martes, 23 de noviembre de 2010

La crítica de Hume a la metafísica: la melancolía pensativa.

La crítica de Hume a la metafísica: la melancolía pensativa. Por Carlos A. Casali

  En 1748 David Hume (1711-1776) publicaba la primera versión de su Investigación sobre el conocimiento humano (An Enquiry Concerning Human Understanding; utilizamos aquí la edición castellana de Jaime de Salas Ortueta publicada por Alianza en Madrid en 1981). Lo que el escosés se propuso investigar en esta obra coincide con lo que Spinoza se había propuesto investigar en su Tratado de la reforma del entendimiento, aunque con una diferencia decisiva en cuanto a los presupuestos y a los resultados de esa investigación y, también, a su desarrollo mismo. Como sabemos, el entendimiento (intellectus) de Spinoza se despliega dentro del ámbito de la razón formal (su método es el de la geometría), en cambio, el entendimiento (Understanding) de Hume intenta avanzar sobre el territorio de los hechos (matters of facts) (y su método es el de las ciencias naturales: la experimentación). Mientras que en Spinoza culmina el desarrollo filosófico del racionalismo iniciado por Descartes, en Hume culmina el desarrollo del empirismo que caracteriza esa corriente de pensamiento que había comenzado con Francis Bacon (1651-1622) para continuar luego con John Locke (1632-1704) y George Berkeley (1685-1753). Se tratará, por un lado, de la filosofía continental y, por el otro, de la filosofía insular y de sus respectivas tradiciones intelectuales.
  Todos estos son datos que van conformando el perfil de los personajes y las características de las corrientes y tradiciones de pensamiento y la diversidad de las escuelas que las conforman y tienen utilidad en la medida en que permiten hacer comparaciones y ordenar la diversidad de las filosofías dentro de algunos cuadros generales. Pero, también por esto mismo, el recurso resulta limitado en su alcance: sólo permite ver aquello que el cuadro general (racionalismo y empirismo, en este caso) permite ver. Entonces, tomaremos aquí otro punto de vista que nos permita tener una mirada más amplia.
  En la sección primera de su Investigación, Hume sostiene que

“la filosofía moral, o ciencia de la naturaleza humana, puede tratarse de dos maneras […] La primera considera al hombre primordialmente como nacido para la acción y como influido en sus actos por el gusto y el sentimiento […] La otra clase de filósofos consideran al hombre como un ser racional más que activo, e intentan formar su entendimiento más que cultivar su conducta” (pp. 19-20).

Mientras que la filosofía que considera al hombre como nacido para la acción construye sus argumentos de modo “fácil y asequible” y goza de “la preferencia de la mayor parte de la humanidad”, la filosofía que considera al hombre como un ser racional más que activo construye sus argumentos de modo “abstruso” y “al exigir un talante inadecuado para el negocio y la acción (business and action), se desvanece cuando el filósofo abandona la oscuridad y sale a la luz del día”; allí, a la luz del día, es decir, en el trajín de la vida cotidiana agitada por las pasiones, sus principios racionales carecen de influjo sobre la conducta y “el filósofo profundo” queda reducido a “un mero plebeyo” (pp. 20-21). No es difícil advertir aquí una irónica utilización de la alegoría de la caverna platónica: en el mundo burgués de Hume la vida social gira en torno de la producción e intercambio de mercancías (el negocio, es decir, la negación del ocio) mientras que en el mundo aristocrático de Platón la vida social giraba en torno de discusión política (lo que supone el ocio, como disponibilidad del hombre que no trabaja, como condición de posibilidad para el cultivo de la filosofía). En el mundo burgués, el rey-filósofo de Platón no es más que un plebeyo.
  Sin embargo, estas dos determinaciones antropológicas resultan unilaterales y Hume encuentra que el hombre es ambas cosas: un ser racional (reasonable being) y un ser activo (active being) (y, también, un ser sociable); de modo que “la naturaleza ha establecido una vida mixta como la más adecuada a la especie humana”. Ahora bien, mantener el equilibrio entre ambas disposiciones exige estar en guardia contra los excesos de la razón. Entonces, la naturaleza recomienda a los hombres que su ciencia sea humana “y que tenga una referencia directa a la acción y a la sociedad” y prohíbe “el pensamiento abstracto y las investigaciones profundas” y castiga (punish) el incumplimiento de esa prohibición con “la melancolía pensativa (pensive melancholy) que provocan” y con “la interminable incertidumbre en que le envuelve a uno” y con “la fría recepción con que se acogerán tus pretendidos descubrimientos cuando los comuniques” (pp. 22-23).
  Seguiremos luego a Hume en el desarrollo de esta filosofía humana –es decir, equilibrada entre las determinaciones racionales, activas y sociales que constituyen su naturaleza- y que tomará la forma de la reivindicación de una metafísica auténtica en contra de la metafísica falsa y adulterada. Detengámonos ahora un momento para insistir sobre este aspecto afectivo de la melancolía pensativa que, según afirma Hume con cierta ironía, arrebata al pensador profundo como una suerte de castigo por haber transgredido los límites que la naturaleza impone al entendimiento humano. En el mundo griego, organizado en torno del equilibrio, la proporción y la armonía, esa transgresión recibía el nombre de hybris: se trata de la falta de medida o desmesura que tiene origen en el hecho de transgredir los límites que el destino (moira) asigna al hombre. Podemos preguntarnos aquí quiénes son esos pensadores que transgreden los límites del entendimiento humano para abismarse en una búsqueda sin fondo. Y podemos ensayar como respuesta que tal vez sea Spinoza el principal destinatario de la crítica de Hume. Cuando Spinoza se propone en el Tratado de la reforma del entendimiento abandonar el plano de “la vida ordinaria” (in comuni vita), porque “la experiencia” le enseña que todo es allí “vano y fútil” (vana et futilia), para iniciar un nuevo camino de investigación que lo lleve hacia la posesión de “un bien verdadero y capaz de comunicarse” que lo hiciera “gozar eternamente de una alegría (laetitia) continua y suprema”, lo hace o intenta hacerlo a través del entendimiento reformado (§ 1). Esto es, de un entendimiento curado (medendi) y purificado (expurgandi) “para que consiga entender las cosas sin error y lo mejor posible” (§ 16) y pueda de este modo entender la idea verdadera que está en el origen de todas las ideas que se van siguiendo a partir de ella según un orden necesario, del mismo modo en que los diversos efectos se siguen de esa causa originaria. Y como el fin perseguido es adquirir esa “naturaleza humana mucho más firme que la suya” a la que llama “sumo bien”, adquisición en la que consiste la felicidad (felicitate), será necesario disponer de los medios adecuados; esto es, “entender (intelliegere) la Naturaleza, en tanto en cuanto sea suficiente para conseguir aquella naturaleza (humana)” (§ 14). En la culminación de esta metafísica racionalista que presenta Spinoza aparece un ideal de sabiduría que pone a la razón en el punto límite en el que sus bordes coinciden con los de la mística: el amor intelectual a Dios (amor Dei intellectualis). Podemos suponer que así como Hume ironiza sobre el carácter plebeyo del rey-filósofo platónico puesto en un mundo no aristocrático sino burgués, ironiza también contra el ideal de beatitud del sabio spinozista que busca bienes durables transmundanos sin comprender que el entendimiento humano no puede transgredir su límite burgués (es decir, mundano). “Sé filósofo –le hacía decir Hume a la naturaleza-, pero en medio de toda tu filosofía continúa siendo un hombre” (p. 23). Si para Hume el filósofo no debe olvidar que es ante todo hombre, en Spinoza el hombre se realiza como filósofo para desaparecer como hombre. Spinoza sostiene que, en esta realización, el hombre encuentra la beatitud; Hume cree que pega un salto al vacío y es castigado por ello con la melancolía pensativa.
  Sin embargo, aunque la diferencia entre la filosofía fácil y sencilla y la filosofía abstracta y profunda es notoria y las preferencias de “la mayoría de la humanidad” no sólo se dirigen hacia la primera sino que lanzan contra la segunda su “desprecio y censura”, Hume cree conveniente rehabilitar algo de ese “razonamiento profundo” al que “vulgarmente se llama metafísica”. Los argumentos de Hume a favor de esta metafísica no adulterada son los siguientes: en primer lugar, que la “filosofía rigurosa y abstracta” es útil para la “filosofía fácil y humana” en cuanto le permite a ésta “alcanzar un grado suficiente de exactitud en sus sentimientos, preceptos o razonamientos” (p. 23); en segundo lugar, esa filosofía rigurosa y abstracta viene a dar satisfacción a una natural curiosidad humana y “el más dulce e inofensivo camino de la vida conduce a través de las avenidas de la ciencia y del saber” (p. 25). Ahora bien, esa posibilidad de la metafísica resulta falseada y adulterada (false and adulterate) toda vez que en ella el entendimiento transgrede su límite y deja de ser ciencia; en este caso, el impulso metafísico brota o de “los esfuerzos estériles de la vanidad humana, que quiere penetrar en temas que son totalmente inaccesibles para el entendimiento” o de “la astucia de las supersticiones populares” (p. 25). Pero entonces, la posibilidad misma de una metafísica verdadera (true metaphysics) consiste en “liberar inmediatamente el saber (learning) de estas abstrusas cuestiones” mediante una investigación del entendimiento humano que permita determinar “sus poderes y capacidad (powers and capacity)” (p. 26).
  Esta investigación no es fácil de realizar porque “las operaciones de la mente” (the operations of the mind) pierden su claridad cuando se las convierte “en objeto de reflexión” (object of reflexion) y resulta entonces que “el ojo no puede encontrar con facilidad las líneas y límites que las separan y distinguen”. Estas operaciones de la mente, en cuanto son objeto de reflexión, se vuelven sumamente inestables y no permanecen “largamente bajo el mismo aspecto y en la misma situación” y sólo pueden ser aprehendidas (apprehended) de modo instantáneo “mediante una penetración superior, derivada de la naturaleza y perfeccionada por el hábito y la reflexión” (p. 27). Del mismo modo que la filosofía de Newton encontró “las leyes y fuerzas” que gobiernan y dirigen el movimiento de los planetas, Hume se propone encontrar en la mente humana las leyes y principios generales que gobiernan sus operaciones (pp. 29-31).
  Y lo que Hume encuentra como resultado de su investigación es algo que ya encuentra en su punto de partida: que “hay una diferencia notable entre las percepciones de la mente” (perceptions of the mind) y que esa diferencia se puede observar y determinar en términos de “fuerza o vivacidad” (force and vivacity). De este modo, “podemos dividir todas las percepciones de la mente en dos clases o especies, que se distinguen por sus distintos grados de fuerza o vivacidad”. Comenzando la investigación sobre el entendimiento humano a partir del análisis de las operaciones de la mente, Hume encuentra que los elementos o componentes de esas operaciones, esto es, las percepciones, difieren entre sí según su modo de estar presentes en la mente; de modo que, las percepciones serían algo así como estados de la mente, modos de estar o de ser de la mente. La investigación de la mente encuentra entonces en las percepciones dos grandes grupos: por un lado, “las menos fuertes e intensas” (forcible and lively) que reciben el nombre de “pensamientos o ideas” (Thoughts or Ideas); por el otro, una especie que no tiene nombre preciso y que Hume propone llamar impresiones (Impressions) y designan “nuestra percepciones más intensas”. Ahora bien, si Hume puede establecer la diferencia entre las percepciones en términos de fuerza y vivacidad es porque su punto de partida es el supuesto empirista según el cual la mente es una página en blanco que se va llenando de contenidos a través de la experiencia sensible. La experiencia originaria deja una impresión en la mente como “cuando un hombre siente el dolor que produce el calor excesivo”, mientras que la experiencia derivada se limita a evocar “en la mente esta sensación o la anticipa en su imaginación”; de modo que estas facultades de evocar o anticipar “podrán imitar o copiar las impresiones de los sentidos, pero nunca alcanzar la fuerza o vivacidad de la experiencia inicial (original sentiment)” (secc. 2, pp. 32-33).
  En síntesis, Hume distingue en la mente dos estados o percepciones: el estado presente que se corresponde con la sensación y se manifiesta por la presencia misma (la fuerza y vivacidad) y dos formas derivadas de la presencia que se corresponden con el pasado y el futuro (la presencia del pasado como recuerdo o evocación y la presencia del futuro como anticipación o fantasía) en las que la presencia está ausente (es decir, no tiene fuerza y vivacidad).
  Ahora bien, podemos preguntarnos con qué objetivo hace Hume esta distinción o a qué finalidad más amplia responde o de qué modo se vincula este análisis de las operaciones de la mente humana con aquella recomendación de la naturaleza personificada que advertía al filósofo sobre los riesgos del “pensamiento abstracto y las investigaciones profundas”. Recordemos que “la melancolía pensativa” acecha las desmesuras del pensamiento. Vemos ahora que esas desmesuras son posibles porque el pensamiento puesto ante sí mismo cuando reflexiona (es decir cuando se flexiona sobre sí) parece carecer de todo límite hasta el punto en que “ni siquiera está encerrado dentro de los límites de la naturaleza y de la realidad (nature and reality)”. Mientras que “el cuerpo está confinado a un planeta a lo largo del cual se arrastra con dolor y dificultad, el pensamiento, en un instante, puede transportarnos a las regiones más distantes del universo” (pp. 33-34); y estas desmesuras sólo encuentran un límite en el principio de no contradicción (p. 34). Según parece, la crítica de Hume al racionalismo impacta aquí contra el centro mismo de la metafísica cartesiana: el cogito. Vuelto sobre sí mismo en la duda reflexiva Descartes encuentra un fundamento metafísico (dudando de que dudo o, lo que viene a ser lo mismo para Descartes, pensando que pienso, soy o existo) a partir del cual cree poder reconstruir el orden mismo del mundo mediante la mera fuerza de la razón.
  Sin embargo, la investigación de Hume pone de manifiesto que estamos aquí ante una engañosa apariencia puesto que “este poder creativo de la mente no viene a ser más que la facultad de mezclar, trasponer, aumentar, o disminuir los materiales suministrados por los sentidos y la experiencia (senses and experience)” (p. 34). Entonces, en la medida en que Hume sostiene que “todas nuestras ideas, o percepciones más endebles, son copias (copies) de nuestras impresiones o percepciones más intensas”, la naturaleza de la idea no es originaria sino derivada (copia). Y esto tiene alcance general para todas nuestras ideas, incluyendo la idea de Dios que, según hemos visto con Descartes y también con Spinoza, era una idea innata, es decir, originaria. De modo contrario Hume sostiene que en la medida en que toda idea toma su origen de “un sentimiento o estado de ánimo precedente” (precedent feeling or sentiment), también la idea de Dios “surge al reflexionar sobre las operaciones de nuestra mente y al aumentar indefinidamente (without limit) aquellas cualidades de bondad y sabiduría” que allí encontramos (p. 35).
  Adviértase que la tesis empirista es formulada por Hume de modo rotundo y consecuente con el empirismo (cuyas afirmaciones son singulares y contingentes): a diferencia de la tesis racionalista que no admite excepciones (puesto que allí se trabaja con el material universal y necesario de la racionalidad formal), Hume confirma su afirmación sobre la base del consenso empírico puesto que “no es totalmente imposible que las ideas surjan independientemente de sus impresiones correspondientes” y pueden darse situaciones que prueben (empíricamente) que “las ideas simples no siempre se derivan de impresiones correspondientes”; aunque se tratará de situaciones tan excepcionales que “no merece que, solamente por su causa, alteremos nuestro principio” (pp. 36-37). Entonces, la fuerza de la argumentación empirista no proviene de las rotundas abstracciones de la razón sino de la utilidad práctica de los argumentos y del consenso, de modo que si se acepta que “la única manera en que una idea puede tener acceso a la mente [es] por la experiencia inmediata y la sensación (the actual feeling and sensation)” (p. 36) se podría “desterrar toda esa jerga que, durante tanto tiempo, se ha apoderado de los razonamientos metafísicos y los ha desprestigiado” (p. 37).
  La metafísica no adulterada que Hume propone deja fuera de juego la jerga racionalista de las causas y la necesidad en el ordenamiento de los hechos del mundo y afirma que “aunque no hubiera azar en este mundo, nuestra ignorancia de la causa real de un suceso tendría la misma influencia sobre el entendimiento y engendraría un tipo de creencia u opinión similar” (secc. 6, p. 80). Se trata de una metafísica empirista o de los desafíos que plantea la relación entre ambas cosas: por un lado, la búsqueda metafísica de los primeros principios y causas de las cosas físicas que son aquellas de las que podemos tener experiencia; por el otro, de la remisión de esos principios y causas metafísicos al plano físico de la experiencia humana comprobable. Como podrá advertirse, la conciliación entre ambos términos no es fácil de realizar y tal vez sea Kant quien lo logre.





