martes, 1 de diciembre de 2015

Dimensiones de lo humano en un mundo racionalizado: Marcuse. Por Carlos A. Casali

Dimensiones de lo humano en un mundo racionalizado: Marcuse. Por Carlos A. Casali

 
Corría el año 1964 cuando Herbert Marcuse publicaba en los Estados Unidos su obra más divulgada y comentada, El hombre unidimensional. El texto lleva un subtítulo que no requiere de mayores explicitaciones: Ensayo sobre la ideología de la sociedad industrial avanzada. El título, en cambio, resulta un poco enigmático y se comprende mejor después de haber leído el libro y, también, si se lo pone en conexión con la expresión “pensar por una sola vía” que Heidegger había utilizado en los cursos que dictó entre los años 1951 y 1952 y que fueron posteriormente publicados como ¿Qué significa pensar? Heidegger utilizaba la expresión para referirse al procedimiento técnico que reduce la multivocidad del lenguaje a la univocidad de los conceptos. Marcuse, que se había formado en Alemania con Husserl primero y con Heidegger después, desarrolla el tópico de la unidimensionalidad en diálogo con la dialéctica hegeliana -y, creo yo, desde el horizonte de sentido que plantea Heidegger alrededor del olvido del ser- para pensar el tema del hombre y lo humano en el mundo técnico.
  
  Marcuse afirma que “la conciencia feliz (Happy Consciousnes) –o sea, la creencia de que lo real es racional (the real is rational) y el sistema social establecido produce los bienes- refleja un nuevo conformismo que se presenta como una faceta de la racionalidad tecnológica y se traduce en una forma de conducta social” (citamos por la edición castellana de Seix Barral, 1972, p. 114). En esta afirmación están condensadas numerosas líneas argumentativas. Vayamos haciendo algunas puntualizaciones.
  
  En primer lugar, las claras referencias a Hegel: la conciencia feliz es la contracara de la conciencia infeliz o desdichada que Hegel había presentado en su Fenomenología del espíritu como el presupuesto del progresivo desarrollo o despliegue de la conciencia desde sus posiciones más ingenuas y abstractas hasta las más críticas y concretas. Si la conciencia se identificase de modo inmediato e ingenuo con su objeto nada podría moverla de esa situación. Se trataría, en esa situación, de una conciencia completa en relación con su objeto y de un objeto completo en relación con la conciencia, sin fisuras ni espacios que permitiesen un movimiento o que lo motiven. Pero sucede que esa coincidencia de la conciencia con su objeto resulta imposible en el punto de partida y sólo puede darse al final del recorrido bajo la forma del saber absoluto, que implica el doble proceso de una conciencia desplegada bajo la forma de un saber realizado (al que ningún objeto le resulta extraño) y de un objeto, a la vez complejo y concreto, visible por entero a la luz de la razón (que no presenta aspectos ocultos para la conciencia). Para que la conciencia avance hacia ese final, es necesario que algo la inquiete en el punto de partida y que esa inquietud se mantenga a lo largo del proceso de su desarrollo o despliegue (fenomenológico). Se trata de la negatividad, en cuanto la negatividad se opone a la positividad del objeto. Si el objeto está allí, presente en la conciencia o para ella, puesto allí (“positivo” significa puesto), entonces, la conciencia no tiene nada que buscar. Si, en cambio, el objeto no está allí o no está de modo pleno o claramente presente, o lo está de modo dudoso, entonces la conciencia se transforma (cambia de forma) para intentar recuperar el objeto o tenerlo a disposición del modo en que lo pretende.
  
  Ilustremos todo esto con Descartes. En las Meditaciones metafísicas se narra el camino que la conciencia recorre cuando la duda (presencia de la negatividad en la conciencia) va poniendo fuera de juego los objetos que se le ofrecen, desde las formas más inmediatas de la sensibilidad hasta las formas más alejadas de la experiencia inmediata, las de la racionalidad. Lo importante es ver aquí que, cuando la conciencia pierde su objeto, se transforma y se posiciona frente a un nuevo objeto (es decir, que el objeto también se transforma).
  
  Volvamos a Hegel a través de Marcuse. La conciencia feliz –sostiene Marcuse- se apoya en la creencia de que lo racional es real. Hegel lo dice en estos términos: “Lo que es racional es real (wirklich), y lo que es real es racional” (Principios de la filosofía del derecho, “prefacio”). Hegel utiliza dos palabras alemanas que significan “realidad”: por un lado Realität, que se refiere a lo dado, por el otro Wirklichkeit, que se refiere a lo desplegado o desarrollado. De modo que la conocida frase de Hegel establece una correlación entre racionalidad y realidad desplegada o desarrollada, lo que suele traducirse como realidad efectiva o efectuada. En el punto de partida, lo real (Realität) no es todavía racional porque le falta realización (Wirklichkeit).
  
  Ahora bien, nada de esto sabe la conciencia feliz porque no es capaz de distinguir entre ambos planos de la “realidad” o, porque en ella, ambos planos están confundidos. ¿Cómo se produce esta situación?
  
 
Las explicaciones pueden ser varias. Pero nos gustaría trabajar aquí con la idea marcusiana de que el universo de discurso está cerrado. Justamente este es el título del capítulo cuatro del que tomamos la cita sobre la conciencia feliz. El universo de discurso se cierra cuando “los conceptos que encierran [o comprenden, comprehend] los hechos y por tanto los trascienden [pierden] su auténtica representación lingüística” (p. 115). Marcuse ejemplifica esta situación con los usos comunicacionales del lenguaje en los que se impone una reducción del sentido. Cuando el lenguaje se estructura o se organiza para comunicar (y no para pensar), el sentido de lo que el lenguaje expresa debe necesariamente quedar acotado o reducido. Así, las palabras nombran las cosas sin las mediaciones de los conceptos que las trascienden. Marcuse toma como ejemplo la definición operacional de los términos: las cosas se identifican con sus funciones o modos de funcionar. El operacionalismo se corresponde con un pensamiento que usa el lenguaje para atrapar las cosas con precisión técnica. Las cosas quedan reducidas a la única dimensión funcional de los hechos. El concepto, en cambio, “no identifica la cosa y su función” (p. 125, subrayado del autor). A partir de esta no identificación, de esta presencia de la negatividad en el discurso, el pensamiento logra desplegarse en el lenguaje al trascender lo dado hacia una nueva dimensión: la del “universo del pensamiento crítico y abstracto” (p. 127). Estamos aquí ante un curioso retorno del dualismo metafísico que Marcuse prefiere reinterpretar en términos de proceso histórico. Las cosas se manifiestan en dos dimensiones antagónicas: la del es (is) y la del debería ser (ought) y el pensamiento dialéctico capta ese antagonismo como proceso histórico (p. 127).
  
  Curioso retorno del dualismo…Aquí es dónde el pensamiento marcusiano produce ciertas disonancias en nuestros oídos acostumbrados a lecturas que insisten en la superación de la metafísica. ¿De qué dualismo se trata? Se me ocurren dos posibles respuestas: por un lado, Marcuse apela al dualismo dialéctico (afirmación/negación); por el otro, y sin hacerlo explícito, allí está presente la diferencia ontológica de Heidegger. Dejemos de lado aquí el arduo problema de si ambos dualismos son combinables o compatibles y tratemos de ver de qué modo Marcuse intenta resolver el problema que se plantea (el de “la parálisis de la crítica” en una “sociedad sin oposición”).
  
  “El alma –sostiene Marcuse- contiene pocos secretos y aspiraciones que no puedan ser discutidos, analizados y encuestados” (p. 101). Apoyémonos en esta afirmación. Resulta evidente que la conciencia feliz a la que hacíamos referencia más arriba remite a un alma sin secretos y que sus aspiraciones (longings) no van más allá de los bienes que produce “el sistema social establecido”, generando un “nuevo conformismo” (new conformism). Ahora bien: ¿de qué fuente procede el inconformismo? Una respuesta posible: de la negatividad. Sólo que, esta negatividad no parece ser ahora la negatividad que el racionalismo moderno, desde Descartes hasta Hegel, hizo aparecer sobre el plano de la conciencia para explicar el movimiento de la Razón (científica y técnica) en el despliegue de la racionalización capitalista, sino que se trata de una negatividad más próxima a la que, dentro del pensamiento de Heidegger, permite pasar del ente al ser abriendo el espacio de la diferencia ontológica.
  
