Metafísica. Por Carlos A. Casali
1.- Mito y logos
2.- Dos
versiones sobre Anaximandro: pensador político
3.- Dos
versiones sobre Anaximandro: pensador del ser
4.- Parménides y
Platón: mitos, alegorías y metáforas sobre el pensamiento
5.- Parménides:
de la oscuridad del ser al ente luminoso
6.- Parménides:
la vía de la opinión
7.- Heráclito y
el logos
8.- Aristóteles:
los discursos del ser
9.- Dios y la
filosofía: de Platón a San Agustín
10.- Dios y la
filosofía: Escoto Erígena y Santo Tomás
11.- Dios y la
filosofía: Descartes
12.- Dios y la
filosofía: Spinoza
13.- La crítica
de Hume a la metafísica: la melancolía pensativa
14.- La
superación kantiana de la metafísica: el idealismo trascendental
1.- Mito y logos
Un problema
filosóficamente interesante se presenta cuando nos preguntamos por qué la
filosofía surge en Grecia y en determinado momento histórico y no en otro lugar
y en otro momento cualquiera. La pregunta está directamente vinculado con esta
otra: qué cosa es la “filosofía”, cuya trayectoria histórica comienza allá, lejos en el espacio y en el tiempo y cerca de nuestro pensamiento. Comprender
el alcance y las características de la pregunta implica haber entrado ya dentro
del círculo de la filosofía, de su particular manera de orientarse dentro del
pensamiento y de orientar al pensamiento dentro de sus laberintos discursivos
en la búsqueda de una respuesta inevitablemente provisoria, pues nunca se sale
de un laberinto sino es por arriba (Leopoldo Marechal, dixit), es decir abandonado la búsqueda dentro del laberinto y, lo que es peor, sin haber dado muerte al
monstruo que nos persigue y nos fascina con su pregunta sin respuesta
definitiva.
Entremos entonces
dentro del círculo laberíntico de la filosofía y ubiquemos su origen geográfico
e histórico entre el mito y el logos.
Puesto que el
mito es un relato sobre el origen, conviene a la naturaleza del círculo
comenzar por allí (¿será una mera tautología afirmar que el comienzo mismo
afirma ese origen como tal, que no comenzamos por el origen, sino que al
comenzar establecemos ese origen como tal?). Mito es una palabra que se puede
vincular con el verbo griego myein
cuyo significado es “’abrir y cerrar’ los ojos en un acto de contemplación, por
ejemplo ante la luz”. Aunque “el objeto contemplado no es claramente penetrable
por esa mirada humana por esa pupila, que sin embargo en el acto dinámico de
‘abrir y cerrar’ sigue siendo determinada por la luz” (Carlos A. Disandro, Tránsito del mythos al logos, La Plata, Ediciones Hostería
Volante, 1969, pp. 23-24). La palabra “mito” tiene estrecha relación con
“misterio” y “mística” y tiene, también, otro curioso significado de carácter
más general: significa “palabra”, del mismo modo que también significa palabra
el término “logos”. Estamos buscando entonces
el origen de la filosofía en el tránsito del mito al logos o en su articulación, en el tránsito articulado y laberíntico
entre dos formas de la palabra, la palabra que dice el mito y la palabra que
expone el logos.
“Logos”, por su parte, significa a la vez
palabra y pensamiento y, de un modo más primario, reunión, selección; de modo
que “logos” es la palabra en cuanto
expresa un significado en la articulación del lenguaje y a través de esa
articulación misma, mientras que el mito hace presente en su palabra aquello
que no puede estar plenamente a la luz del día (o a la luz selectiva del logos).
Ahora bien ¿qué
es lo que no puede, digamos por definición, estar plenamente a la luz del día?
Las posibilidades son múltiples y podríamos decir que las diferentes
tradiciones culturales de los diferentes pueblos construyen sus relatos míticos
en torno de estas “oscuridades” múltiples. Sin embargo, lo que está en los
orígenes de la filosofía en la articulación entre el mito y el logos es, precisamente, la relación de
la palabra –la del mito y la del logos-
con el origen. Y, puesto que la función cultural y política del mito es decir
el origen (“el mito cuenta una historia sagrada; relata un acontecimiento que
ha tenido lugar en el tiempo primordial, el tiempo fabuloso de los
‘comienzos’”, Mircea Eliade, Mito y
realidad, Madrid, Guadarrama, 1968, p. 12), habrá que ver con mayor detalle
en qué términos se plantea en aquel mundo griego a la vez lejano y cercano el
problema del origen (y el origen mismo de nuestro problema: ¿qué cosa es la
filosofía?). Recurramos a Hesíodo para buscar una respuesta y para situar el
origen de la filosofía en esa articulación entre mito y logos que se produce en Grecia hacia el siglo VIII a.C.
Hesíodo afirma en
su Teogonía que en los comienzos del
mundo existente, lo primero fue Abismo (“primeramente [prótista], por cierto, fue Abismo [caos]”). Se suele ubicar a Hesíodo del lado de un pensamiento que
todavía no ha abandonado el mito pero que, sin embargo, está en el límite de lo
que será la transición o articulación del mito con el logos y esta peculiaridad de Hesíodo está vinculada con tres
elementos presentes en ese breve fragmento: por un lado, la remisión del
comienzo a un tiempo que tiene estrecha relación con el presente (mientras que
“poemas como la Ilíada y la Odisea
se mueven en un pasado absolutamente indeterminado e indefinido, en el ancho
campo del ‘érase una vez’, que no guarda ninguna relación esencial con el
presente”, la pregunta de Hesíodo “‘¿Qué fue lo primero que existió?’ está
decididamente relacionada con el presente”, Olof Gigon, Los orígenes de la filosofía griega, Madrid , Gredos, 1980, p. 23);
en segundo lugar, la relación de ese comienzo con la realidad tomada en
conjunto y no con una de sus partes (se trata aquí de la genealogía de los
dioses, es decir del orden de su sucesión, del principio ordenador del cosmos);
en tercer lugar, la idea abstracta de que eso que está el comienzo es la
condición de posibilidad de lo que viene después (“caos” significa apertura,
tal como se abre la boca al pronunciar la palabra). Podríamos comparar esta
formulación todavía mítica de Hesíodo del comienzo (aunque sea discutible si
Hesíodo está todavía sumergido dentro de la atmósfera cultural del mito; Gigon,
por ejemplo, sostiene que “el primero al que podemos llamar filósofo es
precisamente un poeta, Hesíodo de Ascra en Beosia”, p. 13) con el fragmento en
el que Anaximandro, según Simplicio, “fue el primero que introdujo este nombre
de ‘principio’ [arkhé]” para indicar
aquello que está al comienzo del ordenamiento de lo real y lo sostiene y
establece a la vez ese principio ordenador como algo abstracto (apeiron, lo que no tiene límites,
ilimitado, indefinido, infinito). Si nos preguntamos ahora qué es lo que
diferencia el pensamiento y la palabra todavía mítica de Hesíodo del
pensamiento y la palabra ya filosófica de Anaximandro, tendremos que buscar en
el logos la respuesta y, con mayor
precisión, en la vinculación entre el logos
y el ambiente cultural de la pólis.
“Entre la política –sostiene Vernant- y el logos
hay […] una estrecha relación, una trabazón recíproca. El arte político es, en
lo esencial, un ejercicio del lenguaje; y el logos, en su origen, adquiere conciencia de sí mismo, de sus
reglas, de su eficacia, a través de su función política” (Jean-Pierre Vernant, Los orígenes del pensamiento griego,
Buenos Aires, EUDEBA, 1979, p. 39).
Entonces, en la
articulación entre mito y logos de la
que veremos surgir a la filosofía queda transpuesta y transfigurada la palabra
mítica, que funda el ordenamiento del mundo según un origen lejano e
inalcanzable, en la palabra que dice ese orden según el orden fluyente
–discursivo- y argumentativo del logos.
2.- Dos
versiones sobre Anaximandro: pensador político
En nuestra exploración
del complejo mundo de la filosofía antigua comenzamos por Anaximandro. Hay
varios motivos para ello. El primero, podríamos caracterizarlo como un motivo
de catalogación: “si Tales mereció el título de primer filósofo griego debido
principalmente a su abandono de formulaciones míticas, Anaximandro es el
primero de quien tenemos testimonios concretos de que hizo un intento
comprensivo y detallado por explicar todos los aspectos del mundo de la
experiencia humana” (G. S. Kirk y J. E. Raven, Los filósofos presocráticos, Madrid, Gredos, 1970, p. 146). El
segundo motivo está más directamente ligado con la formación y uso de un
lenguaje –y un pensamiento- que con el tiempo se nombrará a sí mismo como
filosofía. Me refiero aquí puntualmente a que se le atribuye a Anaximandro, vía
Teofrasto y Simplicio, haber sido el primero en emplear la palabra arkhé como término específico de lo que
luego –dentro de la escuela fundada por Aristóteles y la tradición intelectual
que se origina allí- llamaremos lenguaje o pensamiento metafísico o filosofía
primera (sin embargo, todo esto es discutible y discutido; de hecho, Kirk y
Raven sostienen que “la cuestión carece de importancia y parece que Teofrasto
no atribuyó a Anaximandro un uso técnico de la palabra arkhé…”, p. 157). El tercer motivo está relacionado con el interés
que Heidegger tuvo en 1946 para ocuparse del fragmento de Anaximandro en cuanto
este fragmento es considerado “la sentencia más antigua del pensamiento de
Occidente” (M. Heidegger, “La sentencia de Anaximandro”, en Sendas perdidas, Buenos Aires, Losada,
1979, p. 265) y a Heidegger le importa ubicar la originalidad de un pensamiento
que resulta inaccesible desde los parámetros de la filosofía posterior a
Sócrates. Dejando de lado el primero de estos motivos, nos dedicaremos en lo
que sigue al análisis de los otros dos.
Veamos, en primer
lugar, cómo se articula el pensamiento de Anaximandro en torno del arkhé. Tomaremos aquí como guía a J.-P.
Vernant.
Vernant coincide
con F. M. Cornford (Vernant remite al texto de Cornford From Religion to Philosophy: a study in the origins of western
speculation, publicado en 1912) en que no puede afirmarse que el logos surge en Grecia a partir de una
ruptura con el pensamiento mítico que le precede sino que, lo que se observa,
es que “la primera filosofía se acerca más a una construcción mítica que a una
teoría científica” (Jean-Pierre Vernant, Los
orígenes del pensamiento griego, Buenos Aires, EUDEBA, 1979, p. 83) y
difiere de Cornford en que, pese a esas analogías y similitudes entre el
pensamiento mítico y el que se ordena en torno del logos no hay entre ellos una clara continuidad, puesto que “el
filósofo no se contenta con repetir en términos de physis [naturaleza] lo
que el teólogo había expresado en términos de potencia divina” (p. 86). Las
discontinuidades que Vernant advierte entre el mito y el logos, y que están en el origen mismo de la filosofía, se refieren,
básicamente, a un cambio de registro: mientras que la base del pensamiento
mítico está constituida por los rituales de soberanía (“para el pensamiento
mítico, la experiencia cotidiana se aclara y adquiere sentido en relación con
los actos ejemplares llevados a cabo por los dioses ‘en el origen’”, p, 83), la
base del pensamiento conforme al logos
habrá que ubicarla en torno de la comunidad política; es decir, de la pólis. Ubicado sobre ese plano, el
pensamiento queda despojado de la función ritual que tenía dentro del ámbito
espiritual del mito y queda despojado también de la dimensión del misterio, “el
origen y el orden del mundo adoptan la forma de un problema explícitamente
planteado al que hay que dar una respuesta sin misterio, a la medida de la
inteligencia humana, susceptible de ser expuesta y debatida públicamente ante
la asamblea de los ciudadanos…” (p. 86).
El cambio de
registro que Vernant advierte entre el mito y el logos queda referido al poder: en el mito, se trata de la palabra (mito significa “palabra”) en cuanto
acompaña un ritual que afirma el poder soberano del rey; en el logos, se trata de la palabra en cuanto
reúne en la diversidad de sus significados la opinión de la comunidad de los
miembros de la pólis. En el mito, el
poder se afirma dividiendo el orden conforme dos planos superpuestos y
jerarquizados: arriba y abajo. En el logos,
el poder queda ubicado en el centro de un mismo plano horizontal. De todo esto
concluye Vernant que “la función del mito es la de establecer un distingo y
como una distancia entre lo que es primero desde el punto de vista temporal y
lo que es primero desde el punto de vista del poder” y que “el mito se
constituye en esa distancia, que es el objeto mismo de su relato” (p. 91).
Desandemos ahora
el camino recorrido para ubicar a Anaximandro dentro de esta historia. Decíamos
más arriba que se le atribuye a Anaximandro haber sido el primero en emplear la
palabra arkhé. Ahora bien, Vernant
sostiene enfáticamente que “el término
arkhé, que hará carrera en el pensamiento filosófico, no pertenece al
vocabulario político del mito” (p. 91) y esto es así porque el uso que hará la
filosofía de la palabra arkhé
“suprime aquella distancia en la que se fundaba el mito” entre origen temporal
del poder y poder del origen (p. 92). A partir de Anaximandro -y del uso que
hará del término la filosofía- arkhé
pasará a significar a la vez el comienzo de algo, su fuente, y el poder que lo
gobierna; lo que se traducirá luego en latín como principio (que es a la vez primero y principal). En síntesis,
“Anaximandro afirma que nada hay que sea arkhé
respecto del ápeiron (pues éste ha
existido siempre), sino que el ápeiron
es arkhé para todo lo demás…” (p.
92). Dentro del vocabulario político del logos
–ya fuera del registro mítico, entonces- el uso que hace Anaximandro de la
palabra arkhé lo remite a la
intersección entre el plano temporal del origen y el plano espacial del poder.
El orden del mundo depende del equilibrio de los poderes y no del predomino
soberano de uno de ellos: el ápeiron
es arkhé según Anaximandro porque se
lo plantea como “una realidad aparte, distinta de todos los elementos, que
forma el origen común de todos ellos, la fuente inagotable en que todos se
alimentan por igual” (p. 99). Que el orden del kósmos esté fundado en lo ápeiron
como su fuente originaria y poder dominante (arkhé) significa que ese orden, múltiple y dinámico, cíclico, está
basado sobre la reciprocidad de las relaciones, es decir, sobre el logos.
3.- Dos
versiones sobre Anaximandro: pensador del ser
Retomemos ahora
aquello que considerábamos como el tercer motivo para ocuparnos de Anaximandro:
el interés que tuvo Heidegger en1946 para interrogar un pensamiento que es
considerado como “la sentencia más antigua del pensamiento de Occidente” (M.
Heidegger, “La sentencia de Anaximandro”, en Sendas perdidas, Buenos Aires, Losada, 1979, p. 265). Como decíamos,
a Heidegger le importa ubicar la originalidad de un pensamiento que resulta
inaccesible desde los parámetros de la filosofía posterior a Sócrates y que se
mueve dentro de ese territorio digamos “metafísico”.
El fragmento es
el siguiente:
“pero a partir de
donde hay generación (génesis) para
los entes (toîs oûsi), hacia allí se
genera (gínesthai) también la
corrupción (phthóros), según la
necesidad (katà tò chreón), pues ellos
pagan (didónai) recíprocamente la
pena (díke) y la compensación (tísis) por su injusticia (adikía) según la ordenanza del tiempo (katà tèn toû crónou táxin)”
Después de
recordarnos que ya Nietzsche se había ocupado del fragmento en 1873 y que
Hermann Diels lo incluyó en su edición de los presocráticos de 1903, Heidegger
sostiene que ambos hacen una similar recepción del fragmento marcada por el
peso –y los prejuicios- de la filosofía posterior (“la norma tácita para la
interpretación y juicio de los pensadores de los primeros tiempos es la
filosofía de Platón y Aristóteles”, p. 266) y, lo que es todavía más grave, esa
recepción no sólo está marcada por el prejuicio sino que ignora “el asunto del
pensar” que moviliza el pensamiento de Anaximandro; el asunto del pensar es,
para Heidegger, el ser, pues pensar y
ser pertenecen a lo mismo. Ahora bien
¿cómo vincula Heidegger estas observaciones con el fragmento de Anaximandro?
En primer lugar,
porque el fragmento habla de los entes
(toîs oûsi), es decir de la totalidad
de las cosas que son (“ente” es el
participio de presente del verbo ser, de modo que ente es a ser como cantante es a cantar); el fragmento se dirige a los entes (tà ónta en griego) y pregunta por su ser; es decir, por su generación
y corrupción, aquello que hace que el
ente sea y que sea como es. Llegado a
este punto, Heidegger encuentra una vinculación entre el pensamiento de
Nietzsche (“la cumbre de la perfección de la filosofía de Occidente”, p. 274) y
lo que dice la sentencia de Anaximandro. El pensamiento de Nietzsche que
Heidegger retoma es el siguiente: “imprimir
al devenir el carácter del ser –es la suprema
voluntad de poder” (p. 274); se trata de pensar el ser del devenir como
eterno retorno de lo mismo. Ahora bien ¿qué significa esto de imprimir al
devenir el carácter del ser, de pensar el ser del devenir o el devenir en su
ser? ¿Qué significa pensar el ser de
los entes en términos de generación y corrupción?
Aquí aparece, en
segundo lugar, lo que Heidegger caracteriza como experiencia griega de la
verdad, de la alétheia. A-létheia significa des-ocultar (léthe significa oculto). De modo que en
la experiencia griega de la verdad acontece el desocultamiento del ser en la
evidencia del ente y esto acontece de tal manera que el ser mismo se oculta en
aquello mismo en lo que se desoculta: el ser se oculta en la desocultación del
ente (“el ser se sustrae desocultándose en lo existente [lo ente]” (p. 278).
Entonces, Anaximandro estaría pensando el ser del ente del siguiente modo: “la
sentencia habla de lo que llega apareciendo a lo desocultado y, una vez
llegado, se va desapareciendo” (p. 282). Pero para que esto tengo sentido,
habrá que evitar pensar ese llegar
apareciendo y ese irse desapareciendo
como formas de un devenir
contrapuesto al ser “como si el
devenir fuera la nada y no perteneciera también al ser” (p. 282).
Llegados a este
punto reaparece, en tercer lugar, aquello que Heidegger veía parecer en primer
lugar: el ente, lo que es. Y encuentra que la experiencia
griega del ente es la de su presencia, entendiendo esa presencia no
como una representación de “algo temporal interno” (p. 285) sino como una
determinación más precisa del ente.
De allí que con la palabra ente se
designe no sólo lo presente actual sino también lo presente no actual, lo
ausente; es decir, lo pasado y lo futuro. Pues “también lo ausente está
presente y, en calidad de ausente de
ella [de la región del desocultamiento], está presente en el desocultamiento”
(p. 286). De modo que podemos integrar también aquí lo que aparecía en segundo
lugar: “llegar deteniéndose es lo
presente, en cuanto también sale ya del desocultamiento y va hacia la
ocultación […] El detenerse es el paso del venir al ir” (p. 288). Sin embargo,
aunque Heidegger interpreta que el fragmento de Anaximandro se refiere al ente (como aquello que es, es decir, lo presente)
y pregunta por su ser (como aquello
que determina o posibilita su presencia,
su estar presente), nos advierte que ser y ente no llegarán a ser “palabras fundamentales del pensar
occidental” hasta Parménides (p. 289).
En cuarto lugar,
Heidegger lee en el fragmento de Anaximandro la indicación de un movimiento que
va del ser al ente de la misma manera que la presencia
va a lo presente: se trata de la
injusticia (adikía). El ente en cuanto ser presente detiene momentáneamente el flujo del tiempo y en esa
detención lo desordena, no cumple con el mandato de la justicia, comete una
injusticia (adikía): “lo de cada
momento se obstina en su presencia. De esta suerte se sale de su detención
pasajera. Se pavonea en la obstinación del permanecer. Ya no se vuelve al otro
presente. Se enrigidece, como si eso fuera el quedar, en la constancia del
subsistir” (p. 293). Y sin embargo…si se tratase sólo de esto, el fragmento de
Anaximandro no tendría más valor que el de haber sido el primero en recoger en
Grecia una experiencia pesimista y
aún nihilista del ser: puesto que
existir (estar presente, llegar a la presencia, ser ente) es injusto, la
justicia exige la disolución, para restaurar el orden del kósmos, la vuelta o retorno a la nada (nihilismo). Contrariando esta interpretación, Heidegger sostiene
que la experiencia que hace Anaximandro del ser no es ni pesimista ni
optimista, ni tampoco nihilista, sino trágica:
la presencia (el ser) de lo presente (el ente) está determinada por un
desgarramiento y conforme a ese desgarramiento “pagan (didónai) recíprocamente la pena (díke) y la compensación (tísis)
por su injusticia (adikía)”. De
manera que lo presente considerado
como un todo (la totalidad del ente)
no se deje atomizar en las presencias singulares de cada ente sino que se desagarra en una totalidad imposible tensionada
por los intercambios recíprocos entre lo presente y lo ausente pues lo presente
es a la vez injusto respecto de lo ausente y reparación (diké y tísis) de la
injusticia.
