En
el año de la pandemia: un poco de filosofía en la educación
Por Carlos A. Casali
Primero.
Les propongo pensar con Heráclito que “la physis
gusta ocultarse (kryptesthai philei)
(DK 123)”. Si esto es así, no nos debería resultar muy atinado intentar buscar
o investigar, sin algunos recaudos o reparos, aquello que ella oculta.
Estaríamos violentando sus gustos (philei)
y no parece esa una actitud prudente para quienes pretenden tener gusto (philei) por una sophia cuyo saber no es otro que el de la physis. Dicho ahora sin jugar con las palabras: si pretendemos
pensar las cosas al modo en que la filosofía lo hace, tal vez deberíamos
aceptar con Heráclito que las cosas puedan ocultarse y que ese sea, además, su
gusto; que las cosas (physis) tengan su
“naturalidad” en ese movimiento del ocultarse. Tal vez, deberíamos aceptar que
el gusto por el saber necesita corresponderse con el gusto de las cosas mismas
por ocultarse. Que la “filosofía” sea “amor por el saber” es una frase hecha
que necesitamos deshacer: no significa nada o, lo que viene a ser lo mismo,
significa algo distinto de lo que pretende. Lo que pretende o aparenta
significar es que “filosofía” y “sabiduría” vienen a ser lo mismo; que “el
filósofo” y “el sabio” vienen a coincidir en el mismo personaje. Tenemos aquí
la frase hecha: “el amor por el saber”. Sin embargo, lo que significa es otra
cosa. Lo que significa es que el saber está en tensión, o en movimiento; que
incluye dentro suyo un componente dinámico que, al tensionarlo, lo pone en
movimiento. “Dinámico” es un término griego –dynamis- que, en la conceptualización aristotélica juega con el par
complementario energueia: “acto”. Se
trata de la conocida pareja conceptual de “potencia” (dynamis) y “acto” (energueia).
Dejemos a Aristóteles fuera de esta conversación –no es mi intención la de
referirme a estos temas sino la de usar estas referencias para tematizar otras
cosas- y deshagamos la frase hecha: “el amor por el saber”. Deshecha la frase,
nos queda: un saber dinámico, potente o en potencia (dynamis) que gusta (philei)
jugar con aquello que en las cosas (physis)
gusta ocultarse.
Si se acepta esta propuesta hermenéutica, la
filosofía no sería la búsqueda de ningún saber, el comienzo de un recorrido
sapiencial o educativo –“formativo”[1]- que marcharía desde la
noche oscura de la ignorancia hacia el cielo luminoso del saber, como parecen
sugerirlo los –excesivamente para mi gusto- escolarizados mitos platónicos (el
de la caverna, principalmente) o aquellas resonantes estrofas que aluden a la
sarmientina “razón en la noche de ignorancia”, sino un saber siempre a
distancia de sí mismo, que se busca sin poder encontrase o, por retomar lo
dicho más arriba respecto de la dynamis,
un saber que puede ir más allá de sí
mismo. Ese “poder” es su potencia. Y
en este punto nos detenemos: esa “potencia” es también su potencialidad[2]. En el “más allá”
comienzan todos los extravíos y (casi) todos recibieron su bautismo –es decir,
su fe- junto con la imposición de su nombre más conocido: metafísica. No será difícil advertir allí –en el término y en lo
que el término significa- la presencia de la physis. Sólo que ahora –en ese saber que busca “más allá”- a esa physis se la ha privado del gusto por ocultarse. Si se me permite
decirlo así: entre el saber y la physis
parece haber un disgusto (o un
desencuentro), a la vez que ambos pierden su tensión constitutiva: la physis ya no oculta y el saber brilla a
la luz del día, en él no hay nada que desocultar, no hay ningún movimiento del
desocultar[3].
Tal vez se pueda advertir en todo esto que
vengo escribiendo algo del tono ácido de Nietzsche:
Ya
no creemos que la verdad siga siendo verdad cuando se le descorren los velos;
hemos vivido [lo] suficiente como para creer en esto. Hoy consideramos como un
asunto de decencia el no querer verlo todo desnudo, no querer estar presente en
todas partes, no querer entenderlo [verstehen]
ni “saberlo” ["wissen"]
todo […] Se debería respetar más el pudor
[Scham] con que la naturaleza se ha
ocultado detrás de enigmas e inseguridades [Ungewissheiten:
incertidumbres] multicolores. ¿Es tal vez la verdad una mujer que tiene razones
para no dejar ver sus razones[4].
