domingo, 17 de mayo de 2020

En el año de la pandemia: un poco de filosofía en la educación



En el año de la pandemia: un poco de filosofía en la educación

Por Carlos A. Casali


  Primero. Les propongo pensar con Heráclito que “la physis gusta ocultarse (kryptesthai philei) (DK 123)”. Si esto es así, no nos debería resultar muy atinado intentar buscar o investigar, sin algunos recaudos o reparos, aquello que ella oculta. Estaríamos violentando sus gustos (philei) y no parece esa una actitud prudente para quienes pretenden tener gusto (philei) por una sophia cuyo saber no es otro que el de la physis. Dicho ahora sin jugar con las palabras: si pretendemos pensar las cosas al modo en que la filosofía lo hace, tal vez deberíamos aceptar con Heráclito que las cosas puedan ocultarse y que ese sea, además, su gusto; que las cosas (physis) tengan su “naturalidad” en ese movimiento del ocultarse. Tal vez, deberíamos aceptar que el gusto por el saber necesita corresponderse con el gusto de las cosas mismas por ocultarse. Que la “filosofía” sea “amor por el saber” es una frase hecha que necesitamos deshacer: no significa nada o, lo que viene a ser lo mismo, significa algo distinto de lo que pretende. Lo que pretende o aparenta significar es que “filosofía” y “sabiduría” vienen a ser lo mismo; que “el filósofo” y “el sabio” vienen a coincidir en el mismo personaje. Tenemos aquí la frase hecha: “el amor por el saber”. Sin embargo, lo que significa es otra cosa. Lo que significa es que el saber está en tensión, o en movimiento; que incluye dentro suyo un componente dinámico que, al tensionarlo, lo pone en movimiento. “Dinámico” es un término griego –dynamis- que, en la conceptualización aristotélica juega con el par complementario energueia: “acto”. Se trata de la conocida pareja conceptual de “potencia” (dynamis) y “acto” (energueia). Dejemos a Aristóteles fuera de esta conversación –no es mi intención la de referirme a estos temas sino la de usar estas referencias para tematizar otras cosas- y deshagamos la frase hecha: “el amor por el saber”. Deshecha la frase, nos queda: un saber dinámico, potente o en potencia (dynamis) que gusta (philei) jugar con aquello que en las cosas (physis) gusta ocultarse.
  Si se acepta esta propuesta hermenéutica, la filosofía no sería la búsqueda de ningún saber, el comienzo de un recorrido sapiencial o educativo –“formativo”[1]- que marcharía desde la noche oscura de la ignorancia hacia el cielo luminoso del saber, como parecen sugerirlo los –excesivamente para mi gusto- escolarizados mitos platónicos (el de la caverna, principalmente) o aquellas resonantes estrofas que aluden a la sarmientina “razón en la noche de ignorancia”, sino un saber siempre a distancia de sí mismo, que se busca sin poder encontrase o, por retomar lo dicho más arriba respecto de la dynamis, un saber que puede ir más allá de sí mismo. Ese “poder” es su potencia. Y en este punto nos detenemos: esa “potencia” es también su potencialidad[2]. En el “más allá” comienzan todos los extravíos y (casi) todos recibieron su bautismo –es decir, su fe- junto con la imposición de su nombre más conocido: metafísica. No será difícil advertir allí –en el término y en lo que el término significa- la presencia de la physis. Sólo que ahora –en ese saber que busca “más allá”- a esa physis se la ha privado del gusto por ocultarse. Si se me permite decirlo así: entre el saber y la physis parece haber un disgusto (o un desencuentro), a la vez que ambos pierden su tensión constitutiva: la physis ya no oculta y el saber brilla a la luz del día, en él no hay nada que desocultar, no hay ningún movimiento del desocultar[3].
  Tal vez se pueda advertir en todo esto que vengo escribiendo algo del tono ácido de Nietzsche:
Ya no creemos que la verdad siga siendo verdad cuando se le descorren los velos; hemos vivido [lo] suficiente como para creer en esto. Hoy consideramos como un asunto de decencia el no querer verlo todo desnudo, no querer estar presente en todas partes, no querer entenderlo [verstehen] ni “saberlo” ["wissen"] todo […] Se debería respetar más el pudor [Scham] con que la naturaleza se ha ocultado detrás de enigmas e inseguridades [Ungewissheiten: incertidumbres] multicolores. ¿Es tal vez la verdad una mujer que tiene razones para no dejar ver sus razones[4].
