domingo, 30 de mayo de 2010

Parménides: de la oscuridad del ser al ente luminoso

Parménides: de la oscuridad del ser al ente luminoso. Por Carlos A. Casali

  Tomando como punto de partida la hipótesis planteada por Alfonso Gómez-Lobo de que el viaje que Parménides narra en el proemio de su poema lo lleva de la luz (Día) a la oscuridad (Noche) y no de modo contrario como sostienen las interpretaciones usuales (véase A. Gómez- Lobo, Parménides, Buenos Aires, Charcas, 1985, p.11), nos proponemos aquí hacer un recorrido del poema tomando esa sugerencia como clave de lectura.
  De acuerdo con esta clave de lectura, tal vez se pueda explicar mejor o de modo más convincente el tipo de relación que establece Parménides entre la ignorancia y el conocimiento, la verdad y el error, el camino del ser y el camino de la doxa. Néstor Cordero, por ejemplo, sostiene la versión “más tradicional” e interpreta el viaje narrado en el proemio según una dirección que va de la noche al día y, a partir de esa lectura, afirma que “la analogía entre la oscuridad y la ignorancia es más que evidente” y remite al uso alegórico que hace Platón con la imagen de la caverna para rematar la observación con que “quien desea conocer ignora la verdad, y su mente está oscurecida, velada. Así y todo, esta ausencia total de conocimientos posee en potencia todo el saber” (Néstor Luis Cordero, Siendo, se es: la tesis de Parménides, Buenos Aires, Biblos, 2005, p. 44, el subrayado correponde a Cordero). Esta interpretación del sentido y dirección del viaje de Parménides nos plantea el siguiente interrogante: ¿qué otra cosa significa esta idea de que la ignorancia o el desconocimiento posea “en potencia” la totalidad del saber, sino que, de alguna manera, el conocimiento está contenido en el desconocimiento y, de alguna manera también, depende de él, como la luz de la oscuridad o el día de la noche? Este “en potencia” no puede tener en Parménides el significado de una pura nada, de una “ausencia total” (de conocimiento), sino más bien el de fuerza impulsora o fuente. Entonces, el saber (según el camino de la verdad) no surge de un no saber sino de un otro saber que lo alimenta, como el día se nutre de la noche. El viajero de Parménides que recorre un camino no es equivalente al prisionero de Platón que sale de la caverna (de hecho, más adelante, Cordero sostiene que “Parménides no es Platón, que distingue entre ‘ser y aparecer’”, p. 46).
  Entonces, tomando como clave de lectura del poema la sugerencia de que el viaje va en la dirección del día hacia la noche, podríamos decir que el conocimiento comienza allí donde hay un otro conocimiento, el de la doxa, constituido por las opiniones de los mortales (¿sería demasiado anacrónico decir “la opinión pública”?); un conocimiento que se constituye a plena luz del día, es decir en el ámbito en donde transcurre la vida cotidiana de los mortales que se dicen mutuamente y también para sí mismos cómo es el mundo que los rodea según los nombres que les ponen a cada cosa conforme con la diversidad de los entes. Presentes, justamente, a la luz demasiado visible y obvia de lo cotidiano que teje, sin embargo o por eso mismo, la trama un “orden engañador” (frag. 8, 52). El conocimiento según la doxa engaña, porque se detiene en lo presente según la ley de un discurso que se limita a poner nombres en las cosas (entes) según la claridad que el propio discurso compartido y habitual es capaz de proyectar; la obvia evidencia de las cosas impide ver lo que está a la sombra y desde lo oscuro lo determina: que las cosas (los entes) son y que el conocimiento según la verdad no es el que sigue el hilo conductor de las palabras vacías de sentido sino el de la experiencia del ser en el pensar (noein). Todas las cosas son, pero no como dice la doxa según su desordenada diversidad hecha de los pareceres (dokounta) de los mortales, sino que son según el orden del ser que, por su parte, no es una cosa (un ente) privilegiado que esté por encima o en otro plano (metafísico) respecto de las meras cosas cotidianas sino, más bien el oscuro horizonte de sentido desde donde alumbra el desocultar (la verdad).