Una naturaleza que se oculta
por pudor; una verdad que deja de serlo cuando se ofrece sin pudor a la mirada
siempre indiscreta del observador implacable que no admite límites en la
insaciable marcha del saber; una pretensión inquisitorial por descorrer todos
los velos que ocultan el misterio o el secreto; todo esto parece ser lo
contrario de lo que la philia (amistad
o gusto) con la sophia (saber) pretende:
un juego de seducciones del saber con sus posibilidades más potentes y menos
pretensiosas –menos trascendentes o más inmanentes, según se lo quiere ver-.
Segundo.
“Excesivo” podría ser el término que mejor se aplique a las situaciones en las
que algo traspasa su “límite”. Excesivo es lo que sobra una vez alcanzado el
límite; las conductas que transgreden las normas porque no se dejan contener
dentro de los límites que ellas establecen; las políticas que desbordan los
mecanismos formales o institucionales que administran la praxis social.
Excesivos son los saberes cuya potencia semántica no se deja regular por la doxa o la episteme. Excesivos son los educandos en relación con las prácticas
educativas, con todas las prácticas, tanto las domesticadores cuanto las
emancipadoras, del mismo modo que son excesivas las prácticas educativas en
relación con las instituciones que las regulan: las escuelas. Es por esos
excesos que existen la filosofía y la educación: para reprimirlos o para
impulsarse por medio de ellos. Excesivo es el modo capitalista de producirse y
reproducirse la vida y sus condiciones a través de excesos administrados y
apropiación del excedente. Excesiva es la vida que se niega a aceptar esos “modos”,
modas o modales y se revela de tanto en tanto. Por último, excesivos son los hechos en relación con las interpretaciones que pretenden agotar su
sentido y significación.
Tercero.
Y más o menos así viene marchando el mundo…Hasta que esa marcha parece llegar a
su límite “natural” gracias -¿habrá que agradecerlo? quién lo sabe- al
COVID-19. Detrás de ese límite la physis
gusta ocultarse.
Se plantea, entonces, una encrucijada. Por un
lado, los hechos –la pandemia- marcan un claro límite: el de la muerte segura
(es decir, no la “muerte” con la que juegan al existencialismo las filosofías
de la finitud o escriben ficciones los poetas más o menos trágicos, sino la
muerte inminente que acecha como un peligro con el que no querríamos jugar a la
audacia irresponsable). Por el otro, las interpretaciones. Y sorprendentemente
tenemos aquí una segunda pandemia: la de los interpretadores[5].
Una encrucijada es una bifurcación del camino
en direcciones diversas y es también
el punto en el que esa diversidad se
reúne. “No hay hechos, sólo interpretaciones” decimos que dijo Nietzsche[6]. Y sucede con esto que,
después del cruce, de la encrucijada en la que estamos, los caminos
efectivamente van en direcciones diferentes. Por un lado, los hechos; por el
otro las interpretaciones: ¿qué cosas tomamos como “hechos” y cuáles son
nuestras “interpretaciones”? ¿Cuáles son los hechos que alimentan o motivan
nuestras interpretaciones y de qué hechos son interpretaciones nuestras
interpretaciones? Y en la encrucijada de los hechos y las interpretaciones, sin
decidir por cuál de ambos caminos tomar, se instala –con mucha perplejidad- la
filosofía. ¿No dijo Aristóteles –que se mete otra vez en la conversación- algo
parecido cuando ubicó al “asombro” (thaumazein)
como origen del filosofar (Metafísica,
982 b 12)? Sin embargo, en la encrucijada, la Esfinge que interpela el
“asombro” aristotélico parece muy distinta de la Esfinge posmetafísica que interpela
nuestra perplejidad, un par de miles de años después. Si la filosofía pudo
emprender “el seguro camino de las ciencias” –camino que la filosofía tardó
muchos años en recorrer- de la mano de Kant fue porque aquello que la
interpelaba mediante el asombro era, sin entrar en mayores detalles, que las
cosas (los entes) fueran y que fueran como son (Metafísica, 983 a 13). Sin entrar en mayores detalles, entonces, y
disculpándome por la liviandad o ligereza con la que vuelvo sobre temas tan estudiados,
diría que aquel asombro aristotélico ponía el acento en la primera parte de la
cláusula: en los hechos (el que “las cosas sean”). Nuestra perplejidad, en
cambio, se siente interpelada por lo que resta en esa formulación, por su
residuo; aquello que es materia “opinable”, materia de una interpretación (que
las cosas sean como son). Por este camino, la pandemia de interpretadores
resulta inevitable…Pero ¿qué pasa con que “las cosas sean”?
