Humanismo/posthumanismo:
Sloterdijk. Por Carlos A. Casali
Hacia fines del siglo
veinte, en un coloquio realizado en Alemania, Peter Sloterdijk retoma en tono
polémico la pregunta por el humanismo. En 1999 la intervención de Sloterdijk en
ese coloquio toma la forma de libro bajo un título por demás sugestivo, Normas para el parque humano, y un
subtítulo que refuerza el tono polémico de sus reflexiones: Una respuesta a la Carta sobre el humanismo
de Heidegger. La versión castellana del texto fue publicada por Siruela en
Madrid en el año 2000 y es la que utilizaremos aquí para comentarlo.
Hacíamos referencia más arriba al tono
polémico de Sloterdijk: según podremos ver, su escritura tiene un tono irónico
que lleva fácilmente a la polémica y sus afirmaciones -o, a veces, meras
insinuaciones- parecen provocar el mismo efecto corrosivo que el martillo de
Nietzsche producía sobre los ídolos filosóficos. Pero éstas no serían más que
cuestiones de estilo en un pensador que se siente cómodo en la polémica si no
fuese que, además, Sloterdijk se hace acompañar de Heidegger en un momento en
el que la filosofía ya no quiere dialogar con él. Todo esto suscitó, más allá
de las intenciones implícitas o explícitas del autor, una polémica en Alemania.
Los detalles de esa polémica y las explicaciones y reflexiones que el propio
Sloterdijk presenta para tratar de explicar y explicarse una situación que
parece haber tomado dimensiones inesperadas, por lo menos para él, pueden seguirse
en un libro que, poco después, recogió las conversaciones entre nuestro
filósofo y el antropólogo Hans-Jürgen Heinrichs, El sol y la muerte. Investigaciones dialógicas. El libro fue
publicado en Alemania en 2001 (la versión castellana es de editorial Siruela y
corresponde al año 2004). Desde un contexto más amplio y, también, desde otra
perspectiva, el tema fue abordado por Félix Duque (En torno al humanismo. Heidegger, Gadamer, Sloterdijk, Madrid,
Técnos, 2002). No es nuestra intención aquí participar de esa polémica, sino
retomar la pregunta por el humanismo dentro del contexto en el que la plantea
Sloterdijk.
Comencemos por el “humanismo”. A diferencia
de Heidegger, Sloterdijk no elude una definición, aunque irónica, del término.
Sólo que, habrá que aclararlo, la ironía le resta precisión a la definición, la
deja abierta, en estado de indefinición: “humanismo es telecomunicación
fundadora de amistades que se realiza en el medio del lenguaje escrito” (p.
19). Heidegger, abordaba el tema por el camino, habitual en él, de los rodeos:
el humanismo aparecía ligado con la metafísica y ésta con el olvido del ser. Cuando acompañamos a
Heidegger por este camino, rápidamente nos internamos en aguas profundas:
salimos al encuentro del Ser. Sloterdijk, en cambio, nos lleva por las orillas
de un territorio conocido: el de los libros. Los libros son “voluminosas
cartas” que ponen en comunicación a ciertos amigos lejanos. La filosofía –o el
filósofo- que se pregunta por el humanismo, pertenece ella también al “género
literario” y hace “cadena epistolar” desde hace unos dos mil quinientos años.
Esa “telecomunicación” supone, entre otros aspectos y características, que los
emisores de los mensajes desconocen a sus destinatarios y que la recepción
misma de los mensajes por parte de esos impredecibles destinatarios es posible,
justamente, gracias a su receptividad.