Ahora bien -y en
quinto lugar-, en la medida en que el fragmento de Anaximandro sentencia que
todo esto sucede “según la necesidad (katà
tò chreón)”, Heidegger advierte allí el encuentro del pensar con el ser:
“los presentes de cada momento están presentes reparando lo infame indebido, la
adikía, que como posibilidad esencial
impera en el detenerse mismo. La presencia de lo presente es tal reparación” (p. 299).
Con esto llega
Heidegger al final de su lectura interpretativa del fragmento de Anaximandro.
Podemos preguntar ahora ¿qué es lo que permite afirmar que Anaximandro sea un
pensador del ser?
Para aproximarnos
a una posible respuesta a esta pregunta, tengamos primero bien en cuenta cuál
es la naturaleza del problema que Heidegger se plantea: de lo que se trata es
de la diferencia ontológica. El ser
es el ser del ente tanto como la presencia es presencia en y de lo presente;
pero ni el ser ni la presencia son el
ente o el presente sin más sino que
lo son en y a través de la diferencia entre ser y ente (y,
correlativamente, presencia y presente). Sin embargo, la historia de la filosofía, que está determinada en su transcurso por
el acontecimiento de la metafísica y sigue el hilo conductor de la historia del ser, comienza o toma su
origen (tiene su arkhé) en ese
enigmático juego de la verdad (alétheia)
del ser que se muestra (en el ente) ocultándose (como ser) y, de este modo,
pasando al olvido: “el olvido del ser es el olvido de la diferencia entre el
ser y lo existente [el ente]” (p. 300). Por su parte, la metafísica, en cuanto
disciplina filosófica -y en cuanto disciplinamiento filosófico del pensamiento-
hace todavía más cerrado ese ocultamiento o ese olvido al ocultar el
ocultamiento y olvidar el olvido: preguntando por la entidad del ente o la
presencialidad de lo presente, generaliza la interrogación y busca un
fundamento; de este modo, la universalidad del ente o el ente supremo pasan a
ocupar el lugar del ser (a la pregunta por el ser del ente, la metafísica
responde con un ente que ha borrado su diferencia con el ser). Heidegger lo dice
de este modo: “el olvido de la diferencia, comienzo del destino del ser para
realizarse en él, no es empero un defecto, sino el acontecimiento más grávido y
amplio en que se resuelve la historia universal del Occidente. Es el
acontecimiento de la metafísica. Lo que ahora es, está a la sombra del precedente destino del olvido del ser” (p.
301). Y es aquí donde tiene sentido para Heidegger la recuperación de un
pensamiento como el de Anaximandro que es anterior a la consumación metafísica
del olvido del ser, puesto que “es posible que en la presencia como tal se
anuncie la relación con lo presente, de suerte empero que se hable de la
presencia como siendo esta relación”
(p. 301). Pero ¿qué significa todo esto?
Sigamos a
Heidegger hasta el final de su camino. Según él, la clave de una correcta
comprensión del fragmento de Anaximandro está en la palabra “necesidad” (chreón). Por medio de una serie de
derivaciones etimológicas, Heidegger va llevando el significado del término
“necesidad” al significado del término “uso”: “usar”, dice Heidegger, significa
“hacer que esté presente algo presente como presente”; de modo que “el uso, que
dispone de lo debido, termina lo presente, entrega límites [péras] y, por consiguiente, en calidad
de tò chreón [lo necesario], es al
mismo tiempo tò ápeiron, lo que es
sin límites, en la medida que está presente allí, para adjudicar a lo presente
en cada momento el límite de la detención” (p. 303).
Como se podrá
ver, la lectura heideggeriana del fragmento –hasta donde somos capaces de
seguirla- ubica a Anaximandro dentro de un territorio en el que el mito (como
pensamiento y palabra que intenta mostrar lo que no se muestra del todo) y el logos (como pensamiento y palabra que
intenta reunir lo diferente) están bastante próximos y es esa proximidad la que
torna productivo o fértil su pensamiento.
4.- Parménides y
Platón: mitos, alegorías y metáforas sobre el pensamiento
Platón nombraba a
Parménides como “venerable (aidoios) y
temible (deinos)” (Teeteto, 183 e); por su parte, la tradición
que cultiva nuestra cultura filosófica se refiere a Heráclito como “el oscuro”
(skoteinos; sobre esto véase G. S.
Kirk y J. E. Raven, Los filósofos
presocráticos, Madrid, Gredos, 1970, p. 261). Ambos, Parménides y
Heráclito, se suelen contraponer como pensadores que postulan accesos
diferentes a lo real y formas divergentes del conocimiento: uno, el ser, y otro, el devenir; uno, el discurso
identitario, y el otro, el discurso
paradojal. Y desde hace tiempo ya, también forma parte de esa tradición cultural
filosófica el intento de aproximar a los dos pensadores, sea porque no se
advierta entre ellos ninguna contradicción sino simples diferencias, sea porque
es poco probable que hayan tenido conocimiento de su mutua existencia. Me
gustaría en este breve texto llevar ese último intento de aproximación un poco
más lejos para jugar con las posibilidades hermenéuticas que trae la
interpretación de Alfonso Gómez-Lobo del poema de Parménides. Se trata de “la
conjetura de que en el viaje narrado en el proemio Parménides recorre un camino
que lo lleva no de las tinieblas a la luz, sino, por el contrario, de un ámbito
luminoso a la oscuridad” (A. Gómez- Lobo, Parménides,
Buenos Aires, Charcas, 1985, p.11). Si esta interpretación fuese adecuada o
correcta, Parménides podría ser nombrado como “venerable, temible y oscuro”,
recibiendo sobre sí, también el calificativo que la tradición reservó para
Heráclito. Por otra parte estos tres términos nombran en cierto modo lo mismo: skoteinos significa oscuro y también
tenebroso; por su parte, aidoios
significa venerable y también vergonzoso (por este lado se vincula con aidoion, partes pudendas) y se vincula con Aidos, Hades, el invisible (a
privativa más idein, ver, es decir, “el
que no ve” o “el invisible”), el dios del inframundo; finalmente, deinos, significa temible y es un
adjetivo que se puede vincular con Deimos
como personificación del Espanto, hijo de Ares y Afrodita.
En síntesis, y sin ánimo de hacer aquí una
reflexión erudita sobre la etimología y la mitología griega, sino, antes bien,
con la intención de jugar un poco con las imágenes que suscita el nombre
Parménides superpuesto con las imágenes que van asociadas con el nombre
Heráclito y jugando también con las posibilidades imaginarias que despiertan
los calificativos que describen ambos legados intelectuales, me gustaría
explorar aquí el pensamiento oscuro,
difícil de ver y temible de Parménides como un pensamiento nocturno, antes que luminoso. Es decir, como un pensamiento que se configura en mitos,
alegorías y metáforas que no preludian a las platónicas sino que van en
dirección contraria.
El complemento teórico de esta interpretación
está dado por la tesis heideggeriana de la diferencia
ontológica: el ser es el ser del
ente, pero ente y ser son en su diferencia; el haber perdido de vista
esta diferencia es lo que constituye el olvido
del ser en la tradición filosófica que toma su origen de Platón y adquiere
su rigor discursivo a través de la metafísica. Para plantear esto con un
sistema de equivalencias similar al que Platón utiliza en la alegoría de la
caverna, digamos que el ser
parmenídeo equivale a la noche/oscuridad, mientras que el ente se corresponde con el día/luz, del mismo modo –y de modo
inverso, entonces- en que el ente
platónico equivale a la oscuridad cavernaria, mientras que el ser del ente visto desde el ente mismo (y no desde el ser) se
corresponde con el sol. Todo esto se complementa con la necesaria equivalencia
entre los significados de ente y presente, por un lado y ser y presencia o presentar,
por el otro. Mientras que, en Parménides, el camino ontológico -que es el camino del pensar- va del presentar
al presente (del ser al ente), en Platón
va del presente fugaz al presente inmutable (del ente
sensible o mundano al ente inteligible o transmundano) (Para esta interpretación heideggeriana véase M.
Heidegger, “La doctrina de Platón acerca de la verdad”, en Cuadernos de Filosofía, Buenos Aires, nº 10-12, 1953 y, también,
“Identidad y diferencia”, en Identidad y
diferencia, Barcelona, Anthropos, 1990).
Busquemos la guía de Alfonso Gómez-Lobo; la
clave de su interpretación está en el proemio del poema de Parménides (frag.
1).
El narrador, que no es otro que Parménides
mismo, va en camino hacia un lugar desconocido y lejano (esa idea de lejanía
queda reforzada por la referencia al thymos,
ánimo o impulso vital que mueve al viajero); en ese camino, el viajero fue
puesto previamente, para luego ser llevado por un carro, unas yeguas y la guía
de las doncellas Helíades (hijas del sol); el camino mismo pertenece a una
divinidad (daimonos) desconocida. El
camino es el que “lleva al hombre vidente”; según la lectura de Gómez-Lobo, se
trata aquí de una referencia al “iniciado” conforme ritos como el de Eleusis:
“Parménides, al enfatizar que va recorriendo precisamente ese camino […],
indica que la suya es también una experiencia de iniciación…” (p. 31). Las
doncellas Helíades que guían al viajero Parménides acaban de abandonar las
mansiones de la Noche
(Nyktos) y se dirigen hacia la luz (phaos). Aquí Gómez-Lobo presenta una
lectura divergente de la que realizan la mayoría de los intérpretes del poema:
“son las doncellas las que han salido hacia el ámbito de la luz para ir al
encuentro de Paménides. Éste por consiguiente no es quien emerge ‘hacia la luz’,
sino que se halla originalmente sobre la tierra, a plena luz del día” (p. 32).
El camino que las doncellas Helíades recorren va, entonces, de la oscuridad a
la luz y, por eso mismo, trasponen las puertas que separan la Noche (Nyxtos) del Día (Hematos)
no como si se tratase de dos caminos diferentes sino como “un mismo trayecto o
jornada recorrido sucesivamente por las dos entidades cósmicas”, es decir,
Noche y Día (p. 37). Dike (justicia
cósmica) posee las llaves y “cuida de que las puertas se abran y se cierren a
su debido tiempo” (p. 38) permitiendo, de este modo, la alternancia equilibrada
de la noche y el día. Ahora bien, si Dike
necesita ser persuadida por las doncellas Helíades para que abra las puertas es
“porque la llegada del carro no coincide con el relevo normal del acaecer
cotidiano” (p. 38): las doncellas han salido hacia plena luz del día y antes de
que su tiempo regulado por Dike
termine, están volviendo hacia la mansión o morada de la Noche con el carro en el que
es transportado el viajero Parménides. Una vez traspuesto el umbral, Parménides
se recibido por una diosa (thea)
desconocida que, en la interpretación de Gómez-Lobo, no es otra que la
Noche. Se trata de una Noche transfigurada
por el discurso parmenídeo: mientras que la Noche en Hesíodo “es peligrosa, viaja envuelta en
una nube negra y lleva consigo a la
Muerte”, para Parménides “es una divinidad benevolente que lo
acoge tomándolo de la mano” que le manifiesta al viajero que “no ha sido
conducido hasta allí por una moira kake,
‘una mala porción, ‘un mal hado’, vale decir, la muerte, que es el conducto
normal de acceso al mundo subterráneo” (p. 40), sino que son Themis y Dike, las potencias o divinidades que encarnan la justicia del
orden establecido y lo regulan, quienes permiten la revelación que la diosa
desconocida (según Gómez-Lobo, la
Noche) le hará al viajero.
Los elementos mitológicos que Gómez-Lobo
presenta para fundamentar su interpretación heterodoxa del proemio de
Parménides son los siguientes. En primer lugar, las doncellas Helíades que remiten al mito de Helios, una de cuyas versiones la trae
Hesíodo en la Teogonía: allí, “la Noche engendra al Eter […] y
al Día, es decir en esta concepción es la potencia de la oscuridad la que
engendra la luz” (p. 34). En la oscuridad habitan “el Sueño y la Muerte, potencias
naturalmente ligadas a las tinieblas” (p. 35). En segundo lugar, Gómez-Lobo
aduce varias referencias mitológicas en las que se narra un viaje hacia el
mundo de los muertos o un descenso a las “entrañas de la tierra”: en la Odisea homérica, en
Epiménides, en Orfeo y en Pitágoras; también en Gilgamesh. En tercer lugar, en
algunas cosmogonías de los siglos VI y V “la Noche pasó […] a ser ella misma el origen del
universo” (p. 43).
En síntesis, mientras que la lectura más
ortodoxa del poema de Parménides (ver, por ejemplo, Néstor Luis Cordero, Siendo, se es: la tesis de Parménides,
Buenos Aires, Biblos, 2005, pp. 36-45) encuentra en el proemio una
representación alegórica de su
pensamiento, al modo en que Platón utilizará después alegóricamente la imagen
de la caverna para representar el suyo, la lectura heterodoxa de Gómez-Lobo no
encuentra en el proemio ninguna remisión a otra cosa (alegoría) sino la expresión directa de una experiencia de
iniciación: “Parménides […] parece querer expresar lo que muchos shamanes,
profetas y poetas de distintas culturas han querido comunicar: que han tenido
una experiencia fuera de lo común” y que la comunicación o expresión de este
tipo de experiencias “implica necesariamente el uso de lenguaje poético y
simbólico, pero lo simbolizado
ciertamente no son los procesos del pensamiento racional” (p. 44, el
subrayado es nuestro). Si así fuese, si el proemio del poema de Parménides
fuese la traducción simbólica de un pensamiento racional, deberíamos suponer
que Parménides no sólo es plenamente consciente de la novedad que su tesis
implica sino que deberíamos suponer también que es consciente del giro que tomó
posteriormente esa tesis dentro del cauce dado por ejemplo por Platón que marca
una clara línea divisoria entre mito
y logos. Contra esta interpretación,
creemos que en Parménides hay todavía una confluencia entre ambos modos del
decir y del pensar y que la experiencia del ser se le revela a Parménides en su
oscura y nocturna proveniencia, a diferencia de Platón que ubica esa
experiencia a la luz del día, fuera de la caverna y en lo alto, cerca del sol y
más allá todavía (en la idea del bien).
5.- Parménides:
de la oscuridad del ser al ente luminoso
Tomando como
punto de partida la hipótesis planteada por Alfonso Gómez-Lobo de que el viaje
que Parménides narra en el proemio de su poema lo lleva de la luz (Día) a la
oscuridad (Noche) y no de modo contrario como sostienen las interpretaciones
usuales (véase A. Gómez- Lobo, Parménides,
Buenos Aires, Charcas, 1985, p.11), nos proponemos aquí hacer un recorrido del
poema tomando esa sugerencia como clave de lectura.
De acuerdo con
esta clave de lectura, tal vez se pueda explicar mejor o de modo más
convincente el tipo de relación que establece Parménides entre la ignorancia y
el conocimiento, la verdad y el error, el camino del ser y el camino de la doxa. Néstor Cordero, por ejemplo,
sostiene la versión “más tradicional” e interpreta el viaje narrado en el
proemio según una dirección que va de la noche al día y, a partir de esa
lectura, afirma que “la analogía entre la oscuridad y la ignorancia es más que
evidente” y remite al uso alegórico que hace Platón con la imagen de la caverna
para rematar la observación con que “quien desea conocer ignora la verdad, y su mente está oscurecida, velada. Así y todo,
esta ausencia total de conocimientos posee en
potencia todo el saber” (Néstor Luis Cordero, Siendo, se es: la tesis de Parménides, Buenos Aires, Biblos, 2005,
p. 44, el subrayado corresponde a Cordero). Esta interpretación del sentido y
dirección del viaje de Parménides nos plantea el siguiente interrogante: ¿qué
otra cosa significa esta idea de que la ignorancia o el desconocimiento posea
“en potencia” la totalidad del saber, sino que, de alguna manera, el
conocimiento está contenido en el desconocimiento y, de alguna manera también,
depende de él, como la luz de la oscuridad o el día de la noche? Este “en
potencia” no puede tener en Parménides el significado de una pura nada, de una
“ausencia total” (de conocimiento), sino más bien el de fuerza impulsora o
fuente. Entonces, el saber (según el camino de la verdad) no surge de un no saber sino de un otro saber que lo alimenta, como el día se nutre de la noche. El
viajero de Parménides que recorre un camino no es equivalente al prisionero de
Platón que sale de la caverna (de hecho, más adelante, Cordero sostiene que
“Parménides no es Platón, que distingue
entre ‘ser y aparecer’”, p. 46).
Entonces, tomando
como clave de lectura del poema la sugerencia de que el viaje va en la
dirección del día hacia la noche, podríamos decir que el conocimiento comienza
allí donde hay un otro conocimiento, el de la doxa, constituido por las opiniones de los mortales (¿sería
demasiado anacrónico decir “la opinión pública”?); un conocimiento que se
constituye a plena luz del día, es decir en el ámbito en donde transcurre la
vida cotidiana de los mortales que se dicen mutuamente y también para sí mismos
cómo es el mundo que los rodea según los nombres que les ponen a cada cosa
conforme con la diversidad de los entes. Presentes,
justamente, a la luz demasiado visible y obvia de lo cotidiano que teje, sin
embargo o por eso mismo, la trama un “orden engañador” (frag. 8, 52). El
conocimiento según la doxa engaña,
porque se detiene en lo presente
según la ley de un discurso que se limita a poner nombres en las cosas (entes)
según la claridad que el propio discurso compartido y habitual es capaz de
proyectar; la obvia evidencia de las cosas impide ver lo que está a la sombra y
desde lo oscuro lo determina: que las cosas (los entes) son y que el conocimiento según la verdad no es el que sigue el
hilo conductor de las palabras vacías de sentido sino el de la experiencia del
ser en el pensar (noein). Todas las
cosas son, pero no como dice la doxa según su desordenada diversidad
hecha de los pareceres (dokounta) de
los mortales, sino que son según el
orden del ser que, por su parte, no
es una cosa (un ente) privilegiado que esté por encima o en otro plano
(metafísico) respecto de las meras cosas cotidianas sino, más bien el oscuro
horizonte de sentido desde donde alumbra el desocultar (la verdad).
De esta manera,
si aceptamos que el conocimiento que
la diosa desconocida le trasmite a
Parménides es un conocimiento nocturno o subterráneo, escondido, entonces, se
comprende por qué ese conocimiento deberá abarcarlo todo: “el corazón
imperturbable de la persuasiva verdad” y “las opiniones de los mortales” (frag.
1, 29-30); es decir, no sólo lo que está desoculto y a la luz del día entramado
por la opinión (doxa) sino que
también, y esto en primer lugar, lo que permanece oscuro y oculto constituyendo
la trama íntima de esa desocultación, su verdad. Ese conocimiento fundado en la
opinión se refiere a las opiniones o pareceres (ta dokounta) que “habrían tenido que existir/ser genuinamente (dokimos), siendo en todo (momento) la
totalidad de las cosas (onta)” (frag.
1, 31-32). Gómez-Lobo comenta: “las apariencias [en el sentido de los pareceres
o las cosas que les parecen o aparecen a los mortales], a lo largo de su
existencia temporal, es decir, a lo largo de la totalidad del tiempo,
constituyen la totalidad de lo que hay” (p. 46). Dicho en otros términos: el
ser se desoculta en la totalidad del ente y lo desoculto del ser, lo que está
presente a la luz del día es la totalidad del ente, mientras que el ser
permanece oculto en lo oscuro de su presentar. ¿Qué significa esto? Que el desocultar, lo mismo que el ser y el presentar, tienen un sentido verbal,
una potencialidad o virtualidad, un exceso de significación que se deja ver
mejor con la metáfora de la noche que con la del día, a diferencia de los
sustantivos o las sustantivaciones correspondientes (lo desoculto, el ente o lo
ente, el presente o lo presente) que tienen un una significación acotada y una
visibilidad que podríamos llamar diurna.
Terminado el
proemio, la diosa desconocida trasmite un relato (mythos): sólo hay dos caminos para pensar (noesai), el del es/hay (estin) y del no es/no hay (ouk estin);
sólo hay pensar en el camino del es, mientras que el camino del no es es intransitable (frag. 2). Dicho
en otros términos: sólo hay pensamiento referido al ser y al movimiento de su
desocultación, “pues lo mismo es pensar (noein)
y ser (estin)” (frag. 3) y “lo
ausente (apeonta) está presente (pareonta) para la mente (nous) (frag. 4, 1) porque el ser es presencia en el ente según un
movimiento que va de la ausencia al presente (ente) a través del presentar; pensar es hacer presente esa oculta
ausencia del ser. Y como el es lo abarca todo pues todo es y no hay nada que no sea y así se ofrece al pensar “es común (xynon) para mí donde comience, pues allí volveré nuevamente” (frag.
5), a diferencia del conocimiento o la experiencia del ente que se dispersa en
la diversidad de los presentes que, para ser precisamente presentes, no tienen nada en común (cada cosa/ente es nombrado en
su irreductible identidad: “idéntico a sí mismo, pero no idéntico a lo otro”,
frag. 8, 57-58).
