martes, 13 de septiembre de 2011

La superación kantiana de la metafísica: el idealismo trascendental.





La superación kantiana de la metafísica: el idealismo trascendental. Por Carlos A. Casali


La filosofía parecía haber llegado con Hume al punto límite de sus posibilidades metafísicas. Después de haber recorrido el sinuoso pero seguro camino de las abstracciones racionales, un espíritu menos teológico y unos requerimientos más burgueses comienzan a dirigir su camino, orientando sus viejos temas sobre nuevos escenarios y, sobre todo, mediante nuevos procedimientos. La argumentación filosófica toma su fuerza ahora del mundo de la experiencia y deja en un cono de sombras a las, hasta entonces, claras evidencias de la pura razón. Hume había observado con entusiasmo que “la única manera en que una idea puede tener acceso a la mente [es] por la experiencia inmediata y la sensación” y, abrigaba la esperanza, entonces, de que se podría por fin “desterrar toda esa jerga que, durante tanto tiempo, se ha apoderado de los razonamientos metafísicos y los ha desprestigiado” (banish all that jargon, which has so long taken possession of metaphysical reasonings) (Investigación sobre el conocimiento humano). La vieja metafísica no sólo se revelaba como incapaz de cumplir sus promesas, sino que -y tal vez por causa de ese mismo imposible cumplimiento- inducía al filósofo a un lamentable trance de melancolía pensativa. En su reemplazo, el filósofo escocés proponía una metafísica empirista que buscaba los primeros principios y causas de las cosas físicas -que son aquellas de las que podemos tener experiencia- dentro del mismo plano físico de la experiencia humana comprobable. Tal vez algo de esta actitud metafísica empirista sea lo que le permitirá luego a Marx encontrar en la mercancía “un objeto físicamente metafísico”.
  Sin embargo, Hume no lograba llegar tan lejos y su empirismo, más que plantear una superación de la metafísica, parecía abandonar el problema o detenerse ante su umbral. De modo que, si lograba evitar la melancolía pensativa, parecía hacerlo al precio de cierta liviandad utilitaria que ponía orden en la “jerga” metafísica porque aplanaba las dimensiones del lenguaje privándolo de profundidad. Si admitimos que aquello que le da dimensión de profundidad al lenguaje es el problema del sentido -algo que el hombre encuentra en la experiencia pero que no se limita a ella ni está determinado por ella sino que está como enredado en la trama que la constituye y posibilita como tal experiencia, de modo similar a como el hombre hace la experiencia de intercambiar mercancías sin que el sentido de esa experiencia se le ofrezca claramente en ese intercambio- entonces, la posibilidad de superar la metafísica racionalista por otra mejor orientada hacia la experiencia requerirá de ciertas sutilezas conceptuales que el mero empirismo de Hume no lograba alcanzar. La experiencia perceptiva supone un horizonte de sentido sin el cual la experiencia misma es imposible.
  Será Kant quien plantee una superación de la metafísica (racionalista) mediante el recurso a una metafísica empirista que toma la forma del idealismo trascendental: conocer es hacer la experiencia de un objeto; pero, para que esa experiencia sea posible, el objeto tiene que constituirse como el objeto de una experiencia posible; entonces, la experiencia adquiere un carácter metafísico, remite más allá de sí misma, a su condición de posibilidad, se trasciende y se configura como un ámbito trascendental. “Trascendental”, significa en Kant, todo aquello que constituye las condiciones de posibilidad a priori (es decir no empíricas) de los objetos del conocimiento (que son objetos empíricos).
  Veamos de qué se trata haciendo centro en lo que el mismo Kant describe como revolución copernicana. No estará demás recordar aquí que Kant publica la Crítica de la Razón pura en 1781, pocos años antes de la Revolución francesa de 1789 y algunos años después de que Hume diera a conocer su Investigación.