 
Intentemos ubicar esa fuente del inconformismo dentro del planteo marcusiano. El resultado no se hace esperar. En el prefacio de la edición francesa de la obra, fechado en 1967, a las vísperas de los acontecimientos de Mayo del 68 que lo tuvieron como fuente inspiradora, Marcuse escribe: “es en el instinto de libertad no sublimado donde se hunden las raíces de la exigencia de una libertad política y social” (p. 9). Qué cosa puede ser ese “instinto de libertad no sublimado” sino una fuerza que podríamos identificar con la vida, una fuerza vital que pone en movimiento las formas sociales y políticas que, a lo largo del despliegue de la historia, van proponiendo encauzarla; es decir, dominarla. Entonces, la fuente del inconformismo se deja ver como cierto espíritu rebelde que es fácil identificar con la juventud pero que no se satisface en ella, porque la sublimación es un componente necesario de su movimiento. Sin entrar aquí de lleno en este tema, la sublimación implica un proceso de transformación o mediación cultural de la realidad. En la “civilización industrial avanzada” esa mediación cultural es reemplazada por la mercancía que es, a su vez, el resultado de una mediación técnica que no se presenta como tal sino como realidad simplemente dada (la Realität de Hegel o lo ente de Heidegger). El hombre unidimensional habita en el espacio homogéneo abierto por el dispositivo técnico; un espacio cerrado respecto de un posible exterior (la Wirklichkeit de Hegel, el ser de Heidegger) que impide a la conciencia entrar en conexión con las fuentes de la rebeldía. Allí, dentro de ese espacio que cierra el “universo de discurso” no entran las “imágenes de otra forma de vida (another way of life), sino más bien rarezas o tipos de la misma vida (freaks or types of the same life), que sirven como una afirmación antes que como una negación del orden establecido” (p. 89).

  
  Nos preguntábamos más arriba cómo llega la conciencia a la situación en la que se encuentra aparentemente satisfecha o falsamente feliz. Podemos preguntarnos ahora cómo podría salir de allí. Una respuesta rápida y directa nos la ofrece el mismo Marcuse: se sale del sistema de dominación que plantea “la sociedad unidimensional” mediante el pensamiento crítico. Sin embargo, a cincuenta años de la publicación de El Hombre unidimensional, el cierre del universo de discurso se ha vuelto más evidente todavía y las
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posibilidades transformadoras de la crítica no se advierten dentro del juego de las racionalidades alternativas. Tal vez allí, una relectura de Marcuse, realizada más desde Heidegger que desde Hegel, podría intervenir dentro del espacio cerrado del universo de discurso abriendo otras dimensiones de lo humano por fuera de un mundo racionalizado.


 

jueves, 27 de agosto de 2015

Humanismo/posthumanismo: Sloterdijk. Por Carlos A. Casali

Humanismo/posthumanismo: Sloterdijk. Por Carlos A. Casali


  Hacia fines del siglo veinte, en un coloquio realizado en Alemania, Peter Sloterdijk retoma en tono polémico la pregunta por el humanismo. En 1999 la intervención de Sloterdijk en ese coloquio toma la forma de libro bajo un título por demás sugestivo, Normas para el parque humano, y un subtítulo que refuerza el tono polémico de sus reflexiones: Una respuesta a la Carta sobre el humanismo de Heidegger. La versión castellana del texto fue publicada por Siruela en Madrid en el año 2000 y es la que utilizaremos aquí para comentarlo.

  Hacíamos referencia más arriba al tono polémico de Sloterdijk: según podremos ver, su escritura tiene un tono irónico que lleva fácilmente a la polémica y sus afirmaciones -o, a veces, meras insinuaciones- parecen provocar el mismo efecto corrosivo que el martillo de Nietzsche producía sobre los ídolos filosóficos. Pero éstas no serían más que cuestiones de estilo en un pensador que se siente cómodo en la polémica si no fuese que, además, Sloterdijk se hace acompañar de Heidegger en un momento en el que la filosofía ya no quiere dialogar con él. Todo esto suscitó, más allá de las intenciones implícitas o explícitas del autor, una polémica en Alemania. Los detalles de esa polémica y las explicaciones y reflexiones que el propio Sloterdijk presenta para tratar de explicar y explicarse una situación que parece haber tomado dimensiones inesperadas, por lo menos para él, pueden seguirse en un libro que, poco después, recogió las conversaciones entre nuestro filósofo y el antropólogo Hans-Jürgen Heinrichs, El sol y la muerte. Investigaciones dialógicas. El libro fue publicado en Alemania en 2001 (la versión castellana es de editorial Siruela y corresponde al año 2004). Desde un contexto más amplio y, también, desde otra perspectiva, el tema fue abordado por Félix Duque (En torno al humanismo. Heidegger, Gadamer, Sloterdijk, Madrid, Técnos, 2002). No es nuestra intención aquí participar de esa polémica, sino retomar la pregunta por el humanismo dentro del contexto en el que la plantea Sloterdijk.
  