  De esta manera, si aceptamos que el conocimiento que la diosa desconocida le trasmite a Parménides es un conocimiento nocturno o subterráneo, escondido, entonces, se comprende por qué ese conocimiento deberá abarcarlo todo: “el corazón imperturbable de la persuasiva verdad” y “las opiniones de los mortales” (frag. 1, 29-30); es decir, no sólo lo que está desoculto y a la luz del día entramado por la opinión (doxa) sino que también, y esto en primer lugar, lo que permanece oscuro y oculto constituyendo la trama íntima de esa desocultación, su verdad. Ese conocimiento fundado en la opinión se refiere a las opiniones o pareceres (ta dokounta) que “habrían tenido que existir/ser genuinamente (dokimos), siendo en todo (momento) la totalidad de las cosas (onta)” (frag. 1, 31-32). Gómez-Lobo comenta: “las apariencias [en el sentido de los pareceres o las cosas que les parecen o aparecen a los mortales], a lo largo de su existencia temporal, es decir, a lo largo de la totalidad del tiempo, constituyen la totalidad de lo que hay” (p. 46). Dicho en otros términos: el ser se desoculta en la totalidad del ente y lo desoculto del ser, lo que está presente a la luz del día es la totalidad del ente, mientras que el ser permanece oculto en lo oscuro de su presentar. ¿Qué significa esto? Que el desocultar, lo mismo que el ser y el presentar, tienen un sentido verbal, una potencialidad o virtualidad, un exceso de significación que se deja ver mejor con la metáfora de la noche que con la del día, a diferencia de los sustantivos o las sustantivaciones correspondientes (lo desoculto, el ente o lo ente, el presente o lo presente) que tienen un una significación acotada y una visibilidad que podríamos llamar diurna.
  Terminado el proemio, la diosa desconocida trasmite un relato (mythos): sólo hay dos caminos para pensar (noesai), el del es/hay (estin) y del no es/no hay (ouk estin); sólo hay pensar en el camino del es, mientras que el camino del no es es intransitable (frag. 2). Dicho en otros términos: sólo hay pensamiento referido al ser y al movimiento de su desocultación, “pues lo mismo es pensar (noein) y ser (estin)” (frag. 3) y “lo ausente (apeonta) está presente (pareonta) para la mente (nous) (frag. 4, 1) porque el ser es presencia en el ente según un movimiento que va de la ausencia al presente (ente) a través del presentar; pensar es hacer presente esa oculta ausencia del ser. Y como el es lo abarca todo pues todo es y no hay nada que no sea y así se ofrece al pensar “es común (xynon) para mí donde comience, pues allí volveré nuevamente” (frag. 5), a diferencia del conocimiento o la experiencia del ente que se dispersa en la diversidad de los presentes que, para ser precisamente presentes, no tienen nada en común (cada cosa/ente es nombrado en su irreductible identidad: “idéntico a sí mismo, pero no idéntico a lo otro”, frag. 8, 57-58).
  Llegados aquí, retornemos a la disyunción de los caminos (odos) planteada por la diosa desconocida a Parménides. En el fragmento dos: de un lado, el camino de la persuasión según la verdad (desocultación): “que es y que no es posible que no sea”; del otro, el sendero que nada informa: “que no es y que es necesario que no sea”. En el fragmento seis: “es necesario que lo que es para decir y para pensar sea, pues es posible ser y la nada no es […] pues tu comenzarás [sigo aquí la sugerencia de Cordero] por este primer camino de investigación, y luego por aquel forjado por los mortales que nada saben, bicéfalos, pues la carencia de recursos conduce en sus pechos al intelecto (nous) errante. Son llevados ciegos y sordos, estupefactos, gente sin capacidad de juicio (akrita), que consideran que ser y no ser son lo mismo y no lo mismo”. Se trata en esta caso de “una senda revertiente o que vuelve al punto de partida (palintropos, que vuelve atrás).
  ¿Qué significa este mensaje (mytho) que la diosa desconocida trasmite a Parménides? Siguiendo nuestra clave de lectura, podríamos interpretarlo de este modo: en el mundo de la doxa no es posible pensar (noein) ni decir (legein) porque se trata de un sendero que no lleva a ninguna parte (vuelve atrás); el pensamiento y el decir intentan atrapar lo que es (el ente) pero, al carecer del hilo conductor del ser se extravían y confunden (acríticamente) el ser con el no ser (como si fuesen “lo mismo y no lo mismo”) pues toman cada cosa como separada en su sustantiva presencia. En cambio, para “el hombre vidente” o “el hombre que sabe” (frag. 1, 3), a quien se le ha revelado (desocultado) el ser, se abre un camino (el camino del ser) que permite al pensar y al decir avanzar persuasivamente
  Hagamos aquí una breve parada en el camino para preguntarnos ¿de qué nos habla la diosa desconocida a través de Parménides? Antepongamos a esta pregunta esta otra ¿a quién le habla la diosa desconocida? Comencemos por intentar responder a esta última: la diosa desconocida nos habla a nosotros, los que buscamos el conocimiento y lo buscamos recorriendo un camino incierto, entre el mito y el logos, que con el tiempo tomará el nombre de filosofía. Jugando con las palabras, el conocimiento tiene su fuente en lo desconocido (la diosa desconocida); pero también si suponemos que esa diosa desconocida no es otra que la Noche, el conocimiento tiene su fuente en lo nocturno desconocido. Podemos retomar aquí la sugerencia de Gómez-Lobo y leer en paralelo el proemio de Parménides con la Teogonía de Hesíodo: describiendo el movimiento de la Noche y el Día, Hesíodo dice que