Llegados aquí,
retornemos a la disyunción de los caminos (odos)
planteada por la diosa desconocida a Parménides. En el fragmento dos: de un
lado, el camino de la persuasión según la verdad (desocultación): “que es y que
no es posible que no sea”; del otro, el sendero que nada informa: “que no es y
que es necesario que no sea”. En el fragmento seis: “es necesario que lo que es
para decir y para pensar sea, pues es posible ser y la nada no es […] pues tu
comenzarás [sigo aquí la sugerencia de
Cordero] por este primer camino de investigación, y luego por aquel forjado por
los mortales que nada saben, bicéfalos, pues la carencia de recursos conduce en
sus pechos al intelecto (nous)
errante. Son llevados ciegos y sordos, estupefactos, gente sin capacidad de
juicio (akrita), que consideran que
ser y no ser son lo mismo y no lo mismo”. Se trata en esta caso de “una senda
revertiente o que vuelve al punto de partida (palintropos, que vuelve atrás).
¿Qué significa
este mensaje (mytho) que la diosa
desconocida trasmite a Parménides? Siguiendo nuestra clave de lectura,
podríamos interpretarlo de este modo: en el mundo de la doxa no es posible pensar (noein)
ni decir (legein) porque se trata de
un sendero que no lleva a ninguna parte (vuelve atrás); el pensamiento y el
decir intentan atrapar lo que es (el ente) pero, al carecer del hilo conductor
del ser se extravían y confunden (acríticamente) el ser con el no ser (como si
fuesen “lo mismo y no lo mismo”) pues
toman cada cosa como separada en su
sustantiva presencia. En cambio, para “el hombre vidente” o “el hombre que
sabe” (frag. 1, 3), a quien se le ha revelado (desocultado) el ser, se abre un
camino (el camino del ser) que permite al pensar y al decir avanzar
persuasivamente
Hagamos aquí una
breve parada en el camino para preguntarnos ¿de qué nos habla la diosa
desconocida a través de Parménides? Antepongamos a esta pregunta esta otra ¿a
quién le habla la diosa desconocida? Comencemos por intentar responder a esta
última: la diosa desconocida nos habla a
nosotros, los que buscamos el conocimiento y lo buscamos recorriendo un camino
incierto, entre el mito y el logos, que con el tiempo tomará el nombre de
filosofía. Jugando con las palabras, el conocimiento tiene su fuente en lo
desconocido (la diosa desconocida);
pero también si suponemos que esa diosa desconocida no es otra que la Noche, el conocimiento tiene
su fuente en lo nocturno desconocido. Podemos retomar aquí la sugerencia de
Gómez-Lobo y leer en paralelo el proemio de Parménides con la Teogonía
de Hesíodo: describiendo el movimiento de la Noche y el Día, Hesíodo dice que
“uno [el Día]
llevando a los terrestres la luz multivalente; a Hipnos [sueño], hermano de
Tánatos [muerte], la otra, en sus brazos: la Noche funesta, envuelta en nube brumosa. Allí,
los hijos de la Noche
sombría tienen sus casas: Hipnos y Tánatos, dioses terribles; y nunca sobre
ellos Helios resplandeciente, con sus rayos, pone la vista, cuando al cielo
sube o desde el cielo desciende” (Hesíodo, Teogonía,
755-761)
Los que buscan el conocimiento comienzan su camino a
partir del desconocimiento o, dicho, con mayor rigor, a partir de otro
conocimiento, el conocimiento oscuro y nocturno del sueño y la muerte. Ese
conocimiento nocturno está referido al ser
en su relación y en su no relación, en su diferencia, con el ente. Es allí en donde surge un nuevo
conocimiento, el del pensar (noein)
según el ser.
6.- Parménides:
la vía de la opinión
Si damos por
correcta la división del poema de Parménides en tres partes, de acuerdo con los
fragmentos o citas conservados (proemio,
frag. 1; vía de la verdad, frags. 2 a
8; vía de la opinión, frags. 9 a 19),
podríamos intentar ahora explorar un poco la tercera parte: la vía de la
opinión. Y para hacer posible esta exploración, podríamos tomar como sugerencia
la tesis de Néstor Cordero de que sólo hay dos
vías posibles: “o se sigue el camino de la verdad (alétheia), que se apoya en una tesis irrefutable y necesaria, o el
pensamiento se reduce a opiniones (dóxai,
plural de dóxa) vacías y
contradictorias”. Sin embargo, antes de seguir por ese camino, creemos
conveniente trabajar un poco mejor la afirmación según la cual “la presentación
de la posibilidad hipotética que razona como si lo que está siendo no
existiese, es la doxa” (Néstor Luis
Cordero, Siendo, se es: la tesis de
Parménides, Buenos Aires, Biblos, 2005, p. 173). ¿Qué significa pensar (o
razonar) que lo que está siendo no existe? ¿Cómo y en qué sentido es posible
pensar el ser como no siendo?
La respuesta a
estos interrogantes nos la brinda el mismo Cordero un poco más adelante: lo que
Parménides muestra en la vía de la opinión es “el aspecto oculto del virus que
suele contaminar el pensamiento filosófico” y con esto se refiere a que “nadie
admite abiertamente […] que no hay nada, que lo que está siendo no es”, y, sin
embargo, “la costumbre inveterada nos lleva a relativizar el hecho de ser, a
creer que él se agota en ‘las cosas’ (=’los entes’, en griego)” (p. 174).
Creemos ver aquí una confirmación de nuestra interpretación del poema de
Parménides según la cual la vía de la
verdad sigue el camino del ser que se
desoculta al pensar mientras que la
vía de la opinión discurre con palabras entre la diversidad del ente sin
advertir que el ente (sustantivo) es por el ser (verbo) y, como consecuencia de no advertirlo, la vía de la opinión
discurre confundiendo el uno (el ente) con el otro (el ser) y, también, el nombrar (el ente) con el pensar (el ser). La condición de
posibilidad de esta confusión estaría, según nuestra interpretación, en que el
ser es en el ente y es el ente (pero el ente no es el ser) y
en que el pensar piensa en y a través de las palabras o los nombres (pero las
palabras o los nombres no son el pensar): el no advertir esta diferencia
constituye “el orden engañador” que caracteriza la vía de la opinión (frag. 8,
52).
Si esto es así,
se puede entender mejor, creemos, por qué la diosa desconocida se ocupa en
enseñarle a Parménides no sólo la vía de la verdad sino que le muestra también
la de la opinión (frag. 1, 30-32; 8, 51-61; 9 y ss.). Puesto que la vía de la
opinión no constituye un mundo falso hecho de apariencias (cuyo sustento ontológico sería la nada o el no ser)
sino que tiene la misma consistencia ontológica que la vía de la verdad aunque
según un orden imposible de pensar y de decir, entonces, el pensar se encuentra
ante la disyunción de dos vías (y agregaríamos aquí, respecto de lo mismo): por una vía dice (de lo
mismo) que es según la verdad; por la
otra, dice (de lo mismo) lo que parece
según el nombre y la opinión habitual; sólo que, en este caso, se trata de un
decir sin pensar, puesto que “es lo mismo pensar y ser” (frag. 3) y que el
sendero del no ser “es completamente incognoscible, pues no conocerás lo que no
es (pues es imposible) ni lo mencionarás” (frag. 2, 6-8).
Pero, entonces,
¿de qué habla la doxa?, ¿cuál es su
sustento ontológico? O, como lo plantea Cordero “¿sobre qué son las
opiniones?”. La respuesta que da Cordero es que “para Parménides el ‘objeto’ de
las opiniones es lo que es, el ser”.
De allí concluye Cordero que “el auténtico filósofo […] y los mortales que nada
saben […] comparten el mismo objeto de estudio” (p. 177, el subrayado es del
autor). La doxa, entonces, habla del
ser, de igual manera que lo hace la verdad,
sólo que, mientras la doxa dice del
ser lo que es manifiesto a la luz del día y está presente ante la opinión
(pública), la verdad dice del ser su lado oscuro, no manifiesto ante la opinión
o el discurso de los mortales pero presente al pensar. Veamos entonces cómo
habla y como piensa la doxa.
El fragmento 16
dice lo siguiente: “así como en cada ocasión hay una mezcla de miembros
pródigos en movimiento, así el pensamiento (nous)
está presente en los hombres. Pues, para los hombres, tanto en general como en
particular, la naturaleza de los miembros es lo que piensa (phronei); pues el pensamiento (noema) es lo pleno”.
Respecto de este
fragmento, Cordero hace la siguiente interpretación: si el pensar es siempre el
pensar del ser, entonces, de “una construcción doble y ‘conjuntiva’ no podrá
surgir sino un pensamiento doble y ‘conjuntivo’” (p. 185); es decir, una doxa que no discrimina la disyunción que plantea el fragmento 2
entre el es y el no es. Gómez-Lobo, por su parte, remite a la interpretación de
Teofrasto: “Parménides identificó el pensamiento y la percepción aplicando la
misma teoría explicativa a un caso límite de la percepción sensible, al caso de
un muerto. Puesto que la muerte consiste en la pérdida del calor (de la luz, en
terminología parmenídea estricta), el cadáver –en virtud del principio similia similibus- no puede percibir ni
la luz, ni lo caliente ni sonido alguno, pero sí percibe lo frío, el silencio y
los demás contrarios” (A. Gómez- Lobo, Parménides,
Buenos Aires, Charcas, 1985, p.198).
Entonces, la vía
de la opinión es la que corresponde a “los mortales que nada saben, bicéfalos…”
(frag. 6, 4) y esto puede ser entendido en el sentido que, con cierto
anacronismo, si decimos que “el sujeto” de la opinión es el ser mortal, entonces la opinión misma
está sometida a la condición ambigua que porta el sujeto que le corresponde:
ser mortal significa vivir o existir de tal modo que lo otro de la vida, su
negación, está mezclado con la vida misma; del mismo modo que, en la opinión,
“el camino […] vuelve al punto de partida” en la medida en que se considera que
“ser y no ser son lo mismo y no lo mismo” (frag. 6, 8-9). Mientras el hombre es
hombre, es decir mortal, está sometido a la ley de la inestabilidad de la vida
y su vía es inevitablemente la de la opinión; pero puede tener también el
anuncio o la revelación de una vida, que no es humana ni mortal sino divina,
que le muestra un camino que “está fuera y separado del sendero de los hombres”
(frag. 1, 27) y que tiene sentido para el hombre precisamente por ser mortal.
7.- Heráclito y
el logos
Como veníamos
diciendo, logos “…significa a la vez
palabra y pensamiento y, de un modo más primario, reunión, selección; de modo
que ‘logos’ es la palabra en cuanto
expresa un significado en la articulación del lenguaje y a través de esa
articulación misma, mientras que el mito hace presente en su palabra aquello
que no puede estar plenamente a la luz del día (o a la luz selectiva del logos)” (ver aquí mismo Mito y logos, 29/4/2010). Digamos ahora
de qué manera se articula en el pensamiento de Heráclito este significado de logos en su inseparable relación con el
mito. Y, así como en nuestra primera aproximación a Parménides propusimos
adjudicarle el epíteto heraclíteo de oscuro
(ver aquí mismo Parménides y Platón:
mitos, alegorías y metáforas sobre el pensamiento, 13/5/2010), intentemos
ahora llevar un poco de claridad parmenídea al discurso herácliteo para que su
oscuridad nos resulte un poco más luminosa.
Comencemos por
las clasificaciones: la tradición filosófica que toma su origen en Platón ubica
a Parménides como el pensador del ser
y a Heráclito como el pensador del devenir.
Dejando de lado la cuestión en parte erudita de que tal idea del devenir no está presente en los
fragmentos conservados de Heráclito (“Las palabras panta rei [todo fluye] no se encuentran en nuestros fragmentos de
Heráclito, y quizá no se remontan a él, sino a alguno de sus secuaces tardíos,
como Cratilo…”, Werner Jaeger, La
teología de los primeros filósofos griegos, México, FCE, 1952, p. 231, n.
4), nos gustaría retomar aquí esa idea para pensar el devenir como logos y el logos como reunión: unidad que se diferencia, diferencia que se reúne. Veamos
los textos.
“Aunque este logos existe siempre, los hombres se tornan
incapaces de comprenderlo, tanto antes de oírlo como una vez que lo han oído.
En efecto, aun cuando todo sucede según este logos, parecen inexpertos al experimentar con palabras y acciones
tales como las que yo describo, cuando distingo cada una según la naturaleza y
muestro cómo es; pero a los demás hombres les pasan inadvertidas cuantas cosas
hacen despiertos, del mismo modo que les pasan inadvertidas cuantas hacen
mientras duermen” (frag. 1).
El logos aparece aquí ligado
al estado de vigilia. Despiertos son los hombres que viven según el logos porque, de este modo, viven en
común o tienen la vida en común; es decir, viven en la polis o tienen una vida política:
“Para los despiertos
hay un mundo único y común [koinon],
mientras que cada uno de los que duermen se vuelve hacia uno particular [idion]” (frag. 89).
“No se debe hacer [poiein] ni decir [legein] como los que duermen” (frag. 73).
“Por lo cual es
necesario seguir a lo común; pero aunque el logos
es común, la mayoría viven como si tuvieran una inteligencia [phronesis] particular [idion]” (frag. 2).
“La mayoría [polloi] no comprende cosas tales como
aquellas con que se encuentran, ni las conocen aunque se las hayan enseñado,
sino que creen haberlas entendido por sí mismos” (frag. 17).
“Es necesario que los
que hablan con inteligencia confíen en lo común a todos, tal como una polis en su ley [nomos], y con mucha mayor confianza aún; en efecto, todas las leyes
se nutren de una sola, la divina” (frag. 114)
El logos reúne lo diverso y lo hace común, hace comunidad de la
diversidad, en la medida en que el logos
deviene reuniendo lo diverso. Si Heráclito es un pensador del devenir, lo es,
no en cuanto piensa el devenir, sino en cuanto su logos deviene haciendo comunidad de las diferencias. Quienes
cierran su logos sobre sí mismo y lo
detienen, viven (hacen y dicen) de un modo particular o privado (privado de lo común). Lo que deviene entonces es el discurso (logos) en la circulación de la palabra y
en la fluidez del sentido. Aquí encontramos una paradoja (y el logos heraclíteo es paradojal): “lo que
distingue la filosofía de las simples opiniones personales de los hombres
individuales” es precisamente la “comunidad de comprensión”; sin embargo,
mientras que los hombres individuales que viven como dormidos en su mundo
privado son mayoría, “la filosofía no es en modo alguno propiedad común, sino
siempre convicción especial de alguna persona” (Jaeger, p. 116). Podríamos
decir aquí que no todo estar juntos uno con el otro hace comunidad sino sólo
aquel modo de ser cada uno para sí mismo en su diferencia y en su relación con
el otro; es decir, conforme con el logos.
Pero entonces, el logos mismo debe
ser capaz no sólo de reunir lo diverso para hacer comunidad sino que también ha
de poder diversificarse a partir de la unidad; es decir, a partir de una unidad
imposible como la plantean las imágenes de la guerra o el fuego:
“Guerra [polemos] es padre de todos, rey de
todos: a unos ha acreditado como dioses, a otros como hombres; a unos ha hecho
esclavos, a otros libres” (frag. 53).
“Es necesario saber
que la guerra [polemos] es común, y
la justicia discordia [eris], y que
todo sucede según discordia y necesidad” (frag. 80).
“Todo sucede según
discordia [eris]” (frag. 8).
“El dios: día noche,
verano invierno, guerra paz, saciedad hambre; se transforma como fuego que,
cuando se mezcla con especias, es denominado según el aroma de cada una” (frag.
67).
“Este mundo [kosmos], el mismo para todos, ninguno de
los dioses ni de los hombres lo ha hecho, sino que existió siempre, existe y
existirá en tanto fuego siempre-vivo, encendiéndose con medida y con medida
apagándose” (frag. 30).
“Con el fuego tienen
intercambio todas las cosas y con todas las cosas el fuego, tal como con el oro
las mercancías y con las mercancías el oro” (frag. 90).
Se trata aquí de la imposible reunión
de la unidad consigo misma según el principio de identidad: del mismo modo que
la unidad de la guerra y la discordia no se pueden pensar sin la dualidad de
los términos en conflicto, tampoco el fuego se puede pensar en su unidad sin
las transformaciones que produce y en las que existe. Cada cosa remite a otra y
ninguna remite a sí misma o, dicho de otro modo (o del mismo modo), cada cosa
remite a otra cosa remitiendo a sí misma
“Como una misma cosa
está en nosotros los viviente y lo muerto, así como lo despierto y lo dormido,
lo joven y lo viejo; pues éstos, al cambiar, son aquéllos, y aquéllos, al
cambiar, son éstos” (frag. 88).
Donde mejor se
exhibe este significado paradojal del logos
como reunión es en los siguientes aforismos:
“Nombre del arco [toxon] es vida [bios]; su función es muerte [thanatos]”
(frag. 48).
“No entienden cómo,
al divergir, se converge consigo mismo: armonía propia del tender en
direcciones opuestas, como la del arco [toxon] y de la lira [lyre]” (frag.51).
En el fragmento 48, Heráclito
juega con las palabras: al arco [toxon]
se lo nombra también con la palabra biós,
casi la misma palabra que nombra la vida [bíos]
ya que sólo se diferencian por el acento; sin embargo su significado es muy
distinto puesto que el primero produce muerte que es lo opuesto de la vida. De
la misma manera, en el fragmento 51 las oposiciones son múltiples: tanto el
arco como la lira son lo que son (arco y lira) por la tensión que los
constituye (entre la fuerza divergente de la estructura de madera y la fuerza
convergente de las cuerdas) y, también, por su mutua relación; el primero
produce la muerte y la segunda canta a la vida.
Comentando esta particularidad del logos heraclíteo -o este particular uso
del logos por parte de Heráclito-,
Rodolfo Mondolfo sostiene que “debemos partir de su convicción fundamental de
que toda realidad es siempre unión de tensiones opuestas, y de que el flujo
universal, como paso inevitable de un opuesto a su contrario, está determinado
por esta naturaleza interna de los opuestos” y agrega, un poco más adelante,
que “la concepción heraclítea de un flujo que es relación de contrarios (concidentia oppositorum), podía
conciliarse con el hábito etimologizante que busca en el nombre la esencia de
la realidad, sólo a condición de que se reconociera en los nombres la misma
coincidencia de los opuestos que se reconocía en la realidad” ya que “cuando
una palabra parece tener un significado unívoco, a Heráclito le parece
inadaptada para expresar el valor pleno de al realidad” (Rodolfo Mondolfo, Heráclito. Textos y problemas de su
interpretación, México, Siglo XXI, 1981, pp. 325-326).
Volvamos ahora a nuestro punto de partida,
que era la búsqueda del origen del discurso filosófico entre el mito y el logos. Tal vez, no haya tanta diferencia
entre la palabra mítica que dice sin decir del todo, dejando en las sombras
aquello que no puede estar plenamente a la luz (sería este el caso de nuestra
versión de Parménides: el discurso del ser en su relación con el ente) y el
discurso del logos que dice en la
circulación interminable de la palabra un significado que no puede ser atrapado
por ninguna de ellas, como dice Heráclito en el fragmento (discutido en su
autenticidad) 49 a: “En los mismos ríos ingresamos y no ingresamos, estamos y
no estamos”. La experiencia del logos
a la que nos invita Heráclito –o en la que nos sumerge, para seguir con la
imagen del río- nos lleva de lo particular o privado, que se corresponde con el
mundo de una cotidianeidad adormecida en la que cada cosa (también cada palabra
y nosotros mismos) es lo que es según el principio de identidad, a lo que es
común –el mundo despierto y “apartado” de “lo sabio”, frag. 108- según la
contrariedad (polemos, eris) que es propia del principio de
diferencia que no permite a cada cosa, particular o privada, reposar en sí
misma. Entonces, vemos a la filosofía surgir allí donde lo real se muestra y se
sustrae según el mito y, también, allí donde no se deja atrapar según el logos que reúne diferenciando y
diferencia reuniendo.
8.-
Aristóteles: los discursos del ser
Hemos visto cómo,
en Parménides, la filosofía se anuncia como un camino de o hacia la verdad del
ser en su diferencia (y, también, en su posible confusión) con la no verdad de
la opinión (doxa) que se extravía en
la diversidad del ente; y hemos visto también cómo, en Heráclito, la filosofía
se entreteje como discurso del logos
que hace comunidad sobre el borde mismo de una siempre posible no comunidad
(particularidad, apropiación privada del discurso ¿subjetividad?). Un poco más
tarde, Platón plantea una filosofía tensionada metafísicamente entre planos
bien diferenciados: entre la sombra cavernaria y la idea sólo puede haber
remisión alegórica ya que el tránsito de una a otra supone una alteración
radical de la mirada. La alegoría de la caverna presenta ese tránsito de forma
dramática: el prisionero no quiere liberase y el liberado no quiere volver a la
caverna (en una situación similar se encuentra el filósofo que Platón imagina
como gobernante de la comunidad justa: no quiere gobernar la polis porque se resiste a abandonar la
contemplación de las ideas). Algo del mundo presocrático se ha roto o ha
cambiado definitivamente y la filosofía, que iba transitando entre los
andariveles del mito y el logos va,
poco a poco, separando ambos términos, alejando el logos del mito, haciendo del mito un discurso sombrío (por seguir
con la alegoría platónica) y haciendo del logos
el lugar de una verdad cada vez más unívoca y luminosa, de una luminosidad sin
sombras. Sin embargo, la respuesta platónica no satisface a Aristóteles, que
encuentra en semejante distanciamiento entre la idea y las cosas una paradójica
resurrección del mito: la trascendencia de la idea respecto de las cosas.