  Comencemos por el “humanismo”. A diferencia de Heidegger, Sloterdijk no elude una definición, aunque irónica, del término. Sólo que, habrá que aclararlo, la ironía le resta precisión a la definición, la deja abierta, en estado de indefinición: “humanismo es telecomunicación fundadora de amistades que se realiza en el medio del lenguaje escrito” (p. 19). Heidegger, abordaba el tema por el camino, habitual en él, de los rodeos: el humanismo aparecía ligado con la metafísica y ésta con el olvido del ser. Cuando acompañamos a Heidegger por este camino, rápidamente nos internamos en aguas profundas: salimos al encuentro del Ser. Sloterdijk, en cambio, nos lleva por las orillas de un territorio conocido: el de los libros. Los libros son “voluminosas cartas” que ponen en comunicación a ciertos amigos lejanos. La filosofía –o el filósofo- que se pregunta por el humanismo, pertenece ella también al “género literario” y hace “cadena epistolar” desde hace unos dos mil quinientos años. Esa “telecomunicación” supone, entre otros aspectos y características, que los emisores de los mensajes desconocen a sus destinatarios y que la recepción misma de los mensajes por parte de esos impredecibles destinatarios es posible, justamente, gracias a su receptividad.
  Tenemos aquí reunidos los elementos que parecen componer el significado del “humanismo”. Por un lado, cierta vocación universalista de los emisores de un mensaje lanzado al espacio y al tiempo por unos griegos decididamente alejados de nuestras coordenadas espacio-temporales pero próximos desde un punto de vista cultural (adviértase, de paso, que el humanismo queda inscripto por Sloterdijk dentro del ámbito de la cultura, y no puesto en relación con la metafísica y su devenir histórico como lo hacía Heidegger). Hay un componente abierto y abarcativo en esos mensajes. Por otro  lado, humanista es quien puede y quiere recibir esos mensajes; aquel que se ubica dentro de una tradición para hacer cadena epistolar. Poder hacerlo, depende básicamente de la educación –sin entrar por ahora de lleno en este tema, digamos que, si se trata de escritura, el receptor debe estar alfabetizado-; querer hacerlo, depende de la domesticación –también aquí, sin entrar de lleno en este tema, digamos que se trata de aceptar voluntariamente la amistad de unos extraños, de responder a una interpelación para devenir sujetos (Althusser dixit)-. Tenemos también aquí los filos de la ironía que agudiza las intenciones polémicas de Sloterdijk con esa tradición humanista: aquellas cartas que escribieron una vez los griegos llegan hasta nosotros después de haber pasado por las manos de los romanos y es “seguro que se habrían sorprendido los autores griegos de saber qué clase de amigos aparecerían un día al reclamo de sus cartas” (p. 20).
  De Grecia a Roma y de allí a los Estados nacionales burgueses, el humanismo entendido según el modelo de “la sociedad literaria” funciona de modo programático: educa y domestica; civiliza la barbarie, diríamos nosotros. El humanismo define aquí su programa político: “los pueblos se organizaron a modo de asociaciones alfabetizadas de amistad forzosa, unidas bajo juramento a un canon de lectura vinculante en cada espacio nacional” (p. 25).
  El humanismo cumple una función política por medio de la cultura. Podemos darle a esta idea mayor precisión: el humanismo es la cultura misma. Dicho en otros términos, el humanismo cultural realiza el proyecto político de los Estados nacionales burgueses. Si quisiéramos poner un poco de color local en esta pintoresca descripción, bastará con recordar la función política que cumplieron los colegios nacionales creados por Bartolomé Mitre a mediados del siglo diecinueve dentro del proceso histórico de la llamada “organización nacional” y los debates en torno de la “cultura nacional” y el “canon literario” que tuvieron lugar hacia fines de ese siglo cuando el objetivo político fue el de consolidar el poder del Estado sobre la base de un patrón cultural homogéneo que fuese capaz de aglutinar las variopintas tradiciones culturales de los inmigrantes.
  Pero volvamos sobre el componente “filosófico” del humanismo ¿Cuál es el nexo que liga a la filosofía con el humanismo? Ajustemos mejor la pregunta ¿cuál es el nexo? En este punto Sloterdijk vuelve con los filos de su ironía. Utiliza los siguientes giros: “desde que existe como género literario, la filosofía recluta a sus adeptos escribiendo de manera contagiosa acerca del amor y la amistad” (p. 19); la filosofía escrita se mantiene a través del tiempo como “un virus contagioso” (p. 20); nos atrapa en un “fascinante hechizo creador de amigos” (p. 20); “la hipotética amistad del escritor de libros y cartas con el receptor de sus envíos representa un caso de amor a lo más lejano” (p. 22). La filosofía y el humanismo hacen nexo, conectan, de modo misterioso, mágico (cfr. p. 24). Hacen comunidad al modo de las “sociedades literarias” en cuyo núcleo Sloterdijk advierte “una fantasía sectaria o de club” (p. 23). Las naciones modernas no son más que “eficaces ficciones de públicos lectores que, a través de unas mismas lecturas, se han convertido en asociaciones de amigos que congenian” (pp. 25-26).
  La ironía correo los objetos sobre los que se lanza. El humanismo se deshace en nuestras manos. Sin embargo, todavía no se ha dicho lo suficiente y el amable y simpático paseo que damos por las orillas del conocido territorio de los libros se termina. “La época del humanismo nacional burgués ha llegado a su fin” porque la antigua magia del texto resulta ineficaz para “mantener unidos los vínculos telecomunicativos entre los habitantes de la moderna sociedad de masas” (pp. 27-28). De modo que aquellos misteriosos nexos ya no aglutinan y son sustituidos por otros –Sloterdijk menciona la radio, la televisión y las redes informáticas- que funcionan como fundamentos de la “coexistencia humana”. Dicho en forma de tesis: “las sociedades modernas sólo ya marginalmente pueden producir síntesis políticas y culturales sobre la base de instrumentos literarios, epistolares, humanísticos” (p. 28).
  Todavía no se ha dicho lo suficiente…Falta decir que el humanismo cumple una función política no sólo porque hace nexo, conecta y aglutina, sino porque lo hace contra algo. El humanismo radicaliza su discurso toda vez que aumenta el peligro de la barbarie. Pero ¿qué nombramos con esta palabra? Hagamos una enumeración: “las atrocidades bélicas” del siglo veinte; “las interacciones humanas violentas”; las “tendencias asilvestradoras del hombre”; dicho de modo más abarcativo “situaciones de alto desarrollo del poder, bien sea directamente como atrocidad imperialista o bélica, bien como embrutecimiento cotidiano de los hombres en los medios destinados a la diversión desinhibida” (pp. 31-32). De modo que, en síntesis, si el humanismo toma su impulso de la lucha contra la barbarie así entendida, se puede concluir que el humanismo domestica: “una lectura amansa” (p. 32). Esto supone que los hombres se forman de acuerdo con el influjo de dos tipos de fuerzas: inhibidoras, unas; desinhibidoras, las otras. O, dicho con otros términos, amansadoras, unas; embrutecedoras, las otras (pp. 32-33). Nótese que Sloterdijk no contrapone esas fuerzas formativas del hombre en términos de naturaleza y cultura, como era habitual dentro del esquema mental del siglo diecinueve presente en la sarmientina disyunción de barbarie y civilización, sino como dos fuerzas formativas –es decir, educativas- que se mueven en el mismo nivel o sobre el mismo plano. Por un lado, la formación a través del medio del circo romano desarrolla el modelo del “desinhibido Homo inhumanus” (p. 33). Por el otro, la formación a través del libro capaz de proveer “lecturas filosóficas, humanizadoras, apaciguadoras y generadoras de sensatez” (p. 34). En este juego de oposiciones, de fuerzas formativas que se oponen, “lo humano consiste en elegir para el desarrollo de la propia naturaleza los medios inhibidores y renunciar a los desinhibidores” (p. 35).
  Fuera del esquema simplificador que contrapone naturaleza y cultura, la educación queda ubicada sobre un territorio más amplio, sus funciones se amplían. La educación humanista del hombre no consiste, desde este punto de vista que es el de Sloterdijk, en darle formar humana a ese animal capaz de adquirir cultura que llamamos hombre, sino en “una definición del hombre teniendo en cuenta su apertura biológica y su ambivalencia moral” (p. 35). Sloterdijk utiliza la palabra antropodicea: darle forma humana a una vida cuyos horizontes son a la vez abiertos –desde un punto de vista biológico- y ambivalentes –desde un punto de vista moral-. En términos de Sloterdijk, se trata de los medios o instrumentos “a través de cuyo uso los propios hombres se conforman en eso que pueden ser y que serán” (p. 36).
  Reparemos en este punto: si lo que caracteriza al hombre es su indefinición –la apertura y la ambivalencia-, entonces el problema de su formación no se plantearía correctamente si lo ubicásemos sobre el plano de los fines y las definiciones. Según parece, sólo nos quedan los medios; es decir, las técnicas.
  Es aquí donde Sloterdijk se hace acompañar por Heidegger. La superación heideggeriana del humanismo pasa por ubicar al hombre por fuera del dispositivo metafísico que lo encierra dentro de la conocida definición de animal racional. Ubicado dentro de ese dispositivo el hombre adquiere consistencia y logra “superar” su radical indefinición –la apertura y la ambivalencia- al precio de su degradación ontológica: demasiado cerca de lo animal y su característica pobreza de mundo. Tal vez Heidegger pudo haber encontrado en estas proximidades del hombre con lo animal motivos para pensar el fascismo como “síntesis de humanismo y bestialidad”. Fuera del dispositivo de la metafísica, Heidegger ubica al  hombre en relación al ser: el ente que es interpelado por el ser, el habitante de su casa –el lenguaje-, su custodio y guardián.
  Nótese que, en compañía de Heidegger, Sloterdijk observa que los mecanismos de interpelación parecen haber cambiado: ya no son las cartas del pasado que intercambiaban los humanistas literarios las que nos interpelan sino que el ser es ahora el “autor exclusivo y único de todas las cartas esenciales” (p. 48). Sloterdijk advierte en esta estrategia heideggeriana un reforzamiento de las funciones de contención en las que había fracasado el viejo humanismo literario: “el hombre queda supeditado a una contención extática que va más allá del civilizado detenerse del lector devoto ante la palabra clásica” (p. 47). Pero también advierte los límites de esa estrategia: “no puede haber un canon público de los guiños del ser” (p. 48).
 