“uno [el Día] llevando a los terrestres la luz multivalente; a Hipnos [sueño], hermano de Tánatos [muerte], la otra, en sus brazos: la Noche funesta, envuelta en nube brumosa. Allí, los hijos de la Noche sombría tienen sus casas: Hipnos y Tánatos, dioses terribles; y nunca sobre ellos Helios resplandeciente, con sus rayos, pone la vista, cuando al cielo sube o desde el cielo desciende” (Hesíodo, Teogonía, 755-761)

Los que buscan el conocimiento comienzan su camino a partir del desconocimiento o, dicho, con mayor rigor, a partir de otro conocimiento, el conocimiento oscuro y nocturno del sueño y la muerte. Ese conocimiento nocturno está referido al ser en su relación y en su no relación, en su diferencia, con el ente. Es allí en donde surge un nuevo conocimiento, el del pensar (noein) según el ser.

jueves, 13 de mayo de 2010

Parménides y Platón: mitos, alegorías y metáforas sobre el pensamiento.

Parménides y Platón: mitos, alegorías y metáforas sobre el pensamiento. Por Carlos A. Casali


Platón nombraba a Parménides como “venerable (aidoios) y temible (deinos)” (Teeteto, 183 e); por su parte, la tradición que cultiva nuestra cultura filosófica se refiere a Heráclito como “el oscuro” (skoteinos; sobre esto véase G. S. Kirk y J. E. Raven, Los filósofos presocráticos, Madrid, Gredos, 1970, p. 261). Ambos, Parménides y Heráclito, se suelen contraponer como pensadores que postulan accesos diferentes a lo real y formas divergentes del conocimiento: uno, el ser, y otro, el devenir; uno, el discurso identitario, y el otro, el discurso paradojal. Y desde hace tiempo ya, también forma parte de esa tradición cultural filosófica el intento de aproximar a los dos pensadores, sea porque no se advierta entre ellos ninguna contradicción sino simples diferencias, sea porque es poco probable que hayan tenido conocimiento de su mutua existencia. Me gustaría en este breve texto llevar ese último intento de aproximación un poco más lejos para jugar con las posibilidades hermenéuticas que trae la interpretación de Alfonso Gómez-Lobo del poema de Parménides. Se trata de “la conjetura de que en el viaje narrado en el proemio Parménides recorre un camino que lo lleva no de las tinieblas a la luz, sino, por el contrario, de un ámbito luminoso a la oscuridad” (A. Gómez- Lobo, Parménides, Buenos Aires, Charcas, 1985, p.11). Si esta interpretación fuese adecuada o correcta, Parménides podría ser nombrado como “venerable, temible y oscuro”, recibiendo sobre sí, también el calificativo que la tradición reservó para Heráclito. Por otra parte estos tres términos nombran en cierto modo lo mismo: skoteinos significa oscuro y también tenebroso; por su parte, aidoios significa venerable y también vergonzoso (por este lado se vincula con aidoion, partes pudendas) y se vincula con Aidos, Hades, el invisible (a privativa más idein, ver, es decir, “el que no ve” o “el invisible”), el dios del inframundo; finalmente, deinos, significa temible y es un adjetivo que se puede vincular con Deimos como personificación del Espanto, hijo de Ares y Afrodita.
En síntesis, y sin ánimo de hacer aquí una reflexión erudita sobre la etimología y la mitología griega, sino, antes bien, con la intención de jugar un poco con las imágenes que suscita el nombre Parménides superpuesto con las imágenes que van asociadas con el nombre Heráclito y jugando también con las posibilidades imaginarias que despiertan los calificativos que describen ambos legados intelectuales, me gustaría explorar aquí el pensamiento oscuro, difícil de ver y temible de Parménides como un pensamiento nocturno, antes que luminoso. Es decir, como un pensamiento que se configura en mitos, alegorías y metáforas que no preludian a las platónicas sino que van en dirección contraria.
El complemento teórico de esta interpretación está dado por la tesis heideggeriana de la diferencia ontológica: el ser es el ser del ente, pero ente y ser son en su diferencia; el haber perdido de vista esta diferencia es lo que constituye el olvido del ser en la tradición filosófica que toma su origen de Platón y adquiere su rigor discursivo a través de la metafísica. Para plantear esto con un sistema de equivalencias similar al que Platón utiliza en la alegoría de la caverna, digamos que el ser parmenídeo equivale a la noche/oscuridad, mientras que el ente se corresponde con el día/luz, del mismo modo –y de modo inverso, entonces- en que el ente platónico equivale a la oscuridad cavernaria, mientras que el ser del ente visto desde el ente mismo (y no desde el ser) se corresponde con el sol. Todo esto se complementa con la necesaria equivalencia entre los significados de ente y presente, por un lado y ser y presencia o presentar, por el otro. Mientras que, en Parménides, el camino ontológico -que es el camino del pensar- va del presentar al presente (del ser al ente), en Platón va del presente fugaz al presente inmutable (del ente sensible o mundano al ente inteligible o transmundano) (Para esta interpretación heideggeriana véase M. Heidegger, “La doctrina de Platón acerca de la verdad”, en Cuadernos de Filosofía, Buenos Aires, nº 10-12, 1953 y, también, “Identidad y diferencia”, en Identidad y diferencia, Barcelona, Anthropos, 1990).
Busquemos la guía de Alfonso Gómez-Lobo; la clave de su interpretación está en el proemio del poema de Parménides (frag. 1).