Una naturaleza que se oculta por pudor; una verdad que deja de serlo cuando se ofrece sin pudor a la mirada siempre indiscreta del observador implacable que no admite límites en la insaciable marcha del saber; una pretensión inquisitorial por descorrer todos los velos que ocultan el misterio o el secreto; todo esto parece ser lo contrario de lo que la philia (amistad o gusto) con la sophia (saber) pretende: un juego de seducciones del saber con sus posibilidades más potentes y menos pretensiosas –menos trascendentes o más inmanentes, según se lo quiere ver-.
  Segundo. “Excesivo” podría ser el término que mejor se aplique a las situaciones en las que algo traspasa su “límite”. Excesivo es lo que sobra una vez alcanzado el límite; las conductas que transgreden las normas porque no se dejan contener dentro de los límites que ellas establecen; las políticas que desbordan los mecanismos formales o institucionales que administran la praxis social. Excesivos son los saberes cuya potencia semántica no se deja regular por la doxa o la episteme. Excesivos son los educandos en relación con las prácticas educativas, con todas las prácticas, tanto las domesticadores cuanto las emancipadoras, del mismo modo que son excesivas las prácticas educativas en relación con las instituciones que las regulan: las escuelas. Es por esos excesos que existen la filosofía y la educación: para reprimirlos o para impulsarse por medio de ellos. Excesivo es el modo capitalista de producirse y reproducirse la vida y sus condiciones a través de excesos administrados y apropiación del excedente. Excesiva es la vida que se niega a aceptar esos “modos”, modas o modales y se revela de tanto en tanto. Por último, excesivos son los hechos en relación con las interpretaciones que pretenden agotar su sentido y significación.
  Tercero. Y más o menos así viene marchando el mundo…Hasta que esa marcha parece llegar a su límite “natural” gracias -¿habrá que agradecerlo? quién lo sabe- al COVID-19. Detrás de ese límite la physis gusta ocultarse.
  Se plantea, entonces, una encrucijada. Por un lado, los hechos –la pandemia- marcan un claro límite: el de la muerte segura (es decir, no la “muerte” con la que juegan al existencialismo las filosofías de la finitud o escriben ficciones los poetas más o menos trágicos, sino la muerte inminente que acecha como un peligro con el que no querríamos jugar a la audacia irresponsable). Por el otro, las interpretaciones. Y sorprendentemente tenemos aquí una segunda pandemia: la de los interpretadores[5].
  Una encrucijada es una bifurcación del camino en direcciones diversas y es también el punto en el que esa diversidad se reúne. “No hay hechos, sólo interpretaciones” decimos que dijo Nietzsche[6]. Y sucede con esto que, después del cruce, de la encrucijada en la que estamos, los caminos efectivamente van en direcciones diferentes. Por un lado, los hechos; por el otro las interpretaciones: ¿qué cosas tomamos como “hechos” y cuáles son nuestras “interpretaciones”? ¿Cuáles son los hechos que alimentan o motivan nuestras interpretaciones y de qué hechos son interpretaciones nuestras interpretaciones? Y en la encrucijada de los hechos y las interpretaciones, sin decidir por cuál de ambos caminos tomar, se instala –con mucha perplejidad- la filosofía. ¿No dijo Aristóteles –que se mete otra vez en la conversación- algo parecido cuando ubicó al “asombro” (thaumazein) como origen del filosofar (Metafísica, 982 b 12)? Sin embargo, en la encrucijada, la Esfinge que interpela el “asombro” aristotélico parece muy distinta de la Esfinge posmetafísica que interpela nuestra perplejidad, un par de miles de años después. Si la filosofía pudo emprender “el seguro camino de las ciencias” –camino que la filosofía tardó muchos años en recorrer- de la mano de Kant fue porque aquello que la interpelaba mediante el asombro era, sin entrar en mayores detalles, que las cosas (los entes) fueran y que fueran como son (Metafísica, 983 a 13). Sin entrar en mayores detalles, entonces, y disculpándome por la liviandad o ligereza con la que vuelvo sobre temas tan estudiados, diría que aquel asombro aristotélico ponía el acento en la primera parte de la cláusula: en los hechos (el que “las cosas sean”). Nuestra perplejidad, en cambio, se siente interpelada por lo que resta en esa formulación, por su residuo; aquello que es materia “opinable”, materia de una interpretación (que las cosas sean como son). Por este camino, la pandemia de interpretadores resulta inevitable…Pero ¿qué pasa con que “las cosas sean”?