martes, 26 de octubre de 2010

Dios y la filosofía: Spinoza

Dios y la filosofía: Spinoza. Por Carlos A. Casali

  En el Tratado de la reforma del entendimiento, Spinoza (1632-1677) se propone seguir el mismo camino recorrido por Descartes aunque, en una dirección diferente. Mientras que Descartes iba por el camino de la duda hacia el cogito para luego salir de allí hacia un Dios que garantiza la comprensión racional del mundo que tiene al sujeto pensante por fundamento, Spinoza irá por el camino de la certeza hacia la idea verdadera de Dios para luego sacar de allí deductivamente el orden de la naturaleza que se sigue de un Dios identificado con la naturaleza misma (Deus sive natura). Mientras que Descartes postulaba la existencia de tres tipos de realidades substanciales, la extensa, la pensante finita y la pensante infinita (res extensa, res congitans finita y res cogitans infinita), que constituyen el núcleo inteligible de las cosas corpóreas, de nosotros mismos y de Dios, respectivamente, Spinoza postula la existencia de una única realidad substancial que es principio generador de sí misma y de todas las cosas que son a partir de ella y, también, de su inteligibilidad. Esa única substancia que es Dios como causa de sí se expresa o manifiesta a través de infinitos atributos que constituyen “aquello que el entendimiento percibe de una substancia como constitutivo de la esencia de la misma” (Ética demostrada según el orden geométrico, def. IV), atributos de los que el hombre conoce sólo dos, el pensamiento y la extensión; a su vez, las ideas y las cosas materiales son modos o modificaciones de la substancia según su atributo correspondiente, el pensamiento o la extensión (“Por modo entiendo las afecciones de una substancia, o sea, aquello que es en otra cosa, por medio de la cual es también concebido”, Ética, def. V). Como causa de sí Dios es principio generador (naturaleza naturante) de todas las cosas que son efecto (naturaleza naturada) de esa causa.
  Ahora bien, si lo anterior caracteriza la estructura del sistema metafísico de Spinoza tal y como es presentado en la Ética, en el Tratado de la reforma del entendimiento Spinoza irá recorriendo el camino que lo lleva hasta allí. En lo que sigue, utilizamos la versión castellana de Atiliano Domínguez publicada en Madrid por Alianza en 1988 para acompañar a Spinoza en ese recorrido.
  Lo primero que llama nuestra atención es que el objetivo planteado por Spinoza es vincular el entendimiento (intellectus) con la felicidad (felicitas). En esto hay ya una clara divergencia con Descartes. Mientras que este último comenzaba sus Meditaciones con que “he advertido hace ya algún tiempo que, desde mi más temprana edad, había admitido como verdaderas muchas opiniones falsas, y que lo edificado después sobre cimientos tan poco sólidos tenía que ser por fuerza muy dudoso e incierto” (meditación primera, trad. Vidal Peña, p. 17), Spinoza comienza su tratado planteando que

“Después que la experiencia me había enseñado que todas las cosas que suceden con frecuencia en la vida ordinaria, son vanas y fútiles, como veía que todas aquellas que eran para mí causa y objeto de temor, no contenían en sí mismas ni bien ni mal alguno a no ser en cuanto que mi ánimo era afectado (animus movebatur) por ellas, me decidí, finalmente, a investigar si existía algo que fuera un bien verdadero y capaz de comunicarse, y de tal naturaleza que, por sí solo, rechazados todos los demás, afectara al ánimo (animus afficeretur); más aún, si existiría algo que, hallado y poseído, me hiciera gozar eternamente de una alegría (laetitia) continua y suprema” (§ 1).