Tenemos aquí reunidos los elementos que
parecen componer el significado del “humanismo”. Por un lado, cierta vocación
universalista de los emisores de un mensaje lanzado al espacio y al tiempo por
unos griegos decididamente alejados de nuestras coordenadas espacio-temporales
pero próximos desde un punto de vista cultural (adviértase, de paso, que el
humanismo queda inscripto por Sloterdijk dentro del ámbito de la cultura, y no
puesto en relación con la metafísica y su devenir histórico como lo hacía
Heidegger). Hay un componente abierto y abarcativo en esos mensajes. Por
otro lado, humanista es quien puede y quiere recibir esos mensajes; aquel que se ubica dentro de una
tradición para hacer cadena epistolar. Poder
hacerlo, depende básicamente de la educación –sin entrar por ahora de lleno en
este tema, digamos que, si se trata de escritura, el receptor debe estar alfabetizado-;
querer hacerlo, depende de la
domesticación –también aquí, sin entrar de lleno en este tema, digamos que se
trata de aceptar voluntariamente la amistad de unos extraños, de responder a
una interpelación para devenir sujetos (Althusser dixit)-. Tenemos también aquí los filos de la ironía que agudiza
las intenciones polémicas de Sloterdijk con esa tradición humanista: aquellas
cartas que escribieron una vez los griegos llegan hasta nosotros después de
haber pasado por las manos de los romanos y es “seguro que se habrían
sorprendido los autores griegos de saber qué clase de amigos aparecerían un día
al reclamo de sus cartas” (p. 20).
De Grecia a Roma y de allí a los Estados
nacionales burgueses, el humanismo entendido según el modelo de “la sociedad
literaria” funciona de modo programático: educa y domestica; civiliza la
barbarie, diríamos nosotros. El humanismo define aquí su programa político:
“los pueblos se organizaron a modo de asociaciones alfabetizadas de amistad
forzosa, unidas bajo juramento a un canon de lectura vinculante en cada espacio
nacional” (p. 25).
El humanismo cumple una función política por
medio de la cultura. Podemos darle a esta idea mayor precisión: el humanismo es
la cultura misma. Dicho en otros términos, el humanismo cultural realiza el
proyecto político de los Estados nacionales burgueses. Si quisiéramos poner un
poco de color local en esta pintoresca descripción, bastará con recordar la
función política que cumplieron los colegios nacionales creados por Bartolomé
Mitre a mediados del siglo diecinueve dentro del proceso histórico de la
llamada “organización nacional” y los debates en torno de la “cultura nacional”
y el “canon literario” que tuvieron lugar hacia fines de ese siglo cuando el
objetivo político fue el de consolidar el poder del Estado sobre la base de un
patrón cultural homogéneo que fuese capaz de aglutinar las variopintas
tradiciones culturales de los inmigrantes.
Pero volvamos sobre el componente
“filosófico” del humanismo ¿Cuál es el nexo que liga a la filosofía con el
humanismo? Ajustemos mejor la pregunta ¿cuál es el nexo? En este punto
Sloterdijk vuelve con los filos de su ironía. Utiliza los siguientes giros:
“desde que existe como género literario, la filosofía recluta a sus adeptos
escribiendo de manera contagiosa acerca del amor y la amistad” (p. 19); la
filosofía escrita se mantiene a través del tiempo como “un virus contagioso”
(p. 20); nos atrapa en un “fascinante hechizo creador de amigos” (p. 20); “la
hipotética amistad del escritor de libros y cartas con el receptor de sus
envíos representa un caso de amor a lo más lejano” (p. 22). La filosofía y el
humanismo hacen nexo, conectan, de modo misterioso, mágico (cfr. p. 24). Hacen
comunidad al modo de las “sociedades literarias” en cuyo núcleo Sloterdijk
advierte “una fantasía sectaria o de club” (p. 23). Las naciones modernas no
son más que “eficaces ficciones de públicos lectores que, a través de unas
mismas lecturas, se han convertido en asociaciones de amigos que congenian” (pp.
25-26).
La ironía correo los objetos sobre los que se
lanza. El humanismo se deshace en nuestras manos. Sin embargo, todavía no se ha
dicho lo suficiente y el amable y simpático paseo que damos por las orillas del
conocido territorio de los libros se termina. “La época del humanismo nacional
burgués ha llegado a su fin” porque la antigua magia del texto resulta ineficaz
para “mantener unidos los vínculos telecomunicativos entre los habitantes de la
moderna sociedad de masas” (pp. 27-28). De modo que aquellos misteriosos nexos ya
no aglutinan y son sustituidos por otros –Sloterdijk menciona la radio, la
televisión y las redes informáticas- que funcionan como fundamentos de la
“coexistencia humana”. Dicho en forma de tesis: “las sociedades modernas sólo
ya marginalmente pueden producir síntesis políticas y culturales sobre la base
de instrumentos literarios, epistolares, humanísticos” (p. 28).
