jueves, 27 de agosto de 2015

Humanismo/posthumanismo: Sloterdijk. Por Carlos A. Casali

Humanismo/posthumanismo: Sloterdijk. Por Carlos A. Casali


  Hacia fines del siglo veinte, en un coloquio realizado en Alemania, Peter Sloterdijk retoma en tono polémico la pregunta por el humanismo. En 1999 la intervención de Sloterdijk en ese coloquio toma la forma de libro bajo un título por demás sugestivo, Normas para el parque humano, y un subtítulo que refuerza el tono polémico de sus reflexiones: Una respuesta a la Carta sobre el humanismo de Heidegger. La versión castellana del texto fue publicada por Siruela en Madrid en el año 2000 y es la que utilizaremos aquí para comentarlo.

  Hacíamos referencia más arriba al tono polémico de Sloterdijk: según podremos ver, su escritura tiene un tono irónico que lleva fácilmente a la polémica y sus afirmaciones -o, a veces, meras insinuaciones- parecen provocar el mismo efecto corrosivo que el martillo de Nietzsche producía sobre los ídolos filosóficos. Pero éstas no serían más que cuestiones de estilo en un pensador que se siente cómodo en la polémica si no fuese que, además, Sloterdijk se hace acompañar de Heidegger en un momento en el que la filosofía ya no quiere dialogar con él. Todo esto suscitó, más allá de las intenciones implícitas o explícitas del autor, una polémica en Alemania. Los detalles de esa polémica y las explicaciones y reflexiones que el propio Sloterdijk presenta para tratar de explicar y explicarse una situación que parece haber tomado dimensiones inesperadas, por lo menos para él, pueden seguirse en un libro que, poco después, recogió las conversaciones entre nuestro filósofo y el antropólogo Hans-Jürgen Heinrichs, El sol y la muerte. Investigaciones dialógicas. El libro fue publicado en Alemania en 2001 (la versión castellana es de editorial Siruela y corresponde al año 2004). Desde un contexto más amplio y, también, desde otra perspectiva, el tema fue abordado por Félix Duque (En torno al humanismo. Heidegger, Gadamer, Sloterdijk, Madrid, Técnos, 2002). No es nuestra intención aquí participar de esa polémica, sino retomar la pregunta por el humanismo dentro del contexto en el que la plantea Sloterdijk.
  