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Y aquí es donde comienzan los problemas. Si el humanismo literario finalizó su ciclo histórico con la llegada de los medios de comunicación de masas y el posthumanismo de Heidegger parece poco eficaz para producir ligaduras sociales a gran escala –se limita a “una sociedad de vecinos del ser” o una “sociedad de meditabundos” (pp. 48 y 49)-, entonces habrá que plantearse nuevas preguntas o incluir nuevos términos dentro de la pregunta por el humanismo. Teníamos hasta ahora dos términos que corresponden a una matriz cultural: “educación” y “domesticación”. Sloterdijk propone incorporar los términos “cría” y “crianza” y el término omplementario “selección”, que se corresponden más con una matriz biológica o zoológica. Es en este punto donde se aparta de las “instrucciones heideggerianas” para explorar “el extático claro del bosque en el que el hombre deja que el ser le hable” (p. 53). Y lo que encuentra en esa exploración es un material zoológico que Heidegger había desechado, precisamente aquel que lo vinculaba metafísicamente con la animalidad. Heidegger quería ubicar al hombre en la vecindad del ser y en la cercanía de lo divino, bien lejos de lo animal (cfr. p. 43), Sloterdijk quiere devolverlo a ese ambiente en donde la apertura al mundo se explica por medio de la prematurez de su nacimiento: “al fracasar como animal, el ser indeterminado se precipita fuera de su entorno y, de este modo, logra adquirir el mundo en un sentido ontológico” (p. 55). Sloterdijk no quiere acompañar a Heidegger, entretenido con sus ensoñaciones poéticas y místicas, y parece optar por seguir en esto el “seguro camino de la ciencia”: según su lectura, “el claro del bosque es un acontecimiento fronterizo entre la historia natural y la cultural” (p. 56). Y no sólo eso sino que también se puede ver en la imagen del claro del bosque heideggeriana una representación poética del proceso histórico que lleva al hombre desde una animalidad salvaje y nómada a una animalidad domesticada y sedentaria. La casa donde el hombre habita es no sólo la del lenguaje sino que también es la casa construida. Casa se dice en latín domus, de modo que toda casa es tautológicamente doméstica (véase el texto de Félix Duque indicado más arriba, p. 121). Siguiendo la intención de Sloterdijk, que en este punto como en otros se limita a hacer algunas sugerencias, la casa implica algo más que el lenguaje, es todo un sistema social y político que organiza la vida del hombre en ciertos términos o de acuerdo con ciertas formas cuyas estructuras están determinadas por relaciones de poder: “el claro del bosque es al mismo tiempo [que un proceso de humanización en casa] un campo de batalla y un lugar de decisión y de selección” (p. 60).
  Detengámonos un momento en este punto: el claro del bosque como campo de batalla. Sloterdijk no lo dice de modo expreso pero esa idea estaba ya en la carta heideggeriana: “al mismo tiempo que lo indemne, en la aclaración (Lichtung) del Ser, aparece lo maléfico (Böse)”. Ambas posibilidades, la salvación y la perdición, pertenecen al Ser: “uno y otro, lo indemne y lo malévolo no pueden con todo aparecer en el Ser sino en tanto el Ser mismo es el lugar del combate (Strittige). En él se esconde la procedencia esencial del anonadar (Nichtens)” (p. 69). Y, más adelante, “sólo el Ser acuerda a lo indemne [a lo salvo] su despuntar en la serenidad (Huld, benevolencia, gracia) y al furor (Grimm) su carrera afiebrada hacia la ruina [Unheil, desventura, el mal]” (p. 71). No es el hombre quien dona o niega sentido a las cosas sino el Ser (citamos la Carta sobre el humanismo por la traducción hecha por Roger Munier y el poeta argentino Raúl Gustavo Aguirre en 1958 en una edición privada). Como se podrá advertir, Heidegger no se aleja de su planteo postmetafísico y postsubjetivo: todo se resuelve en términos de ser y lenguaje. Y esto es lo que Sloterdijk advierte como insuficiente.
  Entonces recurre a Nietzsche,  “el maestro del pensamiento peligroso” (p. 60) para quien “los hombres del presente son ante todo una cosa: criadores exitosos que han logrado hacer del hombre salvaje el último hombre” (p. 62).
  Con este paso y en compañía de Nietzsche, Sloterdijk se interna ahora en aguas profundas después de haber abandonado las orillas de las humanidades literarias: lo que está debajo de las tranquilas aguas de la domesticación literaria –escolar y lingüística- del hombre y lejos de las orillas que las delimitan es “una política de cría” (p. 63) emprendida con éxito por curas y profesores que lograron hacer del hombre un animal pequeño, acostumbrado a resignar su voluntad en desmedro de la posibilidad de afirmarla. En palabras de Nietzsche citadas por Sloterdijk: “virtud es para ellos lo que hace modesto y manso: así han convertido al lobo en perro y al propio hombre en el mejor animal doméstico del hombre” (p. 62).
  Nos encontramos ahora en un punto crucial, el punto en el que aparece “el otro rostro, el oculto, del claro del bosque”: una disputa entre programas o políticas de crianza (p. 63). El lenguaje en estos casos suena demasiado crudo y no sólo se expone a las malas interpretaciones sino que las permite. ¿Qué se entiende por política de cría? ¿En qué sentido el hombre se vuelve más pequeño? Nietzsche usa los términos “voluntad”, “poder”, “fuerzas”; términos fronterizos entre lo natural y lo cultural, como el término “pulsión”. Sloterdijk sugiere interpretar estos términos sin demasiadas vueltas: “los hombres –según parece- han ido criándose a sí mismos hasta lograr, con ayuda de una habilidosa asociación entre ética y genética, hacerse más pequeños” (p. 63). Dejemos que estos términos permitan ser interpretados de muchas maneras. Sin embargo, hay una que es central: la cría supone selección. Entonces tenemos la siguiente cadena terminológica: humanismo, educación, domesticación, cría, selección. Podemos nombrar esta cadena como “antropotécnica” y sacar de allí algunas conclusiones: “probablemente de lo que se tratará en el futuro es de entrar activamente en el juego y formular un código de antropotécnicas”. Sloterdijk va directo al punto crucial al unir el primer eslabón con el último de la cadena terminológica, el humanismo con la selección, y esto le permite plantear con toda crudeza que “la humanidad no consiste sólo en la amistad del hombre con el hombre, sino que siempre implica también –y con explicitud creciente- que el hombre representa para el hombre la máxima violencia (Gewalt)” (71).
  Llegamos, como decíamos, al punto crucial. Y allí se acabó nuestro recorrido. Porque en lo que sigue, Sloterdijk regresa al punto de partida: “también en la cultura actual está teniendo lugar la lucha de titanes entre los impulsos domesticadores y los embrutecedores (den zähmenden und den bestialisierenden Impulsen) y entre sus medios respectivos” (p. 72). En este sentido, no aporta demasiado en el desarrollo de la argumentación el simpático rodeo por los planteos pastorales de Platón; se limitan a reforzar la idea ya expuesta: desde el fondo de la historia occidental, detrás del humanista hay un criador de hombres.
  Sea como fuere, sin embargo, que la filosofía hunde sus raíces en aquellos lejanos orígenes platónicos –sea para comenzar a partir de allí su gloriosa marcha hacia el futuro o para comenzar el largo ciclo de su decadencia-, tal vez lo más interesante del texto que estamos comentando es su reflexión sobre la filosofía misma, que nos permitimos citar in extenso:
Una de la señas de identidad de la naturaleza humana es que sitúa a los hombres ante problemas que son demasiado difíciles para ellos, sin que les quede la opción de dejarlos son abordad en razón de esa dificultad. Esta provocación del ser humano por parte de lo inaccesible (Unumgängliche), que es al mismo tiempo lo no dominable (Nichtbewältigbare), ha dejado desde los inicios de la filosofía europea una huella inolvidable; o mejor: quizá la propia filosofía sea, en el más amplio sentid, esa huella (p. 73).