Entonces, Aristóteles busca una conexión entre ambas (la idea y las cosas, los
entes) y el resultado de semejante intento constituye a partir de allí un
paradigma dominante para la filosofía posterior, probablemente hasta Nietzsche
por lo menos.
El libro VII de la Metafísica
de Aristóteles comienza con una afirmación tan rotunda como problemática: “ente
se dice [leguetai] de múltiples
maneras”. La enumeración respecto de esa multiplicidad fue hecha en el capítulo
7 del libro V. Aristóteles las clasifica en dos grupos: ser por accidente, cuando, por ejemplo, se dice “el hombre es
culto”; en este caso, lo que se está diciendo es que ser culto corresponde accidentalmente al hombre; que el ente
(hombre, en este caso) es (no por sí
mismo sino accidentalmente) en cuanto culto (de modo que aún dejando de ser
culto no por ello dejaría de ser el ente hombre que es). En el otro grupo,
Aristóteles reúne las formas de decir el ente por sí mismo (y no por accidente). En los escritos lógicos (Categorías, cap. IV), Aristóteles agrupa
la formas múltiples de decir el ente en
diez las categorías: ousía (hombre,
caballo), cantidad (de tal o cual
medida), cualidad (blanco,
gramatical), relación (doble, mitad,
más grande), lugar (en la plaza
pública, en el liceo), tiempo (ayer,
el año pasado), situación o posición
(estar acostado, estar sentado), posesión
(estar calzado, estar armado), hacer o
acción (cortar, quemar), padecer o
pasión (ser cortado, ser quemado). De estas diez categorías o formas de
decir el ente, la primera y principal es la ousía
puesto que por medio de la ousía se
dice del ente lo que es (podríamos
decir su esencia) y su singularidad (el esto).
Por ejemplo, si decimos de un ente que es “hombre o “dios”, decimos lo que es, es decir su ousía. En cambio, las restantes categoría dicen del ente sus modos
de ser, formas derivas de ser: su ser de este u otro tamaño, su ser o tener una
cualidad u otra, su relación con otros entes, etc. etc.
De todo esto
resulta, según Aristóteles, que “es por la ousía que cada una de las cosas
mencionadas existe”; de modo que “el ente, en sentido primario y no en sentido
restringido sino absoluto será la ousía”
(Metafísica, 1028 a 20). Ahora bien,
podemos preguntarnos qué significa ousía,
puesto que con ella se dice el ente de modo absoluto. Veamos primero qué
significa la palabra “ousía”.
Se trata de “una
sustantivación del participio presente femenino, ousa, del verbo eimi
(infinitivo, einai), es decir,
‘ser’”. En este sentido, la palabra “ousía”
dice algo similar a lo que dice la palabra “ente” (sustantivación del
participio presente masculino del verbo ser); sólo que, mientre el ente nombra
el ser presente, la ousía nombra la
cualidad misma de ese ser presente, la presencialidad (del presentar). Si el
ente es lo real, la ousía es la
realidad (de lo real). Todo está relacionado con los usos de un lenguaje que
nombra con la palabra ousía “algo que
es propiedad de una persona, […] una riqueza” (José Ferrater Mora, Diccionario de Filosofía, Buenos Aires,
Sudamericana, 1975).
Volvamos a
nuestro punto de partida: “ente se dice de múltiples maneras” y en este decir (leguetai) hay un modo principal que es
el de decir del ente su ousía, lo que
el ente es por sí mismo, su realidad más propia o auténtica. De modo que,
finalmente, la pregunta qué es el ente
equivale a la pregunta qué es la ousía:
“así, lo que antiguamente, ahora y siempre se busca y se cuestiona, ‘qué es ente’,
equivale a ‘qué es la ousía (realidad)’
(ya que unos afirman que es ‘una’, otros ‘más que una’, y, entre éstos, algunos
que su número es limitado; otros, en cambio, que es ilimitado)” (Metafísica, 1028 b 3).
Con esto estamos
de alguna manera dentro del territorio delimitado por Parménides: hay un camino de la opinión (doxa) que transitan los mortales que
dicen (leguein) el ente en su
diversidad y hay un camino de la verdad
que transita el hombre vidente y dice el ente en su ser (y no en su vana diversidad)
y estamos también dentro del territorio delimitado por Heráclito, en cuanto el
decir (leguein) reúne la diversidad
en la unidad y dispersa la unidad en la diversidad. Pero seguimos sin entender
qué significa ousía en Aristóteles.
Recurramos entonces a la ayuda de Jean Brun, quien recurre a su vez al auxilio
de Joseph Owens: la palabra ousía
forma parte de dos palabras interesantes, parousía
(que se puede traducir por presencia) y apousía
(que se puede traducir por ausencia), del mismo modo que prae-sentia se traduce por presencia y ab-sentia, por ausencia, sobra la base de la palabra ente. Lo que
está en juego aquí es la referencia a cierta cualidad del ente (y de la ousía) que se manifiesta en el juego de
la presencia y la ausencia: “en cierto sentido, la presencia y la ausencia […]
participan de la ousía” (Jean Brun, Aristóteles
y el Liceo, Buenos Aires, EUDEBA, 1979, pp. 115-116).
Volvamos sobre
Aristóteles: lo real (el ente) se dice de muchas maneras y hay una que es
principal que es decir su realidad (ousía).
Pero ¿qué es la realidad (ousía)?
Semejante pregunta tiene valor sólo como pregunta y no hay respuestas que la
cancelen, salvo al abandono de la pregunta misma. Pero, como pregunta,
condiciona de algún modo las respuestas. Preguntar por la ousía implica orientar la búsqueda de respuesta dentro de un
ámbito: el de la presencia. Si lo real (el ente) es lo presente y preguntamos
por aquello que hace a lo presente (ente) estar presente, entonces nuestra
búsqueda se encamina hacia el ámbito de la presencialidad (la ousía): lo que trae a la presencia a lo
presente y lo mantiene allí presente, lo siempre ya presente. Ahora bien, ¿qué
es la ousía entonces?
Aristóteles
distingue cuatro modos de significar esta palabra: “ousía [realidad] se dice [leguetai], si no de más, principalmente
de cuatro maneras. En efecto, tanto lo-que-es, como el universal y el género
comúnmente se admite que son ousía [realidades]
de cada cosa, y, en cuarto lugar, el sujeto [hypokeimenon]”. Ahora bien: “’sujeto’ [hypokeimenon] es aquello de lo que todo lo demás se dice, pero que
él mismo jamás se dice de otra cosa. Tendremos pues, que comenzar ocupándonos
de él, ya que suele considerarse que ousía
es ante todo y en primer término el hypokeimenon”
(Metafísica, 1028 b 33).
Llegamos aquí al
final de nuestro recorrido: el ente se dice de muchas maneras pero hay una
manera que dice el ente de modo principal que es aquella manera de decir del
ente su ser más propio: la ousía. Por
su parte, también la ousía se dice de
varias maneras y, fundamentalmente de cuatro maneras, siendo la manera
principal aquella en la que la ousía
es puesta como sujeto. Y este poner como sujeto no es otra cosa que referir el logos a algo que subyace: el hypokeimenon, término griego equivalente
al término latino subjectum. Ambos
términos se suelen traducir por substancia
(lo que está debajo y, por lo tanto, sostiene y fundamenta); pero, también se
los puede traducir de un modo más literal, como sujeto: aquello que está allí
siempre como supuesto necesario y soporte de toda presencia, lo siempre ya
presente que posibilita y ordena el logos
en los discursos del ser.
9.- Dios y la
filosofía: de Platón a San Agustín
Las relaciones
entre Dios y la filosofía pueden ser planteadas de muchas maneras; aquí, nos
interesará particularmente observar de qué maneras diversas se produce el
encuentro entre la filosofía que hemos visto surgir en Gracia en los lejanos
tiempos de Hesíodo (siglos VIII/VII a.C.), tal vez no casualmente en la Teogonía (sobre el origen, génesis o
genealogía de los dioses), dentro de un entramado discursivo tejido con
elementos míticos y recursos del logos,
y la novedad cristiana que aporta a la filosofía algo que no parece haber
estado presente en aquellos comienzos y que, al presentarse, divide el tiempo
del mundo entre un antes y un después. La presencia de Cristo en el mundo, un
Dios hecho hombre, constituye un acontecimiento que desafía los alcances del logos y parece restituir la potencia
expresiva del mito (recordar que mito
y misterio son términos que derivan
de la misma raíz, myein). La
filosofía cristiana planteará esta relación en términos del encuentro y
desencuentro entre la fe (respecto del logos
revelado sobrenaturalmente en la Biblia: “en el principio era el logos y el
logos era con Dios el logos era Dios”, afirma el Evangelio de Juan) y la razón
(conocimiento natural, o, también, conocimiento que el hombre puede alcanzar de
modo natural sin el auxilio sobrenatural de la gracia divina que se expresa en
la fe). El catálogo de las verdades sobrenaturales que la filosofía cristiana
acepta por la fe y que desafían la razón es amplio (que Dios se haga hombre,
que sea uno y trino a la vez, que Cristo hijo de Dios muera y resucite…); sin
embargo, tal vez ese conjunto de verdades que desafían al logos filosófico se
podría sintetizar en uno de sus componentes que tomaremos aquí como componente
central de la metafísica cristiana: la afirmación de que “Dios ha creado al
mundo de la nada” (ex nihilo fit ens
creatum); afirmación que resulta ser claramente contrapuesta a la noción
griega de que toda creación trabaja sobre un material preexistente puesto que “de
la nada, nada se sigue” (ex nihilo nihil
fit). Ya Parménides había sostenido que la única vía para pensar es la vía
del ser y que la vía del no ser es intransitable.
Ahora bien, entre
fe y razón cabe pensar las siguientes posibilidades de articulación: afirmar la
fe en contra de la razón (Tertuliano sostendrá en el siglo II d.C. que credo quia absurdum, “creo porque es
absurdo”); afirmar la razón en contra de la fe (las verdades que se presentan
enmascaradas bajo el ropaje simbólico de la fe pueden y deben ser comprendidas
racionalmente); separar ambos regimenes de verdad en dos campos incomunicables;
hacer de la fe un presupuesto de la razón (San Agustín dirá en el siglo IV que credo ut intelligam, “creo para
entender”); articular de modo armónico fe y razón (Santo Tomás sostendrá en el
siglo XIII que fe y razón no constituyen dominios heterogéneos e incompatibles
sino articulables y, en cierto modo, complementarios) (Sobre estos temas puede
consultarse CARPIO, A. P., Principios de
filosofía, Buenos Aires, Glauco, 1974, pp. 142-145).
Comenzaremos a
recorrer este camino de encuentro entre Dios y la filosofía a partir de San
Agustín. En Contra los académicos,
obra escrita en Casicíaco (ciudad cercana a Milán) hacia el año 386 (Agustín
recibirá el bautismo, signo de su conversión al cristianismo, en 387), se puede
encontrar una interesante articulación entre la filosofía platónica y la revelación
cristiana. En el capítulo XX del libro III sostiene Agustín que
“una doble fuerza nos
impulsa al aprendizaje: la autoridad y la razón. Y para mí es cosa cierta que
no debo apartarme de la autoridad de Cristo, pues no hallo otra más firme. En
los temas que exigen arduos razonamientos –pues tal es mi condición que
impacientemente estoy deseando de conocer la verdad, no sólo por fe sino por
comprensión de la inteligencia- confío entre tanto hallar entre los platónicos
la doctrina más conforme con nuestra revelación”.
Podemos ver en
esta obra de Agustín un momento de transición entre la filosofía griega y el
cristianismo tanto desde una perspectiva histórica cuanto desde el punto de
vista de la propia trayectoria vital del autor. En el primer sentido, la
recuperación del platonismo originario le permite a Agustín superar el
escepticismo planteado por la Academia nueva dirigida por Carnéadas a partir
del año 160 a.C.; en el segundo sentido, la recuperación del platonismo le
permite a Agustín encontrar una forma de articulación entre la filosofía que
busca la verdad por medio de la argumentación racional y la fe que acepta la
verdad presente en la revelación bíblica. Esta transición entre el sistema de
la filosofía antigua y el de la filosofía cristiana es, también, un momento de
crisis e inestabilidad que Agustín intenta superar por medio de la filosofía
misma. Después de establecer que “vivir felizmente” (beata vivere) es “vivir conforme con lo mejor que hay en el hombre”
y que esa porción “puede llamarse mente o razón” (mens aut ratio) Agustín se plantea en Contra los académicos si la vida filosófica que conduce a la vida
feliz puede consistir en la mera búsqueda e investigación de la verdad o, antes
bien, requiere de su plena posesión (libro I, caps. II y III).
La fuente de
inspiración platónica está, como hemos visto, explícitamente puesta de
manifiesto por parte de Agustín; sin embargo, será útil aquí volver sobre el
tema. En La República, los argumentos
que Platón desarrolla en torno de la superioridad política y existencial del
filósofo por sobre la figura del sofista se apoyan, en última instancia, sobre
la experiencia de la verdad entendida como tránsito del alma hacia su
autenticidad (y en este sentido puede ser interpretada la alegoría de la caverna).
La experiencia de la verdad es también la fuente de la que brotan todas las
posibilidades intelectuales de la argumentación eidética o conceptual en su
diferencia con el discurso sofistico. Así, el filósofo se opone al sofista como
el gobernante legítimo se contrapone el tirano. En República, como hemos visto con ocasión de abordar el análisis de
la alegoría de la caverna, el discurso filosófico toma un giro novedoso que
Heidegger interpreta como mutación en la esencia de la verdad. Agreguemos a ese
dato una referencia al contexto: se trata de la crisis de las formas
tradicionales de la vida en común (la pólis)
y de las formas posibles de la superación de esa crisis. El pensamiento
filosófico de Platón se mueve todavía dentro del horizonte espiritual de la polis; sin embargo, su crisis es
definitiva y su recuperación queda instalada sobre el plano utópico de los
ideales que orientan la búsqueda filosófica sin posibilidades prácticas reales.
La disolución de la pólis dará lugar
después a un nuevo horizonte espiritual, el de la cosmópolis, ámbito en el que se pierden los límites referenciales
de la vida en común establecidos por la pólis.
A ese ámbito pertenecen las filosofías postaristotélicas: estoicismo,
epicureismo y escepticismo, por mencionar sólo las escuelas o corrientes más
importantes. Finalmente, el cristianismo propondrá una recuperación del
horizonte espiritual perdido, dentro de un ámbito más amplio: la ecumene
cristiana. Para tender un puente, entonces, entre Platón y Agustín es necesario
situar a ambos dentro de su horizonte espiritual; es decir, dentro de su mundo
histórico. Y, para hacerlo, detengámonos un instante alrededor del problema
planteado por Platón en torno de la diferencia entre el filósofo y el sofista.
En el libro II de
República Platón sostiene que "...nadie,
de su voluntad, quiere ser engañado en la parte más noble de sí mismo, ni sobre
las cosas más importantes, y nada tememos tanto como abrigar allí la falsedad"
(Rep., 382 a), y caracteriza la
verdadera falsedad (alethós pseudos)
como "la ignorancia (agnoia) que
hay en el alma del engañado; porque la falsedad en las palabras no es sino una
imitación del estado que afecta al alma, del cual es aquella una imagen
posterior, y una falsedad no del todo pura" (Rep., 382 b-c). En la verdadera falsedad, el alma del engañado
carece totalmente de acceso a la verdad y se ve privada, por lo tanto, de todo
tipo de orientación. La falsedad verbal, en cambio, implica en el mentiroso la
presencia de una verdad a partir de la cual éste puede dirigir su acción, en
este caso, mentir. Lo divino, que Platón caracteriza como absolutamente opuesto
a la falsedad, está asociado con el elemento superior y directivo del alma y
determina su natural inclinación a la verdad. Dicho en otros términos, la Idea
del Bien "es ella misma la señora y dispensadora de la verdad y de la
inteligencia, y tiene que verla quien quiera conducirse sabiamente así en la
vida privada como en la vida pública" (Rep.,
517 c). Ahora bien, si la experiencia de la verdad es la condición de
posibilidad de una praxis virtuosa, su realización efectiva depende de una
condición ética: el dominio de sí. En este punto es en donde el tipo más
elevado de gobernante, el rey o basileus,
se opone al tipo tiránico en una escala que mensura y distribuye los lugares de
un orden de eudaimonía posible (cfr. Rep., 580 b). El tirano es "el
hombre que gobierna mal en su interior" que, empeora su situación "cuando
en lugar de pasar su vida como simple particular, se ve constreñido por algún
azar a ejercer la tiranía y trata de dominar a los demás cuando no puede ser
señor de sí mismo" (Rep., 579
c-d). Platón ha desplazado el eje alrededor del cual giraba la virtud política.
El dominio de sí, íntimamente relacionado con la experiencia de la verdad,
permite la realización efectiva de esa praxis interior que define la concepción
platónica de la justicia y se postula como vía de superación de la crisis
política. Es importante tener en cuenta que la noción de "dominio de
sí" que Platón introduce como nuevo eje a cuyo alrededor deberá girar la
praxis individual y colectiva conforme a la virtud, es presentada no sin ciertos
recaudos y prevenciones: "la templanza (sophrosyne) -dice- es una especie de orden (kósmos) y señorío (egkráteia)
en los placeres y deseos (epithymion),
según lo expresan los que dicen, no sé en qué sentido, que uno es dueño de sí
mismo (kreitto autou)" (Rep., 430 e). Las reservas de Platón
respecto de la noción de "dominio de sí" parten de la paradójica
escisión que ésta supone en el sujeto, a la vez dueño y esclavo de sí mismo,
pues todo mando implica obediencia y, en este caso, un mismo sujeto sería
tributario de ambos predicados. La solución platónica de la paradoja pasa por
distinguir dentro del alma lo superior y lo inferior: "cuando lo superior
por naturaleza tiene bajo su poder a lo inferior, se dice, y por cierto con
alabanza, que tal sujeto es dueño de sí mismo. Cuando, por el contrario, a
causa de la mala crianza o compañía, lo superior, más endeble, es dominado por
la muchedumbre de lo inferior, censúrase esto como un oprobio, y del que está
en esta disposición se dice que es esclavo de sí mismo y que es
intemperante" (Rep., 431 a-b).
El ingreso a la ciudadanía política de una comunidad organizada conforme con la
justicia requiere de la interiorización en los sujetos de la relación
intersubjetiva de poder que se constituye entre los polos del mando y la
obediencia. Es decir que, si la praxis política virtuosa supone determinadas
virtudes del éthos individual, éste supone a su vez la vigencia de la relación
intersubjetiva de dominio.
Es esta
estructura de las relaciones de poder político, intra e inter subjetivas,
planteada por Platón al que parece quedar desestabilizada junto con el proceso
de disolución de la pólis.
Volvamos a Agustín
en el punto en que lo habíamos dejado: la vida feliz implica vivir conforme con
la parte del alma que cumple una función directiva, parte a la que llamamos
mente o razón y que tiene una particular disposición hacia la verdad; de modo
que la vida feliz es una vida filosófica en cuanto es allí en donde la verdad
se manifiesta. Sólo queda por averiguar –argumenta Agustín- si la mera búsqueda
de la verdad y no su plena posesión nos pone ya sobre el plano de la vida
feliz. Emparentada con esta cuestión de la verdad está la cuestión del error en
el doble sentido de errancia y de no verdad que Agustín desarrolla en el
capítulo IV del libro I, poniendo el argumento en boca de Trigecio: “el que
yerra ni vive según la razón ni es dichoso totalmente. Es así que yerra el que
siempre busca y nunca halla”; de modo que “errar es andar buscando, sin atinar
en lo que se busca”. Licencio, en cambio, sostiene la posición filosófica del
escepticismo:
“el error, creo yo,
consiste en la aprobación de lo falso por verdadero; y en este escollo no da el
que juzga que ha de buscarse siempre la verdad, pues no puede aprobar cosa
falsa el que no aprueba nada; luego es imposible que yerre. Y dichoso puede
serlo fácilmente, pues para no ir más lejos, si a nosotros se nos permitiera siempre
vivir tal como vivimos ayer, no se me ocurre ninguna razón para no tenernos por
felices”.
Para seguir
adelante con la argumentación en torno del problema planteado respecto de la
sabiduría y la vida feliz en su relación con la verdad y el error, Agustín
presenta, en el capítulo V del libro II, la doctrina del escepticismo académico
en su oposición con la doctrina estoica de la verdad:
“el sabio no da su
asentimiento a ninguna cosa, porque necesariamente yerra -y esto es impropio
del sabio- asintiendo a cosas inciertas. Y no sólo afirmaban que todo era
incierto, sino que apoyaban su tesis con muchísimos argumentos. Pero que no
puede comprenderse la verdad lo deducían de una definición del estoico Zenón,
según la cuál sólo puede tenerse por verdadera aquella representación que es
impresa en el alma por el objeto mismo de donde se origina, y que, no puede
venir de aquello de donde no es. O más breve y claramente: lo verdadero ha de
ser reconocido por ciertos signos que no puede tener lo falso. Y que estos
signos no pueden hallarse en nuestras percepciones, se empeñaron en demostrarlo
con mucha tenacidad los académicos”.