Descartes comienza su meditación sobre el plano de la conciencia y sus objetos para plantear allí un interrogante sobre la verdad o falsedad de la presencia de esos objetos en la conciencia. Spinoza, en cambio, comienza su meditación sobre el plano de las afecciones, planteando un interrogante respecto de la naturaleza de los objetos que nos afectan y de nuestra capacidad de ser afectados. En este sentido, mientras que la meditación cartesiana busca en el pensamiento un fondo último que ponga un final al deslizamiento de los objetos, la meditación de Spinoza busca reformar el entendimiento de modo que el bien verdadero pueda afectarnos.
  Así, la reforma del entendimiento implica un primer paso que consiste en el abandono de los bienes aparentes e inconstantes (riquezas, honores y placeres), pero ciertos, por un bien verdadero y constante, pero incierto, (“a primera vista, parecía imprudente querer dejar una cosa cierta por otra todavía incierta”, § 2). Dicho en otros términos, el camino que conduce a la reforma del entendimiento comienza en el punto en el que se decide a abandonar el ámbito de esas certidumbres (aparentes) para reorientarse en la dirección de lo aparentemente incierto (el bien verdadero). Spinoza advierte que la posibilidad de “alcanzar esa nueva meta o, al menos, su certeza, aunque no cambiara mi forma y estilo habitual de vida” resulta inviable puesto que los bienes aparentes (riquezas, honores y placeres) “tanto distraen […] la mente humana, que le resulta totalmente imposible pensar en ningún otro bien” (§ 3). Se trata aquí del alcance limitado del poder de la mente racional sobre el mundo de los afectos y las fuerzas que los producen y combinan.
  Ahora bien ¿en qué consisten esta certidumbre (de los bienes aparentes) y esta incertidumbre (del bien verdadero)? Comencemos por este último. Spinoza distingue entre aquello que es cierto o incierto por su naturaleza de aquello que es cierto o incierto respecto de nosotros. Así, el bien verdadero nos resulta incierto en cuanto a “su consecución” pero cierto “por su naturaleza” puesto que se trata de “un bien estable”; y lo contrario sucede con los bienes aparentes que parecen ciertos en cuanto a su consecución pero son claramente inciertos “por su propia naturaleza” (§ 6). Spinoza (que se apoya aquí en el argumento aristotélico expuesto en la Ética a Nicómaco) sostiene que la incertidumbre por naturaleza del placer (libido) consiste en que “tras ese goce viene una gran tristeza (tristitia) que, aunque no impide pensar, perturba, sin embargo, y embota la mente” (§ 4); y, en cuanto produce tristeza (tristitia), el placer (libido) se opone a la alegría (laetitia) que es el afecto que caracteriza la posesión del bien verdadero. Más difícil es advertir la incertidumbre por naturaleza que se oculta detrás de los otros dos bienes aparentes ya que “en los honores y en la riqueza no existe, como en el placer (libidine), el arrepentimiento (poenitentia), sino que cuanto más se posee de cada uno de ellos, más aumenta la alegría (laetitia)” y sólo aparece la tristeza cuando vemos frustrado nuestro propósito de alcanzar esos bienes (§ 5). En esta encrucijada del camino estaba Spinoza (“me encontraba ante el máximo peligro”) cuando advierte que “con mi asidua meditación llegué a comprender que, si lograra entregarme a la reflexión dejaría males ciertos por un bien cierto” ya que “todas aquellas cosas que persigue el vulgo, no sólo no nos proporcionan ningún remedio para conservar nuestro ser (esse conservandum), sino que incluso lo impiden y con frecuencia causan la muerte de quienes las poseen y siempre causan la de aquellos que son poseídos por ellas” (§ 7). Recordemos que para Spinoza toda cosa existe en cuanto tiende a perseverar en el ser (“Cada cosa se esfuerza, cuanto está a su alcance, por perseverar en su ser”, Ética, parte tercera, prop. VI) y que este esfuerzo se manifiesta en el hombre como afecto de alegría (laetitia) que es la idea del aumento de la perfección o de tristeza (tristitia) que es la idea de disminución de esa perfección (“Por afectos entiendo las afecciones del cuerpo, por las cuales aumenta o disminuye, es favorecida o perjudicada, la potencia de obrar de ese mismo cuerpo, y entiendo, al mismo tiempo, las ideas de esas afecciones”, Ética, parte tercera, def. III). Recordemos también que el bien no es otra cosa que aquello que favorece esa tendencia a perseverar el ser y el mal, de modo contrario, lo que se opone a esa tendencia.
  De lo que se trata, entonces, es de la conservación del propio ser, y sólo un bien cierto por naturaleza pude contribuir a ese propósito y como la incertidumbre respecto del verdadero bien está referida a nuestra capacidad de conseguirlo, de lo que se trata es de reformar el entendimiento como para que el hombre pueda tener certidumbre al respecto.
  La reforma del entendimiento está puesta al servicio de la comprensión del verdadero bien. Entonces, será necesario contar con alguna idea de lo que es el verdadero bien. Puesto que “la debilidad humana no abarca con su pensamiento ese orden [eterno y según leyes fijas de la Naturaleza] y, no obstante, el hombre concibe una naturaleza humana mucho más firme que la suya y ve, además, que nada impide que él la adquiera, se siente incitado a buscar los medios que le conduzcan a esa perfección”; esos medios constituyen lo que Spinoza llama “verdadero bien” y el fin al que esos medios se dirigen es lo que Spinoza llama “el sumo bien” (§ 13). Siendo el fin perseguido adquirir esa “naturaleza humana mucho más firme que la suya” a la que llama “sumo bien”, adquisición en la que consiste la felicidad (felicitate), será necesario disponer de los medios adecuados: “entender (intelliegere) la Naturaleza, en tanto en cuanto sea suficiente para conseguir aquella naturaleza (humana)” (§ 14).
  Puesto, entonces, en esa tarea, Spinoza comienza por examinar “los modos de percibir (modos percipiendi) que he empleado hasta ahora para afirmar o negar algo con certeza” (§ 18) y encuentra cuatro principales: la percepción que se obtiene “de oídas” (como por ejemplo “la fecha de mi nacimiento”, § 20); la que proviene de una “experiencia vaga” (como por ejemplo “sé que he de morir, puesto que esto lo afirmo simplemente porque he visto que otros como yo han muerto”, § 20); la que resulta de una deducción inadecuada (como por ejemplo “una vez que hemos percibido claramente que nosotros sentimos tal cuerpo y no otro cualquiera, de ahí […] concluimos claramente que el alma está unida al cuerpo”, § 21; es decir, la percepción deductiva e indirecta en la que una causa es percibida a través de su efecto) y, por último “la percepción en que una cosa es percibida por su sola esencia o por el conocimiento de su causa próxima” (§ 19; es decir, la percepción intuitiva y directa de aquello que es percibido). Como ejemplo de este cuarto modo Spinoza ofrece, en primer lugar, el siguiente: “por el hecho de que he conocido algo, sé qué es conocer algo” (§ 22). Si estos son los cuatro principales modos de percibir y se trata entonces de elegir el mejor de esos modos, habrá que tener en cuenta que el fin perseguido (adquirir el sumo bien) requiere de la utilización de los medios adecuados pues se trata de “conocer exactamente nuestra naturaleza […] y conocer también, cuanto sea necesario, la naturaleza de las cosas” (§ 25). El modo de percepción que mejor conviene a este medio es el cuarto porque “comprende la esencia adecuada de la cosa” y no contiene “peligro alguno de error” (§ 29). Ahora bien, si el mejor modo de percepción es el cuarto, habrá que ver con qué método ese modo de percibir puede permitirnos conocer “las cosas que hay que conocer” (§ 29).
  El punto de partida del método (o camino) es la idea verdadera que el entendimiento posee como una suerte de “instrumento innato” (§ 32) o de “fuerza natural” (§ 31) cuya realidad Spinoza descompone, siguiendo en esto a Descartes y la escolástica, en dos aspectos, su realidad formal, esto es, la que se sigue del hecho de ser una realidad mental, y su realidad objetiva, esto es, la que se sigue del hecho de representar algo o de ser idea de algo: “la idea verdadera (pues tenemos una idea verdadera) es algo distinto de su objeto” (de lo ideado por ella: ideato). Spinoza ejemplifica esta diferencia con lo siguiente: “una cosa es el círculo y otra la idea del círculo”. Ahora bien, “al ser algo distinto de su objeto ideado (ideato), también será algo inteligible por sí mismo; es decir, la idea en cuanto a su esencia formal (essentiam formalem) puede ser objeto de otra esencia objetiva (essentiam objetivae)” (§ 33).
  Ahora bien ¿qué alcance tiene esta doble afirmación según la cual el método o camino debe partir de la idea verdadera, por un lado, y que tenemos una idea verdadera, por el otro? Dos consecuencias se siguen de allí: la primera es que, a diferencia de Descartes, el método no recorre el camino de la duda, es decir de la incertidumbre, sino el de la verdad, es decir, el de la certidumbre; la segunda es que, a diferencia de Descartes, el método no lleva hacia el cogito subjetivo como fundamento de la verdad sino hacia Dios como principio causal del orden entero de lo real. Aclaremos esto con mayor detalle.
  Respecto de lo primero, sostiene Spinoza que “la certeza no es nada más que la misma esencia objetiva, es decir, que el modo como sentimos la esencia formal es la certeza misma. De donde resulta, además, que para la certeza de la verdad no se requiere ningún otro signo, fuera de la posesión de la idea verdadera” (§ 35). Dicho en otros términos, la certeza no es más que el registro o sentimiento que tiene la mente de su propia realidad (formal) ante la presencia del objeto ideado (realidad objetiva), es decir, ante la presencia de la idea verdadera: “nadie puede saber qué es la máxima certeza, sino aquel que posee la idea adecuada o esencia objetiva de alguna cosa” (§ 35). Respecto de lo segundo sostiene Spinoza que “el método no es más que el conocimiento reflexivo o la idea de la idea. Y como no hay idea de la idea, si no se da primero la idea, no se dará tampoco método sin que se dé primero la idea” (§ 38). Esa idea verdadera dada que el método nos enseña a entender (y a ello apunta el Tratado de la reforma del entendimiento: a permitir que el entendimiento entienda precisamente esta idea verdadera dada) no es otra que la idea de Dios: “el método más perfecto será aquel que muestra, conforme a la norma de la idea dada del ser más perfecto, cómo hay que dirigir la mente” (§ 38). Más adelante, Spinoza lo dice en estos términos: “para que nuestra mente reproduzca perfectamente el modelo de la Naturaleza, debe hacer surgir todas sus ideas a partir de aquella que expresa el origen y la fuente de toda la Naturaleza, a fin de que también ella sea la fuente de las mismas ideas” (§ 42). Sobre este tema, téngase en cuenta que para Spinoza

“la verdad de las ideas es su adecuación y perfección; la falsedad de las ideas es su mutilación y su confusión. Si el orden y conexión de las ideas es el mismo que el orden y conexión de las cosas, es porque no hay separación estricta entre una cosa y la idea perfecta y adecuada de ella, esto es, porque la cosa no se concibe sin su idea perfecta y adecuada y la idea perfecta y adecuada es la cosa misma en tanto conocida perfectamente” (J. FERRATER MORA, Diccionario de Filosofía, artículo ”Spinoza”).

