martes, 27 de noviembre de 2012

Carl Schmitt: lo político como comunidad de amigos frente al enemigo. Por Carlos A. Casali



Carl Schmitt: lo político como comunidad de amigos frente al enemigo. Por Carlos A. Casali

  En el año 1933 Carl Schmitt (1885-1985) hacía pública la segunda edición de su Concepto de lo político (Der Begriff des Politischen). La primera edición había aparecido un año antes, en 1932, y tenía algunas diferencias y variantes respecto de esta segunda, cuya traducción, realizada por Javier Condé (Concepto de la política, Buenos Aires, Struhart, 1984) es la que utilizamos aquí.
  El texto comienza con una afirmación tan rotunda como desgastada por el uso reiterado que se hace de ella en la discusión política actual: “la distinción propiamente política es la distinción entre el amigo y el enemigo” (p. 33). Según parece, Schmitt instala lo político sobre el escenario del conflicto y, dentro de ese escenario, se propone establecer una diferencia entre los conflictos que pueden ser administrados de tal modo que no lleguen al grado extremo de la hostilidad y la guerra (externa o interna) y los conflictos que inevitablemente pasarán por el trámite de la hostilidad y la guerra. Dicho en otros términos, los conflictos son, o bien internos a la comunidad -o a la unidad política- y pueden ser administrados en la medida en que no ponen en riesgo esa unidad comunitaria, o bien externos a la comunidad y, entonces, ponen en riesgo la existencia misma de la comunidad pero, al hacerlo, permiten su unificación. Se podría decir que la distinción política (en el sentido conceptual que Schmitt está intentando delinear) entre el amigo y el enemigo permite que un mero agregado de hombres -considerados en términos de individualidad-, cuya sociabilidad es siempre problemática (pesimismo antropológico), se constituya como comunidad unificada ante la presencia de un enemigo. La comunidad de amigos está frente al enemigo y lo enfrenta.
  No es difícil ver en esta caracterización de lo político y en el escenario conflictivo que constituye su horizonte de sentido mucho de la situación alemana de entreguerras y, también, de la experiencia de la República de Weimar (1919-1933) a la que se refiere Schmitt en reiteradas ocasiones. Pero, lo que da relieve a su concepto de lo político es algo que trasciende esa circunstancia. Y nos parece que podemos encontrarlo en una comprensión a la vez realista y existencial del hombre que no quiere hacerse ilusiones respecto de sus posibilidades o que no quiere verlas a través del filtro distorsivo de las ilusiones:

Podrá considerarse reprobable y aun tacharse de reminiscencia atávica de los tiempos bárbaros, que los pueblos continúen agrupándose realmente en función del amigo y del enemigo –sostiene Schmitt-; cabe también esperar que esta discriminación esté llamada a desaparecer algún día de la faz de la tierra […] Nada de eso nos interesa. No se trata aquí de ficciones o normatividades, sino de la realidad tal como es y de la posibilidad real de esa distinción (p. 38).

Preguntémonos, entonces, con Carl Schmitt, qué es lo que el hombre esconde detrás del velo de las ilusiones.
  En los capítulos 8 y 9 del Concepto de lo político Schmitt se propone abordar la cuestión central en toda reflexión sobre lo político: se trata de establecer como supuesto explícito de esa reflexión si “el hombre debe ser considerado como un ser problemático o como un ser no problemático” (p. 99). Lo problemático en el hombre puede tomar diferentes formas. Schmitt enumera las siguientes formas de la “malicia”: “corrupción, flaqueza, cobardía, estulticia” y, también, “rudeza, impulsividad, vitalidad, irracionalidad” (pp. 99-100). La primera serie agrupa cualidades humanas de carácter visiblemente negativo, mientras que la segunda serie de cualidades tiene una connotación positiva. Sin embargo, ambas series presentan la sociabilidad humana como problemática y sobre esa base problemática se constituye la teoría política en cuanto tal (es decir, alrededor de un concepto de lo político): “todas las teorías políticas propiamente dichas descansan en el supuesto que el hombre es malo, es decir, un ser en modo alguno improblemático, sino ‘peligroso’ y ‘dinámico’” (p. 103).