  Como se podrá advertir, no estamos lejos del lugar en el que Heidegger había ubicado la tarea del pensar dentro del horizonte histórico planteado por la época técnica o por la consumación de la metafísica. Las imágenes a las que acude Slotedijk sobre el final de sus Normas para ilustrar la situación del humanismo confirman esa impresión de retorno a Heidegger: “¿puede también el sótano del archivo convertirse en un claro del bosque?” (p. 85). Sólo que se trata de un retorno desesperanzado puesto que “parece como si hoy no sólo se hubiesen retirado los dioses, sino también los sabios, dejándonos a solas con nuestra escasa sabiduría y nuestros conocimientos a medias” (p. 84).
  Tal vez, si evitásemos ese paso más allá del claro en donde el ser interpela al hombre en la casa del lenguaje y nos quedásemos allí podríamos hacernos la única pregunta que es filosóficamente relevante: la pregunta por el sentido. Tal vez, también, revisando los archivos platónicos podríamos encontrar junto con las utopías eugenésicas del filósofo, los argumentos de otro modo de pensar que nos disponga a comprender por qué la casa del ser está vacía: Calicles le advertía a Sócrates en el Gorgias que, si no abandonaba el camino de los meros juegos verbales, pronto terminaría habitando en casas vacías (Gorgias, 486 c 5-6).