  Comencemos por el “humanismo”. A diferencia de Heidegger, Sloterdijk no elude una definición, aunque irónica, del término. Sólo que, habrá que aclararlo, la ironía le resta precisión a la definición, la deja abierta, en estado de indefinición: “humanismo es telecomunicación fundadora de amistades que se realiza en el medio del lenguaje escrito” (p. 19). Heidegger, abordaba el tema por el camino, habitual en él, de los rodeos: el humanismo aparecía ligado con la metafísica y ésta con el olvido del ser. Cuando acompañamos a Heidegger por este camino, rápidamente nos internamos en aguas profundas: salimos al encuentro del Ser. Sloterdijk, en cambio, nos lleva por las orillas de un territorio conocido: el de los libros. Los libros son “voluminosas cartas” que ponen en comunicación a ciertos amigos lejanos. La filosofía –o el filósofo- que se pregunta por el humanismo, pertenece ella también al “género literario” y hace “cadena epistolar” desde hace unos dos mil quinientos años. Esa “telecomunicación” supone, entre otros aspectos y características, que los emisores de los mensajes desconocen a sus destinatarios y que la recepción misma de los mensajes por parte de esos impredecibles destinatarios es posible, justamente, gracias a su receptividad.
  Tenemos aquí reunidos los elementos que parecen componer el significado del “humanismo”. Por un lado, cierta vocación universalista de los emisores de un mensaje lanzado al espacio y al tiempo por unos griegos decididamente alejados de nuestras coordenadas espacio-temporales pero próximos desde un punto de vista cultural (adviértase, de paso, que el humanismo queda inscripto por Sloterdijk dentro del ámbito de la cultura, y no puesto en relación con la metafísica y su devenir histórico como lo hacía Heidegger). Hay un componente abierto y abarcativo en esos mensajes. Por otro  lado, humanista es quien puede y quiere recibir esos mensajes; aquel que se ubica dentro de una tradición para hacer cadena epistolar. Poder hacerlo, depende básicamente de la educación –sin entrar por ahora de lleno en este tema, digamos que, si se trata de escritura, el receptor debe estar alfabetizado-; querer hacerlo, depende de la domesticación –también aquí, sin entrar de lleno en este tema, digamos que se trata de aceptar voluntariamente la amistad de unos extraños, de responder a una interpelación para devenir sujetos (Althusser dixit)-. Tenemos también aquí los filos de la ironía que agudiza las intenciones polémicas de Sloterdijk con esa tradición humanista: aquellas cartas que escribieron una vez los griegos llegan hasta nosotros después de haber pasado por las manos de los romanos y es “seguro que se habrían sorprendido los autores griegos de saber qué clase de amigos aparecerían un día al reclamo de sus cartas” (p. 20).
  De Grecia a Roma y de allí a los Estados nacionales burgueses, el humanismo entendido según el modelo de “la sociedad literaria” funciona de modo programático: educa y domestica; civiliza la barbarie, diríamos nosotros. El humanismo define aquí su programa político: “los pueblos se organizaron a modo de asociaciones alfabetizadas de amistad forzosa, unidas bajo juramento a un canon de lectura vinculante en cada espacio nacional” (p. 25).
  El humanismo cumple una función política por medio de la cultura. Podemos darle a esta idea mayor precisión: el humanismo es la cultura misma. Dicho en otros términos, el humanismo cultural realiza el proyecto político de los Estados nacionales burgueses. Si quisiéramos poner un poco de color local en esta pintoresca descripción, bastará con recordar la función política que cumplieron los colegios nacionales creados por Bartolomé Mitre a mediados del siglo diecinueve dentro del proceso histórico de la llamada “organización nacional” y los debates en torno de la “cultura nacional” y el “canon literario” que tuvieron lugar hacia fines de ese siglo cuando el objetivo político fue el de consolidar el poder del Estado sobre la base de un patrón cultural homogéneo que fuese capaz de aglutinar las variopintas tradiciones culturales de los inmigrantes.
  Pero volvamos sobre el componente “filosófico” del humanismo ¿Cuál es el nexo que liga a la filosofía con el humanismo? Ajustemos mejor la pregunta ¿cuál es el nexo? En este punto Sloterdijk vuelve con los filos de su ironía. Utiliza los siguientes giros: “desde que existe como género literario, la filosofía recluta a sus adeptos escribiendo de manera contagiosa acerca del amor y la amistad” (p. 19); la filosofía escrita se mantiene a través del tiempo como “un virus contagioso” (p. 20); nos atrapa en un “fascinante hechizo creador de amigos” (p. 20); “la hipotética amistad del escritor de libros y cartas con el receptor de sus envíos representa un caso de amor a lo más lejano” (p. 22). La filosofía y el humanismo hacen nexo, conectan, de modo misterioso, mágico (cfr. p. 24). Hacen comunidad al modo de las “sociedades literarias” en cuyo núcleo Sloterdijk advierte “una fantasía sectaria o de club” (p. 23). Las naciones modernas no son más que “eficaces ficciones de públicos lectores que, a través de unas mismas lecturas, se han convertido en asociaciones de amigos que congenian” (pp. 25-26).