Ahora bien, el sabio escéptico que evita el error por
medio de la suspensión del juicio acepta, sin embargo, una forma probable de la
verdad para guiar su vida práctica que es la verosimilitud. Y, en la medida en
que la verosimilitud no es otra cosa que “lo semejante a la verdad”, el sabio
escéptico resulta un personaje contradictorio: conoce y no conoce la verdad al
conocer lo verosímil (capítulo VII, libro II). Se trata entonces de establecer
si al hombre le es dada la presencia de la verdad y, consiguientemente, la
posibilidad de la sabiduría.
Este problema es
abordado por Agustín en el libro III; después de sostener en el capítulo VI que
“sólo algún divino numen puede manifestar al hombre lo que es la verdad”,
presenta en el capítulo XI el siguiente argumento que, como veremos luego,
anticipa al cogito cartesiano, aunque
con las diferencias que desarrollaremos más adelante: tenemos, en primer lugar,
la certeza del mundo, pues si
llamamos mundo a “todo esto, sea lo que fuere, que nos contiene y sustenta; a
todo eso, digo, que aparece (apparet)
a mis ojos y es advertido por mí con su tierra y su cielo, o lo que parece
tierra y cielo” y la certeza de esa presencia sensible del mundo no puede ser
alterada ni por el argumento del sueño ni por el argumento de la locura pues
“llamo mundo a lo que se me ofrece al espíritu (mihi videtur), sea lo que fuere”, y tenemos también, en segundo
lugar, las verdades del mundo puesto
que “tres por tres son nueve y el cuadrado de números inteligibles, es
necesariamente verdadero, aun cuando ronque todo el género humano”. Entonces,
si “al sabio pertenece la percepción de la sabiduría y ninguna razón hay para
que niegue el asentimiento a lo que puede percibirse”, sólo resta saber en qué
lugar encuentra el sabio la sabiduría. Agustín responde que “en sí mismo” (in semetipso) (cap. XIV, libro III);
luego, sólo le falta recurrir a Platón para encontrar un modelo de sabiduría en
el planteo de un mundo inteligible “donde habitaba la misma verdad” y un mundo
sensible que es “semejante al verdadero y hecho a su imagen” (cap. XVII, libro
III). De modo que la sabiduría que podemos encontrar presente en la “filosofía perfectamente
verdadera” no es
“la filosofía de este
mundo, que nuestras sagradas letras justamente detestan, sino la del mundo
inteligible, al que la sutileza de la razón no habría podido guiar a las almas,
cegadas con las multiformes tinieblas del error y olvidadas bajo la costra de
las sordideces materiales, si el sumo Dios, descendiendo con su misericordia al
seno del pueblo, no hubiese abatido y humillado hasta tomar cuerpo humano al
Verbo divino, para que, estimuladas las almas con sus preceptos y, sobre todo,
con sus ejemplos, sin luchas de disputas, pudiesen entrar en sí mismas y volver
los ojos a la patria” (cap. XIX, libro III).
10.- Dios y la
filosofía: Escoto Erígena y Santo Tomás
Como hemos visto
en el pensamiento de Agustín de Hipona (354-430), el encuentro entre la tradición
filosófica de Platón y la novedad del Dios cristiano produce una particular
síntesis de filosofía cristiana cuya estructura metafísica pone de manifiesto
tanto el dualismo platónico (entre el plano inteligible y el plano sensible)
cuanto el dualismo cristiano (entre la fe y la razón como vías de acceso a esos
planos y, también, entre el creador y lo creado, como principios organizadores
de lo real, mediados por el Dios hecho hombre cuya verdad Agustín acepta por la
autoridad de la fe y, también, por medio de la argumentación racional). Hemos
visto cómo, por medio de la duda escéptica y en discusión crítica con ella,
Agustín descubre, en la propia conciencia, el plano inteligible cuyas
certidumbres ponen un freno a la errancia de los integrantes de la Academia
Nueva que, si bien logran evitar caer en el error en cuanto se abstienen de
juzgar o de prestar su asentimiento a lo que perciben, tampoco logran ninguna
certidumbre en cuanto la verdad les resulta esquiva o les está negada. Agustín
encuentra que, en la intimidad de la propia conciencia, un doble camino hacia
la sabiduría es posible pues “a nadie es dudoso que una doble fuerza nos
impulsa al aprendizaje: la autoridad y la razón” (Contra Académicos, cap. XX, libro III).
En el siglo IX y
en un mundo histórico diferente (ya no se trata del pasaje del mundo pagano al
mundo cristiano del siglo IV, como en el caso de Agustín, sino de la
construcción o reconstrucción de un modelo cultural basado en el imperio
carolingio), Juan Escoto Erígena (810-877) producirá una síntesis diferente
entre la filosofía (transmitida por Platón en este caso a través de Plotino y
del Pseudo Dionisio) y el cristianismo. Detengámonos aquí por un momento.
Escoto Erígena
había nacido en Irlanda y hacia los años 845-47 aparece cumpliendo funciones en
la corte de Carlos el Calvo, nieto de Carlomagno (siendo laico, habría dirigido
la Escuela palatina), en donde permanece hasta el año 877 en que muere el rey.
Entre 862 y 866, Escoto Erígena compone su obra más importante: el tratado
sobre División de la naturaleza (De divisione naturae, en latín, o Periphyseon, en griego), la que fue
condenada oficialmente por la Iglesia en el año 1225 por proponer una visión
panteista del mundo y de su creación.
Aquellos
dualismos presentes en Agustín toman aquí nuevas formas. De acuerdo con la
interpretación de Lamanna, “la filosofía de Juan parte de la división platónica
y agustiniana entre mundo de las cosas sensibles y mundo de las ideas, como
causas primordiales de los seres particulares y pensamientos de la mente
divina” (LAMANNA, E. P., Historia de la
filosofía, Buenos Aires, Hachette, 1957, II tomo, p. 104). Por su parte,
Gilson afirma que “el sentido de la doctrina de Erígena deriva de su concepción
de las relaciones entre la fe y la razón”; y, más específicamente, sostiene que
esa doctrina se mueve sobre el plano de una racionalidad “enseñada por una
revelación”; entonces, “puesto que Dios ha hablado, es imposible para la razón
de un cristiano no tenerlo en cuenta” y, por lo tanto “la fe es para él, en
adelante, condición de la inteligencia” (GILSON, E., La filosofía en la Edad media, Madrid, Gredos, 1965, pp. 189 y
190). Y agrega Gilson más adelante: “el método que la razón emplea para lograr
entender lo que cree es la dialéctica, cuyas dos operaciones fundamentales son
la división y el análisis” (p. 193). Veamos de qué manera Dios y la filosofía
entran en relación en el sistema de Escoto Erígena.
Lo primero que
llama la atención en el tratado de la División
de la naturaleza es el intento de pensar el dinamismo de lo real (o, la
realidad en su dinamismo). De allí que Escoto proponga como punto de partida de
su reflexión aquello que “en griego se pronuncia physis y en latín natura”
puesto que “naturaleza es el nombre general apropiado para todo lo que es y
todo lo que no es” y la primera división o diferencia que se puede establecer
en lo real es entre “aquello que es y aquello que no es” puesto que esa
división “resulta apropiada para todas las cosas que pueden ser percibidas por
el espíritu o superan su esfuerzo” (libro I, 441 A). Siendo la naturaleza “el
término genérico” habrá que ver entonces en qué especies se divide, o, para
decirlo con el dinamismo que proponen las palabra phýsis y natura, qué
cosas brotan o nacen de ella, que cosas se generan
a partir del término genérico, que
diferenciaciones es capaz de producir:
“A mi parecer, cuatro
diferencias permiten la división de la naturaleza en cuatro especies. De ellas,
la primera es la que crea y no es creada, la segunda aquella que es creada y
crea, la tercera la que es creada y no crea, la cuarta aquella que ni crea ni
es creada. Las cuatro se oponen entre sí en parejas: la tercera se opone a la
primera y la cuarta a la segunda” (libro I, 441 B).
Dicho en otros términos, la naturaleza produce las
siguientes diferenciaciones: la primera es Dios como principio de todas las
cosas (crea sin ser creado); la segunda son las ideas consideradas como
arquetipos de las cosas (creadas por Dios y creadoras de las cosas); la tercera
son las cosas del mundo en cuanto están en el tiempo y en el espacio (creadas
por la idea y no creadoras) y la cuarta es Dios como fin o meta del proceso (no
es creado por ser Dios ni crea por estar aquí al final del proceso de
creación). El dualismo metafísico que tensiona la realidad en los dos planos
del creador y lo creado se mantiene en Escoto, puesto que los momentos primero
y cuarto del proceso de división de la naturaleza se corresponden con la
naturaleza increada (Dios como causa y como fin, respectivamente), mientras que
los momentos segundo y tercero se corresponden con la naturaleza creada. Sin
embargo, ese dualismo adquiere un carácter dinámico: el creador se manifiesta
en lo creado; crear es manifestarse; la creación es una teofanía (manifestación de Dios).
Ahora bien, si
este es el movimiento de lo real en cuanto producción de diferencias internas
en la naturaleza que se exteriorizan y luego se interiorizan, habrá que ver qué
función cumple el sistema así descripto como interpretación posible del
misterio de la creación del mundo por Dios; o, lo que viene a ser aquí lo
mismo, cómo entra Dios en la filosofía. Escoto lo plantea en estos términos:
tomando como eje de su argumentación la idea de que Dios al crear se crea a sí
mismo sostiene que esa afirmación se puede entender por comparación con la
actividad intelectual del hombre, puesto que
“nuestro intelecto,
antes de que comience a pensar y recordar, se dice razonablemente que no es. En
efecto, por naturaleza es invisible, y nadie puede conocerle salvo Dios y
nosotros mismos. Mientras que, cuando comienza a pensar y cuando recibe la
forma de algunas fantasías, con toda
justicia se dice que ‘se hace’. Se hace, ciertamente, en la memoria al
recibir algunas formas de cosas, o voces, o colores, etc., de las cosas
sensibles. Y quien era informe antes de comenzar a recordar, recibe después una
especie de segunda información al constituir ciertos signos de formas o voces
-me refiero a las letras, que son signos de las voces, y a las figuras, que son
signos de las matemáticas- y otras señales sensibles por las cuales puede
insinuarse en los sentidos de quienes son capaces de sentir. Esta semejanza,
pese a que queda muy remota a la naturaleza divina, creo que puede sugerir cómo
ésta de un modo admirable ‘se crea’ en todas aquellas cosas que existen gracias
a Ella, mientras lo crea todo y por nada puede ser creada. En efecto, del mismo
modo como la inteligencia de la mente,
el propósito, el razonamiento, o cualquier primero e íntimo movimiento nuestro
se puede afirmar sin incongruencia que ‘se hace’, cuando viene el pensamiento,
y recibe las formas de ciertas fantasías, y después progresa hasta los signos
de las voces y las señales de los movimientos sensibles, pues ‘se hace’,
conformado en las fantasías, lo que por sí mismo carece de toda forma sensible.
Pues, igualmente la divina esencia, que subsistiendo por sí supera toda
inteligencia, en las cosas que crea desde sí, por sí, en sí y para sí,
rectamente se dice que ‘se crea’, ya que por ellas es conocida por cuantos la
buscan con rectitud, sea con el intelecto, si se trata de lo que sólo es
inteligible, sea con los sentidos, si son sensibles” (libro I, 454 B).
Del mismo
modo en que nuestro intelecto se piensa al pensar, Dios se crea al crear;
entonces, Dios entra en la filosofía de Escoto Erígena a partir de una
teofanía. Esto equivale a decir que el plano en el que se mueve el pensamiento
de Erígena es diferente al que plantean las relaciones de causa efecto sobre el
plano del ser. Gilson sostiene que se trata de una relación entre signo y cosa
significada: “el Dios de Erígena es como un principio que, sabiéndose
incomprensible, desplegase una sola vez la totalidad de sus consecuencias, a
fin de revelarse en ellas” (p. 198). Como principio creador increado, la
naturaleza (phýsys) es Dios: “De las
divisiones de la naturaleza ya enunciadas, la primera que habíamos descubierto
es aquella que crea y no es creada. Y no sin razón, ya que tal especie de la
naturaleza se predica rectamente sólo de Dios, quien, creador único de todas
las cosas, se entiende que es ánarchos,
es decir, sin principio” (libro I, 451 D); de modo que, al crear el mundo la
naturaleza (o Dios) no hace otra cosa que manifestarse en el mundo puesto que
el mundo mismo no es más que su
manifestación o la manifestación de ese
principio. Dicho en otros términos, el carácter dinámico de la naturaleza
consiste en que su realidad coincide con su actividad; es en cuanto se manifiesta
y, fuera de esta manifestación, es nada. “Independientemente de su crear y de
su correlación con la criatura, Dios no solamente no puede ser definido por
nosotros ni conocido por lo que es, sino que él mismo no puede definirse y
entenderse a sí mismo: no es nada
para sí mismo; y el fondo indefinido de su naturaleza, la absoluta
indeterminación es esa nada de la
que, según la Escritura, Dios creó al mundo” (LAMANNA, E. P., p. 106, n. 4).
Dejemos aquí a
Escoto Erígena y avancemos en el tiempo hasta el siglo XIII para ver de qué
modos Dios entra en la filosofía de Tomás de Aquino (1225-1274). Lo primero que
deberemos tener en cuenta aquí es que la tradición filosófica que se retoma
para pensar la teología cristiana es la de Aristóteles (y ya no la de Platón).
De modo que “la metafísica y la física aristotélicas proporcionan los
principios racionales con cuya ayuda puede construirse una explicación de la
realidad, coherente y abierta a la fe” (CARPIO, A. P., Principios de filosofía, Buenos Aires, Glauco, 1974, p. 146). Ahora
bien, podemos observar esta presencia de Dios en la filosofía de Tomás a través
de los argumentos o vías que emplea para demostrar su existencia. Las cinco
vías planteadas tienen similar estructura: todas parten de la experiencia
sensible y utilizan la relación causal como principio explicativo. Siguiendo en
esto la tradición de pensamiento y la autoridad que proviene de Aristóteles
(Tomás lo llama “el filósofo”), la relación
causal es entendida en cuatro sentidos: material, formal, eficiente y final
y el dinamismo de lo real en sus
diversas formas en términos de potencia y acto. Lo real está en movimiento en
cuanto se genera y se destruye (cambio substancial), en cuanto altera su
cantidad (aumento y disminución) o sus cualidades (alteración) y en cuanto se
desplaza en el espacio (cambio de lugar) y, a su vez, el movimiento se explica
como pasaje de la potencia (dýnamis:
el poder moverse según sus posibilidades) al acto (enérgeia: la consumación o perfección del movimiento). En la medida
en que hay movimiento en el mundo (y este es un dato de la experiencia y una
evidencia imposible de negar) y que el movimiento como tránsito de la potencia
al acto es de carácter inacabado (atelés,
en términos de Aristóteles, es decir, sin telos),
puesto que el movimiento termina cuando la potencia se realiza (se hace real)
enteramente en el acto (enérgeia como
realidad plena o consumada, aquello que tiene ergon, es decir, trabajo),
entonces, todo movimiento supone algo que es inmóvil (porque tiene en sí mismo
realizado plenamente toda la perfección ontológica de la que es capaz) y no
está en tránsito hacia nada (pues su realidad es acto y no potencia) y, por lo
tanto mueve a todo lo demás (es motor). De este modo, lo divino (ton theon) en Aristóteles es esta
perfección inmutable del ser que no tiene que llegar a ser lo que ya es puesto
que toda posibilidad está en él ya realizada (es acto puro; “puro”, es decir, sin mezcla de potencia alguna).
Este argumento
aristotélico es el que utiliza Tomás en la primera vía (su fuente de
inspiración es doble: por un lado los libros VII y VIII de la Física y, por otro lado, el libro XI de
la Metafísica):
“Es innegable, y
consta por el testimonio de los sentidos, que en el mundo hay cosas que se
mueven. Pues bien, todo lo que se mueve es movido por otro, ya que nada se mueve
mas que en cuanto esta en potencia respecto a aquello para lo que se mueve. En
cambio, mover requiere estar en acto, ya que mover no es otra cosa que hacer
pasar algo de la potencia al acto, y esto no puede hacerlo más que lo que está
en acto […] Es, pues, imposible que una cosa sea por lo mismo y de la misma
manera motor y móvil, como también lo es que se mueva a sí misma. Por
consiguiente, todo lo que se mueve es movido por otro. Pero, si lo que mueve a
otro es, a su vez, movido, es necesario que lo mueva un tercero, y a éste otro.
Mas no se puede seguir indefinidamente, porque así no habría un primer motor y,
por consiguiente, no habría motor alguno, pues los motores intermedios no
mueven más que en virtud del movimiento que reciben del primero, lo mismo que
un bastón nada mueve si no lo impulsa la mano. Por consiguiente, es necesario
llegar a un primer motor que no sea movido por nadie, y éste es el que todos
entienden por Dios” (Suma Teológica).
Gilson comenta lo
siguiente: “los movimientos sobre cuya serie razonamos aquí están
jerárquicamente ordenados; todo lo que se mueve, en la hipótesis en la que se
coloca la prueba por el primer motor, se mueve por una causa motora que le es
superior…”, de modo que “la prueba por el primer motor no encuentra su pleno
sentido sino en la hipótesis de un universo jerárquicamente ordenado” (GILSON,
E., El Tomismo. Introducción a la
filosofía de Santo Tomás de Aquino, Pamplona, EUNSA, 1978, pp. 104-105).
Saquemos de este comentario algunas conclusiones.
La estructura
metafísica aristotélica sobre la que se apoya la primera vía supone una
comprensión del movimiento que podríamos caracterizar de modo político: así
como las relaciones de poder son relaciones de mando y obediencia que, cuando
se plantean entre iguales, constituyen el ámbito propiamente político y, cuando
se plantean entre desiguales, dan lugar a relaciones de poder despótico (y no
político), del mismo modo, las relaciones entre el primer motor y lo movido se
plantean como relaciones entre lo plenamente real (y, por lo tanto inmóvil) y
lo deficitariamente real (y, por lo tanto, en movimiento hacia su plenitud). De
modo que si el primer motor aristotélico puede ser identificado por Tomás con
el Dios cristiano es porque el Dios cristiano, a diferencia de lo divino
aristotélico, tiene una relación de poder muy concreta con el mundo movido: lo
ha creado de la nada y, por lo tanto, el mundo le pertenece puesto que fuera de
la relación con Dios, el mundo se disolvería en la nada de la que proviene.
Esta consecuencia se sigue, como decíamos, de una lectura política de la
metafísica aristotélica pero no es la consecuencia que saca Aristóteles: su
primer motor divino no gobierna el mundo y tampoco lo crea y, de hecho, el dios
de Aristóteles no tiene una relación personal con el mundo cuyo movimiento le
resulta indiferente (es, como objeto de deseo, ajeno al sujeto deseante).
Por otra parte,
la estructura metafísica aristotélica que permite comprender el movimiento en
términos de potencia y acto dentro de un orden jerárquico es, también, una
estructura cerrada que clausura las posibilidades (la potencia, dýnamis) del movimiento conforme con
determinados fines (acto). Reduce la multiplicidad (de la potencia) a la unidad
(del acto). Entonces, el mundo creado depende del Dios creador como de un
fundamento que lo sostiene y lo unifica y ese fundamento puede subsistir sin
aquello que es fundamentado. El Dios de la filosofía de Santo Tomás trasciende
el mundo creado (Tomás evita el panteísmo) y no necesita del mundo para ser y, sin embargo, crea al mundo y, por lo tanto, tiene una relación de poder con el
mundo (a diferencia del primer motor aristotélico, Dios es providencia
conservadora del mundo). De aquí se sigue que, siendo el hombre un viviente
político (como sostenía Aristóteles), sin embargo “la realización del destino
humano […] está en la vida ultraterrena, y a ese fin deben subordinarse todos
los objetivos temporales y mundanos”. De esta manera, “la Iglesia, como
organización ordenada a esta misión eterna y ultraterrena, está por encima de
todas las otras formas de convivencia social; es de ella de quien el Estado
debe recibir las directivas supremas de su acción” (LAMANNA, E. P., pp.
173-174).
11.- Dios y la
filosofía: Descartes
Hemos visto que
Dios y la filosofía se relacionan de diversas maneras. San Agustín, Escoto
Erígena y Santo Tomás, cada uno a su manera, encuentran en Dios el fundamento
de su filosofía: la presencia de una verdad que resiste la errancia escéptica
del pensamiento (Agustín); el principio generador de lo real (la fysis o natura de Escoto Erígena); el fundamento infinito (bueno y
necesario) de un mundo finito (imperfecto y contingente) (Tomás). Algo distinto
sucede con Descartes y esa diferencia marca, precisamente, el cambio de época:
el pasaje del mundo medieval (teocéntrico) al mundo moderno (antropocéntrico).
Porque la modernidad inaugurada por Descartes o, dicho de otra manera, la
modernidad pensada filosóficamente por Descartes en sus claves metafísicas, no
encuentra su fundamento (ni su principio generador ni su certeza inconmovible)
en Dios sino en el cogito.