  De manera que el nuestro no puede ser ya un camino tan seguro como el de las ciencias. No querríamos ser tan ingenuos como para suponer que las formas o maneras de ser de las cosas permitan una única interpretación: aquella que coincide ajustadamente con los hechos. Pero, tampoco puede ser un camino liberado de todas las servidumbres; un camino liberado a los caprichos de la fantasía que hace del negocio de las interpretaciones su oficio cotidiano: si los hechos son interpretaciones, las interpretaciones son libres, arbitrariamente libres. Sin embargo…, las interpretaciones son interpretaciones de los hechos[7].
  Agrego un argumento más: si los hechos son excesivos respecto de las interpretaciones que pretenden agotar su sentido y significación no es porque las interpretaciones deban someterse a su supuesta majestad; la de ser el punto de referencia inamovible de toda interpretación: el secreto que la naturaleza oculta. Poner los hechos como tales –es decir como lo que “está puesto”- es la actitud del positivismo (de allí toma su nombre precisamente: del ponere) que Nietzsche cuestionaba[8]. El positivismo sería algo así como una paradójica interpretación de los hechos, que renuncia a ser interpretación, al poner los hechos fuera de su actividad interpretativa. Pero sería una especie de “positivismo invertido” el de suponer –o proponer, un paradójico, como decía ponere- que las interpretaciones no estén referidas a los hechos: positivismo invertido o idealismo –tal vez, ideología de la interpretación o la interpretación como ideología-. Aquí también, la interpretación pone los hechos y se agota en ellos. Sólo que, a diferencia del positivismo científico, no hay un estadio final para su desarrollo ni una vía única –o método- para enmarcar su actividad: las interpretaciones son fluidas y variables y van poniendo en el camino los hechos que mejor le convienen. Cualesquiera sean esa “conveniencias”: epistemológicas o profesionales (es decir, propias de los “intelectuales interpretadores”). Las interpretaciones se transforman en ideologías cuando pierden esa tensión constitutiva con los hechos, ocupando su lugar: las interpretaciones son los hechos, se ofrecen como tales.
  Cuarto. Volvamos a la encrucijada: hechos e interpretaciones. Ubiquemos en esa encrucijada a nuestra physis que gusta ocultarse y nuestro gusto por la sophia. Si nuestra voluntad de verdad fuese imperiosa y no tuviese paciencia para demorarse en la perplejidad, seguramente nos empujaría a avanzar por el camino de los hechos con la intención de encontrar aquello que la physis oculta. Al tomar por este camino, estaría tomando también por el camino de las interpretaciones. En este caso, el camino de las interpretaciones “científicas” de los hechos. Si nuestra voluntad de verdad fuese un poco más tolerante con nuestras vacilaciones epistemológicas frente a todo aquello que nos suscita perplejidad, seguramente avanzaríamos por el camino de las interpretaciones, tomando en cuenta sólo lo que las cosas muestran y descuidando lo que ocultan, puesto que, en el mundo de la comunicación intensificada, no hay nada oculto-. Y en este punto surge un problema inesperado o imprevisto: esas interpretaciones no dejan de tener relación con los hechos; producen hechos. Dan por hecho demostrado su propia validez puesto que no hay hechos que las desmientan.
  Quinto. Habrá llegado el momento, tal vez, de transformar el mundo, en lugar de interpretarlo (Marx-Engels, dixit); con el agregado, quizás, de que para transformarlo habrá primero que interpretarlo (Heidegger, dixit). Habrá llegado el momento, entonces, de dejarse interpelar por la Esfinge, allí, en la encrucijada de los hechos y las interpretaciones. Y el rostro de la Esfinge es hoy el COVID-19.