Todavía no se ha dicho lo suficiente…Falta
decir que el humanismo cumple una función política no sólo porque hace nexo,
conecta y aglutina, sino porque lo hace contra algo. El humanismo radicaliza su
discurso toda vez que aumenta el peligro de la barbarie. Pero ¿qué nombramos
con esta palabra? Hagamos una enumeración: “las atrocidades bélicas” del siglo
veinte; “las interacciones humanas violentas”; las “tendencias asilvestradoras
del hombre”; dicho de modo más abarcativo “situaciones de alto desarrollo del
poder, bien sea directamente como atrocidad imperialista o bélica, bien como
embrutecimiento cotidiano de los hombres en los medios destinados a la
diversión desinhibida” (pp. 31-32). De modo que, en síntesis, si el humanismo
toma su impulso de la lucha contra la barbarie así entendida, se puede concluir
que el humanismo domestica: “una
lectura amansa” (p. 32). Esto supone que los hombres se forman de acuerdo con
el influjo de dos tipos de fuerzas: inhibidoras, unas; desinhibidoras, las
otras. O, dicho con otros términos, amansadoras, unas; embrutecedoras, las
otras (pp. 32-33). Nótese que Sloterdijk no contrapone esas fuerzas formativas
del hombre en términos de naturaleza y cultura, como era habitual dentro del
esquema mental del siglo diecinueve presente en la sarmientina disyunción de
barbarie y civilización, sino como dos fuerzas formativas –es decir, educativas-
que se mueven en el mismo nivel o sobre el mismo plano. Por un lado, la
formación a través del medio del circo romano desarrolla el modelo del “desinhibido
Homo inhumanus” (p. 33). Por el otro,
la formación a través del libro capaz de proveer “lecturas filosóficas,
humanizadoras, apaciguadoras y generadoras de sensatez” (p. 34). En este juego
de oposiciones, de fuerzas formativas que se oponen, “lo humano consiste en
elegir para el desarrollo de la propia naturaleza los medios inhibidores y
renunciar a los desinhibidores” (p. 35).
Fuera del esquema simplificador que
contrapone naturaleza y cultura, la educación queda ubicada sobre un territorio
más amplio, sus funciones se amplían. La educación humanista del hombre no
consiste, desde este punto de vista que es el de Sloterdijk, en darle formar
humana a ese animal capaz de adquirir cultura que llamamos hombre, sino en “una
definición del hombre teniendo en cuenta su apertura biológica y su
ambivalencia moral” (p. 35). Sloterdijk utiliza la palabra antropodicea: darle forma humana a una vida cuyos horizontes son a
la vez abiertos –desde un punto de vista biológico- y ambivalentes –desde un
punto de vista moral-. En términos de Sloterdijk, se trata de los medios o
instrumentos “a través de cuyo uso los propios hombres se conforman en eso que
pueden ser y que serán” (p. 36).
Reparemos en este punto: si lo que
caracteriza al hombre es su indefinición –la apertura y la ambivalencia-,
entonces el problema de su formación no se plantearía correctamente si lo
ubicásemos sobre el plano de los fines y las definiciones. Según parece, sólo
nos quedan los medios; es decir, las técnicas.