Recorriendo el camino (método
significa camino) de la duda,
Descartes llega a un punto en donde el camino se detiene y la duda no puede
seguir avanzando: es posible dudar de todo contenido de pensamiento y reducirlo
a falsedad, pero no es posible dudar de la duda misma (pues si se duda de la
duda, se duda; y si no se duda, también se duda porque es cierto que se duda);
es decir, no se puede dudar de la presencia del pensamiento ante sí mismo independientemente
de todo contenido representacional. Presente el pensamiento ante sí mismo en el
acto instantáneo de estar presente el pensamiento ante sí mismo y mientras dure
ese instante (es decir, en el acto de la duda), el pensamiento encuentra el fundamento. Es decir el punto más allá del cual no se puede ir y a partir del cual se puede recorrer un
camino (método) de regreso al mundo. Sólo que ese mundo no será ya el mundo de
la presencia ingenua o inmediata de
lo real en el pensamiento sino el de la presencia crítica de lo real: su representación (“representar” significa,
precisamente, volver a presentar: aquello que se presentaba de modo “natural”,
ahora es representado de modo “racional”; es decir, racionalizado; la
modernidad cartesiana racionaliza la naturaleza, la transforma en objeto
producido por el sujeto y esto significa “objeto”: lo puesto ob, es decir frente, al sujeto, que está pues sub, es decir debajo).
El relato de esta
fundación subjetiva del mundo podemos encontrarlo en las Meditaciones metafísicas que Descartes publica en 1641. Fundación
subjetiva del mundo significa aquí que el mundo (moderno) encuentra su
fundamento (subjectum: lo yecto, arrojado, sub, debajo; y que por estar allí tendido debajo, sostiene a lo
demás) en el sujeto (el yo, el ego) que
se lo representa, es decir, en el sujeto de la representación. De modo que
confluyen aquí, por un lado, la vieja noción aristotélica de la ousía (lo más auténticamente real, su
núcleo valioso) entendida como hypokeímenon
(palabra griega que podemos traducir en latín como subjectum y viene a significar más o menos lo mismo: lo puesto
debajo, hypo) con, por otro lado, la disposición
del hombre como agente central y activo de lo real, como protagonista del
mundo. Esta confluencia es posible porque, por un lado, el hypokeímneon griego es el sujeto de la predicación, aquello de lo que se dice el ente (que,
recordémoslo, “se dice de muchas maneras”) y, entonces, lo fundamenta en cuanto
centro referencial, y por otro lado, el sujeto cartesiano que piensa (cogito significa, precisamente,
“pienso”) es el representante del mundo según su (es decir, la del sujeto) verdad (es decir, según su realidad
pensada): en ambos casos el sujeto es aquello a partir de lo cual se dice el
ente (es decir, lo real) y lo determina en su ser.
Pero, para que
todo este edificio conceptual cartesiano se sostenga sobre su fundamento es
necesario que el fundamento encontrado por Descartes (el cogito) pueda tener una relación de fundamentación con aquello que
fundamenta. Dicho de otra manera, es necesario que el fundamento pueda salir de
sí mismo hacia algo otro; es necesario superar el solipsismo (solus ipse,
solo si mismo). A esta tarea se dedica Descartes en la meditación tercera que lleva por título De Dios; que existe. Acompañemos a Descartes en este recorrido
(citamos por la traducción de Vidal Peña, que editó Alfaguara en Madrid en
1977).
Primer paso: “sé con certeza que soy una
cosa que piensa” (en esto consiste el cogito:
aquello de lo que se está cierto porque no se puede dudar de ello). Segundo paso: “sé también lo que se
requiere para estar cierto de algo” pues “en ese mi primer conocimiento, no hay
nada más que una percepción clara y distinta de lo que conozco, la cual no
bastaría a asegurarme de su verdad si fuese posible que una cosa concebida tan
clara y distintamente resultase falsa” (y la certeza del cogito es
inconmovible; es decir no puede ser falseada, no puede devenir falsedad) “y por
ello me parece poder establecer desde ahora, como regla general, que son
verdaderas todas las cosas que concebimos muy clara y distintamente” (p. 31). Tercer paso: tomando como criterio de
verdad el pensamiento claro y distinto, habrá que diferenciar entre aquello que
es auténticamente claro y distinto de aquello que sólo aparenta serlo. Se trata
de diferenciar entre aquello que está presente
en nuestro pensamiento y aquello que no lo está (pero parece estarlo):
“he admitido antes de
ahora, como cosas muy ciertas y manifiestas, muchas que más tarde he reconocido
ser dudosas e inciertas. ¿Cuáles eran? La tierra, el cielo, los astros y todas
las demás cosas que percibía por medio de los sentidos. Ahora bien: ¿qué es lo
que concebía en ellas como claro y distinto? Nada más, en verdad, sino que las
ideas o pensamientos de esas cosas se presentaban a mi espíritu. Y aun ahora no
niego que esas ideas estén en mí. Pero había, además, otra cosa que yo
afirmaba, y que pensaba percibir muy claramente por la costumbre que tenía de
creerla, aunque verdaderamente no la percibiera, a saber: que había fuera de mí
ciertas cosas de las que procedían esas ideas, y a las que éstas se asemejaban
por completo. Y en eso me engañaba; o al menos si es que mi juicio era
verdadero, no lo era en virtud de un conocimiento que yo tuviera” (pp. 31-32).
Cuarto paso: una vez reducido el ámbito
de lo claro y distinto al pensamiento puro, es decir a la forma del pensamiento y a la relación del pensamiento consigo mismo
(y dejando de lado, entonces, la pretensión de extender ese ámbito hacia lo que
está fuera del pensamiento, es decir, a las cosas externas al pensamiento) como
“cuando consideraba algo muy sencillo y fácil, tocante a la aritmética y la
geometría, como, por ejemplo, que dos más tres son cinco o cosas semejantes” Descartes
podrá afirmar que esas cosas “las concebía con claridad suficiente para
asegurar que eran verdaderas”. Quinto
paso: sin embargo, “acaso Dios hubiera podido darme una naturaleza tal, que
yo me engañase hasta en las cosas que me parecen más manifiestas” (tal es la
hipótesis del genio maligno que Descartes había presentado en la meditación primera). Sexto paso: la hipótesis del genio
maligno le había permito a la meditación cartesiana ir más allá de las
evidencias matemáticas, hasta el fondo (fundamento
significa fondo) último que sostiene
todo pensamiento; es decir el pensamiento mismo (el cogito). Sin embargo, la certidumbre que brinda el cogito no es más que la forma subjetiva
de la verdad: una verdad cierta, pero subjetiva, una verdad reducida al sujeto,
una verdad que no puede ir más allá del sujeto. Y más allá del sujeto, lo que
hay no es el mundo “real” (realidad cuyo significado resulta problemático) sino
el mundo objetivo. Salir del sujeto
hacia el objeto implicará entonces eliminar la hipótesis del genio maligno que encierra
al sujeto dentro del perímetro estrecho del cogito (solipsismo):
“ciertamente,
supuesto que no tengo razón alguna para creer que haya algún Dios engañador, y
que no he considerado aún ninguna de las que prueban que hay un Dios, los
motivos de duda que sólo dependen de dicha opinión son muy ligeros y, por así
decirlo, metafísicos. Mas a fin de poder suprimirlos del todo, debo examinar si
hay Dios, en cuanto se me presente la ocasión, y, si resulta haberlo, debo
también examinar si puede ser engañador; pues, sin conocer esas dos verdades,
no veo cómo voy a poder alcanzar certeza de cosa alguna” (p. 32).
Séptimo paso: como se trata entonces de
saber “si hay Dios” y “si puede ser engañador”; es decir, de establecer estas
dos verdades tomando como punto de
partida las certidumbres del cogito, lo primero que Descartes tendrá
en cuenta son los riesgos que asume al pensamiento (cogito) al salir de su ámbito (certidumbre). Dicho de otra manera: habrá
que examinar en que géneros de pensamientos están propiamente las posibilidades
de la verdad y los peligros del error. Descartes dibuja el mapa del territorio
que se propone explorar y conquistar en los siguientes términos: primero divide
los pensamientos en tres tipos, ideas, voluntades o afecciones y juicios y
establece que “sólo en los juicios debo tener mucho cuidado de no errar” y que
“el principal y más frecuente error que puede encontrarse en ellos consiste en
juzgar que las ideas que están en mí son semejantes o conformes a cosas que
están fuera de mí, pues si considerase las ideas sólo como ciertos modos de mi
pensamiento, sin pretender referirlas a alguna cosa exterior, apenas podrían
darme ocasión de errar”. Luego, clasifica las ideas en tres tipos según la
“ocasión de errar” que ofrecen: las innatas (“me parecen nacidas conmigo”), las
facticias (“extrañas y venidas de fuera”), las ficticias (“hechas e inventadas
por mí mismo”). Octavo paso: siendo
que la posibilidad del error está en “juzgar que las ideas que están en mí son
semejantes o conformes a cosas que están fuera de mí” y que son las ideas
facticias las que sugieren una procedencia extraña y una referencia externa
(“extrañas y venidas de fuera”) “lo que principalmente debo hacer […] es
considerar, respecto de aquellas que me parecen proceder de ciertos objetos que
están fuera de mí, qué razones me fuerzan a creerlas semejantes a esos
objetos”. Noveno paso: Descartes no
encuentra razones para sostener semejante creencia y concluye que “hasta el
momento, no ha sido un juicio cierto y bien pensado, sino sólo un ciego y
temerario impulso, lo que me ha hecho creer que existían cosas fuera de mí,
diferentes de mí, y que, por medio de los órganos de mis sentidos, o por algún
otro, me enviaban sus ideas o imágenes, e imprimían en mí sus semejanzas”. Décimo paso: el error puede ser evitado
siempre y cuando el pensamiento quede retenido dentro del ámbito de evidencias
que caracterizan al cogito (la
claridad y distinción que constituyen su certidumbre) pero esto tiene como
consecuencia que el solipsismo es inevitable. Entonces, sugiere Descartes, “se
me ofrece aún otra vía para averiguar si, entre las cosas cuyas ideas tengo en
mí, hay algunas que existen fuera de mí”. Y esa vía consiste en establecer una
distinción entre las ideas consideradas “en cuanto que son ciertas maneras de
pensar”, es decir en cuanto tienen una determinada realidad formal, y las ideas consideradas “como imágenes que
representan unas una cosa y otras otra”, es decir, en cuanto tienen una
determinada realidad objetiva. En el
primer caso, todas las ideas tienen la misma realidad formal porque dependen de
la realidad del cogito que las
fundamenta (las res cogitans; es
decir la cosa o realidad pensante). En el segundo caso su realidad depende del
objeto que las ideas representan. En el “Resumen de las seis meditaciones
siguientes” con el que Descartes inicia su texto, se ejemplifica el uso y el
concepto de “realidad objetiva” de la idea
“por medio de la
comparación con una máquina muy perfecta, cuya idea se halle en el espíritu de
algún artífice; pues, así como el artificio objetivo de esa idea debe tener
alguna causa –a saber, la ciencia del artífice, o la de otro de quien la haya
aprendido-, de igual modo es imposible que la idea de Dios que está en nosotros
no tenga a Dios mismo por causa” (p.15).
En esto diez
pasos que hemos enumerado están puesto los elementos que le permitirán a
Descartes salir del cogito hacia
Dios. Con ello, por un lado, quedará superado el solipsismo:
“si la realidad
objetiva de alguna de mis ideas es tal que yo pueda saber con claridad que esa
realidad no está en mí formal ni eminentemente (y, por consiguiente, que yo no
puedo ser causa de tal idea), se sigue entonces necesariamente de ello que no
estoy solo en el mundo, y que existe otra cosa, que es causa de esa idea” (p.
37).
Y, por otro lado, Descartes podrá eliminar la hipótesis
del genio maligno que inhabilitaba la evidencia formal de las ideas
matemáticas. De modo que “debe concluirse necesariamente que, puesto que
existo, y puesto que hay en mí la idea de un ser sumamente perfecto (esto es,
de Dios), la existencia de Dios está demostrada con toda evidencia” (p. 43) y,
además, dado que la idea de Dios (cuya existencia quedó probada) implica la
idea de perfección como parte fundamental de su contenido representacional (es
decir de su realidad objetiva) y que, por lo tanto, “posee todas esas altas
perfecciones, de las que nuestro espíritu puede alcanzar alguna noción, aunque
no las comprenda por entero, y que no tiene ningún defecto ni nada que sea
señal de imperfección”, se puede concluir que “es evidente que no puede ser
engañador, puesto que la luz natural nos enseña que el engaño depende de algún
defecto” (p. 44).
Dios entra en la
filosofía cartesiana como garante del pensamiento racional cuyo fundamento es
el cogito. El sujeto pensante finito
(el hombre) está sostenido por el sujeto pensante infinito (Dios) y como ese
sujeto pensante infinito no puede ser engañador, la relación entre ambos
resulta transparente y la racionalidad personal del hombre se corresponde con
la racionalidad del mundo. En esto radica la modernidad de Descartes. No se trata ya de que Dios fundamente la
racionalidad (esto podría ser propio de la filosofía medieval) sino de que
garantice las operaciones intelectuales del sujeto pensante. Más adelante, la
filosofía moderna logrará prescindir de Dios y hará del mundo un campo de pura
experimentación subjetiva.
12.- Dios y la
filosofía: Spinoza
En el Tratado de la reforma del entendimiento,
Spinoza (1632-1677) se propone seguir el mismo camino recorrido por Descartes
aunque, en una dirección diferente. Mientras que Descartes iba por el camino de
la duda hacia el cogito para luego
salir de allí hacia un Dios que garantiza la comprensión racional del mundo que
tiene al sujeto pensante por fundamento, Spinoza irá por el camino de la
certeza hacia la idea verdadera de Dios para luego sacar de allí deductivamente
el orden de la naturaleza que se sigue de un Dios identificado con la
naturaleza misma (Deus sive natura).
Mientras que Descartes postulaba la existencia de tres tipos de realidades
substanciales, la extensa, la pensante finita y la pensante infinita (res extensa, res congitans finita y res
cogitans infinita), que constituyen el núcleo inteligible de las cosas
corpóreas, de nosotros mismos y de Dios, respectivamente, Spinoza postula la
existencia de una única realidad substancial que es principio generador de sí
misma y de todas las cosas que son a partir de ella y, también, de su
inteligibilidad. Esa única substancia que es Dios como causa de sí se expresa o
manifiesta a través de infinitos atributos que constituyen “aquello que el
entendimiento percibe de una substancia como constitutivo de la esencia de la
misma” (Ética demostrada según el orden
geométrico, def. IV), atributos de los que el hombre conoce sólo dos, el
pensamiento y la extensión; a su vez, las ideas y las cosas materiales son modos o modificaciones de la substancia
según su atributo correspondiente, el pensamiento o la extensión (“Por modo
entiendo las afecciones de una substancia, o sea, aquello que es en otra cosa,
por medio de la cual es también concebido”, Ética,
def. V). Como causa de sí Dios es
principio generador (naturaleza naturante) de todas las cosas que son efecto
(naturaleza naturada) de esa causa.
Ahora bien, si lo
anterior caracteriza la estructura del sistema metafísico de Spinoza tal y como
es presentado en la Ética, en el Tratado de la reforma del entendimiento
Spinoza irá recorriendo el camino que lo lleva hasta allí. En lo que sigue,
utilizamos la versión castellana de Atiliano Domínguez publicada en Madrid por
Alianza en 1988 para acompañar a Spinoza en ese recorrido.
Lo primero que
llama nuestra atención es que el objetivo planteado por Spinoza es vincular el
entendimiento (intellectus) con la felicidad
(felicitas). En esto hay ya una clara
divergencia con Descartes. Mientras que este último comenzaba sus Meditaciones con que “he advertido hace
ya algún tiempo que, desde mi más temprana edad, había admitido como verdaderas
muchas opiniones falsas, y que lo edificado después sobre cimientos tan poco
sólidos tenía que ser por fuerza muy dudoso e incierto” (meditación primera, trad. Vidal Peña, p. 17), Spinoza comienza su
tratado planteando que
“Después que la
experiencia me había enseñado que todas las cosas que suceden con frecuencia en
la vida ordinaria, son vanas y fútiles, como veía que todas aquellas que eran
para mí causa y objeto de temor, no contenían en sí mismas ni bien ni mal
alguno a no ser en cuanto que mi ánimo era afectado (animus movebatur) por ellas, me decidí, finalmente, a investigar si
existía algo que fuera un bien verdadero y capaz de comunicarse, y de tal
naturaleza que, por sí solo, rechazados todos los demás, afectara al ánimo (animus afficeretur); más aún, si
existiría algo que, hallado y poseído, me hiciera gozar eternamente de una
alegría (laetitia) continua y
suprema” (§ 1).
Descartes comienza su meditación sobre el plano de la
conciencia y sus objetos para plantear allí un interrogante sobre la verdad o
falsedad de la presencia de esos objetos en la conciencia. Spinoza, en cambio,
comienza su meditación sobre el plano de las afecciones, planteando un
interrogante respecto de la naturaleza de los objetos que nos afectan y de
nuestra capacidad de ser afectados. En este sentido, mientras que la meditación
cartesiana busca en el pensamiento un fondo último que ponga un final al
deslizamiento de los objetos, la meditación de Spinoza busca reformar el
entendimiento de modo que el bien verdadero pueda afectarnos.
Así, la reforma
del entendimiento implica un primer paso que consiste en el abandono de los
bienes aparentes e inconstantes (riquezas, honores y placeres), pero ciertos, por un bien verdadero y
constante, pero incierto, (“a primera
vista, parecía imprudente querer dejar una cosa cierta por otra todavía
incierta”, § 2). Dicho en otros términos, el camino que conduce a la reforma
del entendimiento comienza en el punto en el que se decide a abandonar el
ámbito de esas certidumbres (aparentes) para reorientarse en la dirección de lo
aparentemente incierto (el bien verdadero). Spinoza advierte que la posibilidad
de “alcanzar esa nueva meta o, al menos, su certeza, aunque no cambiara mi
forma y estilo habitual de vida” resulta inviable puesto que los bienes
aparentes (riquezas, honores y placeres) “tanto distraen […] la mente humana,
que le resulta totalmente imposible pensar en ningún otro bien” (§ 3). Se trata
aquí del alcance limitado del poder de la mente racional sobre el mundo de los
afectos y las fuerzas que los producen y combinan.
Ahora bien ¿en
qué consisten esta certidumbre (de los bienes aparentes) y esta incertidumbre
(del bien verdadero)? Comencemos por este último. Spinoza distingue entre
aquello que es cierto o incierto por su naturaleza de aquello que es cierto o
incierto respecto de nosotros. Así, el bien verdadero nos resulta incierto en
cuanto a “su consecución” pero cierto “por su naturaleza” puesto que se trata
de “un bien estable”; y lo contrario sucede con los bienes aparentes que parecen ciertos en cuanto a su
consecución pero son claramente inciertos “por su propia naturaleza” (§ 6).
Spinoza (que se apoya aquí en el argumento aristotélico expuesto en la Ética a Nicómaco) sostiene que la
incertidumbre por naturaleza del placer (libido)
consiste en que “tras ese goce viene una gran tristeza (tristitia) que, aunque no impide pensar, perturba, sin embargo, y
embota la mente” (§ 4); y, en cuanto produce tristeza (tristitia), el placer (libido)
se opone a la alegría (laetitia) que
es el afecto que caracteriza la posesión del bien verdadero. Más difícil es
advertir la incertidumbre por naturaleza que se oculta detrás de los otros dos
bienes aparentes ya que “en los honores y en la riqueza no existe, como en el
placer (libidine), el arrepentimiento
(poenitentia), sino que cuanto más se
posee de cada uno de ellos, más aumenta la alegría (laetitia)” y sólo aparece la tristeza cuando vemos frustrado
nuestro propósito de alcanzar esos bienes (§ 5). En esta encrucijada del camino
estaba Spinoza (“me encontraba ante el máximo peligro”) cuando advierte que
“con mi asidua meditación llegué a comprender que, si lograra entregarme a la reflexión dejaría males ciertos por un
bien cierto” ya que “todas aquellas cosas que persigue el vulgo, no sólo no nos
proporcionan ningún remedio para conservar nuestro ser (esse conservandum), sino que incluso lo impiden y con frecuencia
causan la muerte de quienes las poseen y siempre causan la de aquellos que son
poseídos por ellas” (§ 7). Recordemos que para Spinoza toda cosa existe en cuanto
tiende a perseverar en el ser (“Cada cosa se esfuerza, cuanto está a su
alcance, por perseverar en su ser”, Ética,
parte tercera, prop. VI) y que este esfuerzo se manifiesta en el hombre como
afecto de alegría (laetitia) que es
la idea del aumento de la perfección o de tristeza (tristitia) que es la idea de disminución de esa perfección (“Por
afectos entiendo las afecciones del cuerpo, por las cuales aumenta o disminuye,
es favorecida o perjudicada, la potencia de obrar de ese mismo cuerpo, y
entiendo, al mismo tiempo, las ideas de esas afecciones”, Ética, parte tercera, def. III). Recordemos también que el bien no
es otra cosa que aquello que favorece esa tendencia a perseverar el ser y el
mal, de modo contrario, lo que se opone a esa tendencia.
De lo que se
trata, entonces, es de la conservación del propio ser, y sólo un bien cierto
por naturaleza pude contribuir a ese propósito y como la incertidumbre respecto
del verdadero bien está referida a nuestra capacidad de conseguirlo, de lo que
se trata es de reformar el entendimiento como para que el hombre pueda tener
certidumbre al respecto.