  Sexto. Un poco de filosofía en la educación: la pandemia lleva a la cuarentena y la cuarentena lleva a la educación (los procesos y las prácticas educativas) por fuera de las escuelas (las instituciones en las que esos procesos y esas prácticas se realizan). ¿Cómo interpretamos todo esto? Quienes hayan leído el catecismo foucaultiano podrían –deberían- sentirse liberados: el COVID-19 habría logrado desmontar los dispositivos disciplinarios y ahora la educación fluye libre por fuera de las instituciones normalizadoras. El catecismo foucaultiano termina allí. Sin embargo, el pensamiento de Foucault es algo más rico y complejo que esa versión de catequesis que, como todo dogma- transforma una interpretación en un hecho (un canon, una interpretación canónica). A esto se refiere Deleuze cuando pone en escena “las sociedades de control” como dispositivos que hacen el relevo de los disciplinarios. Retomo este punto por dos motivos. Uno, porque “las sociedades disciplinarias son nuestro pasado inmediato, lo que estamos dejando de ser”. Otro, porque frente a esos dispositivos disciplinarios o de encierro (las instituciones) los nuevos dispositivos que pone en acción la sociedad de control parecen más libres. Sin embargo, no dejan de ser dispositivos que someten las libertades aunque de maneras menos visibles. Entonces: “no hay lugar para el temor ni para la esperanza, sólo cabe buscar nuevas armas”. Las sociedades de control son aquello de lo que habló Foucault en sus últimos cursos y seminarios: el biopoder. Y también, lo que Bauman describe con la metáfora de “lo líquido” (en la Modernidad líquida, por ejemplo). Y llegando más a nuestros días, lo que de un modo excesivamente apresurado y liviano para mi gusto nombramos con la palabra “neoliberalismo” y Byung-Chul Han “sociedad del cansancio”. Dejemos todo esto para concentrar nuestra atención sobre un punto, los argumentos finales del texto de Deleuze:
¿No es extraño que tantos jóvenes reclamen una "motivación", que exijan cursillos y formación permanente? Son ellos quienes tienen que descubrir para qué les servirán tales cosas, como sus antepasados descubrieron, penosamente, la finalidad de las disciplinas. Los anillos de las serpientes son aún más complicados que los orificios de una topera[9].
  Séptimo. Dejemos por ahora a los topos y las serpientes; retengamos, sin embargo, el planteo de la dificultad. Se trata de una dificultad paradójica: la de estar sometidos a dispositivos que se afirman en nuestras libertades. Podríamos decir que los dispositivos disciplinarios, las instituciones de encierro, los orificios de las toperas, están basados en el imperativo moral (si debes, puedes). Nos hemos liberado de esas coerciones disciplinarias y ahora “podemos” sin que el “deber” se nos imponga y nos imponga un límite. Pero es aquí en donde hace su aparición la paradójica dificultad: ¿queremos aquello que podemos?[10]. Según parece y así planteado, el remanido “querer es poder” habría servido para traspasar el límite impuesto por la sociedad disciplinaria y estamos ahora en una situación en la que se nos propone que “poder es querer”. ¿Será así?
  Nuevamente aquí el COVID-19 viene en nuestra ayuda y lo hace de modo paradójico: podemos desafiar los límites que impone la cuarentena, ¿queremos hacerlo? Nuevamente aquí y detrás de ese límite, la physis gusta ocultarse y nos invita a pensar antes de salir al mercado de las interpretaciones con “frases hechas”; es decir, con pensamientos ya pensados sin que sepamos cómo ni por quién.
BIBLIOGRAFÍA
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TABORDA, S.A. “Sarmiento y el ideal pedagógico”, Facundo, Córdoba (Argentina), 5, septiembre y octubre de 1938.






[1] Otra se vez se mete la vulgata aristotélica en la conversación: potencia y acto, materia y forma.
[2] No sería adecuado desarrollar este tema aquí pero…, las paradojas que plantea “el maestro ignorante” de Ranciére van, creo, en esta misma dirección: la de la búsqueda de un saber que no se sabe y que, por lo tanto, no se puede trasmitir en una relación pedagógica basada en la desigualdad de los saberes (el sabio y el ignorante). Esa ignorancia (la del maestro de Ranciére) no es la de Sócrates que ignora (o aparenta ignorar) para establecer esa desigualdad. La ignorancia de Sócrates (o, para ser más justos, la del Sócrates platónico) es un saber que está en camino hacia otra cosa: la conquista luminosa de un saber definitivo (absoluto). Ranciére lo dice en estos términos: “Sócrates, a través de sus interrogaciones, conduce al esclavo de Menón a reconocer las verdades matemáticas que ya están en él. Hay ahí tal vez el camino de un saber [savoir], pero en ningún caso el de una emancipación [émancipation]. Por el contrario, Sócrates debe llevar de la mano al esclavo para que éste pueda encontrar lo que está en sí mismo. La demostración de su saber es al mismo tiempo la de su impotencia: no caminará nunca solo, y por otra parte nadie le pedirá que camine sino para ejemplificar la lección del maestro. Sócrates interroga a un esclavo que está destinado a serlo siempre”, RANCIÉRE, J., El maestro ignorante. Cinco lecciones sobre la emancipación intelectual, Buenos Aires, Libros del Zorzal, 2007. p. 47. Será oportuno recordar aquí que “las verdades matemáticas” son algo más –y, sobre todo, son otra cosa- que un asunto de números. Ta mathemata, es un saber que se puede trasmitir, es decir, que se puede enseñar y se puede aprender, que puede ir en una y otra dirección, porque es un saber ya sabido; el saber que se corresponde con la conocida teoría platónica de la reminiscencia. Sobre ese tema, véase HEIDEGGER, M., La pregunta por la cosa, Buenos Aires, Alfa, 1975, especialmente pp. 65-72. Se recordará también que el saber que Descartes buscaba –inaugurando así la modernidad- era una mathesis universalis: es decir, una “ciencia única y normativa”; cfr. pp. 90-96.