De manera que el nuestro no puede ser ya un
camino tan seguro como el de las ciencias. No querríamos ser tan ingenuos como
para suponer que las formas o maneras de ser de las cosas permitan una única interpretación: aquella que coincide
ajustadamente con los hechos. Pero,
tampoco puede ser un camino liberado de
todas las servidumbres; un camino liberado a
los caprichos de la fantasía que hace del negocio de las interpretaciones su
oficio cotidiano: si los hechos son interpretaciones, las interpretaciones son
libres, arbitrariamente libres. Sin embargo…, las interpretaciones son
interpretaciones de los hechos[7].
Agrego un argumento más: si los hechos son
excesivos respecto de las interpretaciones que pretenden agotar su sentido y
significación no es porque las interpretaciones deban someterse a su supuesta
majestad; la de ser el punto de referencia inamovible de toda interpretación:
el secreto que la naturaleza oculta. Poner los hechos como tales –es decir como
lo que “está puesto”- es la actitud del positivismo (de allí toma su nombre
precisamente: del ponere) que
Nietzsche cuestionaba[8]. El positivismo sería algo
así como una paradójica interpretación de los hechos, que renuncia a ser
interpretación, al poner los hechos
fuera de su actividad interpretativa. Pero sería una especie de “positivismo
invertido” el de suponer –o proponer, un paradójico, como decía ponere- que las interpretaciones no estén
referidas a los hechos: positivismo invertido o idealismo –tal vez, ideología
de la interpretación o la interpretación como ideología-. Aquí también, la
interpretación pone los hechos y se
agota en ellos. Sólo que, a diferencia del positivismo científico, no hay un
estadio final para su desarrollo ni una vía única –o método- para enmarcar su
actividad: las interpretaciones son fluidas y variables y van poniendo en el camino los hechos que
mejor le convienen. Cualesquiera sean esa “conveniencias”: epistemológicas o
profesionales (es decir, propias de los “intelectuales interpretadores”). Las
interpretaciones se transforman en ideologías cuando pierden esa tensión
constitutiva con los hechos, ocupando su lugar: las interpretaciones son los hechos, se ofrecen como tales.
Cuarto.
Volvamos a la encrucijada: hechos e interpretaciones. Ubiquemos en esa
encrucijada a nuestra physis que
gusta ocultarse y nuestro gusto por la sophia.
Si nuestra voluntad de verdad fuese imperiosa y no tuviese paciencia para
demorarse en la perplejidad, seguramente nos empujaría a avanzar por el camino
de los hechos con la intención de encontrar aquello que la physis oculta. Al tomar por este camino, estaría tomando también
por el camino de las interpretaciones. En este caso, el camino de las
interpretaciones “científicas” de los hechos. Si nuestra voluntad de verdad
fuese un poco más tolerante con nuestras vacilaciones epistemológicas frente a
todo aquello que nos suscita perplejidad, seguramente avanzaríamos por el
camino de las interpretaciones, tomando en cuenta sólo lo que las cosas
muestran y descuidando lo que ocultan, puesto que, en el mundo de la
comunicación intensificada, no hay nada oculto-. Y en este punto surge un
problema inesperado o imprevisto: esas interpretaciones no dejan de tener
relación con los hechos; producen hechos. Dan por hecho demostrado su propia
validez puesto que no hay hechos que las desmientan.
Quinto.
Habrá llegado el momento, tal vez, de transformar el mundo, en lugar de
interpretarlo (Marx-Engels, dixit);
con el agregado, quizás, de que para transformarlo habrá primero que
interpretarlo (Heidegger, dixit).
Habrá llegado el momento, entonces, de dejarse interpelar por la Esfinge, allí,
en la encrucijada de los hechos y las interpretaciones. Y el rostro de la
Esfinge es hoy el COVID-19.
Sexto.