  Para llegar a esta conclusión, Schmitt recurre al expediente de negar carácter político a las reflexiones que se apoyan sobre el supuesto de la bondad humana. Bajo el rótulo genérico de liberalismo, Schmitt incluye todo pensamiento o sistema “político” que “se dirige polémicamente contra la intromisión del Estado” (p. 101), en un intento de “nivelar la política a la ética y sojuzgarla a la economía”, para lo cual “ha creado una teoría de la división y del equilibrio de ‘poderes’ […], a los que no se puede llamar teoría del Estado o principio político constructivo” (pp. 102-103). De modo que, “el radicalismo antiestatal crece en la misma medida que la creencia en la bondad radical de la naturaleza humana” (p. 102). El lenguaje pretendidamente “político” del liberalismo carece de lo que Schmitt propone como criterio distintivo de lo político: la diferencia existencial entre amigo y enemigo. En efecto, “todos los conceptos, nociones y vocablos políticos tienen un sentido polémico, se refieren a un antagonismo concreto, están ligados a una situación concreta, cuya última consecuencia […] es la agrupación amigo-enemigo, y cuando esa situación desaparece se convierten en abstracciones fantásticas” (pp. 43-44).
  Volvamos entonces sobre el supuesto antropológico de la maldad humana que constituye el horizonte de sentido del concepto de lo político y, también, de los intentos de oscurecer mediante ficciones esa evidencia, como si en el fondo, el hombre no soportarse tener una conciencia directa de todo aquello que el idealismo filosófico y metafísico ha ido ocultando detrás de sus polarizaciones valorativas: el bien y el mal, lo bello y lo feo, lo útil y lo dañoso (estas son precisamente las distinciones que Schmitt enumera como propias de la moral, la estética y la economía en p. 33). El mal, lo feo y lo dañoso, parecen quedar allí debajo de las idealizaciones metafísicas; dominados por el bien, lo bello y lo útil. La enemistad, en cambio, no queda debajo de la amistad ni es dominada por ella sino que se instala sobre su mismo plano, ambas interactúan para dar origen a lo político. Puede decirse “que los hombres en general, por lo menos mientras las cosas van bien, aman la ilusión de una quietud sin amenazas y no toleran ‘pesimistas’” (p. 110).
  El pensamiento liberal se apoya sobre el optimismo antropológico y también sobre el supuesto del individuo, de modo que el interrogante político a responder sea ahora “si del concepto puro y consecuente del liberalismo individualista se puede obtener una idea específicamente política” (p. 118). Está claro que la respuesta de Schmitt no puede ser afirmativa, toda vez que lo político se constituye en términos de unidad homogénea y, en último término, como Estado (“el Estado […] representa la forma clásica de la unidad política”, p. 41). Entonces, “la desconfianza crítica frente al Estado y la política se explica fácilmente partiendo de la idea fundamental de un sistema [el liberal] que sólo tiene siempre presente, como principio y fin de su pensamiento, al individuo”. En la medida en que “la unidad política debe, en caso dado, exigir el sacrificio de la vida”, resulta que “para el individualismo del pensamiento liberal esta pretensión no se comprende ni se puede razonar, y, en el fondo resulta irritante” (p. 120). De tales supuestos individualistas se concluye que “lo que este liberalismo deja al Estado y a la política es el aseguramiento de las condiciones de la libertad y la eliminación de todo cuanto pueda perturbarla”. Por esta vía, el liberalismo “llega así a un sistema de conceptos sin substancia militar ni política” (p. 121).
  Resulta interesante observar aquí dos puntos: uno, es que el concepto de lo político que Schmitt está presentando parece retroceder desde Locke hacia Hobbes o, dicho de otro modo, se propone buscar en Hobbes fundamentos más sólidos para un pensamiento político que con Locke parece haber perdido el rumbo. Otro, es que en el planteo de Hobbes el Estado se constituye a partir de una situación de conflicto generalizado (la guerra de todos contra todos) entre los individuos; lo que los individuos temen es morir en ese enfrentamiento y delegan en el Estado el derecho de muerte (el poder de la espada). Ahora, en cambio, los individuos (liberales) que temen al Estado, no encuentran razonable ese temor (ni el derecho de muerte que lo origina: “la unidad política debe, en caso dado, exigir el sacrificio de la vida”).
  Los argumentos de Schmitt suenan duros y nos remiten a los estrépitos de la guerra y a los totalitarismos siniestros de los años treinta. Sin embargo, Schmitt se refiere a otra cosa o, por lo menos, pretende referirse a otra cosa. Lo que a Schmitt le preocupa es la impotencia de los sistemas políticos para resolver los problemas comunes; impotencia que tiene su origen en el supuesto individualista que proclama el liberalismo. Mientras que, por un lado “cualquier mengua, cualquier peligro de la libertad individual ilimitada en principio, de la propiedad privada y de la libre concurrencia, implica ‘violencia’” desde la perspectiva liberal; por otro lado, “si millares de campesinos son arrojados a la miseria por la sentencia de un tribunal a favor de un usurero, eso es ‘Estado de derecho’ y normalidad ‘económica’ en la que el Estado no debe inmiscuirse” (p. 121).