[3] Estoy haciendo un uso un poco rápido y tal vez un poco libre de los argumentos que Heidegger presenta como comentario a la alegoría de la caverna platónica. Mi intención es rescatar de esa interpretación dos cosas. Una, la remisión al sentido originario –griego- de la “verdad” como “desocultación”: a-letheia. Creo que, sin forzar demasiado las cosas, se puede encontrar cierta afinidad entre el “ocultarse” (kryptesthai) de Heráclito y el “ocultarse” (lanthano) de Platón. Nótese, de paso, la relación entre “oculto” y “latente” a partir de este “ocultarse” (lanthano). Otra, es que, en la interpretación de Heidegger, la doctrina platónica acerca de la verdad implica una mutación, un cambio radical, y esa mutación acontece como pasaje de la “incultura” o “falta de formación” (Heidegger usa el término griego apaideusia) a la “formación” (paideia), entendida ésta, a partir de esa “mutación”, como acceso pleno al mundo de las ideas en las que el pasaje de lo oculto a lo desoculta está ya –y eternamente- cumplido. Heidegger acepta que, con algunas reservas, se puede equiparar el significado de paidea con el término Bildung: “acuñación […] y acompañamiento mediante una imagen [Bild]”. Cfr. HEIDEGGER, M., “La doctrina platónica acerca de la verdad”, en Cuadernos de filosofía, V-VI, 10-11-12, 1953, pp. 35-57. Completemos estas referencias con el mito de Er narrado en la República: las almas nacen ignorantes porque al nacer atraviesan el río lethe, de modo que su ignorancia es un olvido –ocultamiento- de lo que saben desde la eternidad y el aprendizaje –la mayeútica- es un desolvidar; es decir, un recuperar aquello ya sabido. Agrego al margen de Platón: a cierto desolvidar que supone un olvido previo se refiere Arturo Jaurectche cuando, recordando su infancia, argumenta que “La escuela no continuaba la vida sino que abría en ella un paréntesis diario. La empiria del niño, su conocimiento vital recogido en el hogar y en su contorno, todo eso era aporte despreciable. La escuela daba la imagen de lo científico; todo lo empírico no lo era y no podía ser aceptado por ella, aprender no era conocer más y mejor, sino seleccionar conocimientos, distinguiendo entre los que pertenecían a la ‘cultura´ que ella suministraba, y los que venían de un mundo primario que quedaba más allá de la puerta”, JAURETCHE, A., Los profetas del odio y la yapa (la colonización pedagógica), Buenos Aires, Peña Lillo, 1982, “El colonialismo mental: su elaboración”, p. 170. El párrafo citado corresponde a una parte del texto que lleva el sugestivo subtítulo de “Desconexión entre la escuela y la vida”. La misma idea –o similar- está presente en un texto de Saúl Taborda donde analiza la mutación que Sarmiento opera sobre las prácticas educativas comunales –y provinciales- cuya matriz cultural es activamente relegada al olvido en nombre de una civilización que no quiere tener puntos de contacto con la barbarie. A esa tradición cultural y educativa Taborda la designa como educación facúndica. TABORDA, S.A. “Sarmiento y el ideal pedagógico”, Facundo, Córdoba (Argentina), 5, septiembre y octubre de 1938. Editado posteriormente en Investigaciones Pedagógicas, t. III, cap. XIII, pp. 215-230. Reproducido en CHÁVEZ, F., La argentinidad preexistente, Buenos Aires, Docencia, 1988, pp. 35-49. Sobre la producción teórica de Taborda, véase CASALI, C.A., La filosofía biopolítica de Saúl Taborda, Remedios de Escalada, UNla, 2012 y CASALI, C.A., “Estudio preliminar y apéndice biográfico”, en TABORDA, S., Escritos pedagógicos, Remedios de Escalada (Prov. de Bs. As.), Universidad Nacional de Lanús, 2015.