Un poco de filosofía en la educación: la pandemia lleva a la cuarentena y la
cuarentena lleva a la educación (los procesos y las prácticas educativas) por
fuera de las escuelas (las instituciones en las que esos procesos y esas
prácticas se realizan). ¿Cómo interpretamos todo esto? Quienes hayan leído el
catecismo foucaultiano podrían –deberían- sentirse liberados: el COVID-19
habría logrado desmontar los dispositivos disciplinarios y ahora la educación
fluye libre por fuera de las instituciones normalizadoras. El catecismo
foucaultiano termina allí. Sin embargo, el pensamiento de Foucault es algo más
rico y complejo que esa versión de catequesis que, como todo dogma- transforma
una interpretación en un hecho (un canon, una interpretación
canónica). A esto se refiere Deleuze cuando pone en escena “las sociedades de
control” como dispositivos que hacen el relevo de los disciplinarios. Retomo
este punto por dos motivos. Uno, porque “las sociedades disciplinarias son
nuestro pasado inmediato, lo que estamos dejando de ser”. Otro, porque frente a
esos dispositivos disciplinarios o de encierro (las instituciones) los nuevos
dispositivos que pone en acción la sociedad de control parecen más libres. Sin embargo, no dejan de ser dispositivos que
someten las libertades aunque de maneras menos visibles. Entonces: “no hay
lugar para el temor ni para la esperanza, sólo cabe buscar nuevas armas”. Las
sociedades de control son aquello de lo que habló Foucault en sus últimos
cursos y seminarios: el biopoder. Y también, lo que Bauman describe con la
metáfora de “lo líquido” (en la Modernidad
líquida, por ejemplo). Y llegando más a nuestros días, lo que de un modo
excesivamente apresurado y liviano para mi gusto nombramos con la palabra
“neoliberalismo” y Byung-Chul Han “sociedad del cansancio”. Dejemos todo esto
para concentrar nuestra atención sobre un punto, los argumentos finales del
texto de Deleuze:
¿No
es extraño que tantos jóvenes reclamen una "motivación", que exijan
cursillos y formación permanente? Son ellos quienes tienen que descubrir para
qué les servirán tales cosas, como sus antepasados descubrieron, penosamente,
la finalidad de las disciplinas. Los anillos de las serpientes son aún más
complicados que los orificios de una topera[9].
Séptimo. Dejemos por ahora a
los topos y las serpientes; retengamos, sin embargo, el planteo de la
dificultad. Se trata de una dificultad paradójica: la de estar sometidos a
dispositivos que se afirman en
nuestras libertades. Podríamos decir que los dispositivos disciplinarios, las
instituciones de encierro, los orificios de las toperas, están basados en el
imperativo moral (si debes, puedes). Nos hemos liberado de esas coerciones
disciplinarias y ahora “podemos” sin que el “deber” se nos imponga y nos
imponga un límite. Pero es aquí en donde hace su aparición la paradójica
dificultad: ¿queremos aquello que podemos?[10]. Según parece y así
planteado, el remanido “querer es poder” habría servido para traspasar el
límite impuesto por la sociedad disciplinaria y estamos ahora en una situación
en la que se nos propone que “poder es querer”. ¿Será así?
Nuevamente aquí el COVID-19 viene en nuestra
ayuda y lo hace de modo paradójico: podemos desafiar los límites que impone la
cuarentena, ¿queremos hacerlo? Nuevamente aquí y detrás de ese límite, la physis gusta ocultarse y nos invita a
pensar antes de salir al mercado de las interpretaciones con “frases hechas”;
es decir, con pensamientos ya pensados sin que sepamos cómo ni por quién.
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Córdoba (Argentina), 5, septiembre y octubre de 1938.
[1] Otra se vez se mete la vulgata
aristotélica en la conversación: potencia y acto, materia y forma.
[2] No sería adecuado desarrollar
este tema aquí pero…, las paradojas que plantea “el maestro ignorante” de
Ranciére van, creo, en esta misma dirección: la de la búsqueda de un saber que
no se sabe y que, por lo tanto, no se puede trasmitir
en una relación pedagógica basada en la desigualdad de los saberes (el sabio y
el ignorante). Esa ignorancia (la del maestro de Ranciére) no es la de Sócrates
que ignora (o aparenta ignorar) para establecer esa desigualdad. La ignorancia
de Sócrates (o, para ser más justos, la del Sócrates platónico) es un saber que
está en camino hacia otra cosa: la conquista luminosa de un saber definitivo
(absoluto). Ranciére lo dice en estos términos: “Sócrates, a través de sus
interrogaciones, conduce al esclavo de Menón a reconocer las verdades
matemáticas que ya están en él. Hay ahí tal vez el camino de un saber [savoir], pero en ningún caso el de una
emancipación [émancipation]. Por el
contrario, Sócrates debe llevar de la mano al esclavo para que éste pueda
encontrar lo que está en sí mismo. La demostración de su saber es al mismo
tiempo la de su impotencia: no caminará nunca solo, y por otra parte nadie le
pedirá que camine sino para ejemplificar la lección del maestro. Sócrates
interroga a un esclavo que está destinado a serlo siempre”, RANCIÉRE, J., El maestro ignorante. Cinco lecciones sobre
la emancipación intelectual, Buenos Aires, Libros del Zorzal, 2007. p. 47.