  La ironía correo los objetos sobre los que se lanza. El humanismo se deshace en nuestras manos. Sin embargo, todavía no se ha dicho lo suficiente y el amable y simpático paseo que damos por las orillas del conocido territorio de los libros se termina. “La época del humanismo nacional burgués ha llegado a su fin” porque la antigua magia del texto resulta ineficaz para “mantener unidos los vínculos telecomunicativos entre los habitantes de la moderna sociedad de masas” (pp. 27-28). De modo que aquellos misteriosos nexos ya no aglutinan y son sustituidos por otros –Sloterdijk menciona la radio, la televisión y las redes informáticas- que funcionan como fundamentos de la “coexistencia humana”. Dicho en forma de tesis: “las sociedades modernas sólo ya marginalmente pueden producir síntesis políticas y culturales sobre la base de instrumentos literarios, epistolares, humanísticos” (p. 28).
  Todavía no se ha dicho lo suficiente…Falta decir que el humanismo cumple una función política no sólo porque hace nexo, conecta y aglutina, sino porque lo hace contra algo. El humanismo radicaliza su discurso toda vez que aumenta el peligro de la barbarie. Pero ¿qué nombramos con esta palabra? Hagamos una enumeración: “las atrocidades bélicas” del siglo veinte; “las interacciones humanas violentas”; las “tendencias asilvestradoras del hombre”; dicho de modo más abarcativo “situaciones de alto desarrollo del poder, bien sea directamente como atrocidad imperialista o bélica, bien como embrutecimiento cotidiano de los hombres en los medios destinados a la diversión desinhibida” (pp. 31-32). De modo que, en síntesis, si el humanismo toma su impulso de la lucha contra la barbarie así entendida, se puede concluir que el humanismo domestica: “una lectura amansa” (p. 32). Esto supone que los hombres se forman de acuerdo con el influjo de dos tipos de fuerzas: inhibidoras, unas; desinhibidoras, las otras. O, dicho con otros términos, amansadoras, unas; embrutecedoras, las otras (pp. 32-33). Nótese que Sloterdijk no contrapone esas fuerzas formativas del hombre en términos de naturaleza y cultura, como era habitual dentro del esquema mental del siglo diecinueve presente en la sarmientina disyunción de barbarie y civilización, sino como dos fuerzas formativas –es decir, educativas- que se mueven en el mismo nivel o sobre el mismo plano. Por un lado, la formación a través del medio del circo romano desarrolla el modelo del “desinhibido Homo inhumanus” (p. 33). Por el otro, la formación a través del libro capaz de proveer “lecturas filosóficas, humanizadoras, apaciguadoras y generadoras de sensatez” (p. 34). En este juego de oposiciones, de fuerzas formativas que se oponen, “lo humano consiste en elegir para el desarrollo de la propia naturaleza los medios inhibidores y renunciar a los desinhibidores” (p. 35).
  Fuera del esquema simplificador que contrapone naturaleza y cultura, la educación queda ubicada sobre un territorio más amplio, sus funciones se amplían. La educación humanista del hombre no consiste, desde este punto de vista que es el de Sloterdijk, en darle formar humana a ese animal capaz de adquirir cultura que llamamos hombre, sino en “una definición del hombre teniendo en cuenta su apertura biológica y su ambivalencia moral” (p. 35). Sloterdijk utiliza la palabra antropodicea: darle forma humana a una vida cuyos horizontes son a la vez abiertos –desde un punto de vista biológico- y ambivalentes –desde un punto de vista moral-. En términos de Sloterdijk, se trata de los medios o instrumentos “a través de cuyo uso los propios hombres se conforman en eso que pueden ser y que serán” (p. 36).
  Reparemos en este punto: si lo que caracteriza al hombre es su indefinición –la apertura y la ambivalencia-, entonces el problema de su formación no se plantearía correctamente si lo ubicásemos sobre el plano de los fines y las definiciones. Según parece, sólo nos quedan los medios; es decir, las técnicas.
  Es aquí donde Sloterdijk se hace acompañar por Heidegger. La superación heideggeriana del humanismo pasa por ubicar al hombre por fuera del dispositivo metafísico que lo encierra dentro de la conocida definición de animal racional. Ubicado dentro de ese dispositivo el hombre adquiere consistencia y logra “superar” su radical indefinición –la apertura y la ambivalencia- al precio de su degradación ontológica: demasiado cerca de lo animal y su característica pobreza de mundo. Tal vez Heidegger pudo haber encontrado en estas proximidades del hombre con lo animal motivos para pensar el fascismo como “síntesis de humanismo y bestialidad”. Fuera del dispositivo de la metafísica, Heidegger ubica al  hombre en relación al ser: el ente que es interpelado por el ser, el habitante de su casa –el lenguaje-, su custodio y guardián.
  Nótese que, en compañía de Heidegger, Sloterdijk observa que los mecanismos de interpelación parecen haber cambiado: ya no son las cartas del pasado que intercambiaban los humanistas literarios las que nos interpelan sino que el ser es ahora el “autor exclusivo y único de todas las cartas esenciales” (p. 48). Sloterdijk advierte en esta estrategia heideggeriana un reforzamiento de las funciones de contención en las que había fracasado el viejo humanismo literario: “el hombre queda supeditado a una contención extática que va más allá del civilizado detenerse del lector devoto ante la palabra clásica” (p. 47). Pero también advierte los límites de esa estrategia: “no puede haber un canon público de los guiños del ser” (p. 48).
 