  El método conduce hacia la idea verdadera de Dios que no es otra cosa que la Naturaleza misma según el orden necesario que la constituye y que ella expresa a través de sus atributos y modos. El hombre puede conocer ese orden de modo adecuado según el entendimiento (que percibe la necesidad) o de modo inadecuado según la imaginación (que percibe la contingencia). La cumbre de la sabiduría consiste en el amor intelectual a Dios (amor Dei intellectualis).
  El objetivo de reformar el entendimiento supone, para Spinoza, la doble tarea de superar las incomprensiones que brotan de la imaginación tanto como las resistencias de los escépticos que no admiten que la verdad esté dada:

“si, después de todo, todavía algún escéptico siguiera dudando de la misma verdad primera y de todas las que deduciremos tomándola como norma, o es que él habla contra su propia conciencia o habremos de confesar que existen hombres cuyo ánimo está completamente obcecado, bien sea de nacimiento o bien a causa de prejuicios, es decir, por algún azar externo” (§ 47).

La percepción verdadera se diferencia de las percepciones falsas, ficticias y dudosas. Así, la percepción ficticia se refiere a cosas posibles (posible es aquella cosa “cuya existencia no implica, por su naturaleza, contradicción que exista o que no exista”) pero no a cosas necesarias (necesaria es aquella cosa “cuya naturaleza implica contradicción que no exista”) o imposibles (imposible es “aquella cosa cuya naturaleza implicación contradicción que exista”) (§ 53). De esto se sigue que “una vez que he conocido que existo, no puedo fingir que existo o que no existo; como tampoco puedo fingir que un elefante pasa por el ojo de una aguja” (§ 54). Se podrá advertir aquí una suerte de alteración del cogito cartesiano: mientras que Descartes iba de la duda (fingiendo que nada existe) al cogito (certeza de la existencia), Spinoza parte del de la evidencia del cogito para hacer imposible la ficción. En conclusión “no hay, en modo alguno, que temer que la ficción sea confundida con las ideas verdaderas” (§ 65). Del mismo modo, la percepción falsa tiene similitud con la percepción ficticia sólo que le agrega el asentimiento: es decir que “al presentarse a la mente las representaciones, no se le presentan las causas por las que se puede colegir, como cuando finge, que no provienen de las cosas externas” (§ 66). Ahora bien, “el pensamiento verdadero se distingue del falso, no sólo por una denominación extrínseca, sino, ante todo, por una denominación intrínseca” (§ 69) y agrega “existe en las ideas algo real por lo que las verdaderas se distinguen de las falsas” (§ 70). La idea es verdadera en cuanto presenta adecuadamente a su objeto. Respecto de la percepción dudosa, Spinoza sostiene contra Descartes que “no podemos poner en duda las ideas verdaderas, porque quizá exista algún Dios engañador, que nos engañe incluso en las cosas más ciertas” (§ 79), puesto que la duda “no es más que la suspensión del ánimo ante una afirmación o una negación, que afirmaría o negaría, si no surgiera algo cuyo desconocimiento hace que el conocimiento de esa cosa debe ser imperfecto. De donde se desprende que la duda siempre surge de que se investiga las cosas sin orden” (§ 80). Más adelante, Spinoza lo dice en estos términos: “hemos mostrado que las ideas ficticias, falsas, etc., tienen su origen en la imaginación, es decir, en ciertas sensaciones fortuitas y (por así decirlo) asiladas, que no surgen del mismo poder de la mente, sino de causas externas, según los diversos movimientos que, en sueños o despiertos, recibe el cuerpo” (§ 84).
  El Dios de Spinoza, a diferencia del Dios cartesiano, no se limita a garantizar la comprensión racional del mundo que tiene al sujeto pensante sino que la produce: produce a la vez ese orden racional y la actividad del entendimiento que lo comprende.

martes, 19 de octubre de 2010

Dios y la filosofía: Descartes

Dios y la filosofía: Descartes. Por Carlos A. Casali

  Hemos visto que Dios y la filosofía se relacionan de diversas maneras. San Agustín, Escoto Erígena y Santo Tomás, cada uno a su manera, encuentran en Dios el fundamento de su filosofía: la presencia de una verdad que resiste la errancia escéptica del pensamiento (Agustín); el principio generador de lo real (la fysis o natura de Escoto Erígena); el fundamento infinito (bueno y necesario) de un mundo finito (imperfecto y contingente) (Tomás). Algo distinto sucede con Descartes y esa diferencia marca, precisamente, el cambio de época: el pasaje del mundo medieval (teocéntrico) al mundo moderno (antropocéntrico). Porque la modernidad inaugurada por Descartes o, dicho de otra manera, la modernidad pensada filosóficamente por Descartes en sus claves metafísicas, no encuentra su fundamento (ni su principio generador ni su certeza inconmovible) en Dios sino en el cogito. Recorriendo el camino (método significa camino) de la duda, Descartes llega a un punto en donde el camino se detiene y la duda no puede seguir avanzando: es posible dudar de todo contenido de pensamiento y reducirlo a falsedad, pero no es posible dudar de la duda misma (pues si se duda de la duda, se duda; y si no se duda, también se duda porque es cierto que se duda); es decir, no se puede dudar de la presencia del pensamiento ante sí mismo independientemente de todo contenido representacional. Presente el pensamiento ante sí mismo en el acto instantáneo de estar presente el pensamiento ante sí mismo y mientras dure ese instante (es decir, en el acto de la duda), el pensamiento encuentra el fundamento. Es decir el punto más allá del cual no se puede ir y a partir del cual se puede recorrer un camino (método) de regreso al mundo. Sólo que ese mundo no será ya el mundo de la presencia ingenua o inmediata de lo real en el pensamiento sino el de la presencia crítica de lo real: su representación (“representar” significa, precisamente, volver a presentar: aquello que se presentaba de modo “natural”, ahora es representado de modo “racional”; es decir, racionalizado; la modernidad cartesiana racionaliza la naturaleza, la transforma en objeto producido por el sujeto y esto significa “objeto”: lo puesto ob, es decir frente, al sujeto, que está pues sub, es decir debajo).
  El relato de esta fundación subjetiva del mundo podemos encontrarlo en las Meditaciones metafísicas que Descartes publica en 1641. Fundación subjetiva del mundo significa aquí que el mundo (moderno) encuentra su fundamento (subjectum: lo yecto, arrojado, sub, debajo; y que por estar allí tendido debajo, sostiene a lo demás) en el sujeto (el yo, el ego) que se lo representa, es decir, en el sujeto de la representación. De modo que confluyen aquí, por un lado, la vieja noción aristotélica de la ousía (lo más auténticamente real, su núcleo valioso) entendida como hypokeímenon (palabra griega que podemos traducir en latín como subjectum y viene a significar más o menos lo mismo: lo puesto debajo, hypo) con, por otro lado, la disposición del hombre como agente central y activo de lo real, como protagonista del mundo. Esta confluencia es posible porque, por un lado, el hypokeímneon griego es el sujeto de la predicación, aquello de lo que se dice el ente (que, recordémoslo, “se dice de muchas maneras”) y, entonces, lo fundamenta en cuanto centro referencial, y por otro lado, el sujeto cartesiano que piensa (cogito significa, precisamente, “pienso”) es el representante del mundo según su (es decir, la del sujeto) verdad (es decir, según su realidad pensada): en ambos casos el sujeto es aquello a partir de lo cual se dice el ente (es decir, lo real) y lo determina en su ser.
  Pero, para que todo este edificio conceptual cartesiano se sostenga sobre su fundamento es necesario que el fundamento encontrado por Descartes (el cogito) pueda tener una relación de fundamentación con aquello que fundamenta. Dicho de otra manera, es necesario que el fundamento pueda salir de sí mismo hacia algo otro; es necesario superar el solipsismo (solus ipse, solo si mismo). A esta tarea se dedica Descartes en la meditación tercera que lleva por título De Dios; que existe. Acompañemos a Descartes en este recorrido (citamos por la traducción de Vidal Peña, que editó Alfaguara en Madrid en 1977).
  Primer paso: “sé con certeza que soy una cosa que piensa” (en esto consiste el cogito: aquello de lo que se está cierto porque no se puede dudar de ello). Segundo paso: “sé también lo que se requiere para estar cierto de algo” pues “en ese mi primer conocimiento, no hay nada más que una percepción clara y distinta de lo que conozco, la cual no bastaría a asegurarme de su verdad si fuese posible que una cosa concebida tan clara y distintamente resultase falsa” (y la certeza del cogito es inconmovible; es decir no puede ser falseada, no puede devenir falsedad) “y por ello me parece poder establecer desde ahora, como regla general, que son verdaderas todas las cosas que concebimos muy clara y distintamente” (p. 31). Tercer paso: tomando como criterio de verdad el pensamiento claro y distinto, habrá que diferenciar entre aquello que es auténticamente claro y distinto de aquello que sólo aparenta serlo. Se trata de diferenciar entre aquello que está presente en nuestro pensamiento y aquello que no lo está (pero parece estarlo):

“he admitido antes de ahora, como cosas muy ciertas y manifiestas, muchas que más tarde he reconocido ser dudosas e inciertas. ¿Cuáles eran? La tierra, el cielo, los astros y todas las demás cosas que percibía por medio de los sentidos. Ahora bien: ¿qué es lo que concebía en ellas como claro y distinto? Nada más, en verdad, sino que las ideas o pensamientos de esas cosas se presentaban a mi espíritu. Y aun ahora no niego que esas ideas estén en mí. Pero había, además, otra cosa que yo afirmaba, y que pensaba percibir muy claramente por la costumbre que tenía de creerla, aunque verdaderamente no la percibiera, a saber: que había fuera de mí ciertas cosas de las que procedían esas ideas, y a las que éstas se asemejaban por completo. Y en eso me engañaba; o al menos si es que mi juicio era verdadero, no lo era en virtud de un conocimiento que yo tuviera” (pp. 31-32).