jueves, 28 de mayo de 2015

Humanismo/posthumanismo: Heidegger. Por Carlos A. Casali

Humanismo/posthumanismo: Heidegger. Por Carlos A. Casali

  Hacia fines del siglo diecinueve Federico Nietzsche lanzaba un desafío inquietante: interrogaba al hombre por su condición, difícil de catalogar dentro del cuadro general de un mundo que, por lo menos desde la modernidad, la herencia racionalista de la filosofía había venido ordenando con rigurosa precisión científica. “El hombre –afirmaba Nietzsche- es algo que debe ser superado” y, un poco más adelante, dibujaba una imagen muy expresiva de la condición humana: “el hombre es una cuerda tendida entre el animal y el superhombre – una cuerda sobre un abismo” (NIETZSCHE, F., Así habló Zaratustra, Madrid, Alianza, 1978, pp. 34 y 36). Unos años más adelante, el teatro de la historia ponía en escena los primeros episodios de aquel transeúnte que buscaba su transformación. La transfiguración de lo humano en el hombre o la metamorfosis del hombre más allá de lo humano estuvo en la base de los experimentos existenciales del siglo veinte: las revoluciones sociales y políticas que por izquierda y por derecha pretendía dar lugar al hombre nuevo; las revoluciones culturales que lo hacía surgir desde estratos más profundos que el de la conciencia; las revoluciones tecnológicas que se mostraban capaces de crear, en sentido literal y material, ese hombre nuevo. Luego, vino la guerra del 39 y con la guerra, la sugerencia nietzscheana de que el hombre es una cuerda sobre un abismo pareció adquirir connotaciones más dramáticas: o bien el hombre no había logrado llegar más allá de su imprecisa condición humana para alcanzar la dimensión del superhombre o sobrehombre (übermensch) y había caído en el abismo, o bien el abismo era la realidad misma de la idea de superación del hombre y lo humano –y no una simple metáfora-, puesto que, más allá del hombre y lo humano, sólo puede haber lo inhumano. 
  Algo de todo esto está presente en el intercambio epistolar que tuvo lugar entre Heidegger y Jean Beaufret, un alemán y un francés, apenas terminada la guerra, en 1946. La Carta sobre el humanismo con la que el alemán responde a la pregunta del francés “¿Cómo devolverle un sentido a la palabra ‘Humanismo’?” puso en movimiento todo el arsenal filosófico con el que Heidegger venía dando su batalla intelectual en torno de la superación de la metafísica y la apertura de un nuevo horizonte para el pensar, y no hacía más que retomar de un modo tal vez más didáctico las coordenadas fundamentales planteadas en Ser y Tiempo (1927) y ¿Qué es Metafísica? (1929). Heidegger respondía a la pregunta de Beaufret y, también, aunque de un modo más indirecto a Sarte que había publicado en ese mismo año su El existencialismo es un humanismo.
  Los argumentos que Heidegger plantea en su carta no son fáciles de comprender, lo cual no es ninguna novedad en un autor cuya escritura es entre apretada y laberíntica. No es ésta, sin embargo, la dificultad que presenta el texto, escrito en lenguaje más bien coloquial, sino el asunto mismo que lo motiva: el pensar. Vayamos directamente allí: “en el pensar, el Ser accede al lenguaje” afirma Heidegger, y completa la idea con una imagen que se hizo famosa: “El lenguaje (Sprache) es la morada (Haus) del Ser. En su casa, habita el hombre. Los pensadores y los poetas son los guardianes de esta casa” (en lo que sigue, citamos la Carta sobre el humanismo, por una poco difundida traducción hecha por Roger Munier y el poeta argentino Raúl Gustavo Aguirre en 1958 en una edición privada. La cita corresponde a la página 19 de esa edición).
  Tenemos aquí dispuestos los materiales con los que Heidegger va a trabajar su respuesta al desafío planteado por Beaufret: Ser, lenguaje, hombre, pensadores, poetas. Y no mucho más que eso. Menos que eso, todavía, necesitó Heráclito de acuerdo con la anécdota –trasmitida por Aristóteles- que el propio Heidegger narra en su Carta bastante más adelante: unos extranjeros visitan a Heráclito con la intención de verlo pensar, como si el pensar fuese algo que pudiese ser visto, y lo encuentran en una situación cotidiana, nada excepcional, calentándose cerca de un horno de hacer pan. Como los extranjeros quedaron bastante desconcertados, Heráclito los animó diciendo “aquí también están los dioses presentes” (pp. 64-65). ¿Qué cosas narra esta anécdota y por qué Heidegger la trae desde un pasado ya bastante remoto para señalar el lugar en donde él pretende instalar el tema del pensar en relación con el humanismo y sus posibilidades en un mundo que ya no es el de Heráclito sino el de la técnica? La respuesta nos la da el propio Heidegger: los dioses están presentes en donde el hombre habita. Y el hombre habita en el lenguaje que es la morada del Ser. Y el Ser, como los dioses de Heráclito, no es algo de lo que el hombre pueda disponer al modo técnico, en el sentido más evidente de la utilización de instrumentos materiales de todo tipo, ni siquiera en esos modos técnicos del hablar y del pensar que ofrecen la gramática y la lógica o el pensar conceptual. Veamos todo esto con mayor detalle.
  Comencemos por la difundida afirmación de Sarte, retomada en tono crítico por Heidegger: “precisamente estamos en un plan donde hay solamente hombres” (p. 42). La cita está tomada de El existencialismo es un humanismo y la podríamos completar con esta otra que Heidegger no utiliza en su carta: “no hay otro universo que este universo humano, el universo de la subjetividad humana” (pp. 26 y 63, respectivamente, de la edición hecha por Sur en Buenos Aires, en 1975, de El existencialismo…) A esta afirmación sartreana, Heidegger contrapone esta otra: “precisamente estamos en un plan donde hay principalmente el Ser” (p. 42) y, también, “si plantas y animales está privados de lenguaje, es porque están aprisionados cada uno de ellos en sus universos circundantes, sin estar jamás libremente situados en la aclaración del Ser (die Lichtung des Seins)” y redondea la forma y la densidad del argumento con “sólo esta aclaración (Lichtung) es el ‘mundo’” (p. 33). Dejemos por ahora de lado la referencia a este misterioso “claro” o “aclaración” y enfoquemos el tema en discusión que no es otro que el planteado por Nietzsche: la superación del hombre. De acuerdo con la alternativa formulada por Sartre, la superación del hombre sólo puede ser lograda y tener sentido dentro del plano del hombre mismo y hacia otra manera de ser hombre, superadora del humanismo, digamos clásico y metafísico, que no logra ir más allá del anclaje en la esencia (es aquí donde cobra sentido el filosofema sartreano la existencia precede a la esencia), puesto que no hay para el hombre otro mundo que el humano. El planteo sartreano se comprende con una facilidad inmediata: no hay para el hombre nada más comprensible que el hombre mismo. No en vano el mismo Sartre toma la precaución de advertir que “en el punto de partida no puede haber otra verdad que esta: pienso, luego soy; esta es la verdad absoluta de la conciencia captándose a sí misma" (El existencialismo…, ed. cit., p. 45). Pero es aquí donde comienzan los problemas según lo advierte Heidegger: ¿se pueden equiparar sin más la certidumbre de la conciencia y la verdad del mundo? Parafraseando a Paul Ricoeur, diríamos que los herederos de Descartes son capaces de poner en duda los contenidos de la conciencia, sus objetos, pero no pueden dudar de la conciencia misma, el sujeto. Por otra parte, si de lo que se trata es de la superación del hombre, de su tránsito o transfiguración hacia otra forma de lo humano, más humana que la anterior figura de lo humano dibujada con trazo indeleble por el esencialismo metafísico ¿de dónde vendría esa nueva forma de ser hombre si es el hombre mismo el que la proyecta hacia un mundo cuya verdad no va más allá de lo humano?
  En síntesis, Heidegger plantea su diferencia con Sartre en forma de disyuntiva: el hombre o el Ser. Hagamos más comprensible la diferencia planteada. De un lado, la interpretación humanista del hombre. Esto no resulta más o menos conocido. Se trata de una interpretación del hombre que Heidegger describe en términos de historia cultural, como yendo desde la época de la República romana y su enlace con la cultura griega del Helenismo tardío, pasando luego por el Renacimiento para proyectarse después en los humanistas del siglo XVIII (Winckelmann, Goethe, Schiller). Y se trata también del “esfuerzo que vuelve al hombre libre para su humanidad y le hace descubrir su dignidad”. Aquí Heidegger ubica al humanismo de Marx, el de Sartre, el del cristianismo. ¿Qué es lo que tienen en común ambos modos de entender el “humanismo”? Lo que tienen en común es que “todo humanismo se funda sobre una metafísica o se hace fundamento de ella” (p. 28). Podemos ubicar el, digamos, humanismo cultural dentro de la primera variante y el, digamos, humanismo existencial, dentro de la segunda. De acuerdo con el primero, se pregunta al ente llamado “hombre” por su esencia o entidad y se responde con el humanismo. El ente llamado “hombre” es hombre porque es humano. Aquí el hombre encuentra su fundamento en la esencia que configura lo humano. De acuerdo con el segundo, el ente llamado “hombre” no tiene una esencia que lo defina sino que su humanidad es el resultado de su libre relación consigo y con el mundo. El ente llamado “hombre” es hombre porque existiendo realiza su humanidad, se humaniza. Aquí el hombre es puesto en el lugar del fundamento de una metafísica (Heidegger nombrará esta operación como metafísica de la subjetividad y designará de este modo a la metafísica moderna que nace con Descartes).
  Pero con esto no hemos aclarado nada todavía si no hacemos más explícito qué entiende Heidegger por “metafísica”. Y, por este camino, vamos ya en la dirección de la alternativa planteada más arriba entre el hombre y el Ser. Pues “toda determinación de la esencia del hombre que presuponga ya, lo sepa o no, la interpretación del ente sin plantear la cuestión de la verdad del Ser, es metafísica” (28). Se podrá advertir que Heidegger no coincide con Sarte en este punto. Lo que está en juego no es la mera relación entre esencia y existencia sino la diferencia entre ente y Ser (Heidegger nombrará a esta diferencia como diferencia ontológica). Entonces, para que la pregunta de Beaufret por el sentido de la palabra “humanismo” resulte una buena pregunta, es decir, una pregunta que abra la posibilidad de pensar, se la deberá plantear en una interpretación no metafísica del pensar. “La metafísica –afirma Heidegger- se rehúsa al simple hecho esencial según el cual el hombre no se realiza en su esencia sino en tanto es interpelado (angesprochen) por el Ser” (p. 30). Términos muy similares utilizaba Heidegger al comienzo del texto: “el pensar […] se deja interpelar (Anspruch, reclamar) por el Ser para decir la verdad del Ser” (p. 20). Caractericemos con mayor precisión el punto de divergencia. Es propio de la metafísica preguntar al ente por su Ser. Pensar de modo metafísico implica instalarse sobre el plano del ente y elevar la mirada hacia lo más alto o lejano, ajustando las acciones del pensar de acuerdo con las reglas del método que optimizan la observación. Pensar de modo no metafísico implica dejarse interpelar por el Ser, escuchar más que observar, lo que el Ser dice y ofrece al pensar. No hay aquí mucho que hacer y sí mucho que deshacer: dejar de lado los ruidos que dificultan la escucha (prejuicios, preconceptos; en una palabra, los supuestos que organizan la mirada cuando se observa pero impiden la escucha cuando quien habla es el Ser y no nosotros mismos).
