martes, 21 de septiembre de 2010

Dios y la filosofía: de Platón a San Agustín

Dios y la filosofía: de Platón a San Agustín. Por Carlos A. Casali

  Las relaciones entre Dios y la filosofía pueden ser planteadas de muchas maneras; aquí, nos interesará particularmente observar de qué maneras diversas se produce el encuentro entre la filosofía que hemos visto surgir en Gracia en los lejanos tiempos de Hesíodo (siglos VIII/VII a.C.), tal vez no casualmente en la Teogonía (sobre el origen, génesis o genealogía de los dioses), dentro de un entramado discursivo tejido con elementos míticos y recursos del logos, y la novedad cristiana que aporta a la filosofía algo que no parece haber estado presente en aquellos comienzos y que, al presentarse, divide el tiempo del mundo entre un antes y un después. La presencia de Cristo en el mundo, un Dios hecho hombre, constituye un acontecimiento que desafía los alcances del logos y parece restituir la potencia expresiva del mito (recordar que mito y misterio son términos que derivan de la misma raíz, myein). La filosofía cristiana planteará esta relación en términos del encuentro y desencuentro entre la fe (respecto del logos revelado sobrenaturalmente en la Biblia: “en el principio era el logos y el logos era con Dios el logos era Dios”, afirma el Evangelio de Juan) y la razón (conocimiento natural, o, también, conocimiento que el hombre puede alcanzar de modo natural sin el auxilio sobrenatural de la gracia divina que se expresa en la fe). El catálogo de las verdades sobrenaturales que la filosofía cristiana acepta por la fe y que desafían la razón es amplio (que Dios se haga hombre, que sea uno y trino a la vez, que Cristo hijo de Dios muera y resucite…); sin embargo, tal vez ese conjunto de verdades que desafían al logos filosófico se podría sintetizar en uno de sus componentes que tomaremos aquí como componente central de la metafísica cristiana: la afirmación de que “Dios ha creado al mundo de la nada” (ex nihilo fit ens creatum); afirmación que resulta ser claramente contrapuesta a la noción griega de que toda creación trabaja sobre un material preexistente puesto que “de la nada, nada se sigue” (ex nihilo nihil fit). Ya Parménides había sostenido que la única vía para pensar es la vía del ser y que la vía del no ser es intransitable.
  Ahora bien, entre fe y razón cabe pensar las siguientes posibilidades de articulación: afirmar la fe en contra de la razón (Tertuliano sostendrá en el siglo II d.C. que credo quia absurdum, “creo porque es absurdo”); afirmar la razón en contra de la fe (las verdades que se presentan enmascaradas bajo el ropaje simbólico de la fe pueden y deben ser comprendidas racionalmente); separar ambos regimenes de verdad en dos campos incomunicables; hacer de la fe un presupuesto de la razón (San Agustín dirá en el siglo IV que credo ut intelligam, “creo para entender”); articular de modo armónico fe y razón (Santo Tomás sostendrá en el siglo XIII que fe y razón no constituyen dominios heterogéneos e incompatibles sino articulables y, en cierto modo, complementarios) (Sobre estos temas puede consultarse CARPIO, A. P., Principios de filosofía, Buenos Aires, Glauco, 1974, pp. 142-145).
  Comenzaremos a recorrer este camino de encuentro entre Dios y la filosofía a partir de San Agustín. En Contra los académicos, obra escrita en Casicíaco (ciudad cercana a Milán) hacia el año 386 (Agustín recibirá el bautismo, signo de su conversión al cristianismo, en 387), se puede encontrar una interesante articulación entre la filosofía platónica y la revelación cristiana. En el capítulo XX del libro III sostiene Agustín que

“una doble fuerza nos impulsa al aprendizaje: la autoridad y la razón. Y para mí es cosa cierta que no debo apartarme de la autoridad de Cristo, pues no hallo otra más firme. En los temas que exigen arduos razonamientos –pues tal es mi condición que impacientemente estoy deseando de conocer la verdad, no sólo por fe sino por comprensión de la inteligencia- confío entre tanto hallar entre los platónicos la doctrina más conforme con nuestra revelación”.