  En este sentido, Schmitt intenta recuperar para lo político un poder que el liberalismo ha ido diluyendo dentro de un sistema cuyo centro lo constituye “el concepto de la propiedad privada”. Alrededor de ese centro, “el concepto político de la guerra se torna por el lado económico en concurrencia [es decir, en competencia], por el lado ‘espiritual’, en discusión”; de modo que “en lugar de la clara distinción de los dos Status diferentes de ‘guerra’ y ‘paz’, está la ‘dinámica’ de una concurrencia eterna y de una discusión eterna, eterno concurso que jamás debe hacerse ‘sangriento’ ni ‘hostil’” (p. 122). De todo este sistema liberal en el que se diluye lo político resulta que “el pueblo políticamente unido se convierte, por un lado, en un ‘publico’ de los intereses culturales, por otro lado, en ‘personal’ de empresa y trabajo y, por otra parte, en masa de consumidores” (p. 123).
  Si desde este lugar retornamos al punto de partida, a la distinción entre el amigo y el enemigo, podremos tener mayor claridad respecto de los motivos que impulsan y orientan la conceptualización de Carl Schmitt. De lo que se trata es de consolidar la comunidad y de hacerlo en términos de unidad identitaria: “la distinción del amigo y el enemigo define la intensidad extrema de una unión o de una separación”; amigos son “los de igual manera de ser y los aliados”; enemigo es un “otro, un extranjero” (p. 34). En términos generales, se podría decir que toda identidad, en la medida en que se constituye de modo unitario, está puesta en relación con una diferencia que la altera de modo radical (o que la puede alterar); está puesta frente a un otro (alter) que la amenaza de manera radical. No se trata entonces de una mera diferencia tolerable o asimilable dentro de la identidad o capaz de ser reducida a la unidad (en este caso se podría hablar de “concurrente” o competidor económico, o de “adversario”, o “contrincante”, o de “antagonista”), sino de una diferencia extrema, puesto que “enemigo es una totalidad de hombres situada frente a otra que lucha por su existencia”; enemigo es “solamente el enemigo público, porque todo lo que se refiere a ese grupo totalitario [en el sentido de tomado como totalidad y no como mera adición de individualidades] de hombres, afirmándose en la lucha, y especialmente a un pueblo, es público por sólo esa razón” (p. 39). De modo que la comunidad de amigos se constituye frente al enemigo que la unifica y, al unificarla, le ofrece una identidad política, un punto de identificación política que diluye el antagonismo interno: “estriba la esencia de la unidad política en suprimir ese extremo antagonismo dentro de la unidad” (p. 41). Por el mismo acto que permite ubicar el enemigo en el exterior se constituye la interioridad protectora de la comunidad de amigos (“el ‘protego ergo obligo’ es el ‘cogito ergo sum’ del Estado”, p. 87).
  El conflicto está en la base de la politicidad comunitaria de los amigos que la unidad política, en la forma institucional del Estado, intenta administrar mediante el recurso del enemigo: “puede suceder que ese antagonismo relativo sea ora una pugna ‘agonal’ que afirma la unidad común, ora el germen de una antítesis genuina del amigo y el enemigo que niega la unidad política y tiene en latencia la guerra civil” (p. 43). Esto es lo que sucede cuando se pierde de vista el enemigo, por ejemplo “dentro de un Estado pluralista de partidos dominados por un gran número de partidos diversos (como lo fue Alemania de 1919 a 1932)” (p. 46). Entonces, pierde fuerza “la idea de la unidad política omnicomprensiva (el Estado), que relativiza los partidos políticos y sus discrepancias, y los antagonismos internos prevalecen sobre el común antagonismo externo frente a otro Estado” (p. 47).
  El conflicto que está en la base de la politicidad puede tomar la forma extrema de la guerra: “la guerra no es sino la realización extrema de la hostilidad” (p. 49). Sin embargo, “no es el soldado, sino el político, el que define el enemigo” (p. 51). Podemos preguntarle entonces a Carl Schmitt cuál es la relación que intenta establecer entre lo político y la guerra. La respuesta es la siguiente: la guerra no es ni la meta ni el fin ni el contenido de lo político sino su supuesto, en cuanto ese supuesto está dado como “posibilidad real” (p. 52). En la guerra, “el agrupamiento político en función del amigo y del enemigo alcanza su última consecuencia. Gracias a esta posibilidad extrema adquiere la vida del hombre su polaridad específicamente política” (p. 53). De allí se sigue que “un mundo en el cual se hubiese eliminado […] la posibilidad de la guerra […] sería un mundo sin la distinción del amigo y el enemigo, y, por tanto, un mundo sin política” (p. 53). Sin embargo, dado que la naturaleza humana descansa sobre un fondo problemático (pesimismo antropológico), resulta imposible (e imprudente) desechar la posibilidad real del conflicto o ignorar su presencia más o menos latente y siempre amenazante.