  Volvamos a nuestro intento de sintetizar: de un lado, el humanismo sartreano plantea la condición humana como autocentrada; del otro, el “humanismo” heideggeriano plantea la condición excéntrica del hombre. La diferencia entre ambos planteos es fácil de advertir pero difícil de pensar. Pongamos en juego aquí estas dos piezas: el claro (Lichtung) y la ex-sistencia (Ek-sistenz): “mantenerse en la aclaración del Ser es lo que yo llamo la ek-sistencia del hombre” (p. 30). No es que el hombre exista en cuanto su realidad concreta y plena pasa a depender enteramente de sí mismo (a esto nos referíamos unos renglones más arriba como condición humana autocentrada), sino que el hombre existe en cuanto ex-siste, remite más allá de sí mismo al Ser o, dicho de otra manera, encuentra su sí mismo en el Ser (en el claro del Ser). Si hablamos del mundo, no es el hombre su fundamento (el mundo no es humano, como quería Sartre) sino el Ser que en cuanto Ser tampoco es un fundamento sino un claro (despejamiento o aclaración); un verbo y no un sustantivo: “el Ser es Lo que Es” (p. 38) o, un poco más adelante, “el don de sí en lo abierto en medio de este abierto, es el Ser” (p. 42). Este “don” o “donación”, este “darse” –en el texto Heidegger utiliza la expresión en francés “il y a” y la expresión en alemán “es gibt”- evita o intenta evitar la imposibilidad de decir o expresar “el Ser es” sin que se pierda su sentido verbal. Sólo del ente se puede decir que es. En cambio “el ser ‘es’ pero justamente no es ‘el ente’” (p. 42). El claro (Lichtung) es el lugar abierto en medio de la espesura del bosque por donde penetra la luz y hace visible las cosas. El claro es Ser que hace comprensible el ente. En ambos casos, visibilidad y comprensibilidad, se trata de verbos (el claro clarea) y de una potencia o fuerza del verbo que excede su concreción sustantivada. Si el claro es el clarear, el abrir un espacio dentro del bosque para que las cosas se manifiesten, ese abrir está tensionado por la posibilidad del cerrar, mientras que lo abierto, las cosas, no pueden ser más que lo que son, los entes (y no el Ser).
  Articulemos mejor la relación entre estos términos: Ser, lenguaje, pensar. Para hacerlo, el primer paso consiste en liberase de “la interpretación técnica del pensar” (p. 20). De acuerdo con esa interpretación, el pensar se dispone al servicio del hacer (praxis) y del fabricar (poiesis) y se mide o tasa su valor en función de su utilidad o rendimiento. Se trata, según Heidegger, de una batalla perdida: la ciencia ha salido triunfadora. Pero es el pensamiento quien ha perdido la batalla al haber salido de su elemento (Element), que no es otro que el Ser.
  Detengámonos en este punto del camino para observar mejor la situación. Heidegger sostiene que la interpretación técnica del pensar saca al pensamiento fuera de su elemento y le da al término “elemento” el significado de medio adecuado o posibilitante. De allí se sigue una analogía: fuera del elemento del Ser el pensamiento pierde la posibilidad de pensar del mismo modo que, fuera del agua, el pez pierde la posibilidad de vivir. No es el hombre quien puede pensar como si se tratase de una facultad suya, un asunto de su hacer o fabricar, sino el Ser: “el Ser puede el pensar” (p. 23). Tal vez suene esto un poco extraño. Se trata de un desplazamiento bastante brusco que nos saca del lugar en el que estamos instalados: la subjetividad cartesiana, la evidencia del cogito. Ese lugar no es otro que el de la subjetividad moderna instalada en el centro del mundo como su fundamento (traigamos aquí las recurrentes referencias de Heidegger al subjectum) y la transformación del mundo en imagen, es decir su reducción racionalista (la racionalización capitalista). “El hombre –sostiene Heidegger- no es el dueño (Herr) del ente, es el pastor (Hirt) del Ser” (p. 51). Entendemos fácilmente la referencia al ser dueño o señor. Nos resulta un poco más difícil de comprender la referencia al pastor. En cierto modo hay también aquí un juego semántico entre “entender” y “comprender”. Se podría decir que el entender juega en pareja con el señorío (el entendimiento como forma técnica del pensar dirigida a la dominación del ente) y el comprender supone una relación pastoril con las cosas (el comprender como aceptación activa o recepción de aquello que nos interpela: el Ser). Recurriendo a una imagen: a partir de Platón, la filosofía aprendió a pensar como quien mira (intelectualmente) los entes de acuerdo con la luz que se proyecta en las ideas (recordemos que “idea”, eidos, significa aspecto, lo visto). Pensar correctamente equivale a dirigir la mirada hacia el lugar adecuado (las ideas) y saber enfocar la vista. No parece haber mucha distancia entre estas alegorías platónicas y la recurrida alusión al panóptico foucaultiano: en ambos casos se trata de ejercer un dominio y para ello es necesario disponer una vigilancia atenta y permanente. Aquello que es dominado debe estar ante la vista, permanecer. Después de todo, no otra cosa significa lo ente, participio de presente del verbo ser, lo que es o está allí presente y permanece atado a la vigilancia. Pero el Ser no es algo que pueda estar a la vista, algo de lo que el hombre pueda disponer. El Ser habla en el lenguaje y le habla al hombre cuando el hombre escucha y comprende. Escuchar y comprender son actividades que dependen de nosotros. Pero lo escuchado y lo comprendido no es algo que dependa del hombre y su capacidad de ejercer un señorío sino más bien de aquella actitud pastoral: “el pensar cumple la relación del Ser con la esencia del hombre. No constituye ni produce por sí esa relación” (p. 19).
  Volvamos sobre los temas planteados al comienzo: la superación del hombre, la superación de la metafísica. Heidegger es muy crítico de la tradición metafísica de la filosofía. Cuando hace referencia a estas cosas, dirige sus argumentos contra la galería completa de los filósofos ilustres –por parafrasear a Diógenes Laercio-. Desfilan por allí, los sofistas, Platón y Aristóteles (con ellos comienza la interpretación técnica del pensar; o dicho en otros términos, la “lógica”, p. 21); Marx y Sartre (la filosofía queda en ellos anclada en un humanismo subjetivista, p. 27); Descartes y Kant (pese a su carácter “crítico”, la filosofía no logra salir del planteamiento metafísico, es incapaz de pensar como no sea desde el ente, p. 39); Hegel, Marx y Nietzsche (el primero, consuma la metafísica; el segundo y el tercero pretenden invertirla, p. 43). Parménides, en cambio, se ubica sobre otro plano, su pensamiento es más originario: en sus palabras, en su modo de articular el discurso del Ser, “se oculta el misterio (Geheimnis) original para todo pensar”. ¿De qué misterio se trata? No, seguramente de un misterio que pudiera develarse sino del misterio que pone en acción el pensar, que hace pensar al pensar –por decirlo con un torpe juego de palabras-. “Quizá el ‘es’ no puede decirse en rigor más que del Ser, de suerte que todo ente no ‘es’, no puede jamás propiamente ‘ser’” (p. 42).
  En el parágrafo anterior hacíamos alusión el tema de la superación –del hombre y de la metafísica-. Preguntémonos ahora ¿qué significa “superación”? Heidegger descarta de plano la idea de “progreso”: “cuando está atenta a su esencia, la filosofía no progresa. Marca el paso sobre un mismo lugar (Stelle) para pensar constantemente lo Mismo (das Selbe)” (pp. 42-43). Ese lugar, localiza el lugar donde se da (es gibt) el Ser –por seguir con los juegos de palabras o por seguir a las palabras en sus juegos-. Ese darse del Ser “reina como destino (Geschick) del Ser” y ese destino no es otra cosa que el destinarse o darse del Ser en el tiempo o, para decirlo con mayor corrección, como tiempo: “de allí que el pensar que piensa con miras a la verdad del Ser sea, en tanto pensar, histórico (geschichtlich)” (p. 43).
  Ahora bien, volvamos al “misterio” y a la “superación”: “el Ser accede a su destino, en tanto Él, el Ser, se da. Lo que significa, pensado desde el punto de vista de ese destino: se da y se rehusa (versagt) a la vez” (p. 43). Para que todo esto tenga sentido, recordemos que este darse y rehusarse no es otra cosa que el movimiento de la verdad tal y como Heidegger la entiende al recuperar o volver al sentido originario de la aletheia (verdad) pensado al modo griego. A-lethe, sacar de lo oculto, desocultar, mostrar, manifestar, son todos ellos movimientos de doble faz: toda vez que algo se muestra, algo se oculta detrás de eso que se muestra. Sucede aquí algo similar a lo que sucede con los trucos del mago: mientras nos muestran algo, otra cosa sucede. La verdad no está en el “detrás de escena”, como si por debajo o por fuera del escenario del mundo (podría ser éste el mundo cavernario de Platón) hubiese otro mundo “verdadero”, sino en el movimiento de doble faz de la mostración ocultante. La verdad de la magia no está en exhibir el truco que hace desaparecer la magia sino en hacer aparecer lo que no está a la vista mientras vemos lo que está a la vista. Tal vez sea ésta también la magia del lenguaje, algo de su raíz mítica o mitificante que perdura en el logos y se pierde en la ratio. Para decirlo en palabras de Heidegger: “el pensar no supera a la metafísica sobrepasándola, es decir, subiendo más alto todavía para realizarla no se sabe dónde, sino volviendo a descender en sus profundidades hasta la cercanía de los más cercano […] El descenso (Abstieg) conduce a la pobreza de la ek-sistencia del homo humanus” (p. 62).
  Pero ¿a dónde nos conduce Heidegger? Ya sabemos, porque él nos lo dice, que se trata de algo menos: una pobreza, un descenso. Sin embargo, no deberíamos entender estos términos como meras oposiciones de estos otros: riqueza, ascenso. Oponerse a algo no implica superarlo. Y esto por dos motivos. Uno, es el que viene directamente de la tradición metafísica que fue puliendo el lenguaje de la filosofía alrededor de esos términos: la ousia aristotélica es la riqueza del ente (ousia significa riqueza en griego y con esa palabra Aristóteles nombra la entidad del ente; es decir, aquello que es propiamente real. Heidegger se refiere en el texto a la traducción “deformadora” de ousia por substancia, p. 37); el ascenso, por su parte, es el camino que Platón nos recomienda seguir para pensar las realidades más elevadas. De modo que, descenso y pobreza, como movimientos del pensar, parecerían querer marchar todavía por un camino platónico y aristotélico, sólo que en la dirección opuesta. El otro motivo, está ligado a la sugerencia de Heidegger según la cual pensar por oposiciones es propio de la metafísica: si no es lo puesto es lo opuesto; si no es el ente, es la nada. Detengámonos un momento aquí: “se cree que aquello que no es positivo es negativo […] Aquello que no permanece fijado a lo positivo conocido y querido, se lo arroja en la fosa ya abierta de la negación pura. Aquella que niega todo, para terminar en la nada y realizar así el nihilismo” (pp. 56-57). Esta manera de pensar es la de la metafísica: pone el ente al pensarlo y no admite alternativas puesto que lo otro (alter) del ente es la nada. Sin embargo, la nada no es la mera nada sino lo que no siendo el ente es (el Ser). No se trata entonces de proponer una dirección opuesta en el camino del pensar sino de pensar de otra manera o desde otro lugar. No desde el ente sino desde el Ser. Dicho de modo más directo, no decir y pensar el ente es sino es el ente. En el primer caso, el decir y el pensar se orientan según las cosas del mundo (los entes mundanos: se incluyen aquí los estrictamente mundanos y también los trasmundanos, es decir, los que usualmente nombramos como “metafísicos”). En el segundo, el decir y el pensar se orientan a partir de la verdad o manifestación del Ser, el claro (la apertura del mundo como mundo, es decir, como horizonte de sentido). No se trata, repetimos, de proponer una dirección opuesta en el camino del pensar sino de pensar por otro camino. Y esto, porque el simple cambio de dirección nos deja siempre en el mismo camino, el camino de la “lógica”, en el sentido que Heidegger la da, sólo que en la dirección opuesta: una dirección lleva al ente (a lo positivo), la opuesta al no ente, a su negación, a la nada. Pensar por otro camino implica hacerle lugar a esa nada, experimentarla, y dejar que el camino del pensar se oriente por el Ser. El Ser, por su parte, puede orientar el pensar en la medida en que tiene a la Nada como una de sus posibilidades: “el Ser anonada (nichtet) en cuanto es el Ser […] Lo que anonada (Nichtende) en el Ser es la esencia de aquello que yo llamo la nada (Nichts). Por eso el pensar, por el hecho de pensar el Ser, piensa la nada (Nichts)” (pp. 70-71). Nuevamente aquí la discusión es con Sartre, aunque, en este caso, Heidegger no explicita esa referencia. Sartre había sostenido en 1943 que “el hombre es el ser por el cual la nada adviene al mundo” (El ser y la nada, Buenos Aires, Losada, 1966, p. 66). 
 