  Podemos ver en esta obra de Agustín un momento de transición entre la filosofía griega y el cristianismo tanto desde una perspectiva histórica cuanto desde el punto de vista de la propia trayectoria vital del autor. En el primer sentido, la recuperación del platonismo originario le permite a Agustín superar el escepticismo planteado por la Academia nueva dirigida por Carnéadas a partir del año 160 a.C.; en el segundo sentido, la recuperación del platonismo le permite a Agustín encontrar una forma de articulación entre la filosofía que busca la verdad por medio de la argumentación racional y la fe que acepta la verdad presente en la revelación bíblica. Esta transición entre el sistema de la filosofía antigua y el de la filosofía cristiana es, también, un momento de crisis e inestabilidad que Agustín intenta superar por medio de la filosofía misma. Después de establecer que “vivir felizmente” (beata vivere) es “vivir conforme con lo mejor que hay en el hombre” y que esa porción “puede llamarse mente o razón” (mens aut ratio) Agustín se plantea en Contra los académicos si la vida filosófica que conduce a la vida feliz puede consistir en la mera búsqueda e investigación de la verdad o, antes bien, requiere de su plena posesión (libro I, caps. II y III).
  La fuente de inspiración platónica está, como hemos visto, explícitamente puesta de manifiesto por parte de Agustín; sin embargo, será útil aquí volver sobre el tema. En La República, los argumentos que Platón desarrolla en torno de la superioridad política y existencial del filósofo por sobre la figura del sofista se apoyan, en última instancia, sobre la experiencia de la verdad entendida como tránsito del alma hacia su autenticidad (y en este sentido puede ser interpretada la alegoría de la caverna). La experiencia de la verdad es también la fuente de la que brotan todas las posibilidades intelectuales de la argumentación eidética o conceptual en su diferencia con el discurso sofistico. Así, el filósofo se opone al sofista como el gobernante legítimo se contrapone el tirano. En República, como hemos visto con ocasión de abordar el análisis de la alegoría de la caverna, el discurso filosófico toma un giro novedoso que Heidegger interpreta como mutación en la esencia de la verdad. Agreguemos a ese dato una referencia al contexto: se trata de la crisis de las formas tradicionales de la vida en común (la pólis) y de las formas posibles de la superación de esa crisis. El pensamiento filosófico de Platón se mueve todavía dentro del horizonte espiritual de la polis; sin embargo, su crisis es definitiva y su recuperación queda instalada sobre el plano utópico de los ideales que orientan la búsqueda filosófica sin posibilidades prácticas reales. La disolución de la pólis dará lugar después a un nuevo horizonte espiritual, el de la cosmópolis, ámbito en el que se pierden los límites referenciales de la vida en común establecidos por la pólis. A ese ámbito pertenecen las filosofías postaristotélicas: estoicismo, epicureismo y escepticismo, por mencionar sólo las escuelas o corrientes más importantes. Finalmente, el cristianismo propondrá una recuperación del horizonte espiritual perdido, dentro de un ámbito más amplio: la ecumene cristiana. Para tender un puente, entonces, entre Platón y Agustín es necesario situar a ambos dentro de su horizonte espiritual; es decir, dentro de su mundo histórico. Y, para hacerlo, detengámonos un instante alrededor del problema planteado por Platón en torno de la diferencia entre el filósofo y el sofista.
  En el libro II de República Platón sostiene que "...nadie, de su voluntad, quiere ser engañado en la parte más noble de sí mismo, ni sobre las cosas más importantes, y nada tememos tanto como abrigar allí la falsedad" (Rep., 382 a), y caracteriza la verdadera falsedad (alethós pseudos) como "la ignorancia (agnoia) que hay en el alma del engañado; porque la falsedad en las palabras no es sino una imitación del estado que afecta al alma, del cual es aquella una imagen posterior, y una falsedad no del todo pura" (Rep., 382 b-c). En la verdadera falsedad, el alma del engañado carece totalmente de acceso a la verdad y se ve privada, por lo tanto, de todo tipo de orientación. La falsedad verbal, en cambio, implica en el mentiroso la presencia de una verdad