Cuarto paso: una vez reducido el ámbito de lo claro y distinto al pensamiento puro, es decir a la forma del pensamiento y a la relación del pensamiento consigo mismo (y dejando de lado, entonces, la pretensión de extender ese ámbito hacia lo que está fuera del pensamiento, es decir, a las cosas externas al pensamiento) como “cuando consideraba algo muy sencillo y fácil, tocante a la aritmética y la geometría, como, por ejemplo, que dos más tres son cinco o cosas semejantes” Descartes podrá afirmar que esas cosas “las concebía con claridad suficiente para asegurar que eran verdaderas”. Quinto paso: sin embargo, “acaso Dios hubiera podido darme una naturaleza tal, que yo me engañase hasta en las cosas que me parecen más manifiestas” (tal es la hipótesis del genio maligno que Descartes había presentado en la meditación primera). Sexto paso: la hipótesis del genio maligno le había permito a la meditación cartesiana ir más allá de las evidencias matemáticas, hasta el fondo (fundamento significa fondo) último que sostiene todo pensamiento; es decir el pensamiento mismo (el cogito). Sin embargo, la certidumbre que brinda el cogito no es más que la forma subjetiva de la verdad: una verdad cierta, pero subjetiva, una verdad reducida al sujeto, una verdad que no puede ir más allá del sujeto. Y más allá del sujeto, lo que hay no es el mundo “real” (realidad cuyo significado resulta problemático) sino el mundo objetivo. Salir del sujeto hacia el objeto implicará entonces eliminar la hipótesis del genio maligno que encierra al sujeto dentro del perímetro estrecho del cogito (solipsismo):

“ciertamente, supuesto que no tengo razón alguna para creer que haya algún Dios engañador, y que no he considerado aún ninguna de las que prueban que hay un Dios, los motivos de duda que sólo dependen de dicha opinión son muy ligeros y, por así decirlo, metafísicos. Mas a fin de poder suprimirlos del todo, debo examinar si hay Dios, en cuanto se me presente la ocasión, y, si resulta haberlo, debo también examinar si puede ser engañador; pues, sin conocer esas dos verdades, no veo cómo voy a poder alcanzar certeza de cosa alguna” (p. 32).

Séptimo paso: como se trata entonces de saber “si hay Dios” y “si puede ser engañador”; es decir, de establecer estas dos verdades tomando como punto de partida las certidumbres del cogito, lo primero que Descartes tendrá en cuenta son los riesgos que asume al pensamiento (cogito) al salir de su ámbito (certidumbre). Dicho de otra manera: habrá que examinar en que géneros de pensamientos están propiamente las posibilidades de la verdad y los peligros del error. Descartes dibuja el mapa del territorio que se propone explorar y conquistar en los siguientes términos: primero divide los pensamientos en tres tipos, ideas, voluntades o afecciones y juicios y establece que “sólo en los juicios debo tener mucho cuidado de no errar” y que “el principal y más frecuente error que puede encontrarse en ellos consiste en juzgar que las ideas que están en mí son semejantes o conformes a cosas que están fuera de mí, pues si considerase las ideas sólo como ciertos modos de mi pensamiento, sin pretender referirlas a alguna cosa exterior, apenas podrían darme ocasión de errar”. Luego, clasifica las ideas en tres tipos según la “ocasión de errar” que ofrecen: las innatas (“me parecen nacidas conmigo”), las facticias (“extrañas y venidas de fuera”), las ficticias (“hechas e inventadas por mí mismo”). Octavo paso: siendo que la posibilidad del error está en “juzgar que las ideas que están en mí son semejantes o conformes a cosas que están fuera de mí” y que son las ideas facticias las que sugieren una procedencia extraña y una referencia externa (“extrañas y venidas de fuera”) “lo que principalmente debo hacer […] es considerar, respecto de aquellas que me parecen proceder de ciertos objetos que están fuera de mí, qué razones me fuerzan a creerlas semejantes a esos objetos”. Noveno paso: Descartes no encuentra razones para sostener semejante creencia y concluye que “hasta el momento, no ha sido un juicio cierto y bien pensado, sino sólo un ciego y temerario impulso, lo que me ha hecho creer que existían cosas fuera de mí, diferentes de mí, y que, por medio de los órganos de mis sentidos, o por algún otro, me enviaban sus ideas o imágenes, e imprimían en mí sus semejanzas”. Décimo paso: el error puede ser evitado siempre y cuando el pensamiento quede retenido dentro del ámbito de evidencias que caracterizan al cogito (la claridad y distinción que constituyen su certidumbre) pero esto tiene como consecuencia que el solipsismo es inevitable. Entonces, sugiere Descartes, “se me ofrece aún otra vía para averiguar si, entre las cosas cuyas ideas tengo en mí, hay algunas que existen fuera de mí”. Y esa vía consiste en establecer una distinción entre las ideas consideradas “en cuanto que son ciertas maneras de pensar”, es decir en cuanto tienen una determinada realidad formal, y las ideas consideradas “como imágenes que representan unas una cosa y otras otra”, es decir, en cuanto tienen una determinada realidad objetiva. En el primer caso, todas las ideas tienen la misma realidad formal porque dependen de la realidad del cogito que las fundamenta (las res cogitans; es decir la cosa o realidad pensante). En el segundo caso su realidad depende del objeto que las ideas representan. En el “Resumen de las seis meditaciones siguientes” con el que Descartes inicia su texto, se ejemplifica el uso y el concepto de “realidad objetiva” de la idea

“por medio de la comparación con una máquina muy perfecta, cuya idea se halle en el espíritu de algún artífice; pues, así como el artificio objetivo de esa idea debe tener alguna causa –a saber, la ciencia del artífice, o la de otro de quien la haya aprendido-, de igual modo es imposible que la idea de Dios que está en nosotros no tenga a Dios mismo por causa” (p.15).

  En esto diez pasos que hemos enumerado están puesto los elementos que le permitirán a Descartes salir del cogito hacia Dios. Con ello, por un lado, quedará superado el solipsismo:

“si la realidad objetiva de alguna de mis ideas es tal que yo pueda saber con claridad que esa realidad no está en mí formal ni eminentemente (y, por consiguiente, que yo no puedo ser causa de tal idea), se sigue entonces necesariamente de ello que no estoy solo en el mundo, y que existe otra cosa, que es causa de esa idea” (p. 37).

Y, por otro lado, Descartes podrá eliminar la hipótesis del genio maligno que inhabilitaba la evidencia formal de las ideas matemáticas. De modo que “debe concluirse necesariamente que, puesto que existo, y puesto que hay en mí la idea de un ser sumamente perfecto (esto es, de Dios), la existencia de Dios está demostrada con toda evidencia” (p. 43) y, además, dado que la idea de Dios (cuya existencia quedó probada) implica la idea de perfección como parte fundamental de su contenido representacional (es decir de su realidad objetiva) y que, por lo tanto, “posee todas esas altas perfecciones, de las que nuestro espíritu puede alcanzar alguna noción, aunque no las comprenda por entero, y que no tiene ningún defecto ni nada que sea señal de imperfección”, se puede concluir que “es evidente que no puede ser engañador, puesto que la luz natural nos enseña que el engaño depende de algún defecto” (p. 44).
  Dios entra en la filosofía cartesiana como garante del pensamiento racional cuyo fundamento es el cogito. El sujeto pensante finito (el hombre) está sostenido por el sujeto pensante infinito (Dios) y como ese sujeto pensante infinito no puede ser engañador, la relación entre ambos resulta transparente y la racionalidad personal del hombre se corresponde con la racionalidad del mundo. En esto radica la modernidad de Descartes. No se trata ya de que Dios fundamente la racionalidad (esto podría ser propio de la filosofía medieval) sino de que garantice las operaciones intelectuales del sujeto pensante. Más adelante, la filosofía moderna logrará prescindir de Dios y hará del mundo un campo de pura experimentación subjetiva.

martes, 5 de octubre de 2010

Dios y la filosofía: Escoto Erígena y Santo Tomás

Dios y la filosofía: Escoto Erígena y Santo Tomás. Por Carlos A. Casali

  Como hemos visto en el pensamiento de Agustín de Hipona (354-430), el encuentro entre la tradición filosófica de Platón y la novedad del Dios cristiano produce una particular síntesis de filosofía cristiana cuya estructura metafísica pone de manifiesto tanto el dualismo platónico (entre el plano inteligible y el plano sensible) cuanto el dualismo cristiano (entre la fe y la razón como vías de acceso a esos planos y, también, entre el creador y lo creado, como principios organizadores de lo real, mediados por el Dios hecho hombre cuya verdad Agustín acepta por la autoridad de la fe y, también, por medio de la argumentación racional). Hemos visto cómo, por medio de la duda escéptica y en discusión crítica con ella, Agustín descubre, en la propia conciencia, el plano inteligible cuyas certidumbres ponen un freno a la errancia de los integrantes de la Academia Nueva que, si bien logran evitar caer en el error en cuanto se abstienen de juzgar o de prestar su asentimiento a lo que perciben, tampoco logran ninguna certidumbre en cuanto la verdad les resulta esquiva o les está negada. Agustín encuentra que, en la intimidad de la propia conciencia, un doble camino hacia la sabiduría es posible pues “a nadie es dudoso que una doble fuerza nos impulsa al aprendizaje: la autoridad y la razón” (Contra Académicos, cap. XX, libro III).
  En el siglo IX y en un mundo histórico diferente (ya no se trata del pasaje del mundo pagano al mundo cristiano del siglo IV, como en el caso de Agustín, sino de la construcción o reconstrucción de un modelo cultural basado en el imperio carolingio), Juan Escoto Erígena (810-877) producirá una síntesis diferente entre la filosofía (transmitida por Platón en este caso a través de Plotino y del Pseudo Dionisio) y el cristianismo. Detengámonos aquí por un momento.
  Escoto Erígena había nacido en Irlanda y hacia los años 845-47 aparece cumpliendo funciones en la corte de Carlos el Calvo, nieto de Carlomagno (siendo laico, habría dirigido la Escuela palatina), en donde permanece hasta el año 877 en que muere el rey. Entre 862 y 866, Escoto Erígena compone su obra más importante: el tratado sobre División de la naturaleza (De divisione naturae, en latín, o Periphyseon, en griego), la que fue condenada oficialmente por la Iglesia en el año 1225 por proponer una visión panteista del mundo y de su creación.
  Aquellos dualismos presentes en Agustín toman aquí nuevas formas. De acuerdo con la interpretación de Lamanna, “la filosofía de Juan parte de la división platónica y agustiniana entre mundo de las cosas sensibles y mundo de las ideas, como causas primordiales de los seres particulares y pensamientos de la mente divina” (LAMANNA, E. P., Historia de la filosofía, Buenos Aires, Hachette, 1957, II tomo, p. 104). Por su parte, Gilson afirma que “el sentido de la doctrina de Erígena deriva de su concepción de las relaciones entre la fe y la razón”; y, más específicamente, sostiene que esa doctrina se mueve sobre el plano de una racionalidad “enseñada por una revelación”; entonces, “puesto que Dios ha hablado, es imposible para la razón de un cristiano no tenerlo en cuenta” y, por lo tanto “la fe es para él, en adelante, condición de la inteligencia” (GILSON, E., La filosofía en la Edad media, Madrid, Gredos, 1965, pp. 189 y 190). Y agrega Gilson más adelante: “el método que la razón emplea para lograr entender lo que cree es la dialéctica, cuyas dos operaciones fundamentales son la división y el análisis” (p. 193). Veamos de qué manera Dios y la filosofía entran en relación en el sistema de Escoto Erígena.
  Lo primero que llama la atención en el tratado de la División de la naturaleza es el intento de pensar el dinamismo de lo real (o, la realidad en su dinamismo). De allí que Escoto proponga como punto de partida de su reflexión aquello que “en griego se pronuncia physis y en latín natura” puesto que “naturaleza es el nombre general apropiado para todo lo que es y todo lo que no es” y la primera división o diferencia que se puede establecer en lo real es entre “aquello que es y aquello que no es” puesto que esa división “resulta apropiada para todas las cosas que pueden ser percibidas por el espíritu o superan su esfuerzo” (libro I, 441 A). Siendo la naturaleza “el término genérico” habrá que ver entonces en qué especies se divide, o, para decirlo con el dinamismo que proponen las palabra phýsis y natura, qué cosas brotan o nacen de ella, que cosas se generan a partir del término genérico, que diferenciaciones es capaz de producir:

“A mi parecer, cuatro diferencias permiten la división de la naturaleza en cuatro especies. De ellas, la primera es la que crea y no es creada, la segunda aquella que es creada y crea, la tercera la que es creada y no crea, la cuarta aquella que ni crea ni es creada. Las cuatro se oponen entre sí en parejas: la tercera se opone a la primera y la cuarta a la segunda” (libro I, 441 B).

Dicho en otros términos, la naturaleza produce las siguientes diferenciaciones: la primera es Dios como principio de todas las cosas (crea sin ser creado); la segunda son las ideas consideradas como arquetipos de las cosas (creadas por Dios y creadoras de las cosas); la tercera son las cosas del mundo en cuanto están en el tiempo y en el espacio (creadas por la idea y no creadoras) y la cuarta es Dios como fin o meta del proceso (no es creado por ser Dios ni crea por estar aquí al final del proceso de creación). El dualismo metafísico que tensiona la realidad en los dos planos del creador y lo creado se mantiene en Escoto, puesto que los momentos primero y cuarto del proceso de división de la naturaleza se corresponden con la naturaleza increada (Dios como causa y como fin, respectivamente), mientras que los momentos segundo y tercero se corresponden con la naturaleza creada. Sin embargo, ese dualismo adquiere un carácter dinámico: el creador se manifiesta en lo creado; crear es manifestarse; la creación es una teofanía (manifestación de Dios).
  Ahora bien, si este es el movimiento de lo real en cuanto producción de diferencias internas en la naturaleza que se exteriorizan y luego se interiorizan, habrá que ver qué función cumple el sistema así descripto como interpretación posible del misterio de la creación del mundo por Dios; o, lo que viene a ser aquí lo mismo, cómo entra Dios en la filosofía. Escoto lo plantea en estos términos: tomando como eje de su argumentación la idea de que Dios al crear se crea a sí mismo sostiene que esa afirmación se puede entender por comparación con la actividad intelectual del hombre, puesto que

“nuestro intelecto, antes de que comience a pensar y recordar, se dice razonablemente que no es. En efecto, por naturaleza es invisible, y nadie puede conocerle salvo Dios y nosotros mismos. Mientras que, cuando comienza a pensar y cuando recibe la forma de algunas fantasías, con toda justicia se dice que ‘se hace’. Se hace, ciertamente, en la memoria al recibir algunas formas de cosas, o voces, o colores, etc., de las cosas sensibles. Y quien era informe antes de comenzar a recordar, recibe después una especie de segunda información al constituir ciertos signos de formas o voces -me refiero a las letras, que son signos de las voces, y a las figuras, que son signos de las matemáticas- y otras señales sensibles por las cuales puede insinuarse en los sentidos de quienes son capaces de sentir. Esta semejanza, pese a que queda muy remota a la naturaleza divina, creo que puede sugerir cómo ésta de un modo admirable ‘se crea’ en todas aquellas cosas que existen gracias a Ella, mientras lo crea todo y por nada puede ser creada. En efecto, del mismo modo como la inteligencia de la mente, el propósito, el razonamiento, o cualquier primero e íntimo movimiento nuestro se puede afirmar sin incongruencia que ‘se hace’, cuando viene el pensamiento, y recibe las formas de ciertas fantasías, y después progresa hasta los signos de las voces y las señales de los movimientos sensibles, pues ‘se hace’, conformado en las fantasías, lo que por sí mismo carece de toda forma sensible. Pues, igualmente la divina esencia, que subsistiendo por sí supera toda inteligencia, en las cosas que crea desde sí, por sí, en sí y para sí, rectamente se dice que ‘se crea’, ya que por ellas es conocida por cuantos la buscan con rectitud, sea con el intelecto, si se trata de lo que sólo es inteligible, sea con los sentidos, si son sensibles” (libro I, 454 B).

  Del mismo modo en que nuestro intelecto se piensa al pensar, Dios se crea al crear; entonces, Dios entra en la filosofía de Escoto Erígena a partir de una teofanía. Esto equivale a decir que el plano en el que se mueve el pensamiento de Erígena es diferente al que plantean las relaciones de causa efecto sobre el plano del ser. Gilson sostiene que se trata de una relación entre signo y cosa significada: “el Dios de Erígena es como un principio que, sabiéndose incomprensible, desplegase una sola vez la totalidad de sus consecuencias, a fin de revelarse en ellas” (p. 198). Como principio creador increado, la naturaleza (phýsys) es Dios: “De las divisiones de la naturaleza ya enunciadas, la primera que habíamos descubierto es aquella que crea y no es creada. Y no sin razón, ya que tal especie de la naturaleza se predica rectamente sólo de Dios, quien, creador único de todas las cosas, se entiende que es ánarchos, es decir, sin principio” (libro I, 451 D); de modo que, al crear el mundo la naturaleza (o Dios) no hace otra cosa que manifestarse en el mundo puesto que el mundo mismo no es más que su manifestación o la manifestación de ese principio. Dicho en otros términos, el carácter dinámico de la naturaleza consiste en que su realidad coincide con su actividad; es en cuanto se manifiesta y, fuera de esta manifestación, es nada. “Independientemente de su crear y de su correlación con la criatura, Dios no solamente no puede ser definido por nosotros ni conocido por lo que es, sino que él mismo no puede definirse y entenderse a sí mismo: no es nada para sí mismo; y el fondo indefinido de su naturaleza, la absoluta indeterminación es esa nada de la que, según la Escritura, Dios creó al mundo” (LAMANNA, E. P., p. 106, n. 4).
  Dejemos aquí a Escoto Erígena y avancemos en el tiempo hasta el siglo XIII para ver de qué modos Dios entra en la filosofía de Tomás de Aquino (1225-1274). Lo primero que deberemos tener en cuenta aquí es que la tradición filosófica que se retoma para pensar la teología cristiana es la de Aristóteles (y ya no la de Platón). De modo que “la metafísica y la física aristotélicas proporcionan los principios racionales con cuya ayuda puede construirse una explicación de la realidad, coherente y abierta a la fe” (CARPIO, A. P., Principios de filosofía, Buenos Aires, Glauco, 1974, p. 146). Ahora bien, podemos observar esta presencia de Dios en la filosofía de Tomás a través de los argumentos o vías que emplea para demostrar su existencia. Las cinco vías planteadas tienen similar estructura: todas parten de la experiencia sensible y utilizan la relación causal como principio explicativo. Siguiendo en esto la tradición de pensamiento y la autoridad que proviene de Aristóteles (Tomás lo llama “el filósofo”), la relación causal es entendida en cuatro sentidos: material, formal, eficiente y final y el dinamismo de lo real en sus diversas formas en términos de potencia y acto. Lo real está en movimiento en cuanto se genera y se destruye (cambio substancial), en cuanto altera su cantidad (aumento y disminución) o sus cualidades (alteración) y en cuanto se desplaza en el espacio (cambio de lugar) y, a su vez, el movimiento se explica como pasaje de la potencia (dýnamis: el poder moverse según sus posibilidades) al acto (enérgeia: la consumación o perfección del movimiento). En la medida en que hay movimiento en el mundo (y este es un dato de la experiencia y una evidencia imposible de negar) y que el movimiento como tránsito de la potencia al acto es de carácter inacabado (atelés, en términos de Aristóteles, es decir, sin telos), puesto que el movimiento termina cuando la potencia se realiza (se hace real) enteramente en el acto (energeia como realidad plena o consumada, aquello que tiene ergon, es decir, trabajo), entonces, todo movimiento supone algo que es inmóvil (porque tiene en sí mismo realizado plenamente toda la perfección ontológica de la que es capaz) y no está en tránsito hacia nada (pues su realidad es acto y no potencia) y, por lo tanto mueve a todo lo demás (es motor). De este modo, lo divino (ton theon) en Aristóteles es esta perfección inmutable del ser que no tiene que llegar a ser lo que ya es puesto que toda posibilidad está en él ya realizada (es acto puro; “puro”, es decir, sin mezcla de potencia alguna).
  Este argumento aristotélico es el que utiliza Tomás en la primera vía (su fuente de inspiración es doble: por un lado los libros VII y VIII de la Física y, por otro lado, el libro XI de la Metafísica):

“Es innegable, y consta por el testimonio de los sentidos, que en el mundo hay cosas que se mueven. Pues bien, todo lo que se mueve es movido por otro, ya que nada se mueve mas que en cuanto esta en potencia respecto a aquello para lo que se mueve. En cambio, mover requiere estar en acto, ya que mover no es otra cosa que hacer pasar algo de la potencia al acto, y esto no puede hacerlo más que lo que está en acto […] Es, pues, imposible que una cosa sea por lo mismo y de la misma manera motor y móvil, como también lo es que se mueva a sí misma. Por consiguiente, todo lo que se mueve es movido por otro. Pero, si lo que mueve a otro es, a su vez, movido, es necesario que lo mueva un tercero, y a éste otro. Mas no se puede seguir indefinidamente, porque así no habría un primer motor y, por consiguiente, no habría motor alguno, pues los motores intermedios no mueven más que en virtud del movimiento que reciben del primero, lo mismo que un bastón nada mueve si no lo impulsa la mano. Por consiguiente, es necesario llegar a un primer motor que no sea movido por nadie, y éste es el que todos entienden por Dios” (Suma Teológica).