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Y aquí es donde comienzan los problemas. Si el humanismo literario finalizó su ciclo histórico con la llegada de los medios de comunicación de masas y el posthumanismo de Heidegger parece poco eficaz para producir ligaduras sociales a gran escala –se limita a “una sociedad de vecinos del ser” o una “sociedad de meditabundos” (pp. 48 y 49)-, entonces habrá que plantearse nuevas preguntas o incluir nuevos términos dentro de la pregunta por el humanismo. Teníamos hasta ahora dos términos que corresponden a una matriz cultural: “educación” y “domesticación”. Sloterdijk propone incorporar los términos “cría” y “crianza” y el término omplementario “selección”, que se corresponden más con una matriz biológica o zoológica. Es en este punto donde se aparta de las “instrucciones heideggerianas” para explorar “el extático claro del bosque en el que el hombre deja que el ser le hable” (p. 53). Y lo que encuentra en esa exploración es un material zoológico que Heidegger había desechado, precisamente aquel que lo vinculaba metafísicamente con la animalidad. Heidegger quería ubicar al hombre en la vecindad del ser y en la cercanía de lo divino, bien lejos de lo animal (cfr. p. 43), Sloterdijk quiere devolverlo a ese ambiente en donde la apertura al mundo se explica por medio de la prematurez de su nacimiento: “al fracasar como animal, el ser indeterminado se precipita fuera de su entorno y, de este modo, logra adquirir el mundo en un sentido ontológico” (p. 55). Sloterdijk no quiere acompañar a Heidegger, entretenido con sus ensoñaciones poéticas y místicas, y parece optar por seguir en esto el “seguro camino de la ciencia”: según su lectura, “el claro del bosque es un acontecimiento fronterizo entre la historia natural y la cultural” (p. 56). Y no sólo eso sino que también se puede ver en la imagen del claro del bosque heideggeriana una representación poética del proceso histórico que lleva al hombre desde una animalidad salvaje y nómada a una animalidad domesticada y sedentaria. La casa donde el hombre habita es no sólo la del lenguaje sino que también es la casa construida. Casa se dice en latín domus, de modo que toda casa es tautológicamente doméstica (véase el texto de Félix Duque indicado más arriba, p. 121). Siguiendo la intención de Sloterdijk, que en este punto como en otros se limita a hacer algunas sugerencias, la casa implica algo más que el lenguaje, es todo un sistema social y político que organiza la vida del hombre en ciertos términos o de acuerdo con ciertas formas cuyas estructuras están determinadas por relaciones de poder: “el claro del bosque es al mismo tiempo [que un proceso de humanización en casa] un campo de batalla y un lugar de decisión y de selección” (p. 60).
  Detengámonos un momento en este punto: el claro del bosque como campo de batalla. Sloterdijk no lo dice de modo expreso pero esa idea estaba ya en la carta heideggeriana: “al mismo tiempo que lo indemne, en la aclaración (Lichtung) del Ser, aparece lo maléfico (Böse)”. Ambas posibilidades, la salvación y la perdición, pertenecen al Ser: “uno y otro, lo indemne y lo malévolo no pueden con todo aparecer en el Ser sino en tanto el Ser mismo es el lugar del combate (Strittige). En él se esconde la procedencia esencial del anonadar (Nichtens)” (p. 69). Y, más adelante, “sólo el Ser acuerda a lo indemne [a lo salvo] su despuntar en la serenidad (Huld, benevolencia, gracia) y al furor (Grimm) su carrera afiebrada hacia la ruina [Unheil, desventura, el mal]” (p. 71). No es el hombre quien dona o niega sentido a las cosas sino el Ser (citamos la Carta sobre el humanismo por la traducción hecha por Roger Munier y el poeta argentino Raúl Gustavo Aguirre en 1958 en una edición privada). Como se podrá advertir, Heidegger no se aleja de su planteo postmetafísico y postsubjetivo: todo se resuelve en términos de ser y lenguaje. Y esto es lo que Sloterdijk advierte como insuficiente.
  Entonces recurre a Nietzsche,  “el maestro del pensamiento peligroso” (p. 60) para quien “los hombres del presente son ante todo una cosa: criadores exitosos que han logrado hacer del hombre salvaje el último hombre” (p. 62).
  Con este paso y en compañía de Nietzsche, Sloterdijk se interna ahora en aguas profundas después de haber abandonado las orillas de las humanidades literarias: lo que está debajo de las tranquilas aguas de la domesticación literaria –escolar y lingüística- del hombre y lejos de las orillas que las delimitan es “una política de cría” (p. 63) emprendida con éxito por curas y profesores que lograron hacer del hombre un animal pequeño, acostumbrado a resignar su voluntad en desmedro de la posibilidad de afirmarla. En palabras de Nietzsche citadas por Sloterdijk: “virtud es para ellos lo que hace modesto y manso: así han convertido al lobo en perro y al propio hombre en el mejor animal doméstico del hombre” (p. 62).
  Nos encontramos ahora en un punto crucial, el punto en el que aparece “el otro rostro, el oculto, del claro del bosque”: una disputa entre programas o políticas de crianza (p. 63). El lenguaje en estos casos suena demasiado crudo y no sólo se expone a las malas interpretaciones sino que las permite. ¿Qué se entiende por política de cría? ¿En qué sentido el hombre se vuelve más pequeño? Nietzsche usa los términos “voluntad”, “poder”, “fuerzas”; términos fronterizos entre lo natural y lo cultural, como el término “pulsión”. Sloterdijk sugiere interpretar estos términos sin demasiadas vueltas: “los hombres –según parece- han ido criándose a sí mismos hasta lograr, con ayuda de una habilidosa asociación entre ética y genética, hacerse más pequeños” (p. 63). Dejemos que estos términos permitan ser interpretados de muchas maneras. Sin embargo, hay una que es central: la cría supone selección. Entonces tenemos la siguiente cadena terminológica: humanismo, educación, domesticación, cría, selección. Podemos nombrar esta cadena como “antropotécnica” y sacar de allí algunas conclusiones: “probablemente de lo que se tratará en el futuro es de entrar activamente en el juego y formular un código de antropotécnicas”. Sloterdijk va directo al punto crucial al unir el primer eslabón con el último de la cadena terminológica, el humanismo con la selección, y esto le permite plantear con toda crudeza que “la humanidad no consiste sólo en la amistad del hombre con el hombre, sino que siempre implica también –y con explicitud creciente- que el hombre representa para el hombre la máxima violencia (Gewalt)” (71).
  Llegamos, como decíamos, al punto crucial. Y allí se acabó nuestro recorrido. Porque en lo que sigue, Sloterdijk regresa al punto de partida: “también en la cultura actual está teniendo lugar la lucha de titanes entre los impulsos domesticadores y los embrutecedores (den zähmenden und den bestialisierenden Impulsen) y entre sus medios respectivos” (p. 72). En este sentido, no aporta demasiado en el desarrollo de la argumentación el simpático rodeo por los planteos pastorales de Platón; se limitan a reforzar la idea ya expuesta: desde el fondo de la historia occidental, detrás del humanista hay un criador de hombres.
  Sea como fuere, sin embargo, que la filosofía hunde sus raíces en aquellos lejanos orígenes platónicos –sea para comenzar a partir de allí su gloriosa marcha hacia el futuro o para comenzar el largo ciclo de su decadencia-, tal vez lo más interesante del texto que estamos comentando es su reflexión sobre la filosofía misma, que nos permitimos citar in extenso:
Una de la señas de identidad de la naturaleza humana es que sitúa a los hombres ante problemas que son demasiado difíciles para ellos, sin que les quede la opción de dejarlos son abordad en razón de esa dificultad. Esta provocación del ser humano por parte de lo inaccesible (Unumgängliche), que es al mismo tiempo lo no dominable (Nichtbewältigbare), ha dejado desde los inicios de la filosofía europea una huella inolvidable; o mejor: quizá la propia filosofía sea, en el más amplio sentid, esa huella (p. 73).