a partir de la cual éste puede dirigir su acción, en este caso, mentir. Lo divino, que Platón caracteriza como absolutamente opuesto a la falsedad, está asociado con el elemento superior y directivo del alma y determina su natural inclinación a la verdad. Dicho en otros términos, la Idea del Bien "es ella misma la señora y dispensadora de la verdad y de la inteligencia, y tiene que verla quien quiera conducirse sabiamente así en la vida privada como en la vida pública" (Rep., 517 c). Ahora bien, si la experiencia de la verdad es la condición de posibilidad de una praxis virtuosa, su realización efectiva depende de una condición ética: el dominio de sí. En este punto es en donde el tipo más elevado de gobernante, el rey o basileus, se opone al tipo tiránico en una escala que mensura y distribuye los lugares de un orden de eudaimonía posible (cfr. Rep., 580 b). El tirano es "el hombre que gobierna mal en su interior" que, empeora su situación "cuando en lugar de pasar su vida como simple particular, se ve constreñido por algún azar a ejercer la tiranía y trata de dominar a los demás cuando no puede ser señor de sí mismo" (Rep., 579 c-d). Platón ha desplazado el eje alrededor del cual giraba la virtud política. El dominio de sí, íntimamente relacionado con la experiencia de la verdad, permite la realización efectiva de esa praxis interior que define la concepción platónica de la justicia y se postula como vía de superación de la crisis política. Es importante tener en cuenta que la noción de "dominio de sí" que Platón introduce como nuevo eje a cuyo alrededor deberá girar la praxis individual y colectiva conforme a la virtud, es presentada no sin ciertos recaudos y prevenciones: "la templanza (sophrosyne) -dice- es una especie de orden (kósmos) y señorío (egkráteia) en los placeres y deseos (epithymion), según lo expresan los que dicen, no sé en qué sentido, que uno es dueño de sí mismo (kreitto autou)" (Rep., 430 e). Las reservas de Platón respecto de la noción de "dominio de sí" parten de la paradójica escisión que ésta supone en el sujeto, a la vez dueño y esclavo de sí mismo, pues todo mando implica obediencia y, en este caso, un mismo sujeto sería tributario de ambos predicados. La solución platónica de la paradoja pasa por distinguir dentro del alma lo superior y lo inferior: "cuando lo superior por naturaleza tiene bajo su poder a lo inferior, se dice, y por cierto con alabanza, que tal sujeto es dueño de sí mismo. Cuando, por el contrario, a causa de la mala crianza o compañía, lo superior, más endeble, es dominado por la muchedumbre de lo inferior, censúrase esto como un oprobio, y del que está en esta disposición se dice que es esclavo de sí mismo y que es intemperante" (Rep., 431 a-b). El ingreso a la ciudadanía política de una comunidad organizada conforme con la justicia requiere de la interiorización en los sujetos de la relación intersubjetiva de poder que se constituye entre los polos del mando y la obediencia. Es decir que, si la praxis política virtuosa supone determinadas virtudes del éthos individual, éste supone a su vez la vigencia de la relación intersubjetiva de dominio.
  Es esta estructura de las relaciones de poder político, intra e inter subjetivas, planteada por Platón al que parece quedar desestabilizada junto con el proceso de disolución de la pólis.
  Volvamos a Agustín en el punto en que lo habíamos dejado: la vida feliz implica vivir conforme con la parte del alma que cumple una función directiva, parte a la que llamamos mente o razón y que tiene una particular disposición hacia la verdad; de modo que la vida feliz es una vida filosófica en cuanto es allí en donde la verdad se manifiesta. Sólo queda por averiguar –argumenta Agustín- si la mera búsqueda de la verdad y no su plena posesión nos pone ya sobre el plano de la vida feliz. Emparentada con esta cuestión de la verdad está la cuestión del error en el doble sentido de errancia y de no verdad que Agustín desarrolla en el capítulo IV del libro I, poniendo el argumento en boca de Trigecio: “el que yerra ni vive según la razón ni es dichoso totalmente. Es así que yerra el que siempre busca y nunca halla”; de modo que “errar es andar buscando, sin atinar en lo que se busca”. Licencio, en cambio, sostiene la posición filosófica del escepticismo:

“el error, creo yo, consiste en la aprobación de lo falso por verdadero; y en este escollo no da el que juzga que ha de buscarse siempre la verdad, pues no puede aprobar cosa falsa el que no aprueba nada; luego es imposible que yerre. Y dichoso puede serlo fácilmente, pues para no ir más lejos, si a nosotros se nos permitiera siempre vivir tal como vivimos ayer, no se me ocurre ninguna razón para no tenernos por felices”.

  Para seguir adelante con la argumentación en torno del problema planteado respecto de la sabiduría y la vida feliz en su relación con la verdad y el error, Agustín presenta, en el capítulo V del libro II, la doctrina del escepticismo académico en su oposición con la doctrina estoica de la verdad:

“el sabio no da su asentimiento a ninguna cosa, porque necesariamente yerra -y esto es impropio del sabio- asintiendo a cosas inciertas. Y no sólo afirmaban que todo era incierto, sino que apoyaban su tesis con muchísimos argumentos. Pero que no puede comprenderse la verdad lo deducían de una definición del estoico Zenón, según la cuál sólo puede tenerse por verdadera aquella representación que es impresa en el alma por el objeto mismo de donde se origina, y que, no puede venir de aquello de donde no es. O más breve y claramente: lo verdadero ha de ser reconocido por ciertos signos que no puede tener lo falso. Y que estos signos no pueden hallarse en nuestras percepciones, se empeñaron en demostrarlo con mucha tenacidad los académicos”.

  Ahora bien, el sabio escéptico que evita el error por medio de la suspensión del juicio acepta, sin embargo, una forma probable de la verdad para guiar su vida práctica que es la verosimilitud. Y, en la medida en que la verosimilitud no es otra cosa que “lo semejante a la verdad”, el sabio escéptico resulta un personaje contradictorio: conoce y no conoce la verdad al conocer lo verosímil (capítulo VII, libro II). Se trata entonces de establecer si al hombre le es dada la presencia de la verdad y, consiguientemente, la posibilidad de la sabiduría.
  Este problema es abordado por Agustín en el libro III; después de sostener en el capítulo VI que “sólo algún divino numen puede manifestar al hombre lo que es la verdad”, presenta en el capítulo XI el siguiente argumento que, como veremos luego, anticipa al cogito cartesiano, aunque con las diferencias que desarrollaremos más adelante: tenemos, en primer lugar, la certeza del mundo, pues si llamamos mundo a “todo esto, sea lo que fuere, que nos contiene y sustenta; a todo eso, digo, que aparece (apparet) a mis ojos y es advertido por mí con su tierra y su cielo, o lo que parece tierra y cielo” y la certeza de esa presencia sensible del mundo no puede ser alterada ni por el argumento del sueño ni por el argumento de la locura pues “llamo mundo a lo que se me ofrece al espíritu (mihi videtur), sea lo que fuere”, y tenemos también, en segundo lugar, las verdades del mundo puesto que “tres por tres son nueve y el cuadrado de números inteligibles, es necesariamente verdadero, aun cuando ronque todo el género humano”. Entonces, si “al sabio pertenece la percepción de la sabiduría y ninguna razón hay para que niegue el asentimiento a lo que puede percibirse”, sólo resta saber en qué lugar encuentra el sabio la sabiduría. Agustín responde que “en sí mismo” (in semetipso) (cap. XIV, libro III); luego, sólo le falta recurrir a Platón para encontrar un modelo de sabiduría en el planteo de un mundo inteligible “donde habitaba la misma verdad” y un mundo sensible que es “semejante al verdadero y hecho a su imagen” (cap. XVII, libro III). De modo que la sabiduría que podemos encontrar presente en la “filosofía perfectamente verdadera” no es

“la filosofía de este mundo, que nuestras sagradas letras justamente detestan, sino la del mundo inteligible, al que la sutileza de la razón no habría podido guiar a las almas, cegadas con las multiformes tinieblas del error y olvidadas bajo la costra de las sordideces materiales, si el sumo Dios, descendiendo con su misericordia al seno del pueblo, no hubiese abatido y humillado hasta tomar cuerpo humano al Verbo divino, para que, estimuladas las almas con sus preceptos y, sobre todo, con sus ejemplos, sin luchas de disputas, pudiesen entrar en sí mismas y volver los ojos a la patria” (cap. XIX, libro III).