  Como hemos visto, la búsqueda de una metafísica racionalista estaba orientada por el criterio de que el conocimiento en sentido estricto debe tener las características de la universalidad y la necesidad; es decir, que conocer, en sentido estricto, es tener un conjunto de representaciones sobre el mundo que esté articulado, como conjunto, de modo necesario y tenga alcance universal, de modo que, ninguna representación le resulte extraña o ajena, sea por venir de fuera del sistema (en cuyo caso, la mera exterioridad privaría al conocimiento de universalidad al poner en evidencia que existe un universo más amplio al que pertenece ese exterior), sea por venir del interior del sistema (en cuyo caso lo privaría de necesidad porque eso extraño interno al sistema pondría en evidencia cierta indeterminación). El tipo de conocimiento que funciona aquí como modelo es el conocimiento matemático que enuncia verdades universales y necesarias tales como “la suma de los ángulos interiores de un triángulo es igual a dos rectos”; verdades que no pueden dejar de serlo, que no pueden convertirse en su contrario, en la medida en que no es posible que haya excepciones a la universalidad y a la necesidad (que alguna vez se descubriese algún tipo de triángulo cuyos ángulos interiores no sumasen dos rectos o que el triángulo mismo pudiese sumar sus ángulos interiores aleatoriamente). Como se recordará, los fundadores modernos de esta metafísica racionalista, Descartes y Spinoza, tomaban el método geométrico como paradigma de un conocimiento auténtico (dejemos de lado por ahora lo que implica la problemática relación entre la autenticidad del conocimiento y el conocimiento de la verdad). Para esta metafísica racionalista, la experiencia es incapaz de conocer porque, por su naturaleza misma, implica la singularidad del contacto con lo extraño: la no universalidad (la particularidad) y la no necesidad (la contingencia) de sus representaciones. Esta metafísica racionalista se apoya sobre supuestos que tienen a sus espaldas la larga tradición del dualismo platónico que llega a la modernidad a través de la reinterpretación teológica que hace la Edad Media cristiana: el alma (que conoce lo perdurable y gobierna), por un lado; el cuerpo (que experimenta lo efímero y obedece), por el otro. No será casual, que los temas más recurrentes de esta metafísica estén ligados a reforzar esas líneas de derivación que establecen la continuidad de una interpretación del mundo: la existencia de Dios, la inmortalidad del alma, la libertad humana, demostrados o argumentados racionalmente.
  Contra este dogmatismo viene a reaccionar el empirismo (y Kant agradece explícitamente a Hume el haberlo “despertado del sueño dogmático”) toda vez que advierte allí –en el dogmatismo- “la pretensión de avanzar sólo con un conocimiento puro formado de conceptos […] y con el auxilio de principios como los que la Razón emplea desde largo tiempo, sin saber de qué manera y con qué derecho los ha adquirido” (Crítica de la Razón pura, “Prefacio de la segunda edición”, 1787, trad. de José del Perojo). Contra este dogmatismo (metafísico), el empirismo había levantado la voz crítica del escepticismo (metafísico): si todo conocimiento proviene de la experiencia (puesto que no hay ideas innatas sino que la mente humana es una “hoja en blanco” o una “tabla rasa”, según dos de las más conocidas imágenes que los empiristas utilizaron para dar cuenta de esta situación) que deja en nosotros ciertas impresiones, y las ideas no son más que una especie de impresión desvanecida (o que se desvanece), y la razón opera con esas ideas, puesto que no tiene otras mejores o más sólidas; entonces, todo lo que la razón construye no va más allá de la razón misma y no es más que la sombra de una sombra y no hay justificación para referirlo a la realidad empírica y mucho menos como si fuese una realidad superior a ésta.
  Entre aquel racionalismo (que busca un conocimiento universal y necesario) y esta crítica empirista (que se orienta conforme las características y posibilidades de un conocimiento particular y contingente) Kant encuentra, sin embargo, un punto en común: en ambos casos, se supone que “el conocimiento debe regularse por los objetos”. Dicho en otros términos, ambas metafísicas, la racionalista y la empirista, suponen que el conocimiento, sea cual fuere su naturaleza (universal y necesaria, para la primera; particular y contingente, para la segunda), consiste en cierta recepción más bien pasiva de algo (real) que es exterior al conocimiento mismo y lo determina. Eso real que determina el conocimiento será, para la metafísica racionalista, aquello que lo real tiene de universal y necesario (es decir, lo que tiene de racional) y, para la metafísica empirista, aquello que lo real tiene de experimentable en el momento mismo de la experiencia (es decir, la particularidad y contingencia). Pero, si bien Kant se encuentra más cómodo en la proximidad de la metafísica empírica que lo pone a salvo del dogmatismo, advierte, sin embargo, que hace falta dar un paso más –que el mero empirismo no lograba dar- y, sobre todo, un paso en otra dirección. Advierte que es necesario realizar una revolución copernicana. Entonces propone “ver si no tendríamos mejor éxito en los problemas de la Metafísica, aceptando que los objetos sean los que deban reglarse por nuestros conocimientos”. No será entonces el sujeto quien gire en torno de los objetos para conocerlos, ya sea por vía estrictamente racional, ya sea por vía empírica, sino que el sujeto será el centro gravitacional a cuyo alrededor girarán los objetos. Será el sujeto quien determinará las condiciones de posibilidad de los objetos.
  Si puede haber algo así como una experiencia de lo real es porque lo real es experimentable. Lo experimentable supone lo siguiente: por un lado, cierta capacidad del sujeto que experimenta (lo real) a su modo y según sus posibilidades; por otro lado, que lo real desconocido se presente (en la experiencia). De modo que la solución que Kant aporta al problema de la metafísica tiene algo de la solución racionalista (el conocimiento tiene en sí mismo una estructura racional) y, también, algo de la solución empirista (el conocimiento necesita que lo real le sea dado en la experiencia). Forma (racional) y materia (empírica) confluyen y se articulan para hacer posible el conocimiento (el encuentro del sujeto con el objeto) de modo tal que si uno de los elementos faltase, el conocimiento sería imposible: la mera forma racional no permite el conocimiento puesto que sería una forma vacía de contenido (empírico) y la mera materia empírica no constituye conocimiento porque carece de toda forma (racional). Recordemos que, para Kant, esas formas racionales son, por un lado, las formas puras de la sensibilidad (espacio y tiempo); y, por el otro, las formas puras del entendimiento (las categorías). Ahora bien, si el conocimiento supone esta confluencia entre forma y materia, entonces la metafísica racionalista deja de ser posible, ya que, por definición, los objetos metafísicos (Dios, el alma, la libertad) no son objetos reales que puedan darse en la experiencia sensible.