El narrador, que no es otro que Parménides mismo, va en camino hacia un lugar desconocido y lejano (esa idea de lejanía queda reforzada por la referencia al thymos, ánimo o impulso vital que mueve al viajero); en ese camino, el viajero fue puesto previamente, para luego ser llevado por un carro, unas yeguas y la guía de las doncellas Helíades (hijas del sol); el camino mismo pertenece a una divinidad (daimonos) desconocida. El camino es el que “lleva al hombre vidente”; según la lectura de Gómez-Lobo, se trata aquí de una referencia al “iniciado” conforme ritos como el de Eleusis: “Parménides, al enfatizar que va recorriendo precisamente ese camino […], indica que la suya es también una experiencia de iniciación…” (p. 31). Las doncellas Helíades que guían al viajero Parménides acaban de abandonar las mansiones de la Noche (Nyktos) y se dirigen hacia la luz (phaos). Aquí Gómez-Lobo presenta una lectura divergente de la que realizan la mayoría de los intérpretes del poema: “son las doncellas las que han salido hacia el ámbito de la luz para ir al encuentro de Paménides. Éste por consiguiente no es quien emerge ‘hacia la luz’, sino que se halla originalmente sobre la tierra, a plena luz del día” (p. 32). El camino que las doncellas Helíades recorren va, entonces, de la oscuridad a la luz y, por eso mismo, trasponen las puertas que separan la Noche (Nyxtos) del Día (Hematos) no como si se tratase de dos caminos diferentes sino como “un mismo trayecto o jornada recorrido sucesivamente por las dos entidades cósmicas”, es decir, Noche y Día (p. 37). Dike (justicia cósmica) posee las llaves y “cuida de que las puertas se abran y se cierren a su debido tiempo” (p. 38) permitiendo, de este modo, la alternancia equilibrada de la noche y el día. Ahora bien, si Dike necesita ser persuadida por las doncellas Helíades para que abra las puertas es “porque la llegada del carro no coincide con el relevo normal del acaecer cotidiano” (p. 38): las doncellas han salido hacia plena luz del día y antes de que su tiempo regulado por Dike termine, están volviendo hacia la mansión o morada de la Noche con el carro en el que es transportado el viajero Parménides. Una vez traspuesto el umbral, Parménides se recibido por una diosa (thea) desconocida que, en la interpretación de Gómez-Lobo, no es otra que la Noche. Se trata de una Noche transfigurada por el discurso parmenídeo: mientras que la Noche en Hesíodo “es peligrosa, viaja envuelta en una nube negra y lleva consigo a la Muerte”, para Parménides “es una divinidad benevolente que lo acoge tomándolo de la mano” que le manifiesta al viajero que “no ha sido conducido hasta allí por una moira kake, ‘una mala porción, ‘un mal hado’, vale decir, la muerte, que es el conducto normal de acceso al mundo subterráneo” (p. 40), sino que son Themis y Dike, las potencias o divinidades que encarnan la justicia del orden establecido y lo regulan, quienes permiten la revelación que la diosa desconocida (según Gómez-Lobo, la Noche) le hará al viajero.
Los elementos mitológicos que Gómez-Lobo presenta para fundamentar su interpretación heterodoxa del proemio de Parménides son los siguientes. En primer lugar, las doncellas Helíades que remiten al mito de Helios, una de cuyas versiones la trae Hesíodo en la Teogonía: allí, “la Noche engendra al Eter […] y al Día, es decir en esta concepción es la potencia de la oscuridad la que engendra la luz” (p. 34). En la oscuridad habitan “el Sueño y la Muerte, potencias naturalmente ligadas a las tinieblas” (p. 35). En segundo lugar, Gómez-Lobo aduce varias referencias mitológicas en las que se narra un viaje hacia el mundo de los muertos o un descenso a las “entrañas de la tierra”: en la Odisea homérica, en Epiménides, en Orfeo y en Pitágoras; también en Gilgamesh. En tercer lugar, en algunas cosmogonías de los siglos VI y V “la Noche pasó […] a ser ella misma el origen del universo” (p. 43).
En síntesis, mientras que la lectura más ortodoxa del poema de Parménides (ver, por ejemplo, Néstor Luis Cordero, Siendo, se es: la tesis de Parménides, Buenos Aires, Biblos, 2005, pp. 36-45) encuentra en el proemio una representación alegórica de su pensamiento, al modo en que Platón utilizará después alegóricamente la imagen de la caverna para representar el suyo, la lectura heterodoxa de Gómez-Lobo no encuentra en el proemio ninguna remisión a otra cosa (alegoría) sino la expresión directa de una experiencia de iniciación: “Parménides […] parece querer expresar lo que muchos shamanes, profetas y poetas de distintas culturas han querido comunicar: que han tenido una experiencia fuera de lo común” y que la comunicación o expresión de este tipo de experiencias “implica necesariamente el uso de lenguaje poético y simbólico, pero lo simbolizado ciertamente no son los procesos del pensamiento racional” (p. 44, el subrayado es nuestro). Si así fuese, si el proemio del poema de Parménides fuese la traducción simbólica de un pensamiento racional, deberíamos suponer que Parménides no sólo es plenamente consciente de la novedad que su tesis implica sino que deberíamos suponer también que es consciente del giro que tomó esa tesis dentro del cauce dado por ejemplo por Platón que marca una clara línea divisoria entre mito y logos. Contra esta interpretación, creemos que en Parménides hay todavía una confluencia entre ambos modos del decir y del pensar y que la expereincia del ser se le revela a Parménides en su oscura y nocturna proveniencia, a diferencia de Platón que ubica esa experiencia a la luz del día, fuera de la caverna y en lo alto, cerca del sol y más allá todavía (en la idea del bien).
Sobre esta interpretación de Parménides como un pensador nocturno puede leerse de Peter Kingsley, En los oscuros lugares del saber, Atalanta, 2006. Comentarios sobre ese texto pueden verse en
y también en