Matilde Vindel "EL SER" (2015) Acrílico y texturizador 92,23 x 57 cm.
Una vez más, volvemos al mismo lugar, a la relación entre Ser, pensar y lenguaje.  “En el pensar, el Ser accede al lenguaje” (p. 19), es la fórmula apretada que Heidegger había utilizado al comienzo de su escrito. Ahora, casi sobre el final, y haciendo una referencia crítica a Ser y Tiempo: “el pensar que se esfuerza en orientarse hacia la verdad del Ser no hace acceder al lenguaje, en la indigencia de sus primeras adquisiciones, sino una parte ínfima de esta dimensión muy distinta” y remata la descripción de esta dificultad con una referencia de carácter general respecto de la relación entre lenguaje y pensamiento en la que vemos cerrarse la experiencia de la verdad del Ser por el peso que tienen los modos habituales de orientar el pensamiento en función del ente. Los términos de uso corriente dentro del repertorio más o menos establecido y estandarizado de la filosofía y “la lengua conceptual que les corresponde no serían repensados por los lectores en función de la realidad que está por pensarse antes que nada, sino que esta realidad misma se encontraría representada a partir de esos vocablos mantenidos en su significación habitual” (p. 67). La lengua conceptual cierra el paso del pensar porque los conceptos condensan pensamientos ya pensados: cada palabra, cada concepto, remite a un significado y lo exhibe o muestra, pero oculta el sentido, el Ser, que es aquello que debería ser dicho y pensado. Recomencemos. “El hombre –afirmaba Nietzsche- es algo que debe ser superado”; “el hombre es una cuerda tendida entre el animal y el superhombre – una cuerda sobre un abismo”. ¿De qué abismo se trata? Pensado al modo heideggeriano podríamos arriesgar la siguiente respuesta: el abismo es la ausencia de morada. Si “el pensar trabaja en construir la morada (Haus) del Ser”, podríamos interpretar el inquietante desafío nietzscheano como si se tratase de la descripción de un tránsito que lleva de eso que llamamos hombre según el lenguaje del ente que nombra las cosas hacia otro lugar donde ya no se trata del hombre y su lenguaje sino del Ser. Pero para llegar a ese lugar, hay que atravesar el abismo de la Nada. ¿De qué estamos hablando?
  Llegados hasta aquí, nos encontramos en la parte más enigmática y sugerente del texto de Heidegger: “jamás sin embargo el pensar crea la morada del Ser. Él conduce la ek-sistencia histórica, es decir, la humanitas del homo humanus, al dominio donde despunta el alba de lo indemne (Heilen)”. Y remata la frase a renglón seguido: “al mismo tiempo que lo indemne, en la aclaración (Lichtung) del Ser, aparece lo maléfico (Böse)” (p. 69). Parecería que Heidegger nos va llevando por un camino -extraña o inadecuadamente- “religioso”. “Lo indemne” y “lo maléfico” parecen términos fuera de lugar en un camino que quiere ser un camino del pensar. Tratemos de acercarnos un poco mejor. Heile, significa también en castellano “lo que salva”, “lo que cura”. Böse, “malvado”, “maléfico”, “el mal”. Ambas posibilidades, la salvación y la perdición, pertenecen al Ser: “uno y otro, lo indemne y lo malévolo no pueden con todo aparecer en el Ser sino en tanto el Ser mismo es el lugar del combate (Strittige). En él se esconde la procedencia esencial del anonadar (Nichtens)” (p. 69). Y, más adelante, “sólo el Ser acuerda a lo indemne [a lo salvo] su despuntar en la serenidad (Huld, benevolencia, gracia) y al furor (Grimm) su carrera afiebrada hacia la ruina [Unheil, desventura, el mal]” (p. 71). No es el hombre quien dona o niega sentido a las cosas sino el Ser. Pero el Ser no está más allá del lenguaje en el que se dicen las cosas. De la misma manera, no es el pensamiento el que crea el lenguaje según su caprichosa voluntad, sino que el pensar permite que el Ser acceda al lenguaje para que el lenguaje sea “el lenguaje del Ser como las nubes son las nubes del cielo” (p. 75). Si el hombre al pensar dice el Ser y no los entes, entonces habrá llegado a casa en la proximidad de las cosas, estará a salvo. Si sucede, en cambio, que al pensar dice los entes dejando el Ser en el olvido o en lo oculto, entonces el hombre tendrá un lugar entre las cosas, pero las cosas no tendrán sentido. Y la pérdida del sentido, la retracción del Ser, es la experiencia misma de la desventura. 
  “El pensar por venir no será ya filosofía”, sostiene de modo sentencioso Heidegger sobre el final (p. 74), porque pensar en el modo en que la filosofía lo ha venido haciendo implica esquivar el peligro que pone al pensar en movimiento: el peligro del fracaso, “el peligro de romperse (zerbrechen) alguna vez en la dureza de su asunto [la verdad del ser]” (p. 52, traducción parcialmente modificada). La filosofía parece haberse blindado respecto de ese peligro ejercitando sus músculos conceptuales con notable eficacia. Sin embargo “el ‘filosofar’ acerca del fracaso (das «Philosophieren» über das Scheitern) está separado por un abismo (Kluft) de un pensar que en sí mismo fracasa (einem scheiternden Denken). Si un pensar así pudiera ser dado al hombre, no habría en ello ninguna desgracia, pero a este hombre se le habría hecho el único don que pueda venir del Ser al pensar” (p. 52). ¿Cómo interpretar ese enigmático fracaso que nos pone paradójicamente,  en el camino correcto? Dejémonos guiar por Safranski: el pensamiento que ha tomado el rumbo de la filosofía se muestra exitoso cuando logra poner su asunto a distancia, de modo que un pensamiento que busca el contacto y la cercanía es aquel que se rompe cuando entra en contacto con su asunto, (cfr. SAFRANSKI, R, Un maestro de Alemania: Martín Heidegger y su tiempo, Buenos Aires, Tusquets, 2010, p. 423). Cercanía, proximidad. Se trata del contacto con las cosas y no del uso o manipulación. “El pensar, con su decir, abrirá en el lenguaje humildes surcos, surcos menos visibles todavía que aquellos que el campesino traza con paso lento a través de la campiña” (p. 75).