  En esto consiste la superación kantiana de la metafísica: en haber logrado fundamentar racionalmente la crítica que el empirismo le había hecho a la metafísica racionalista (y dogmática): la crítica kantiana consiste en la demarcación del territorio dentro del cual la razón puede conocer sin auxilio de la experiencia. Pero, como suele suceder, en esta superación de la metafísica algo de la metafísica se mantiene y se consolida: lo real, tal y como es en sí mismo (esto es, lo que la metafísica dogmática pretendía conocer) es, por definición, incognoscible (puesto que no es para al sujeto); lo real, en cuanto se manifiesta al sujeto bajo la forma de un objeto de conocimiento es, por definición cognoscible (puesto que es para el sujeto) y constituye el mundo fenoménico. Cosa en sí y fenómeno vuelven a dividir lo real en dos planos inconciliables. Y, aunque la racionalidad kantiana no es ahora tan ingenua como lo era la racionalidad dogmática de la metafísica, sus reservas y recaudos críticos pronto se revelarán como un exceso que limita injustificadamente los alcances de la razón.
  El mismo Kant se plantea este problema: “¿qué tesoro es éste –se peguntará- el que pensamos legar a la posteridad en una metafísica así depurada por la crítica, pero también inmovilizada?”; es decir, mediante el planteo rigurosamente crítico de los verdaderos alcances de la razón. Y el  mismo Kant se responde que traspasar esos límites que la crítica pone en evidencia no produce “una verdadera ampliación, sino ineludiblemente una restricción del empleo de nuestra razón”. En este punto, Kant presenta una distinción entre conocer y pensar: “para conocer un objeto se exige que podamos demostrar su posibilidad (ya por el testimonio de la experiencia de su realidad, o a priori por la Razón). Pero yo puedo pensar lo que quiera, con tal que no me ponga en contradicción conmigo mismo…”. Entonces, si bien “todo conocimiento especulativo posible de la Razón debe limitarse únicamente a los objetos de la Experiencia” y, consecuentemente los objetos de la Experiencia no pueden ser conocidos como “cosas en sí” (es decir, fuera de la experiencia), sin embargo, esos objetos pueden ser pensados “pues si así no fuera, se seguiría de ahí la absurda proposición de que habría apariencias (fenómenos) sin algo que en ellos apareciera”. Este punto es muy importante y sugestivo: las cosas se presentan a nuestra conciencia según las formas que nuestra conciencia les aplica o imprime; pero, entonces, las cosas se nos presentan según sus modos de aparecer (que son, en verdad, nuestros modos de hacerlas aparecer); es decir, en cuanto apariencias o fenómenos. De este modo, podemos conocer las cosas. Pero, aquello que se muestra en el fenómeno, también puede ser pensado en cuanto no es coincidente con lo que el fenómeno mismo muestra. 
  Kant agradece al empirismo no sólo el haberlo hecho despertar del sueño dogmático sino que también inscribe su programa filosófico dentro del mismo camino terapéutico: Hume nos advertía de los peligros de la melancolía pensativa a los que induce la metafísica falsa y no depurada y Kant abriga la manifiesta esperanza de que, por medio de la Crítica de la Razón pura (es decir, no empírica y, a la vez, depurada), la metafísica logrará por fin entrar “en la senda segura de la ciencia, en vez de vagar locamente y a ciegas y de entregarse a vagas divagaciones”; puesto que “el asunto capital y más importante de la Filosofía, es, pues, concluir de una vez para siempre con toda su perniciosa influencia [se refiere a la Metafísica dogmática], suprimiendo la fuente de los errores”.
  Mediante el conocimiento, el hombre dicta las leyes que la naturaleza debe cumplir; de modo que, conocer significa, en sentido estricto, establecer las condiciones de posibilidad del conocimiento empírico que son también las condiciones de posibilidad del mundo fenoménico. Pero, sea como fuere que, junto con el conocimiento que dicta leyes a la naturaleza el hombre también legisla para su propia conducta, resulta que, además de conocer, el hombre piensa. De modo que, si por un lado el hombre en cuanto ente empírico está sometido a la legalidad natural, en cuanto persona es libre. Y el pensamiento de esa libertad es lo que queda como detrás de escena del fenómeno de la legalidad racional que hace posible el conocimiento de la naturaleza. Poner en contacto todo lo que la solución kantiana del problema metafísico había puesto por separado será tarea de Hegel. De allí que, en sentido estricto, Hegel tendrá la pretensión no de superar la metafísica sino de realizarla.