sábado, 8 de mayo de 2010

Dos versiones sobre Anaximandro: pensador del ser.

Dos versiones sobre Anaximandro: 2.- pensador del ser. Por Carlos A. Casali.

  Retomemos ahora aquello que considerábamos como el tercer motivo para ocuparnos de Anaximandro: el interés que tuvo Heidegger en 1946 para interrogar un pensamiento que es considerado como “la sentencia más antigua del pensamiento de Occidente” (M. Heidegger, “La sentencia de Anaximandro”, en Sendas perdidas, Buenos Aires, Losada, 1979, p. 265). Como decíamos, a Heidegger le importa ubicar la originalidad de un pensamiento que resulta inaccesible desde los parámetros de la filosofía posterior a Sócrates y que se mueve dentro de ese territorio digamos “metafísico”.
  El fragmento es el siguiente:

“pero a partir de donde hay generación (génesis) para los entes (toîs oûsi), hacia allí se genera (gínesthai) también la corrupción (phthóros), según la necesidad (katà tò chreón), pues ellos pagan (didónai) recíprocamente la pena (díke) y la compensación (tísis) por su injusticia (adikía) según la ordenanza del tiempo (katà tèn toû crónou táxin)”

  Después de recordarnos que ya Nietzsche se había ocupado del fragmento en 1873 y que Hermann Diels lo incluyó en su edición de los presocráticos de 1903, Heidegger sostiene que ambos hacen una similar recepción del fragmento marcada por el peso –y los prejuicios- de la filosofía posterior (“la norma tácita para la interpretación y juicio de los pensadores de los primeros tiempos es la filosofía de Platón y Aristóteles”, p. 266) y, lo que es todavía más grave, esa recepción no sólo está marcada por el prejuicio sino que ignora “el asunto del pensar” que moviliza el pensamiento de Anaximandro; el asunto del pensar es, para Heidegger, el ser, pues pensar y ser pertenecen a lo mismo. Ahora bien ¿cómo vincula Heidegger estas observaciones con el fragmento de Anaximandro?
  En primer lugar, porque el fragmento habla de los entes (toîs oûsi), es decir de la totalidad de las cosas que son (“ente” es el participio de presente del verbo ser, de modo que ente es a ser como cantante es a cantar); el fragmento se dirige a los entes (tà ónta en griego) y pregunta por su ser; es decir, por su generación y corrupción, aquello que hace que el ente sea y que sea como es. Llegado a este punto, Heidegger encuentra una vinculación entre el pensamiento de Nietzsche (“la cumbre de la perfección de la filosofía de Occidente”, p. 274) y lo que dice la sentencia de Anaximandro. El pensamiento de Nietzsche que Heidegger retoma es el siguiente: “imprimir al devenir el carácter del ser –es la suprema voluntad de poder” (p. 274); se trata de pensar el ser del devenir como eterno retorno de lo mismo. Ahora bien ¿qué significa esto de imprimir al devenir el carácter del ser, de pensar el ser del devenir o el devenir en su ser? ¿Qué significa pensar el ser de los entes en términos de generación y corrupción?
  Aquí aparece, en segundo lugar, lo que Heidegger caracteriza como experiencia griega de la verdad, de la alétheia. A-létheia significa des-ocultar (léthe significa oculto). De modo que en la experiencia griega de la verdad acontece el desocultamiento del ser en la evidencia del ente y esto acontece de tal manera que el ser mismo se oculta en aquello mismo en lo que se desoculta: el ser se oculta en la desocultación del ente (“el ser se sustrae desocultándose en lo existente [lo ente]” (p. 278). Entonces, Anaximandro estaría pensando el ser del ente del siguiente modo: “la sentencia habla de lo que llega apareciendo a lo desocultado y, una vez llegado, se va desapareciendo” (p. 282). Pero para que esto tengo sentido, habrá que evitar pensar ese llegar apareciendo y ese irse desapareciendo como formas de un devenir contrapuesto al ser “como si el devenir fuera la nada y no perteneciera también al ser” (p. 282).
  Llegados a este punto reaparece, en tercer lugar, aquello que Heidegger veía parecer en primer lugar: el ente, lo que es. Y encuentra que la experiencia griega del ente es la de su presencia, entendiendo esa presencia no como una representación de “algo temporal interno” (p. 285) sino como una determinación más precisa del ente. De allí que con la palabra ente se designe no sólo lo presente actual sino también lo presente no actual, lo ausente; es decir, lo pasado y lo futuro. Pues “también lo ausente está presente y, en calidad de ausente de ella [de la región del desocultamiento], está presente en el desocultamiento” (p. 286). De modo que podemos integrar también aquí lo que aparecía en segundo lugar: “llegar deteniéndose es lo presente, en cuanto también sale ya del desocultamiento y va hacia la ocultación […] El detenerse es el paso del venir al ir” (p. 288). Sin embargo, aunque Heidegger interpreta que el fragmento de Anaximandro se refiere al ente (como aquello que es, es decir, lo presente) y pregunta por su ser (como aquello que determina o posibilita su presencia, su estar presente), nos advierte que ser y ente no llegarán a ser “palabras fundamentales del pensar occidental” hasta Parménides (p. 289).