Será oportuno recordar aquí que “las verdades matemáticas” son algo más –y,
sobre todo, son otra cosa- que un asunto de números. Ta mathemata, es un saber que se puede trasmitir, es decir, que se puede enseñar y se puede aprender,
que puede ir en una y otra dirección, porque es un saber ya sabido; el saber
que se corresponde con la conocida teoría platónica de la reminiscencia. Sobre
ese tema, véase HEIDEGGER, M., La
pregunta por la cosa, Buenos Aires, Alfa, 1975, especialmente pp. 65-72. Se
recordará también que el saber que Descartes buscaba –inaugurando así la
modernidad- era una mathesis universalis:
es decir, una “ciencia única y normativa”; cfr. pp. 90-96.
[3] Estoy haciendo un uso un poco
rápido y tal vez un poco libre de los argumentos que Heidegger presenta como
comentario a la alegoría de la caverna platónica. Mi intención es rescatar de
esa interpretación dos cosas. Una, la remisión al sentido originario –griego-
de la “verdad” como “desocultación”: a-letheia.
Creo que, sin forzar demasiado las cosas, se puede encontrar cierta afinidad
entre el “ocultarse” (kryptesthai) de
Heráclito y el “ocultarse” (lanthano)
de Platón. Nótese, de paso, la relación entre “oculto” y “latente” a partir de
este “ocultarse” (lanthano). Otra, es
que, en la interpretación de Heidegger, la doctrina platónica acerca de la
verdad implica una mutación, un cambio radical, y esa mutación acontece como
pasaje de la “incultura” o “falta de formación” (Heidegger usa el término
griego apaideusia) a la “formación” (paideia), entendida ésta, a partir de
esa “mutación”, como acceso pleno al mundo de las ideas en las que el pasaje de
lo oculto a lo desoculta está ya –y eternamente- cumplido. Heidegger acepta
que, con algunas reservas, se puede equiparar el significado de paidea con el término Bildung: “acuñación […] y acompañamiento
mediante una imagen [Bild]”. Cfr.
HEIDEGGER, M., “La doctrina platónica acerca de la verdad”, en Cuadernos de filosofía, V-VI, 10-11-12,
1953, pp. 35-57. Completemos estas referencias con el mito de Er narrado en la República: las almas nacen ignorantes
porque al nacer atraviesan el río lethe,
de modo que su ignorancia es un olvido –ocultamiento- de lo que saben
desde la eternidad y el aprendizaje –la mayeútica- es un desolvidar; es decir,
un recuperar aquello ya sabido. Agrego al margen de Platón: a cierto desolvidar
que supone un olvido previo se refiere Arturo Jaurectche cuando, recordando su
infancia, argumenta que “La escuela no continuaba la vida sino que abría en
ella un paréntesis diario. La empiria del niño, su conocimiento vital recogido
en el hogar y en su contorno, todo eso era aporte despreciable. La escuela daba
la imagen de lo científico; todo lo empírico no lo era y no podía ser aceptado
por ella, aprender no era conocer más y mejor, sino seleccionar conocimientos,
distinguiendo entre los que pertenecían a la ‘cultura´ que ella suministraba, y
los que venían de un mundo primario que quedaba más allá de la puerta”,
JAURETCHE, A., Los profetas del odio y la
yapa (la colonización pedagógica), Buenos Aires, Peña Lillo, 1982, “El
colonialismo mental: su elaboración”, p. 170. El párrafo citado corresponde a
una parte del texto que lleva el sugestivo subtítulo de “Desconexión entre la
escuela y la vida”. La misma idea –o similar- está presente en un texto de Saúl
Taborda donde analiza la mutación que Sarmiento opera sobre las prácticas
educativas comunales –y provinciales- cuya matriz cultural es activamente
relegada al olvido en nombre de una civilización que no quiere tener puntos de
contacto con la barbarie. A esa tradición cultural y educativa Taborda la
designa como educación facúndica. TABORDA, S.A. “Sarmiento y el ideal
pedagógico”, Facundo, Córdoba
(Argentina), 5, septiembre y octubre de 1938. Editado posteriormente en Investigaciones Pedagógicas, t. III,
cap. XIII, pp. 215-230. Reproducido en CHÁVEZ, F., La argentinidad preexistente, Buenos Aires, Docencia, 1988, pp.