  Gilson comenta lo siguiente: “los movimientos sobre cuya serie razonamos aquí están jerárquicamente ordenados; todo lo que se mueve, en la hipótesis en la que se coloca la prueba por el primer motor, se mueve por una causa motora que le es superior…”, de modo que “la prueba por el primer motor no encuentra su pleno sentido sino en la hipótesis de un universo jerárquicamente ordenado” (GILSON, E., El Tomismo. Introducción a la filosofía de Santo Tomás de Aquino, Pamplona, EUNSA, 1978, pp. 104-105). Saquemos de este comentario algunas conclusiones.
  La estructura metafísica aristotélica sobre la que se apoya la primera vía supone una comprensión del movimiento que podríamos caracterizar de modo político: así como las relaciones de poder son relaciones de mando y obediencia que, cuando se plantean entre iguales, constituyen el ámbito propiamente político y, cuando se plantean entre desiguales, dan lugar a relaciones de poder despótico (y no político), del mismo modo, las relaciones entre el primer motor y lo movido se plantean como relaciones entre lo plenamente real (y, por lo tanto inmóvil) y lo deficitariamente real (y, por lo tanto, en movimiento hacia su plenitud). De modo que si el primer motor aristotélico puede ser identificado por Tomás con el Dios cristiano es porque el Dios cristiano, a diferencia de lo divino aristotélico, tiene una relación de poder muy concreta con el mundo movido: lo ha creado de la nada y, por lo tanto, el mundo le pertenece puesto que fuera de la relación con Dios, el mundo se disolvería en la nada de la que proviene. Esta consecuencia se sigue, como decíamos, de una lectura política de la metafísica aristotélica pero no es la consecuencia que saca Aristóteles: su primer motor divino no gobierna el mundo y tampoco lo crea y, de hecho, el dios de Aristóteles no tiene una relación personal con el mundo cuyo movimiento le resulta indiferente (es, como objeto de deseo, ajeno al sujeto deseante).
  Por otra parte, la estructura metafísica aristotélica que permite comprender el movimiento en términos de potencia y acto dentro de un orden jerárquico es, también, una estructura cerrada que clausura las posibilidades (la potencia, dýnamis) del movimiento conforme con determinados fines (acto). Reduce la multiplicidad (de la potencia) a la unidad (del acto). Entonces, el mundo creado depende del Dios creador como de un fundamento que lo sostiene y lo unifica y ese fundamento puede subsistir sin aquello que es fundamentado. El Dios de la filosofía de Santo Tomás trasciende el mundo creado (Tomás evita el panteísmo) y no necesita del mundo para ser y, sin embargo, crea al mundo y, por lo tanto, tiene una relación de poder con el mundo (a diferencia del primer motor aristotélico, Dios es providencia conservadora del mundo). De aquí se sigue que, siendo el hombre un viviente político (como sostenía Aristóteles), sin embargo “la realización del destino humano […] está en la vida ultraterrena, y a ese fin deben subordinarse todos los objetivos temporales y mundanos”. De esta manera, “la Iglesia, como organización ordenada a esta misión eterna y ultraterrena, está por encima de todas las otras formas de convivencia social; es de ella de quien el Estado debe recibir las directivas supremas de su acción” (LAMANNA, E. P., pp. 173-174).

Sobre Escoto Erígena puede consultarse

http://revistas.ucm.es/fsl/02112337/articulos/ASHF8585110145A.PDF

















martes, 21 de septiembre de 2010

Dios y la filosofía: de Platón a San Agustín

Dios y la filosofía: de Platón a San Agustín. Por Carlos A. Casali

  Las relaciones entre Dios y la filosofía pueden ser planteadas de muchas maneras; aquí, nos interesará particularmente observar de qué maneras diversas se produce el encuentro entre la filosofía que hemos visto surgir en Gracia en los lejanos tiempos de Hesíodo (siglos VIII/VII a.C.), tal vez no casualmente en la Teogonía (sobre el origen, génesis o genealogía de los dioses), dentro de un entramado discursivo tejido con elementos míticos y recursos del logos, y la novedad cristiana que aporta a la filosofía algo que no parece haber estado presente en aquellos comienzos y que, al presentarse, divide el tiempo del mundo entre un antes y un después. La presencia de Cristo en el mundo, un Dios hecho hombre, constituye un acontecimiento que desafía los alcances del logos y parece restituir la potencia expresiva del mito (recordar que mito y misterio son términos que derivan de la misma raíz, myein). La filosofía cristiana planteará esta relación en términos del encuentro y desencuentro entre la fe (respecto del logos revelado sobrenaturalmente en la Biblia: “en el principio era el logos y el logos era con Dios el logos era Dios”, afirma el Evangelio de Juan) y la razón (conocimiento natural, o, también, conocimiento que el hombre puede alcanzar de modo natural sin el auxilio sobrenatural de la gracia divina que se expresa en la fe). El catálogo de las verdades sobrenaturales que la filosofía cristiana acepta por la fe y que desafían la razón es amplio (que Dios se haga hombre, que sea uno y trino a la vez, que Cristo hijo de Dios muera y resucite…); sin embargo, tal vez ese conjunto de verdades que desafían al logos filosófico se podría sintetizar en uno de sus componentes que tomaremos aquí como componente central de la metafísica cristiana: la afirmación de que “Dios ha creado al mundo de la nada” (ex nihilo fit ens creatum); afirmación que resulta ser claramente contrapuesta a la noción griega de que toda creación trabaja sobre un material preexistente puesto que “de la nada, nada se sigue” (ex nihilo nihil fit). Ya Parménides había sostenido que la única vía para pensar es la vía del ser y que la vía del no ser es intransitable.
  Ahora bien, entre fe y razón cabe pensar las siguientes posibilidades de articulación: afirmar la fe en contra de la razón (Tertuliano sostendrá en el siglo II d.C. que credo quia absurdum, “creo porque es absurdo”); afirmar la razón en contra de la fe (las verdades que se presentan enmascaradas bajo el ropaje simbólico de la fe pueden y deben ser comprendidas racionalmente); separar ambos regimenes de verdad en dos campos incomunicables; hacer de la fe un presupuesto de la razón (San Agustín dirá en el siglo IV que credo ut intelligam, “creo para entender”); articular de modo armónico fe y razón (Santo Tomás sostendrá en el siglo XIII que fe y razón no constituyen dominios heterogéneos e incompatibles sino articulables y, en cierto modo, complementarios) (Sobre estos temas puede consultarse CARPIO, A. P., Principios de filosofía, Buenos Aires, Glauco, 1974, pp. 142-145).
  Comenzaremos a recorrer este camino de encuentro entre Dios y la filosofía a partir de San Agustín. En Contra los académicos, obra escrita en Casicíaco (ciudad cercana a Milán) hacia el año 386 (Agustín recibirá el bautismo, signo de su conversión al cristianismo, en 387), se puede encontrar una interesante articulación entre la filosofía platónica y la revelación cristiana. En el capítulo XX del libro III sostiene Agustín que

“una doble fuerza nos impulsa al aprendizaje: la autoridad y la razón. Y para mí es cosa cierta que no debo apartarme de la autoridad de Cristo, pues no hallo otra más firme. En los temas que exigen arduos razonamientos –pues tal es mi condición que impacientemente estoy deseando de conocer la verdad, no sólo por fe sino por comprensión de la inteligencia- confío entre tanto hallar entre los platónicos la doctrina más conforme con nuestra revelación”.