  En cuarto lugar, Heidegger lee en el fragmento de Anaximandro la indicación de un movimiento que va del ser al ente de la misma manera que la presencia va a lo presente: se trata de la injusticia (adikía). El ente en cuanto ser presente detiene momentáneamente el flujo del tiempo y en esa detención lo desordena, no cumple con el mandato de la justicia, comete una injusticia (adikía): “lo de cada momento se obstina en su presencia. De esta suerte se sale de su detención pasajera. Se pavonea en la obstinación del permanecer. Ya no se vuelve al otro presente. Se enrigidece, como si eso fuera el quedar, en la constancia del subsistir” (p. 293). Y sin embargo…si se tratase sólo de esto, el fragmento de Anaximandro no tendría más valor que el de haber sido el primero en recoger en Grecia una experiencia pesimista y aún nihilista del ser: puesto que existir (estar presente, llegar a la presencia, ser ente) es injusto, la justicia exige la disolución, para restaurar el orden del kósmos, la vuelta o retorno a la nada (nihilismo). Contrariando esta interpretación, Heidegger sostiene que la experiencia que hace Anaximandro del ser no es ni pesimista ni optimista, ni tampoco nihilista, sino trágica: la presencia (el ser) de lo presente (el ente) está determinada por un desgarramiento y conforme a ese desgarramiento “pagan (didónai) recíprocamente la pena (díke) y la compensación (tísis) por su injusticia (adikía)”. De manera que lo presente considerado como un todo (la totalidad del ente) no se deje atomizar en las presencias singulares de cada ente sino que se desagarra en una totalidad imposible tensionada por los intercambios recíprocos entre lo presente y lo ausente pues lo presente es a la vez injusto respecto de lo ausente y reparación (diké y tísis) de la injusticia.
  Ahora bien -y en quinto lugar-, en la medida en que el fragmento de Anaximandro sentencia que todo esto sucede “según la necesidad (katà tò chreón)”, Heidegger advierte allí el encuentro del pensar con el ser: “los presentes de cada momento están presentes reparando lo infame indebido, la adikía, que como posibilidad esencial impera en el detenerse mismo. La presencia de lo presente es tal reparación” (p. 299).
Con esto llega Heidegger al final de su lectura interpretativa del fragmento de Anaximandro. Podemos preguntar ahora ¿qué es lo que permite afirmar que Anaximandro sea un pensador del ser?
  Para aproximarnos a una posible respuesta a esta pregunta, tengamos primero bien en cuenta cuál es la naturaleza del problema que Heidegger se plantea: de lo que se trata es de la diferencia ontológica. El ser es el ser del ente tanto como la presencia es presencia en y de lo presente; pero ni el ser ni la presencia son el ente o el presente sin más sino que lo son en y a través de la diferencia entre ser y ente (y, correlativamente, presencia y presente). Sin embargo, la historia de la filosofía, que está determinada en su transcurso por el acontecimiento de la metafísica y sigue el hilo conductor de la historia del ser, comienza o toma su origen (tiene su arkhé) en ese enigmático juego de la verdad (alétheia) del ser que se muestra (en el ente) ocultándose (como ser) y, de este modo, pasando al olvido: “el olvido del ser es el olvido de la diferencia entre el ser y lo existente [el ente]” (p. 300). Por su parte, la metafísica, en cuanto disciplina filosófica -y en cuanto disciplinamiento filosófico del pensamiento- hace todavía más cerrado ese ocultamiento o ese olvido al ocultar el ocultamiento y olvidar el olvido: preguntando por la entidad del ente o la presencialidad de lo presente, generaliza la interrogación y busca un fundamento; de este modo, la universalidad del ente o el ente supremo pasan a ocupar el lugar del ser (a la pregunta por el ser del ente, la metafísica responde con un ente que ha borrado su diferencia con el ser). Heidegger lo dice de este modo: “el olvido de la diferencia, comienzo del destino del ser para realizarse en él, no es empero un defecto, sino el acontecimiento más grávido y amplio en que se resuelve la historia universal del Occidente. Es el acontecimiento de la metafísica. Lo que ahora es, está a la sombra del precedente destino del olvido del ser” (p. 301). Y es aquí donde tiene sentido para Heidegger la recuperación de un pensamiento como el de Anaximandro que es anterior a la consumación metafísica del olvido del ser, puesto que “es posible que en la presencia como tal se anuncie la relación con lo presente, de suerte empero que se hable de la presencia como siendo esta relación” (p. 301). Pero ¿qué significa todo esto?
  Sigamos a Heidegger hasta el final de su camino. Según él, la clave de una correcta comprensión del fragmento de Anaximandro está en la palabra “necesidad” (chreón). Por medio de una serie de derivaciones etimológicas, Heidegger va llevando el significado del término “necesidad” al significado del término “uso”: “usar”, dice Heidegger, significa “hacer que esté presente algo presente como presente”; de modo que “el uso, que dispone de lo debido, termina lo presente, entrega límites [péras] y, por consiguiente, en calidad de tò chreón [lo necesario], es al mismo tiempo tò ápeiron, lo que es sin límites, en la medida que está presente allí, para adjudicar a lo presente en cada momento el límite de la detención” (p. 303).
  Como se podrá ver, la lectura heideggeriana del fragmento –hasta donde somos capaces de seguirla- ubica a Anaximandro dentro de un territorio en el que el mito (como pensamiento y palabra que intenta mostrar lo que no se muestra del todo) y el logos (como pensamiento y palabra que intenta reunir lo diferente) están bastante próximos y es esa proximidad la que torna productivo o fértil su pensamiento.