Es aquí donde Sloterdijk se hace acompañar
por Heidegger. La superación heideggeriana del humanismo pasa por ubicar al
hombre por fuera del dispositivo metafísico que lo encierra dentro de la conocida
definición de animal racional. Ubicado dentro de ese dispositivo el hombre
adquiere consistencia y logra “superar” su radical indefinición –la apertura y
la ambivalencia- al precio de su degradación ontológica: demasiado cerca de lo
animal y su característica pobreza de mundo. Tal vez Heidegger pudo haber
encontrado en estas proximidades del hombre con lo animal motivos para pensar el
fascismo como “síntesis de humanismo y bestialidad”. Fuera del dispositivo de
la metafísica, Heidegger ubica al hombre
en relación al ser: el ente que es interpelado por el ser, el habitante de su
casa –el lenguaje-, su custodio y guardián.
Nótese que, en compañía de Heidegger, Sloterdijk
observa que los mecanismos de interpelación parecen haber cambiado: ya no son las
cartas del pasado que intercambiaban los humanistas literarios las que nos
interpelan sino que el ser es ahora el “autor exclusivo y único de todas las
cartas esenciales” (p. 48). Sloterdijk advierte en esta estrategia
heideggeriana un reforzamiento de las funciones de contención en las que había
fracasado el viejo humanismo literario: “el hombre queda supeditado a una
contención extática que va más allá del civilizado detenerse del lector devoto
ante la palabra clásica” (p. 47). Pero también advierte los límites de esa estrategia:
“no puede haber un canon público de los guiños del ser” (p. 48).
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Detengámonos un momento en este punto: el
claro del bosque como campo de batalla. Sloterdijk no lo dice de modo expreso
pero esa idea estaba ya en la carta heideggeriana: “al mismo tiempo que lo
indemne, en la aclaración (Lichtung)
del Ser, aparece lo maléfico (Böse)”.
Ambas posibilidades, la salvación y la perdición, pertenecen al Ser: “uno y
otro, lo indemne y lo malévolo no pueden con todo aparecer en el Ser sino en
tanto el Ser mismo es el lugar del combate (Strittige).
En él se esconde la procedencia esencial del anonadar (Nichtens)” (p. 69). Y, más adelante, “sólo el Ser acuerda a lo
indemne [a lo salvo] su despuntar en la serenidad (Huld, benevolencia, gracia) y al furor (Grimm) su carrera afiebrada hacia la ruina [Unheil, desventura, el mal]” (p. 71). No es el hombre quien dona o
niega sentido a las cosas sino el Ser (citamos la Carta sobre el humanismo por la traducción hecha por Roger Munier y
el poeta argentino Raúl Gustavo Aguirre en 1958 en una edición privada). Como
se podrá advertir, Heidegger no se aleja de su planteo postmetafísico y
postsubjetivo: todo se resuelve en términos de ser y lenguaje. Y esto es lo que
Sloterdijk advierte como insuficiente.
Entonces recurre a Nietzsche, “el maestro del pensamiento peligroso” (p.
60) para quien “los hombres del presente son ante todo una cosa: criadores
exitosos que han logrado hacer del hombre salvaje el último hombre” (p. 62).
Con este paso y en compañía de Nietzsche,
Sloterdijk se interna ahora en aguas profundas después de haber abandonado las
orillas de las humanidades literarias: lo que está debajo de las tranquilas
aguas de la domesticación literaria –escolar y lingüística- del hombre y lejos de
las orillas que las delimitan es “una política de cría” (p. 63) emprendida con
éxito por curas y profesores que lograron hacer del hombre un animal pequeño,
acostumbrado a resignar su voluntad en desmedro de la posibilidad de afirmarla.
En palabras de Nietzsche citadas por Sloterdijk: “virtud es para ellos lo que
hace modesto y manso: así han convertido al lobo en perro y al propio hombre en
el mejor animal doméstico del hombre” (p. 62).
Nos encontramos ahora en un punto crucial, el
punto en el que aparece “el otro rostro, el oculto, del claro del bosque”: una
disputa entre programas o políticas de crianza (p. 63). El lenguaje en estos
casos suena demasiado crudo y no sólo se expone a las malas interpretaciones
sino que las permite. ¿Qué se entiende por política de cría? ¿En qué sentido el
hombre se vuelve más pequeño? Nietzsche usa los términos “voluntad”, “poder”, “fuerzas”;
términos fronterizos entre lo natural y lo cultural, como el término “pulsión”.