La reforma del
entendimiento está puesta al servicio de la comprensión del verdadero bien.
Entonces, será necesario contar con alguna idea de lo que es el verdadero bien.
Puesto que “la debilidad humana no abarca con su pensamiento ese orden [eterno
y según leyes fijas de la Naturaleza] y, no obstante, el hombre concibe una
naturaleza humana mucho más firme que la suya y ve, además, que nada impide que
él la adquiera, se siente incitado a buscar los medios que le conduzcan a esa
perfección”; esos medios constituyen lo que Spinoza llama “verdadero bien” y el
fin al que esos medios se dirigen es lo que Spinoza llama “el sumo bien” (§
13). Siendo el fin perseguido adquirir esa “naturaleza humana mucho más firme
que la suya” a la que llama “sumo bien”, adquisición en la que consiste la
felicidad (felicitate), será
necesario disponer de los medios adecuados: “entender (intelliegere) la Naturaleza, en tanto en cuanto sea suficiente para
conseguir aquella naturaleza (humana)” (§ 14).
Puesto, entonces,
en esa tarea, Spinoza comienza por examinar “los modos de percibir (modos
percipiendi) que he empleado hasta ahora para afirmar o negar algo con
certeza” (§ 18) y encuentra cuatro principales: la percepción que se obtiene
“de oídas” (como por ejemplo “la fecha de mi nacimiento”, § 20); la que
proviene de una “experiencia vaga” (como por ejemplo “sé que he de morir,
puesto que esto lo afirmo simplemente porque he visto que otros como yo han
muerto”, § 20); la que resulta de una deducción inadecuada (como por ejemplo
“una vez que hemos percibido claramente que
nosotros sentimos tal cuerpo y no otro cualquiera, de ahí […] concluimos
claramente que el alma está unida al cuerpo”, § 21; es decir, la percepción
deductiva e indirecta en la que una causa es percibida a través de su efecto)
y, por último “la percepción en que una cosa es percibida por su sola esencia o
por el conocimiento de su causa próxima” (§ 19; es decir, la percepción
intuitiva y directa de aquello que es percibido). Como ejemplo de este cuarto
modo Spinoza ofrece, en primer lugar, el siguiente: “por el hecho de que he
conocido algo, sé qué es conocer algo” (§ 22). Si estos son los cuatro
principales modos de percibir y se trata entonces de elegir el mejor de esos
modos, habrá que tener en cuenta que el fin perseguido (adquirir el sumo bien)
requiere de la utilización de los medios adecuados pues se trata de “conocer
exactamente nuestra naturaleza […] y conocer también, cuanto sea necesario, la
naturaleza de las cosas” (§ 25). El modo de percepción que mejor conviene a
este medio es el cuarto porque “comprende la esencia adecuada de la cosa” y no
contiene “peligro alguno de error” (§ 29). Ahora bien, si el mejor modo de
percepción es el cuarto, habrá que ver con qué método ese modo de percibir
puede permitirnos conocer “las cosas que hay que conocer” (§ 29).
El punto de
partida del método (o camino) es la idea verdadera que el entendimiento posee
como una suerte de “instrumento innato” (§ 32) o de “fuerza natural” (§ 31)
cuya realidad Spinoza descompone, siguiendo en esto a Descartes y la
escolástica, en dos aspectos, su realidad
formal, esto es, la que se sigue del hecho de ser una realidad mental, y su
realidad objetiva, esto es, la que se
sigue del hecho de representar algo o de ser idea de algo: “la idea verdadera
(pues tenemos una idea verdadera) es algo distinto de su objeto” (de lo ideado
por ella: ideato). Spinoza
ejemplifica esta diferencia con lo siguiente: “una cosa es el círculo y otra la
idea del círculo”. Ahora bien, “al ser algo distinto de su objeto ideado (ideato), también será algo inteligible
por sí mismo; es decir, la idea en cuanto a su esencia formal (essentiam formalem) puede ser objeto de
otra esencia objetiva (essentiam
objetivae)” (§ 33).
Ahora bien ¿qué
alcance tiene esta doble afirmación según la cual el método o camino debe
partir de la idea verdadera, por un lado, y que tenemos una idea verdadera, por
el otro? Dos consecuencias se siguen de allí: la primera es que, a diferencia
de Descartes, el método no recorre el camino de la duda, es decir de la
incertidumbre, sino el de la verdad, es decir, el de la certidumbre; la segunda
es que, a diferencia de Descartes, el método no lleva hacia el cogito subjetivo como fundamento de la
verdad sino hacia Dios como principio causal del orden entero de lo real.
Aclaremos esto con mayor detalle.
Respecto de lo
primero, sostiene Spinoza que “la certeza no es nada más que la misma esencia
objetiva, es decir, que el modo como sentimos la esencia formal es la certeza
misma. De donde resulta, además, que para la certeza de la verdad no se
requiere ningún otro signo, fuera de la posesión de la idea verdadera” (§ 35).
Dicho en otros términos, la certeza no es más que el registro o sentimiento que
tiene la mente de su propia realidad (formal) ante la presencia del objeto
ideado (realidad objetiva), es decir, ante la presencia de la idea verdadera:
“nadie puede saber qué es la máxima certeza, sino aquel que posee la idea
adecuada o esencia objetiva de alguna cosa” (§ 35). Respecto de lo segundo
sostiene Spinoza que “el método no es más que el conocimiento reflexivo o la
idea de la idea. Y como no hay idea de la idea, si no se da primero la idea, no
se dará tampoco método sin que se dé primero la idea” (§ 38). Esa idea
verdadera dada que el método nos enseña a entender (y a ello apunta el Tratado de la reforma del entendimiento:
a permitir que el entendimiento entienda precisamente esta idea verdadera dada)
no es otra que la idea de Dios: “el método más perfecto será aquel que muestra,
conforme a la norma de la idea dada del ser más perfecto, cómo hay que dirigir
la mente” (§ 38). Más adelante, Spinoza lo dice en estos términos: “para que
nuestra mente reproduzca perfectamente el modelo de la Naturaleza, debe hacer
surgir todas sus ideas a partir de aquella que expresa el origen y la fuente de
toda la Naturaleza, a fin de que también ella sea la fuente de las mismas
ideas” (§ 42). Sobre este tema, téngase en cuenta que para Spinoza
“la verdad de las
ideas es su adecuación y perfección; la falsedad de las ideas es su mutilación
y su confusión. Si el orden y conexión de las ideas es el mismo que el orden y
conexión de las cosas, es porque no hay separación estricta entre una cosa y la
idea perfecta y adecuada de ella, esto es, porque la cosa no se concibe sin su
idea perfecta y adecuada y la idea perfecta y adecuada es la cosa misma en
tanto conocida perfectamente” (J. FERRATER MORA, Diccionario de Filosofía, artículo ”Spinoza”).
El método conduce
hacia la idea verdadera de Dios que no es otra cosa que la Naturaleza misma
según el orden necesario que la constituye y que ella expresa a través de sus
atributos y modos. El hombre puede conocer ese orden de modo adecuado según el
entendimiento (que percibe la necesidad) o de modo inadecuado según la
imaginación (que percibe la contingencia). La cumbre de la sabiduría consiste
en el amor intelectual a Dios (amor Dei
intellectualis).
El objetivo de
reformar el entendimiento supone, para Spinoza, la doble tarea de superar las
incomprensiones que brotan de la imaginación tanto como las resistencias de los
escépticos que no admiten que la verdad esté dada:
“si, después de todo,
todavía algún escéptico siguiera dudando de la misma verdad primera y de todas
las que deduciremos tomándola como norma, o es que él habla contra su propia
conciencia o habremos de confesar que existen hombres cuyo ánimo está
completamente obcecado, bien sea de nacimiento o bien a causa de prejuicios, es
decir, por algún azar externo” (§ 47).
La percepción verdadera se diferencia de las percepciones
falsas, ficticias y dudosas. Así, la percepción ficticia se refiere a cosas
posibles (posible es aquella cosa
“cuya existencia no implica, por su naturaleza, contradicción que exista o que
no exista”) pero no a cosas necesarias (necesaria
es aquella cosa “cuya naturaleza implica contradicción que no exista”) o
imposibles (imposible es “aquella
cosa cuya naturaleza implicación contradicción que exista”) (§ 53). De esto se
sigue que “una vez que he conocido que existo, no puedo fingir que existo o que
no existo; como tampoco puedo fingir que un elefante pasa por el ojo de una
aguja” (§ 54). Se podrá advertir aquí una suerte de alteración del cogito cartesiano: mientras que
Descartes iba de la duda (fingiendo que nada existe) al cogito (certeza de la existencia), Spinoza parte del de la
evidencia del cogito para hacer
imposible la ficción. En conclusión “no hay, en modo alguno, que temer que la
ficción sea confundida con las ideas verdaderas” (§ 65). Del mismo modo, la
percepción falsa tiene similitud con la percepción ficticia sólo que le agrega
el asentimiento: es decir que “al presentarse a la mente las representaciones,
no se le presentan las causas por las que se puede colegir, como cuando finge,
que no provienen de las cosas externas” (§ 66). Ahora bien, “el pensamiento
verdadero se distingue del falso, no sólo por una denominación extrínseca,
sino, ante todo, por una denominación intrínseca” (§ 69) y agrega “existe en
las ideas algo real por lo que las verdaderas se distinguen de las falsas” (§
70). La idea es verdadera en cuanto presenta adecuadamente a su objeto.
Respecto de la percepción dudosa, Spinoza sostiene contra Descartes que “no
podemos poner en duda las ideas verdaderas, porque quizá exista algún Dios
engañador, que nos engañe incluso en las cosas más ciertas” (§ 79), puesto que
la duda “no es más que la suspensión del ánimo ante una afirmación o una
negación, que afirmaría o negaría, si no surgiera algo cuyo desconocimiento
hace que el conocimiento de esa cosa debe ser imperfecto. De donde se desprende
que la duda siempre surge de que se investiga las cosas sin orden” (§ 80). Más
adelante, Spinoza lo dice en estos términos: “hemos mostrado que las ideas
ficticias, falsas, etc., tienen su origen en la imaginación, es decir, en ciertas sensaciones fortuitas y (por así
decirlo) asiladas, que no surgen del mismo poder de la mente, sino de causas
externas, según los diversos movimientos que, en sueños o despiertos, recibe el
cuerpo” (§ 84).
El Dios de
Spinoza, a diferencia del Dios cartesiano, no se limita a garantizar la
comprensión racional del mundo que tiene al sujeto pensante sino que la
produce: produce a la vez ese orden racional y la actividad del entendimiento
que lo comprende.
13.- La crítica
de Hume a la metafísica: la melancolía pensativa
En 1748 David
Hume (1711-1776) publicaba la primera versión de su Investigación sobre el conocimiento humano (An Enquiry Concerning Human Understanding; utilizamos aquí la edición
castellana de Jaime de Salas Ortueta publicada por Alianza en Madrid en 1981).
Lo que el escosés se propuso investigar en esta obra coincide con lo que
Spinoza se había propuesto investigar en su Tratado
de la reforma del entendimiento, aunque con una diferencia decisiva en
cuanto a los presupuestos y a los resultados de esa investigación y, también, a
su desarrollo mismo. Como sabemos, el entendimiento (intellectus) de Spinoza se despliega dentro del ámbito de la razón
formal (su método es el de la geometría), en cambio, el entendimiento (Understanding) de Hume intenta avanzar
sobre el territorio de los hechos (matters of facts) (y su método es el de las
ciencias naturales: la experimentación). Mientras que en Spinoza culmina el
desarrollo filosófico del racionalismo iniciado por Descartes, en Hume culmina
el desarrollo del empirismo que caracteriza esa corriente de pensamiento que
había comenzado con Francis Bacon (1651-1622) para continuar luego con John
Locke (1632-1704) y George Berkeley (1685-1753). Se tratará, por un lado, de la
filosofía continental y, por el otro, de la filosofía insular y de sus
respectivas tradiciones intelectuales.
Todos estos son
datos que van conformando el perfil de los personajes y las características de
las corrientes y tradiciones de pensamiento y la diversidad de las escuelas que
las conforman y tienen utilidad en la medida en que permiten hacer
comparaciones y ordenar la diversidad de las filosofías dentro de algunos
cuadros generales. Pero, también por esto mismo, el recurso resulta limitado en
su alcance: sólo permite ver aquello que el cuadro general (racionalismo y
empirismo, en este caso) permite ver. Entonces, tomaremos aquí otro punto de
vista que nos permita tener una mirada más amplia.
En la sección primera de su Investigación, Hume sostiene que
“la filosofía moral,
o ciencia de la naturaleza humana, puede tratarse de dos maneras […] La primera
considera al hombre primordialmente como nacido para la acción y como influido
en sus actos por el gusto y el sentimiento […] La otra clase de filósofos
consideran al hombre como un ser racional más que activo, e intentan formar su
entendimiento más que cultivar su conducta” (pp. 19-20).
Mientras que la filosofía que considera al hombre como
nacido para la acción construye sus argumentos de modo “fácil y asequible” y
goza de “la preferencia de la mayor parte de la humanidad”, la filosofía que
considera al hombre como un ser racional más que activo construye sus
argumentos de modo “abstruso” y “al exigir un talante inadecuado para el
negocio y la acción (business and action),
se desvanece cuando el filósofo abandona la oscuridad y sale a la luz del día”;
allí, a la luz del día, es decir, en el trajín de la vida cotidiana agitada por
las pasiones, sus principios racionales carecen de influjo sobre la conducta y
“el filósofo profundo” queda reducido a “un mero plebeyo” (pp. 20-21). No es
difícil advertir aquí una irónica utilización de la alegoría de la caverna
platónica: en el mundo burgués de Hume la vida social gira en torno de la
producción e intercambio de mercancías (el negocio, es decir, la negación del
ocio) mientras que en el mundo aristocrático de Platón la vida social giraba en
torno de discusión política (lo que supone el ocio, como disponibilidad del
hombre que no trabaja, como condición de posibilidad para el cultivo de la
filosofía). En el mundo burgués, el rey-filósofo de Platón no es más que un
plebeyo.
Sin embargo,
estas dos determinaciones antropológicas resultan unilaterales y Hume encuentra
que el hombre es ambas cosas: un ser racional (reasonable being) y un ser activo (active being) (y, también, un ser sociable); de modo que “la
naturaleza ha establecido una vida mixta como la más adecuada a la especie
humana”. Ahora bien, mantener el equilibrio entre ambas disposiciones exige
estar en guardia contra los excesos de la razón. Entonces, la naturaleza
recomienda a los hombres que su ciencia sea humana “y que tenga una referencia
directa a la acción y a la sociedad” y prohíbe “el pensamiento abstracto y las
investigaciones profundas” y castiga (punish)
el incumplimiento de esa prohibición con “la melancolía pensativa (pensive melancholy) que provocan” y con
“la interminable incertidumbre en que le envuelve a uno” y con “la fría recepción
con que se acogerán tus pretendidos descubrimientos cuando los comuniques” (pp.
22-23).
Seguiremos luego
a Hume en el desarrollo de esta filosofía humana
–es decir, equilibrada entre las determinaciones racionales, activas y sociales
que constituyen su naturaleza- y que tomará la forma de la reivindicación de
una metafísica auténtica en contra de la metafísica falsa y adulterada.
Detengámonos ahora un momento para insistir sobre este aspecto afectivo de la
melancolía pensativa que, según afirma Hume con cierta ironía, arrebata al
pensador profundo como una suerte de castigo por haber transgredido los límites
que la naturaleza impone al entendimiento humano. En el mundo griego,
organizado en torno del equilibrio, la proporción y la armonía, esa transgresión
recibía el nombre de hybris: se trata
de la falta de medida o desmesura que tiene origen en el hecho de transgredir
los límites que el destino (moira)
asigna al hombre. Podemos preguntarnos aquí quiénes son esos pensadores que
transgreden los límites del entendimiento humano para abismarse en una búsqueda
sin fondo. Y podemos ensayar como respuesta que tal vez sea Spinoza el
principal destinatario de la crítica de Hume. Cuando Spinoza se propone en el Tratado de la reforma del entendimiento
abandonar el plano de “la vida ordinaria” (in
comuni vita), porque “la experiencia” le enseña que todo es allí “vano y
fútil” (vana et futilia), para
iniciar un nuevo camino de investigación que lo lleve hacia la posesión de “un
bien verdadero y capaz de comunicarse” que lo hiciera “gozar eternamente de una
alegría (laetitia) continua y
suprema”, lo hace o intenta hacerlo a través del entendimiento reformado (§ 1).
Esto es, de un entendimiento curado (medendi)
y purificado (expurgandi) “para que consiga entender las cosas sin error y lo
mejor posible” (§ 16) y pueda de este modo entender la idea verdadera que está
en el origen de todas las ideas que se van siguiendo a partir de ella según un
orden necesario, del mismo modo en que los diversos efectos se siguen de esa
causa originaria. Y como el fin perseguido es adquirir esa “naturaleza humana
mucho más firme que la suya” a la que llama “sumo bien”, adquisición en la que
consiste la felicidad (felicitate),
será necesario disponer de los medios adecuados; esto es, “entender (intelliegere) la Naturaleza, en tanto en
cuanto sea suficiente para conseguir aquella naturaleza (humana)” (§ 14). En la
culminación de esta metafísica racionalista que presenta Spinoza aparece un
ideal de sabiduría que pone a la razón en el punto límite en el que sus bordes
coinciden con los de la mística: el amor intelectual a Dios (amor Dei intellectualis). Podemos
suponer que así como Hume ironiza sobre el carácter plebeyo del rey-filósofo
platónico puesto en un mundo no aristocrático sino burgués, ironiza también
contra el ideal de beatitud del sabio spinozista que busca bienes durables
transmundanos sin comprender que el entendimiento humano no puede transgredir
su límite burgués (es decir, mundano). “Sé filósofo –le hacía decir
Hume a la naturaleza-, pero en medio de toda tu filosofía continúa siendo un
hombre” (p. 23). Si para Hume el filósofo no debe olvidar que es ante todo
hombre, en Spinoza el hombre se realiza como filósofo para desaparecer como
hombre. Spinoza sostiene que, en esta realización, el hombre encuentra la
beatitud; Hume cree que pega un salto al vacío y es castigado por ello con la
melancolía pensativa.
Sin embargo,
aunque la diferencia entre la filosofía fácil y sencilla y la filosofía
abstracta y profunda es notoria y las preferencias de “la mayoría de la
humanidad” no sólo se dirigen hacia la primera sino que lanzan contra la
segunda su “desprecio y censura”, Hume cree conveniente rehabilitar algo de ese
“razonamiento profundo” al que “vulgarmente se llama metafísica”. Los
argumentos de Hume a favor de esta metafísica no adulterada son los siguientes:
en primer lugar, que la “filosofía rigurosa y abstracta” es útil para la
“filosofía fácil y humana” en cuanto le permite a ésta “alcanzar un grado
suficiente de exactitud en sus sentimientos, preceptos o razonamientos” (p.
23); en segundo lugar, esa filosofía rigurosa y abstracta viene a dar
satisfacción a una natural curiosidad humana y “el más dulce e inofensivo
camino de la vida conduce a través de las avenidas de la ciencia y del saber”
(p. 25). Ahora bien, esa posibilidad de la metafísica resulta falseada y
adulterada (false and adulterate)
toda vez que en ella el entendimiento transgrede su límite y deja de ser
ciencia; en este caso, el impulso metafísico brota o de “los esfuerzos
estériles de la vanidad humana, que quiere penetrar en temas que son totalmente
inaccesibles para el entendimiento” o de “la astucia de las supersticiones
populares” (p. 25). Pero entonces, la posibilidad misma de una metafísica
verdadera (true metaphysics) consiste
en “liberar inmediatamente el saber (learning)
de estas abstrusas cuestiones” mediante una investigación del entendimiento
humano que permita determinar “sus poderes y capacidad (powers and capacity)” (p. 26).
Esta
investigación no es fácil de realizar porque “las operaciones de la mente” (the operations of the mind) pierden su
claridad cuando se las convierte “en objeto de reflexión” (object of reflexion) y resulta entonces que “el ojo no puede
encontrar con facilidad las líneas y límites que las separan y distinguen”.
Estas operaciones de la mente, en cuanto son objeto de reflexión, se vuelven
sumamente inestables y no permanecen “largamente bajo el mismo aspecto y en la
misma situación” y sólo pueden ser aprehendidas (apprehended) de modo instantáneo “mediante una penetración
superior, derivada de la naturaleza y perfeccionada por el hábito y la
reflexión” (p. 27). Del mismo modo que la filosofía de Newton encontró “las
leyes y fuerzas” que gobiernan y dirigen el movimiento de los planetas, Hume se
propone encontrar en la mente humana las leyes y principios generales que
gobiernan sus operaciones (pp. 29-31).
Y lo que Hume
encuentra como resultado de su investigación es algo que ya encuentra en su
punto de partida: que “hay una diferencia notable entre las percepciones de la
mente” (perceptions of the mind) y
que esa diferencia se puede observar y determinar en términos de “fuerza o
vivacidad” (force and vivacity). De
este modo, “podemos dividir todas las percepciones de la mente en dos clases o
especies, que se distinguen por sus distintos grados de fuerza o vivacidad”.