Versiones ligeramente críticas de la de Heidegger sobre Anaximandro pueden verse en
http://www.ontologia.net/studies/2009/alonso-garagalza_2009.pdf
http://www.up.edu.mx/files_uploads/16241_ordonez,_topicos_30_(2006)_pp._81-121.pdf

jueves, 6 de mayo de 2010

Dos versiones sobre Anaximandro: pensador político.

Dos versiones sobre Anaximandro: 1.- pensador político. Por Carlos A. Casali.

En nuestra exploración del complejo mundo de la filosofía antigua comenzamos por Anaximandro. Hay varios motivos para ello. El primero, podríamos caracterizarlo como un motivo de catalogación: “si Tales mereció el título de primer filósofo griego debido principalmente a su abandono de formulaciones míticas, Anaximandro es el primero de quien tenemos testimonios concretos de que hizo un intento comprensivo y detallado por explicar todos los aspectos del mundo de la experiencia humana” (G. S. Kirk y J. E. Raven, Los filósofos presocráticos, Madrid, Gredos, 1970, p. 146). El segundo motivo está más directamente ligado con la formación y uso de un lenguaje –y un pensamiento- que con el tiempo se nombrará a sí mismo como filosofía. Me refiero aquí puntualmente a que se le atribuye a Anaximandro, vía Teofrasto y Simplicio, haber sido el primero en emplear la palabra arkhé como término específico de lo que luego –dentro de la escuela fundada por Aristóteles y la tradición intelectual que se origina allí- llamaremos lenguaje o pensamiento metafísico o filosofía primera (sin embargo, todo esto es discutible y discutido; de hecho, Kirk y Raven sostienen que “la cuestión carece de importancia y parece que Teofrasto no atribuyó a Anaximandro un uso técnico de la palabra arkhé…”, p. 157). El tercer motivo está relacionado con el interés que Heidegger tuvo en 1946 para ocuparse del fragmento de Anaximandro en cuanto este fragmento es considerado “la sentencia más antigua del pensamiento de Occidente” (M. Heidegger, “La sentencia de Anaximandro”, en Sendas perdidas, Buenos Aires, Losada, 1979, p. 265) y a Heidegger le importa ubicar la originalidad de un pensamiento que resulta inaccesible desde los parámetros de la filosofía posterior a Sócrates. Dejando de lado el primero de estos motivos, nos dedicaremos en lo que sigue al análisis de los otros dos.
Veamos, en primer lugar, cómo se articula el pensamiento de Anaximandro en torno del arkhé. Tomaremos aquí como guía a J.-P. Vernant.
Vernant coincide con F. M. Cornford (Vernant remite al texto de Cornford From Religion to Philosophy: a study in the origins of western speculation, publicado en 1912) en que no puede afirmarse que el logos surge en Grecia a partir de una ruptura con el pensamiento mítico que le precede sino que, lo que se observa, es que “la primera filosofía se acerca más a una construcción mítica que a una teoría científica” (Jean-Pierre Vernant, Los orígenes del pensamiento griego, Buenos Aires, EUDEBA, 1979, p. 83) y difiere de Cornford en que, pese a esas analogías y similitudes entre el pensamiento mítico y el que se ordena en torno del logos no hay entre ellos una clara continuidad, puesto que “el filósofo no se contenta con repetir en términos de physis [naturaleza] lo que el teólogo había expresado en términos de potencia divina” (p. 86). Las discontinuidades que Vernant advierte entre el mito y el logos, y que están en el origen mismo de la filosofía, se refieren, básicamente, a un cambio de registro: mientras que la base del pensamiento mítico está constituida por los rituales de soberanía (“para el pensamiento mítico, la experiencia cotidiana se aclara y adquiere sentido en relación con los