[4] NIETZSCHE, F., La ciencia jovial, Valparaiso (Chile), Universidad de Valparaiso, 2018, p. 55. Argumentos similares a este presenta Nietzsche en Más allá del bien y del mal (“Prólogo”) y en Así habló Zaratustra (“Del leer y el escribir”)
[5] Cfr. CASALI, C.A., “Coronavirus hasta en la sopa: una pandemia de filósofos azota el mundo”, en Asociación de Filosofía Latinoamericana y Ciencias Sociales, marzo 2020.
[6] “En mi criterio, contra el positivismo que se limita al fenómeno, ‘sólo hay hechos’. Y quizá, más que hechos, interpretaciones. No conocemos ningún hecho en sí, y parece absurdo pretenderlo. ‘Todo es subjetivo’, os digo; pero sólo al decirlo, nos encontramos con una interpretación. El sujeto no nos es dado, sino añadido, imaginado, algo que se esconde. Por consiguiente, ¿se hace necesario contar con una interpretación detrás de la interpretación? En realidad entramos en el campo de la poesía, de las hipótesis. El mundo es algo ‘cognoscible’, en cuanto la palabra ‘conocimiento’ tiene algún sentido: pero, al ser susceptible de diversas interpretaciones, no tiene un sentido fundamental, sino muchísimos sentidos. Perspectivismo”. NIETZSCHE, F., La voluntad de poderío, ø 476
[7] Intento jugar un poco aquí con el doble sentido del genitivo: objetivo y subjetivo, al modo en que lo hace Heidegger –si se me disculpa la pretensión- con la fórmula “pensar del ser”. Por otra parte, no quisiera estar volviendo hacia atrás –aunque tal vez, no lo esté pudiendo evitar- en esa “historia de un error” que narra Nietzsche cuando, al final de un breve recorrido observa que “nosotros hemos suprimido al verdadero mundo [Die wahre Welt]; ¿qué mundo ha quedado? ¿Acaso el aparente?...Pero no. ¡Con el verdadero mundo hemos suprimido también el mundo aparente! (Mediodía; instante de la sombra más corta; fin del larguísimo error; punto culminante de la humanidad; INCIPIT ZARATHUSTRA”; NIETZSCHE, F., “De cómo el verdadero mundo terminó por volverse una fábula”, en El ocaso de los ídolos. O como se filosofa con el martillo, Buenos Aires, Siglo Veinte, 1976, p. 29. La disyunción entre hechos e interpretaciones que quiero -o intento- mantener -o recuperar- no es “premetafísica”, entre “esencia” y “apariencia”, sino “posmetafísica”, entre interpretaciones que tienen sentido (allí aparecerían los “hechos”) y las que no lo tienen (no habría allí “hechos” que le den sentido a las interpretaciones).
[8] Ver n. 2.
[9] DELEUZE, G., “Post-scriptum sobre las sociedades de control”, en DELEUZE, G., Conversaciones (1972-1990), Valencia, Pre-Textos, 1999.
[10] Nota de color: es llamativo ver –“ver” en sentido literal- en estos días cómo proliferan en las pantallas de los más diversos dispositivos, “intelectuales” que nos explican y “enseñan” que esos dispositivos destruyen las relaciones humanas y plantean vínculos pedagógicos falsos. Intelectuales que conversan por zoom para explicarnos que por zoom no se puede conversar. Pedagogos críticos que, con llamativa nostalgia, añoran volver a las aulas presenciales en donde trascurrían los procesos educativos en “los buenos tiempos” prepándemicos. Esas mismas aulas que antes eran analizadas como dispositivos institucionales disciplinarios y se presentan ahora como un paraíso perdido -que, como todos los paraísos, se alimenta de ilusiones y recuerdos mutilados-. Si usasen un tono más modesto o menos altisonante, tal vez podríamos tomarlos más en serio.

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