Comenzando la investigación sobre el entendimiento humano a partir del análisis
de las operaciones de la mente, Hume encuentra que los elementos o componentes
de esas operaciones, esto es, las percepciones,
difieren entre sí según su modo de estar presentes en la mente; de modo que,
las percepciones serían algo así como estados de la mente, modos de estar o de
ser de la mente. La investigación de la mente encuentra entonces en las
percepciones dos grandes grupos: por un lado, “las menos fuertes e intensas” (forcible and lively) que reciben el
nombre de “pensamientos o ideas” (Thoughts
or Ideas); por el otro, una especie que no tiene nombre preciso y que Hume
propone llamar impresiones (Impressions)
y designan “nuestra percepciones más intensas”. Ahora bien, si Hume puede
establecer la diferencia entre las percepciones en términos de fuerza y
vivacidad es porque su punto de partida es el supuesto empirista según el cual la
mente es una página en blanco que se va llenando de contenidos a través de la
experiencia sensible. La experiencia originaria deja una impresión en la mente como “cuando un hombre siente el dolor que
produce el calor excesivo”, mientras que la experiencia derivada se limita a
evocar “en la mente esta sensación o la anticipa en su imaginación”; de modo
que estas facultades de evocar o anticipar “podrán imitar o copiar las
impresiones de los sentidos, pero nunca alcanzar la fuerza o vivacidad de la
experiencia inicial (original sentiment)”
(secc. 2, pp. 32-33).
En síntesis, Hume
distingue en la mente dos estados o percepciones: el estado presente que se
corresponde con la sensación y se manifiesta por la presencia misma (la fuerza
y vivacidad) y dos formas derivadas de la presencia que se corresponden con el
pasado y el futuro (la presencia del pasado como recuerdo o evocación y la
presencia del futuro como anticipación o fantasía) en las que la presencia está
ausente (es decir, no tiene fuerza y vivacidad).
Ahora bien,
podemos preguntarnos con qué objetivo hace Hume esta distinción o a qué
finalidad más amplia responde o de qué modo se vincula este análisis de las
operaciones de la mente humana con aquella recomendación de la naturaleza
personificada que advertía al filósofo sobre los riesgos del “pensamiento
abstracto y las investigaciones profundas”. Recordemos que “la melancolía
pensativa” acecha las desmesuras del pensamiento. Vemos ahora que esas
desmesuras son posibles porque el pensamiento puesto ante sí mismo cuando
reflexiona (es decir cuando se flexiona sobre sí) parece carecer de todo límite
hasta el punto en que “ni siquiera está encerrado dentro de los límites de la
naturaleza y de la realidad (nature and
reality)”. Mientras que “el cuerpo está confinado a un planeta a lo largo
del cual se arrastra con dolor y dificultad, el pensamiento, en un instante,
puede transportarnos a las regiones más distantes del universo” (pp. 33-34); y
estas desmesuras sólo encuentran un límite en el principio de no contradicción
(p. 34). Según parece, la crítica de Hume al racionalismo impacta aquí contra
el centro mismo de la metafísica cartesiana: el cogito. Vuelto sobre sí mismo en la duda reflexiva Descartes
encuentra un fundamento metafísico (dudando de que dudo o, lo que viene a ser
lo mismo para Descartes, pensando que pienso, soy o existo) a partir del cual
cree poder reconstruir el orden mismo del mundo mediante la mera fuerza de la
razón.
Sin embargo, la
investigación de Hume pone de manifiesto que estamos aquí ante una engañosa
apariencia puesto que “este poder creativo de la mente no viene a ser más que
la facultad de mezclar, trasponer, aumentar, o disminuir los materiales
suministrados por los sentidos y la experiencia (senses and experience)” (p. 34). Entonces, en la medida en que Hume
sostiene que “todas nuestras ideas, o percepciones más endebles, son copias (copies) de nuestras impresiones o
percepciones más intensas”, la naturaleza de la idea no es originaria sino
derivada (copia). Y esto tiene alcance general para todas nuestras ideas,
incluyendo la idea de Dios que, según hemos visto con Descartes y también con
Spinoza, era una idea innata, es decir, originaria. De modo contrario Hume
sostiene que en la medida en que toda idea toma su origen de “un sentimiento o
estado de ánimo precedente” (precedent
feeling or sentiment), también la idea de Dios “surge al reflexionar sobre
las operaciones de nuestra mente y al aumentar indefinidamente (without limit) aquellas cualidades de
bondad y sabiduría” que allí encontramos (p. 35).
Adviértase que la
tesis empirista es formulada por Hume de modo rotundo y consecuente con el
empirismo (cuyas afirmaciones son singulares y contingentes): a diferencia de
la tesis racionalista que no admite excepciones (puesto que allí se trabaja con
el material universal y necesario de la racionalidad formal), Hume confirma su
afirmación sobre la base del consenso empírico puesto que “no es totalmente
imposible que las ideas surjan independientemente de sus impresiones correspondientes”
y pueden darse situaciones que prueben (empíricamente) que “las ideas simples
no siempre se derivan de impresiones correspondientes”; aunque se tratará de
situaciones tan excepcionales que “no merece que, solamente por su causa,
alteremos nuestro principio” (pp. 36-37). Entonces, la fuerza de la
argumentación empirista no proviene de las rotundas abstracciones de la razón
sino de la utilidad práctica de los argumentos y del consenso, de modo que si
se acepta que “la única manera en que una idea puede tener acceso a la mente
[es] por la experiencia inmediata y la sensación (the actual feeling and sensation)” (p. 36) se podría “desterrar
toda esa jerga que, durante tanto tiempo, se ha apoderado de los razonamientos
metafísicos y los ha desprestigiado” (p. 37).
La metafísica no
adulterada que Hume propone deja fuera de juego la jerga racionalista de las
causas y la necesidad en el ordenamiento de los hechos del mundo y afirma que
“aunque no hubiera azar en este
mundo, nuestra ignorancia de la causa real de un suceso tendría la misma
influencia sobre el entendimiento y engendraría un tipo de creencia u opinión
similar” (secc. 6, p. 80). Se trata de una metafísica empirista o de los
desafíos que plantea la relación entre ambas cosas: por un lado, la búsqueda
metafísica de los primeros principios y causas de las cosas físicas que son
aquellas de las que podemos tener experiencia; por el otro, de la remisión de
esos principios y causas metafísicos al plano físico de la experiencia humana
comprobable. Como podrá advertirse, la conciliación entre ambos términos no es
fácil de realizar y tal vez sea Kant quien lo logre.
14.- La
superación kantiana de la metafísica: el idealismo trascendental
La filosofía
parecía haber llegado con Hume al punto límite de sus posibilidades
metafísicas. Después de haber recorrido el sinuoso pero seguro camino de las
abstracciones racionales, un espíritu menos teológico y unos requerimientos más
burgueses comienzan a dirigir su camino, orientando sus viejos temas sobre nuevos
escenarios y, sobre todo, mediante nuevos procedimientos. La argumentación
filosófica toma su fuerza ahora del mundo de la experiencia y deja en un cono
de sombras a las, hasta entonces, claras evidencias de la pura razón. Hume
había observado con entusiasmo que “la única manera en que una idea puede tener
acceso a la mente [es] por la experiencia inmediata y la sensación” y, abrigaba
la esperanza, entonces, de que se podría por fin “desterrar toda esa jerga que,
durante tanto tiempo, se ha apoderado de los razonamientos metafísicos y los ha
desprestigiado” (banish all that jargon,
which has so long taken possession of metaphysical reasonings) (Investigación sobre el conocimiento humano). La vieja metafísica no sólo se
revelaba como incapaz de cumplir sus promesas, sino que -y tal vez por causa de
ese mismo imposible cumplimiento- inducía al filósofo a un lamentable trance de
melancolía pensativa. En su
reemplazo, el filósofo escocés proponía una metafísica empirista que buscaba
los primeros principios y causas de las cosas físicas -que son aquellas de las
que podemos tener experiencia- dentro del mismo plano físico de la experiencia
humana comprobable. Tal vez algo de esta actitud metafísica empirista sea lo
que le permitirá luego a Marx encontrar en la mercancía “un objeto físicamente
metafísico”.
Sin embargo, Hume
no lograba llegar tan lejos y su empirismo, más que plantear una superación de
la metafísica, parecía abandonar el problema o detenerse ante su umbral. De
modo que, si lograba evitar la melancolía
pensativa, parecía hacerlo al precio de cierta liviandad utilitaria que
ponía orden en la “jerga” metafísica porque aplanaba las dimensiones del
lenguaje privándolo de profundidad. Si admitimos que aquello que le da
dimensión de profundidad al lenguaje es el problema del sentido -algo que el
hombre encuentra en la experiencia pero que no se limita a ella ni está
determinado por ella sino que está como enredado en la trama que la constituye
y posibilita como tal experiencia, de modo similar a como el hombre hace la
experiencia de intercambiar mercancías sin que el sentido de esa experiencia se
le ofrezca claramente en ese intercambio- entonces, la posibilidad de superar
la metafísica racionalista por otra mejor orientada hacia la experiencia
requerirá de ciertas sutilezas conceptuales que el mero empirismo de Hume no
lograba alcanzar. La experiencia perceptiva supone un horizonte de sentido sin
el cual la experiencia misma es imposible.
Será Kant quien
plantee una superación de la metafísica (racionalista) mediante el recurso a
una metafísica empirista que toma la forma del idealismo trascendental: conocer
es hacer la experiencia de un objeto; pero, para que esa experiencia sea
posible, el objeto tiene que constituirse como el objeto de una experiencia posible;
entonces, la experiencia adquiere un carácter metafísico, remite más allá de sí
misma, a su condición de posibilidad, se trasciende
y se configura como un ámbito trascendental.
“Trascendental”, significa en Kant, todo aquello que constituye las condiciones
de posibilidad a priori (es decir no
empíricas) de los objetos del conocimiento (que son objetos empíricos).
Veamos de qué se
trata haciendo centro en lo que el mismo Kant describe como revolución copernicana. No estará demás
recordar aquí que Kant publica la Crítica
de la Razón pura en 1781, pocos años antes de la Revolución francesa de
1789 y algunos años después de que Hume diera a conocer su Investigación.
Como hemos visto,
la búsqueda de una metafísica racionalista estaba orientada por el criterio de
que el conocimiento en sentido estricto debe tener las características de la universalidad y la necesidad; es decir, que conocer, en sentido estricto, es tener un
conjunto de representaciones sobre el mundo que esté articulado, como conjunto,
de modo necesario y tenga alcance universal, de modo que, ninguna
representación le resulte extraña o ajena, sea por venir de fuera del sistema
(en cuyo caso, la mera exterioridad privaría al conocimiento de universalidad al poner en evidencia que
existe un universo más amplio al que pertenece ese exterior), sea por venir del
interior del sistema (en cuyo caso lo privaría de necesidad porque eso extraño interno al sistema pondría en
evidencia cierta indeterminación). El tipo de conocimiento que funciona aquí
como modelo es el conocimiento matemático que enuncia verdades universales y
necesarias tales como “la suma de los ángulos interiores de un triángulo es
igual a dos rectos”; verdades que no pueden dejar de serlo, que no pueden
convertirse en su contrario, en la medida en que no es posible que haya
excepciones a la universalidad y a la necesidad (que alguna vez se descubriese
algún tipo de triángulo cuyos ángulos interiores no sumasen dos rectos o que el
triángulo mismo pudiese sumar sus ángulos interiores aleatoriamente). Como se
recordará, los fundadores modernos de esta metafísica racionalista, Descartes y
Spinoza, tomaban el método geométrico como paradigma de un conocimiento
auténtico (dejemos de lado por ahora lo que implica la problemática relación entre
la autenticidad del conocimiento y el conocimiento de la verdad). Para esta
metafísica racionalista, la experiencia es incapaz de conocer porque, por su
naturaleza misma, implica la singularidad del contacto con lo extraño: la no
universalidad (la particularidad) y la no necesidad (la contingencia) de sus
representaciones. Esta metafísica racionalista se apoya sobre supuestos que
tienen a sus espaldas la larga tradición del dualismo platónico que llega a la
modernidad a través de la reinterpretación teológica que hace la Edad Media
cristiana: el alma (que conoce lo perdurable y gobierna), por un lado; el
cuerpo (que experimenta lo efímero y obedece), por el otro. No será casual, que
los temas más recurrentes de esta metafísica estén ligados a reforzar esas
líneas de derivación que establecen la continuidad de una interpretación del
mundo: la existencia de Dios, la inmortalidad del alma, la libertad humana,
demostrados o argumentados racionalmente.
Contra este
dogmatismo viene a reaccionar el empirismo (y Kant agradece explícitamente a
Hume el haberlo “despertado del sueño dogmático”) toda vez que advierte allí
–en el dogmatismo- “la pretensión de avanzar sólo con un conocimiento puro
formado de conceptos […] y con el auxilio de principios como los que la Razón
emplea desde largo tiempo, sin saber de qué manera y con qué derecho los ha
adquirido” (Crítica de la Razón pura,
“Prefacio de la segunda edición”, 1787, trad. de José del Perojo). Contra este
dogmatismo (metafísico), el empirismo había levantado la voz crítica del
escepticismo (metafísico): si todo conocimiento proviene de la experiencia
(puesto que no hay ideas innatas sino que la mente humana es una “hoja en
blanco” o una “tabla rasa”, según dos de las más conocidas imágenes que los
empiristas utilizaron para dar cuenta de esta situación) que deja en nosotros
ciertas impresiones, y las ideas no son más que una especie de impresión
desvanecida (o que se desvanece), y la razón opera con esas ideas, puesto que
no tiene otras mejores o más sólidas; entonces, todo lo que la razón construye
no va más allá de la razón misma y no es más que la sombra de una sombra y no
hay justificación para referirlo a la realidad empírica y mucho menos como si
fuese una realidad superior a ésta.
Entre aquel
racionalismo (que busca un conocimiento universal y necesario) y esta crítica
empirista (que se orienta conforme las características y posibilidades de un
conocimiento particular y contingente) Kant encuentra, sin embargo, un punto en
común: en ambos casos, se supone que “el conocimiento debe regularse por los
objetos”. Dicho en otros términos, ambas metafísicas, la racionalista y la
empirista, suponen que el conocimiento, sea cual fuere su naturaleza (universal
y necesaria, para la primera; particular y contingente, para la segunda),
consiste en cierta recepción más bien pasiva de algo (real) que es exterior al
conocimiento mismo y lo determina. Eso real que determina el conocimiento será,
para la metafísica racionalista, aquello que lo real tiene de universal y necesario
(es decir, lo que tiene de racional) y, para la metafísica empirista, aquello
que lo real tiene de experimentable en el momento mismo de la experiencia (es
decir, la particularidad y contingencia). Pero, si bien Kant se encuentra más
cómodo en la proximidad de la metafísica empírica que lo pone a salvo del
dogmatismo, advierte, sin embargo, que hace falta dar un paso más –que el mero
empirismo no lograba dar- y, sobre todo, un paso en otra dirección. Advierte
que es necesario realizar una revolución copernicana. Entonces propone “ver si
no tendríamos mejor éxito en los problemas de la Metafísica, aceptando que los
objetos sean los que deban reglarse por nuestros conocimientos”. No será
entonces el sujeto quien gire en torno de los objetos para conocerlos, ya sea
por vía estrictamente racional, ya sea por vía empírica, sino que el sujeto
será el centro gravitacional a cuyo alrededor girarán los objetos. Será el
sujeto quien determinará las condiciones de posibilidad de los objetos.
Si puede haber
algo así como una experiencia de lo real es porque lo real es experimentable.
Lo experimentable supone lo siguiente: por un lado, cierta capacidad del sujeto
que experimenta (lo real) a su modo y según sus posibilidades; por otro lado,
que lo real desconocido se presente (en la experiencia). De modo que la
solución que Kant aporta al problema de la metafísica tiene algo de la solución
racionalista (el conocimiento tiene en sí mismo una estructura racional) y,
también, algo de la solución empirista (el conocimiento necesita que lo real le
sea dado en la experiencia). Forma (racional) y materia (empírica) confluyen y
se articulan para hacer posible el conocimiento (el encuentro del sujeto con el
objeto) de modo tal que si uno de los elementos faltase, el conocimiento sería
imposible: la mera forma racional no permite el conocimiento puesto que sería
una forma vacía de contenido (empírico) y la mera materia empírica no
constituye conocimiento porque carece de toda forma (racional). Recordemos que,
para Kant, esas formas racionales son, por un lado, las formas puras de la
sensibilidad (espacio y tiempo); y, por el otro, las formas puras del
entendimiento (las categorías). Ahora bien, si el conocimiento supone esta
confluencia entre forma y materia, entonces la metafísica racionalista deja de
ser posible, ya que, por definición, los objetos metafísicos (Dios, el alma, la
libertad) no son objetos reales que puedan darse en la experiencia sensible.
En esto consiste
la superación kantiana de la metafísica: en haber logrado fundamentar
racionalmente la crítica que el empirismo le había hecho a la metafísica
racionalista (y dogmática): la crítica kantiana consiste en la demarcación del
territorio dentro del cual la razón puede conocer sin auxilio de la
experiencia. Pero, como suele suceder, en esta superación de la metafísica algo
de la metafísica se mantiene y se consolida: lo real, tal y como es en sí mismo
(esto es, lo que la metafísica dogmática pretendía conocer) es, por definición,
incognoscible (puesto que no es para al sujeto); lo real, en cuanto se
manifiesta al sujeto bajo la forma de un objeto de conocimiento es, por
definición cognoscible (puesto que es para el sujeto) y constituye el mundo
fenoménico. Cosa en sí y fenómeno vuelven a dividir lo real en dos planos inconciliables.
Y, aunque la racionalidad kantiana no es ahora tan ingenua como lo era la
racionalidad dogmática de la metafísica, sus reservas y recaudos críticos
pronto se revelarán como un exceso que limita injustificadamente los alcances
de la razón.
El mismo Kant se
plantea este problema: “¿qué tesoro es éste –se peguntará- el que pensamos
legar a la posteridad en una metafísica así depurada por la crítica, pero
también inmovilizada?”; es decir, mediante el planteo rigurosamente crítico de
los verdaderos alcances de la razón. Y el
mismo Kant se responde que traspasar esos límites que la crítica pone en
evidencia no produce “una verdadera ampliación,
sino ineludiblemente una restricción
del empleo de nuestra razón”. En este punto, Kant presenta una distinción entre
conocer y pensar: “para conocer un
objeto se exige que podamos demostrar su posibilidad (ya por el testimonio de
la experiencia de su realidad, o a priori
por la Razón). Pero yo puedo pensar lo que quiera, con tal que no me ponga en
contradicción conmigo mismo…”. Entonces, si bien “todo conocimiento
especulativo posible de la Razón debe limitarse únicamente a los objetos de la
Experiencia” y, consecuentemente los objetos de la Experiencia no pueden ser
conocidos como “cosas en sí” (es decir, fuera de la experiencia), sin embargo,
esos objetos pueden ser pensados “pues si así no fuera, se seguiría de ahí la
absurda proposición de que habría apariencias (fenómenos) sin algo que en ellos
apareciera”. Este punto es muy importante y sugestivo: las cosas se presentan a
nuestra conciencia según las formas que nuestra conciencia les aplica o
imprime; pero, entonces, las cosas se nos presentan según sus modos de aparecer
(que son, en verdad, nuestros modos
de hacerlas aparecer); es decir, en cuanto apariencias o fenómenos. De este
modo, podemos conocer las cosas.
Pero, aquello que se muestra en el fenómeno, también puede ser pensado en cuanto no es coincidente con
lo que el fenómeno mismo muestra.
Kant agradece al
empirismo no sólo el haberlo hecho despertar del sueño dogmático sino que
también inscribe su programa filosófico dentro del mismo camino terapéutico:
Hume nos advertía de los peligros de la melancolía pensativa a los que induce
la metafísica falsa y no depurada y Kant abriga la manifiesta esperanza de que,
por medio de la Crítica de la Razón pura (es decir, no empírica y, a la vez,
depurada), la metafísica logrará por fin entrar “en la senda segura de la
ciencia, en vez de vagar locamente y a ciegas y de entregarse a vagas
divagaciones”; puesto que “el asunto capital y más importante de la Filosofía,
es, pues, concluir de una vez para siempre con toda su perniciosa influencia
[se refiere a la Metafísica dogmática], suprimiendo la fuente de los errores”.
Mediante el
conocimiento, el hombre dicta las leyes que la naturaleza debe cumplir; de modo
que, conocer significa, en sentido estricto, establecer las condiciones de
posibilidad del conocimiento empírico que son también las condiciones de
posibilidad del mundo fenoménico. Pero, sea como fuere que, junto con el
conocimiento que dicta leyes a la naturaleza el hombre también legisla para su
propia conducta, resulta que, además de conocer, el hombre piensa. De modo que,
si por un lado el hombre en cuanto ente empírico está sometido a la legalidad natural,
en cuanto persona es libre. Y el pensamiento
de esa libertad es lo que queda como detrás de escena del fenómeno de la
legalidad racional que hace posible el conocimiento
de la naturaleza. Poner en contacto todo lo que la solución kantiana del problema
metafísico había puesto por separado será tarea de Hegel. De allí que, en
sentido estricto, Hegel tendrá la pretensión no de superar la metafísica sino de realizarla.
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