  Podemos ver en esta obra de Agustín un momento de transición entre la filosofía griega y el cristianismo tanto desde una perspectiva histórica cuanto desde el punto de vista de la propia trayectoria vital del autor. En el primer sentido, la recuperación del platonismo originario le permite a Agustín superar el escepticismo planteado por la Academia nueva dirigida por Carnéadas a partir del año 160 a.C.; en el segundo sentido, la recuperación del platonismo le permite a Agustín encontrar una forma de articulación entre la filosofía que busca la verdad por medio de la argumentación racional y la fe que acepta la verdad presente en la revelación bíblica. Esta transición entre el sistema de la filosofía antigua y el de la filosofía cristiana es, también, un momento de crisis e inestabilidad que Agustín intenta superar por medio de la filosofía misma. Después de establecer que “vivir felizmente” (beata vivere) es “vivir conforme con lo mejor que hay en el hombre” y que esa porción “puede llamarse mente o razón” (mens aut ratio) Agustín se plantea en Contra los académicos si la vida filosófica que conduce a la vida feliz puede consistir en la mera búsqueda e investigación de la verdad o, antes bien, requiere de su plena posesión (libro I, caps. II y III).
  La fuente de inspiración platónica está, como hemos visto, explícitamente puesta de manifiesto por parte de Agustín; sin embargo, será útil aquí volver sobre el tema. En La República, los argumentos que Platón desarrolla en torno de la superioridad política y existencial del filósofo por sobre la figura del sofista se apoyan, en última instancia, sobre la experiencia de la verdad entendida como tránsito del alma hacia su autenticidad (y en este sentido puede ser interpretada la alegoría de la caverna). La experiencia de la verdad es también la fuente de la que brotan todas las posibilidades intelectuales de la argumentación eidética o conceptual en su diferencia con el discurso sofistico. Así, el filósofo se opone al sofista como el gobernante legítimo se contrapone el tirano. En República, como hemos visto con ocasión de abordar el análisis de la alegoría de la caverna, el discurso filosófico toma un giro novedoso que Heidegger interpreta como mutación en la esencia de la verdad. Agreguemos a ese dato una referencia al contexto: se trata de la crisis de las formas tradicionales de la vida en común (la pólis) y de las formas posibles de la superación de esa crisis. El pensamiento filosófico de Platón se mueve todavía dentro del horizonte espiritual de la polis; sin embargo, su crisis es definitiva y su recuperación queda instalada sobre el plano utópico de los ideales que orientan la búsqueda filosófica sin posibilidades prácticas reales. La disolución de la pólis dará lugar después a un nuevo horizonte espiritual, el de la cosmópolis, ámbito en el que se pierden los límites referenciales de la vida en común establecidos por la pólis. A ese ámbito pertenecen las filosofías postaristotélicas: estoicismo, epicureismo y escepticismo, por mencionar sólo las escuelas o corrientes más importantes. Finalmente, el cristianismo propondrá una recuperación del horizonte espiritual perdido, dentro de un ámbito más amplio: la ecumene cristiana. Para tender un puente, entonces, entre Platón y Agustín es necesario situar a ambos dentro de su horizonte espiritual; es decir, dentro de su mundo histórico. Y, para hacerlo, detengámonos un instante alrededor del problema planteado por Platón en torno de la diferencia entre el filósofo y el sofista.
  En el libro II de República Platón sostiene que "...nadie, de su voluntad, quiere ser engañado en la parte más noble de sí mismo, ni sobre las cosas más importantes, y nada tememos tanto como abrigar allí la falsedad" (Rep., 382 a), y caracteriza la verdadera falsedad (alethós pseudos) como "la ignorancia (agnoia) que hay en el alma del engañado; porque la falsedad en las palabras no es sino una imitación del estado que afecta al alma, del cual es aquella una imagen posterior, y una falsedad no del todo pura" (Rep., 382 b-c). En la verdadera falsedad, el alma del engañado carece totalmente de acceso a la verdad y se ve privada, por lo tanto, de todo tipo de orientación. La falsedad verbal, en cambio, implica en el mentiroso la presencia de una verdad a partir de la cual éste puede dirigir su acción, en este caso, mentir. Lo divino, que Platón caracteriza como absolutamente opuesto a la falsedad, está asociado con el elemento superior y directivo del alma y determina su natural inclinación a la verdad. Dicho en otros términos, la Idea del Bien "es ella misma la señora y dispensadora de la verdad y de la inteligencia, y tiene que verla quien quiera conducirse sabiamente así en la vida privada como en la vida pública" (Rep., 517 c). Ahora bien, si la experiencia de la verdad es la condición de posibilidad de una praxis virtuosa, su realización efectiva depende de una condición ética: el dominio de sí. En este punto es en donde el tipo más elevado de gobernante, el rey o basileus, se opone al tipo tiránico en una escala que mensura y distribuye los lugares de un orden de eudaimonía posible (cfr. Rep., 580 b). El tirano es "el hombre que gobierna mal en su interior" que, empeora su situación "cuando en lugar de pasar su vida como simple particular, se ve constreñido por algún azar a ejercer la tiranía y trata de dominar a los demás cuando no puede ser señor de sí mismo" (Rep., 579 c-d). Platón ha desplazado el eje alrededor del cual giraba la virtud política. El dominio de sí, íntimamente relacionado con la experiencia de la verdad, permite la realización efectiva de esa praxis interior que define la concepción platónica de la justicia y se postula como vía de superación de la crisis política. Es importante tener en cuenta que la noción de "dominio de sí" que Platón introduce como nuevo eje a cuyo alrededor deberá girar la praxis individual y colectiva conforme a la virtud, es presentada no sin ciertos recaudos y prevenciones: "la templanza (sophrosyne) -dice- es una especie de orden (kósmos) y señorío (egkráteia) en los placeres y deseos (epithymion), según lo expresan los que dicen, no sé en qué sentido, que uno es dueño de sí mismo (kreitto autou)" (Rep., 430 e). Las reservas de Platón respecto de la noción de "dominio de sí" parten de la paradójica escisión que ésta supone en el sujeto, a la vez dueño y esclavo de sí mismo, pues todo mando implica obediencia y, en este caso, un mismo sujeto sería tributario de ambos predicados. La solución platónica de la paradoja pasa por distinguir dentro del alma lo superior y lo inferior: "cuando lo superior por naturaleza tiene bajo su poder a lo inferior, se dice, y por cierto con alabanza, que tal sujeto es dueño de sí mismo. Cuando, por el contrario, a causa de la mala crianza o compañía, lo superior, más endeble, es dominado por la muchedumbre de lo inferior, censúrase esto como un oprobio, y del que está en esta disposición se dice que es esclavo de sí mismo y que es intemperante" (Rep., 431 a-b). El ingreso a la ciudadanía política de una comunidad organizada conforme con la justicia requiere de la interiorización en los sujetos de la relación intersubjetiva de poder que se constituye entre los polos del mando y la obediencia. Es decir que, si la praxis política virtuosa supone determinadas virtudes del éthos individual, éste supone a su vez la vigencia de la relación intersubjetiva de dominio.
  Es esta estructura de las relaciones de poder político, intra e inter subjetivas, planteada por Platón al que parece quedar desestabilizada junto con el proceso de disolución de la pólis.
  Volvamos a Agustín en el punto en que lo habíamos dejado: la vida feliz implica vivir conforme con la parte del alma que cumple una función directiva, parte a la que llamamos mente o razón y que tiene una particular disposición hacia la verdad; de modo que la vida feliz es una vida filosófica en cuanto es allí en donde la verdad se manifiesta. Sólo queda por averiguar –argumenta Agustín- si la mera búsqueda de la verdad y no su plena posesión nos pone ya sobre el plano de la vida feliz. Emparentada con esta cuestión de la verdad está la cuestión del error en el doble sentido de errancia y de no verdad que Agustín desarrolla en el capítulo IV del libro I, poniendo el argumento en boca de Trigecio: “el que yerra ni vive según la razón ni es dichoso totalmente. Es así que yerra el que siempre busca y nunca halla”; de modo que “errar es andar buscando, sin atinar en lo que se busca”. Licencio, en cambio, sostiene la posición filosófica del escepticismo:

“el error, creo yo, consiste en la aprobación de lo falso por verdadero; y en este escollo no da el que juzga que ha de buscarse siempre la verdad, pues no puede aprobar cosa falsa el que no aprueba nada; luego es imposible que yerre. Y dichoso puede serlo fácilmente, pues para no ir más lejos, si a nosotros se nos permitiera siempre vivir tal como vivimos ayer, no se me ocurre ninguna razón para no tenernos por felices”.

  Para seguir adelante con la argumentación en torno del problema planteado respecto de la sabiduría y la vida feliz en su relación con la verdad y el error, Agustín presenta, en el capítulo V del libro II, la doctrina del escepticismo académico en su oposición con la doctrina estoica de la verdad:

“el sabio no da su asentimiento a ninguna cosa, porque necesariamente yerra -y esto es impropio del sabio- asintiendo a cosas inciertas. Y no sólo afirmaban que todo era incierto, sino que apoyaban su tesis con muchísimos argumentos. Pero que no puede comprenderse la verdad lo deducían de una definición del estoico Zenón, según la cuál sólo puede tenerse por verdadera aquella representación que es impresa en el alma por el objeto mismo de donde se origina, y que, no puede venir de aquello de donde no es. O más breve y claramente: lo verdadero ha de ser reconocido por ciertos signos que no puede tener lo falso. Y que estos signos no pueden hallarse en nuestras percepciones, se empeñaron en demostrarlo con mucha tenacidad los académicos”.

  Ahora bien, el sabio escéptico que evita el error por medio de la suspensión del juicio acepta, sin embargo, una forma probable de la verdad para guiar su vida práctica que es la verosimilitud. Y, en la medida en que la verosimilitud no es otra cosa que “lo semejante a la verdad”, el sabio escéptico resulta un personaje contradictorio: conoce y no conoce la verdad al conocer lo verosímil (capítulo VII, libro II). Se trata entonces de establecer si al hombre le es dada la presencia de la verdad y, consiguientemente, la posibilidad de la sabiduría.
  Este problema es abordado por Agustín en el libro III; después de sostener en el capítulo VI que “sólo algún divino numen puede manifestar al hombre lo que es la verdad”, presenta en el capítulo XI el siguiente argumento que, como veremos luego, anticipa al cogito cartesiano, aunque con las diferencias que desarrollaremos más adelante: tenemos, en primer lugar, la certeza del mundo, pues si llamamos mundo a “todo esto, sea lo que fuere, que nos contiene y sustenta; a todo eso, digo, que aparece (apparet) a mis ojos y es advertido por mí con su tierra y su cielo, o lo que parece tierra y cielo” y la certeza de esa presencia sensible del mundo no puede ser alterada ni por el argumento del sueño ni por el argumento de la locura pues “llamo mundo a lo que se me ofrece al espíritu (mihi videtur), sea lo que fuere”, y tenemos también, en segundo lugar, las verdades del mundo puesto que “tres por tres son nueve y el cuadrado de números inteligibles, es necesariamente verdadero, aun cuando ronque todo el género humano”. Entonces, si “al sabio pertenece la percepción de la sabiduría y ninguna razón hay para que niegue el asentimiento a lo que puede percibirse”, sólo resta saber en qué lugar encuentra el sabio la sabiduría. Agustín responde que “en sí mismo” (in semetipso) (cap. XIV, libro III); luego, sólo le falta recurrir a Platón para encontrar un modelo de sabiduría en el planteo de un mundo inteligible “donde habitaba la misma verdad” y un mundo sensible que es “semejante al verdadero y hecho a su imagen” (cap. XVII, libro III). De modo que la sabiduría que podemos encontrar presente en la “filosofía perfectamente verdadera” no es

“la filosofía de este mundo, que nuestras sagradas letras justamente detestan, sino la del mundo inteligible, al que la sutileza de la razón no habría podido guiar a las almas, cegadas con las multiformes tinieblas del error y olvidadas bajo la costra de las sordideces materiales, si el sumo Dios, descendiendo con su misericordia al seno del pueblo, no hubiese abatido y humillado hasta tomar cuerpo humano al Verbo divino, para que, estimuladas las almas con sus preceptos y, sobre todo, con sus ejemplos, sin luchas de disputas, pudiesen entrar en sí mismas y volver los ojos a la patria” (cap. XIX, libro III).