actos ejemplares llevados a cabo por los dioses ‘en el origen’”, p, 83), la base del pensamiento conforme al logos habrá que ubicarla en torno de la comunidad política; es decir, de la pólis. Ubicado sobre ese plano, el pensamiento queda despojado de la función ritual que tenía dentro del ámbito espiritual del mito y queda despojado también de la dimensión del misterio, “el origen y el orden del mundo adoptan la forma de un problema explícitamente planteado al que hay que dar una respuesta sin misterio, a la medida de la inteligencia humana, susceptible de ser expuesta y debatida públicamente ante la asamblea de los ciudadanos…” (p. 86).
El cambio de registro que Vernant advierte entre el mito y el logos queda referido al poder: en el mito, se trata de la palabra (mito significa “palabra”) en cuanto acompaña un ritual que afirma el poder soberano del rey; en el logos, se trata de la palabra en cuanto reúne en la diversidad de sus significados la opinión de la comunidad de los miembros de la pólis. En el mito, el poder se afirma dividiendo el orden conforme dos planos superpuestos y jerarquizados: arriba y abajo. En el logos, el poder queda ubicado en el centro de un mismo plano horizontal. De todo esto concluye Vernant que “la función del mito es la de establecer un distingo y como una distancia entre lo que es primero desde el punto de vista temporal y lo que es primero desde el punto de vista del poder” y que “el mito se constituye en esa distancia, que es el objeto mismo de su relato” (p. 91).
Desandemos ahora el camino recorrido para ubicar a Anaximandro dentro de esta historia. Decíamos más arriba que se le atribuye a Anaximandro haber sido el primero en emplear la palabra arkhé. Ahora bien, Vernant sostiene enfáticamente que “el término arkhé, que hará carrera en el pensamiento filosófico, no pertenece al vocabulario político del mito” (p. 91) y esto es así porque el uso que hará la filosofía de la palabra arkhé “suprime aquella distancia en la que se fundaba el mito” entre origen temporal del poder y poder del origen (p. 92). A partir de Anaximandro -y del uso que hará del término la filosofía- arkhé pasará a significar a la vez el comienzo de algo, su fuente, y el poder que lo gobierna; lo que se traducirá luego en latín como principio (que es a la vez primero y principal). En síntesis, “Anaximandro afirma que nada hay que sea arkhé respecto del ápeiron (pues éste ha existido siempre), sino que el ápeiron es arkhé para todo lo demás…” (p. 92). Dentro del vocabulario político del logos –ya fuera del registro mítico, entonces- el uso que hace Anaximandro de la palabra arkhé lo remite a la intersección entre el plano temporal del origen y el plano espacial del poder. El orden del mundo depende del equilibrio de los poderes y no del predomino soberano de uno de ellos: el ápeiron es arkhé según Anaximandro porque se lo plantea como “una realidad aparte, distinta de todos los elementos, que forma el origen común de todos ellos, la fuente inagotable en que todos se alimentan por igual” (p. 99). Que el orden del kósmos esté fundado en lo ápeiron como su fuente originaria y poder dominante (arkhé) significa que ese orden, múltiple y dinámico, cíclico, está basado sobre la reciprocidad de las relaciones, es decir, sobre el logos.

Para tener un cuadro general del pensamiento de Anaximandro se puede consultar:
http://www.filosofia.org/cur/pre/axima.htm
El capítulo VIII ("La neva imagen del mundo") del libro de Vernant se puede consultar en:
http://www.scribd.com/doc/19405254/Jean-Pierre-Vernant-Cap-8-de-Los-origenes-del-pensamiento-griego