35-49. Sobre la producción teórica de Taborda, véase CASALI, C.A., La filosofía biopolítica de Saúl Taborda,
Remedios de Escalada, UNla, 2012 y CASALI, C.A., “Estudio preliminar y apéndice
biográfico”, en TABORDA, S., Escritos
pedagógicos, Remedios de Escalada (Prov. de Bs. As.), Universidad Nacional
de Lanús, 2015.
[4] NIETZSCHE, F., La ciencia jovial, Valparaiso (Chile),
Universidad de Valparaiso, 2018, p. 55. Argumentos similares a este presenta
Nietzsche en Más allá del bien y del mal
(“Prólogo”) y en Así habló Zaratustra
(“Del leer y el escribir”)
[5] Cfr. CASALI, C.A., “Coronavirus
hasta en la sopa: una pandemia de filósofos azota el mundo”, en Asociación de Filosofía Latinoamericana y
Ciencias Sociales, marzo 2020.
[6] “En mi criterio, contra el
positivismo que se limita al fenómeno, ‘sólo hay hechos’. Y quizá, más que
hechos, interpretaciones. No conocemos ningún hecho en sí, y parece absurdo
pretenderlo. ‘Todo es subjetivo’, os digo; pero sólo al decirlo, nos encontramos
con una interpretación. El sujeto no nos es dado, sino añadido, imaginado, algo
que se esconde. Por consiguiente, ¿se hace necesario contar con una
interpretación detrás de la interpretación? En realidad entramos en el campo de
la poesía, de las hipótesis. El mundo es algo ‘cognoscible’, en cuanto la
palabra ‘conocimiento’ tiene algún sentido: pero, al ser susceptible de
diversas interpretaciones, no tiene un sentido fundamental, sino muchísimos
sentidos. Perspectivismo”. NIETZSCHE, F., La
voluntad de poderío, ø 476
[7] Intento jugar un poco aquí con
el doble sentido del genitivo: objetivo y subjetivo, al modo en que lo hace
Heidegger –si se me disculpa la pretensión- con la fórmula “pensar del ser”. Por otra parte, no quisiera
estar volviendo hacia atrás –aunque tal vez, no lo esté pudiendo evitar- en esa
“historia de un error” que narra Nietzsche cuando, al final de un breve
recorrido observa que “nosotros hemos suprimido al verdadero mundo [Die wahre Welt]; ¿qué mundo ha quedado?
¿Acaso el aparente?...Pero no. ¡Con el verdadero mundo hemos suprimido también
el mundo aparente! (Mediodía; instante de la sombra más corta; fin del
larguísimo error; punto culminante de la humanidad; INCIPIT ZARATHUSTRA”;
NIETZSCHE, F., “De cómo el verdadero mundo terminó por volverse una fábula”, en
El ocaso de los ídolos. O como se
filosofa con el martillo, Buenos Aires, Siglo Veinte, 1976, p. 29. La
disyunción entre hechos e interpretaciones que quiero -o intento-
mantener -o recuperar- no es “premetafísica”, entre “esencia” y “apariencia”,
sino “posmetafísica”, entre interpretaciones que tienen sentido (allí
aparecerían los “hechos”) y las que no lo tienen (no habría allí “hechos” que
le den sentido a las interpretaciones).
[8] Ver n. 2.
[9] DELEUZE, G., “Post-scriptum
sobre las sociedades de control”, en DELEUZE, G., Conversaciones (1972-1990), Valencia, Pre-Textos, 1999.
[10] Nota de color: es llamativo ver
–“ver” en sentido literal- en estos días cómo proliferan en las pantallas de
los más diversos dispositivos, “intelectuales” que nos explican y “enseñan” que
esos dispositivos destruyen las relaciones humanas y plantean vínculos
pedagógicos falsos. Intelectuales que conversan por zoom para explicarnos que por zoom
no se puede conversar. Pedagogos críticos que, con llamativa nostalgia, añoran
volver a las aulas presenciales en donde trascurrían los procesos educativos en
“los buenos tiempos” prepándemicos. Esas mismas aulas que antes eran analizadas
como dispositivos institucionales disciplinarios y se presentan ahora como un paraíso
perdido -que, como todos los paraísos, se alimenta de ilusiones y recuerdos
mutilados-. Si usasen un tono más modesto o menos altisonante, tal vez
podríamos tomarlos más en serio.