde al quedar referidos ambos al común origen de lo político y gana una nueva dimensión al adquirir las notas constitutivas de una biopolítica afirmativa en la que el poder trascendente que disciplina al hombre en la obediencia ha cedido su lugar al poder inmanente de la vida, que es, simultáneamente la del grupo y la del individuo.
  Si Nietzsche establecía la condición de posibilidad de una experiencia afirmativa de la voluntad de poder en la asunción plena del acontecimiento de la muerte de Dios, se podrá advertir que Taborda utiliza un procedimiento similar. El absolutismo comienza cuando el hombre realiza su libertad en la obediencia del dios, pero luego comprende que él es dios y su obediencia se transfigura en “obediencia a lo divino que hay en el hombre”, esto es, un dios inmanente a la vida que él mismo “rehace, reafirma y conquista con el esfuerzo de todos los días y de todas las obras” (p. 92). De este modo, Taborda puede coincidir, digamos diagonalmente, con Schmitt en que el absolutismo es “aquel sistema político que excluye la deliberación” y puede diferir –también diagonalmente- con Schmitt en cuanto se trata “de una exclusión impuesta por un poder trascendente al hombre y al grupo” (p. 94). Sobre el común origen de lo político, absolutismo y democracia se oponen y, a la vez, se complementan, pues cuando la comunidad necesita cohesionar sus fuerzas constitutivas recurre al absolutismo para fundar en un poder trascendente su propio acontecer vital. Dicho en otros términos, el fenómeno político, tal y como es examinado por Taborda, revela una ambigua constitución biopolítica, afirmativa y negativa a la vez, que delimita el horizonte de sus posibilidades. Es por eso que, finalmente, el absolutismo es una posibilidad de lo político que retorna toda vez que “en los momentos de peligro, especialmente en los casos de guerra, (forma de ‘lo político que durará mientras dure el fenómeno de lo político’), en los que más necesaria se hace la cohesión del grupo y la unión que ‘fait la force’” (p. 95) y en esto, no hace más que coincidir por el absurdo con Schmitt en el planteo de que “un globo terráqueo definitivamente pacificado sería un mundo sin la distinción del amigo y el enemigo, y, por tanto, un mundo sin política”[10]. Invirtiendo el argumento de Schmitt, Taborda diría que en un mundo tensionado por la posibilidad de la guerra, lo político queda inevitablemente referido a la posibilidad negativa del absolutismo.







[1] “El fenómeno político”, en Homenaje a Bergson, Córdoba (Argentina), Universidad Nacional de Córdoba, 1936, p. 71. Jorge Dotti registra en la obra de Taborda el primer análisis hecho en nuestro medio del pensamiento político de Carl Schmitt; DOTTI, J. E., “Saúl Taborda: filía comunitarista versus estatalismo schmittiano”, en DOTTI, J. E., Carl Schmitt en Argentina, Rosario (Argentina), Homo Sapiens, 2000. Importa destacar que Taborda cita a Schmitt por la edición de 1933 de Der Begriff des Politischen.
[2] En el prefacio de la obra que Schmitt escribe para la reimpresión de 1963 no hace más que confirmar por vía indirecta la interpretación de Taborda. Schmitt sale al cruce del reproche que le dirige en cuanto su concepción de lo político “supone una primacía de la noción de enemigo” y despacha esas críticas como corrientes y esteriotipadas porque no tienen en cuenta “que cualquier arranque de una noción jurídica procede, por necesidad dialéctica, de la negación”; de manera que “tanto en la vida como en la teoría jurídica, la inclusión de la negación es cosa totalmente distinta que una ‘primacía’ de lo negado. Un proceso, como acto jurídico, no se puede imaginar sin que se niegue un derecho. El punto de partido del Derecho penal y de la pena no es una acción, sino un delito. ¿Significa esto, acaso, una consideración ‘positiva’ del delito y una ‘primacía’ del crimen?”, SCHMITT, C., Concepto de la política, Buenos Aires, Struhart, 1984, p. 24. Así como la pena supone la negatividad del delito y la negatividad del delito supone la positividad de la norma que estipula la posibilidad o imposibilidad de una acción, sancionada entonces bajo la forma de un derecho mostrándose de este modo que es la afirmación de la norma la que establece y determina la negatividad del delito y no al revés, del mismo modo, es la positividad de la afirmación del amigo la que establece la comunidad y, por derivación, de la calificación del enemigo como aquello que le es exterior y amenazante.
[3] La cita corresponde a la p. 41 de la edición citada de la obra de Schmitt.
[4] La remisión es aquí al capítulo 3 del Concepto de lo político, p. 50 de la edición que estamos utilizando.
[5] SCHMITT, C., Concepto de la política, Buenos Aires, Struhart, 1984, pp. 38-39.
[6] Ibid., p. 39, n. 1.
[7] Ibid., pp. 39-40, n. 3.
[8] Taborda había sostenido que, como medios o técnicas políticas, tanto el absolutismo cuanto la democracia se proponen realizar “la convivencia social, sin que por esto se pueda establecer paridad entre la democracia y el absolutismo” (p. 70) y, finalizada su indagación sobre el fenómeno político que está en la base originaria de ambas formas políticas, sobre el final del texto concluye en que “lo político no se manifiesta exclusivamente en la democracia” pues “el absolutismo [aún siendo] lo opuesto a la democracia […] es también expresión de lo político” (p. 94).
[9] Esta era, en efecto, la primera recepción que hacía Taborda de Schmitt en la conferencia de 1933: “la dictadura no contraría a la democracia ‘sino, esencialmente, es la supresión de la división de poderes’” y Schmitt no desmiente a Maquiavelo sino que lo confirma “al sostener que la supresión de la división de los poderes es compatible con la democracia”; La crisis espiritual y el ideario argentino, Santa Fe (Argentina), Instituto Social de la Universidad Nacional del Litoral, 1933 (reeditado en 1942, 1945 y 1958), pp. 39 y 40.
[10] SCHMITT, C., Concepto de la política, Buenos Aires, Struhart, 1984, p. 53.

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