  Como se podrá advertir, no estamos lejos del lugar en el que Heidegger había ubicado la tarea del pensar dentro del horizonte histórico planteado por la época técnica o por la consumación de la metafísica. Las imágenes a las que acude Slotedijk sobre el final de sus Normas para ilustrar la situación del humanismo confirman esa impresión de retorno a Heidegger: “¿puede también el sótano del archivo convertirse en un claro del bosque?” (p. 85). Sólo que se trata de un retorno desesperanzado puesto que “parece como si hoy no sólo se hubiesen retirado los dioses, sino también los sabios, dejándonos a solas con nuestra escasa sabiduría y nuestros conocimientos a medias” (p. 84).
  Tal vez, si evitásemos ese paso más allá del claro en donde el ser interpela al hombre en la casa del lenguaje y nos quedásemos allí podríamos hacernos la única pregunta que es filosóficamente relevante: la pregunta por el sentido. Tal vez, también, revisando los archivos platónicos podríamos encontrar junto con las utopías eugenésicas del filósofo, los argumentos de otro modo de pensar que nos disponga a comprender por qué la casa del ser está vacía: Calicles le advertía a Sócrates en el Gorgias que, si no abandonaba el camino de los meros juegos verbales, pronto terminaría habitando en casas vacías (Gorgias, 486 c 5-6).


1 comentario:

Anónimo dijo...

Brillante interpretación del profesor Casali sobre el texto de Sloterdijk en base a la Carta del Humanismo de Heidegger.