Sloterdijk sugiere interpretar estos términos sin demasiadas vueltas: “los
hombres –según parece- han ido criándose a sí mismos hasta lograr, con ayuda de
una habilidosa asociación entre ética y genética, hacerse más pequeños” (p.
63). Dejemos que estos términos permitan ser interpretados de muchas maneras.
Sin embargo, hay una que es central: la cría supone selección. Entonces tenemos
la siguiente cadena terminológica: humanismo, educación, domesticación, cría,
selección. Podemos nombrar esta cadena como “antropotécnica” y sacar de allí
algunas conclusiones: “probablemente de lo que se tratará en el futuro es de
entrar activamente en el juego y formular un código de antropotécnicas”.
Sloterdijk va directo al punto crucial al unir el primer eslabón con el último
de la cadena terminológica, el humanismo con la selección, y esto le permite
plantear con toda crudeza que “la humanidad no consiste sólo en la amistad del
hombre con el hombre, sino que siempre implica también –y con explicitud
creciente- que el hombre representa para el hombre la máxima violencia (Gewalt)” (71).
Llegamos, como decíamos, al punto crucial. Y
allí se acabó nuestro recorrido. Porque en lo que sigue, Sloterdijk regresa al
punto de partida: “también en la cultura actual está teniendo lugar la lucha de
titanes entre los impulsos domesticadores y los embrutecedores (den zähmenden und den bestialisierenden Impulsen)
y entre sus medios respectivos” (p. 72). En este sentido, no aporta demasiado en
el desarrollo de la argumentación el simpático rodeo por los planteos
pastorales de Platón; se limitan a reforzar la idea ya expuesta: desde el fondo
de la historia occidental, detrás del humanista hay un criador de hombres.
Sea como fuere, sin embargo, que la filosofía
hunde sus raíces en aquellos lejanos orígenes platónicos –sea para comenzar a
partir de allí su gloriosa marcha hacia el futuro o para comenzar el largo
ciclo de su decadencia-, tal vez lo más interesante del texto que estamos
comentando es su reflexión sobre la filosofía misma, que nos permitimos citar in extenso:
Una de
la señas de identidad de la naturaleza humana es que sitúa a los hombres ante
problemas que son demasiado difíciles para ellos, sin que les quede la opción
de dejarlos son abordad en razón de esa dificultad. Esta provocación del ser
humano por parte de lo inaccesible (Unumgängliche),
que es al mismo tiempo lo no dominable (Nichtbewältigbare),
ha dejado desde los inicios de la filosofía europea una huella inolvidable; o
mejor: quizá la propia filosofía sea, en el más amplio sentid, esa huella (p.
73).
Como se podrá advertir, no
estamos lejos del lugar en el que Heidegger había ubicado la tarea del pensar
dentro del horizonte histórico planteado por la época técnica o por la
consumación de la metafísica. Las imágenes a las que acude Slotedijk sobre el
final de sus Normas para ilustrar la situación del humanismo confirman esa
impresión de retorno a Heidegger: “¿puede también el sótano del archivo
convertirse en un claro del bosque?” (p. 85). Sólo que se trata de un retorno
desesperanzado puesto que “parece como si hoy no sólo se hubiesen retirado los
dioses, sino también los sabios, dejándonos a solas con nuestra escasa
sabiduría y nuestros conocimientos a medias” (p. 84).
Tal vez, si evitásemos ese paso más allá del
claro en donde el ser interpela al hombre en la casa del lenguaje y nos quedásemos
allí podríamos hacernos la única pregunta que es filosóficamente relevante: la
pregunta por el sentido. Tal vez, también, revisando los archivos platónicos
podríamos encontrar junto con las utopías eugenésicas del filósofo, los
argumentos de otro modo de pensar que nos disponga a comprender por qué la casa
del ser está vacía: Calicles le advertía a Sócrates en el Gorgias que, si no abandonaba el camino de los meros juegos
verbales, pronto terminaría habitando en casas vacías (Gorgias, 486 c 5-6).