  Ahora bien, como decíamos, Schmitt no quiere reducir lo político a la guerra, sino que, antes bien, pretende evitar la guerra mediante lo político. Y para ello necesita apelar a la guerra como supuesto de lo político: para evitar su despliegue incontrolado, por lo menos, dentro de la unidad política (es decir, del Estado). Puesto que la guerra es “el medio político extremo”, la relación entre lo político y la guerra se invierte; ahora es lo político el supuesto de la guerra, en cuanto la guerra “pone al descubierto lo que en el fondo de toda representación política hay, a saber, la realidad de esa distinción del amigo y el enemigo” (p. 54). Cualquier antagonismo o conflicto puede tomar la forma del antagonismo político “apenas se ahonda lo suficiente para agrupar efectivamente a los hombres en amigos y enemigos” (p. 57); la vida política no se caracteriza por el tipo de conflicto que la constituye sino por “el grado de intensidad de una unión o de una distinción de grupos de hombres” (p. 59).
  Frente al enemigo se constituye la comunidad de amigos y esa comunidad tiene la forma de “la unidad política” y se expresa, como tal unidad, a través de tres caracteres: es total (la unidad política es total por dos razones: porque todo conflicto puede llegar a ese grado extremo de intensidad y porque toma a la existencia del hombre de modo radical, lo abraza por entero, “la política es el destino”, p. 60); soberana (porque decide sobre el caso decisivo: el conflicto extremo, p. 61) y decisiva (“la vida política se orienta siempre hacia la posibilidad de un caso decisivo de lucha efectiva contra un enemigo efectivo”, p. 62).
  En oposición a esta idea de la unidad política Schmitt advierte la idea política del pluralismo que, en el fondo, descansa sobre la idea de “la muerte y el fin del Estado” (Schmitt remite la idea a Georges Sorel, p. 63, n. 8). De acuerdo con esta idea pluralista (que proclama “la igualdad esencial de todas las asociaciones humanas”) no hay ninguna necesidad de que los hombres se agrupen dentro de “una unidad última” que sería, más bien, una “superstición y reminiscencia de la escolástica medieval” (p. 63). Ahora bien, “estos pluralismos –que Schmitt observa como propios del pensamiento liberal y, también, de la República de Weimar- son posibles mientras el Estado, como Estado liberal ‘de derecho’, está paralizado y se pone al margen en cuanto presiente un verdadero caso de conflicto” (p. 67). Es en momentos de parálisis o de irresolución frente al conflicto decisivo (vida o muerte) en donde la teoría pluralista adquiere su relieve o encuentra su condición de posibilidad. Así planteada, la disyuntiva entre unidad y pluralismo queda claramente desbalanceada a favor de la unidad. Puesto que siempre hay conflicto, el pluralismo puede ser interpretado sólo de dos maneras, ambas negativas: o bien se trata del intento, imposible de concretar, de realizar “la unidad a través de la componenda diaria de las asociaciones sociales” o bien se trata de “un mero instrumento de disolución y de negación del Estado” (p. 69). Entonces, ante la posibilidad real del conflicto, frente al enemigo, “la posibilidad real del agrupamiento en amigos y enemigos basta, para crear, más allá del puro elemento social y asociativo, una unidad decisiva” (p. 71). Es aquí donde Schmitt ubica al Estado como “unidad esencialmente política” a la que corresponde determinar quién es el enemigo y combatirlo en una situación de guerra (p. 72). Schmitt describe esa situación no sin alarma: “el Estado, como unidad política decisiva, ha concentrado en sí un poder terrible: la posibilidad de hacer la guerra y de disponer así abiertamente de la vida de los hombres”. Como contrapeso o contrapartida, “la actividad de un Estado normal consiste, sobre todo, en procurar dentro del Estado y de su territorio, la completa pacificación” (p. 73); claro que, para lograr esa paz interna, “el Estado, como unidad política, decide también por sí mismo, mientras subsiste, quién es el enemigo interno” (p. 74).
  La comunidad de los amigos frente al enemigo no parece ser, a los ojos de Carl Schmitt, una comunidad de vida. Antes bien, pensada en términos biopolíticos, se trata de un poder (el de la unidad o el del Estado) que impone su forma a la vida por medio de la muerte (el derecho soberano de la espada): “este poder sobre la vida física del hombre eleva a la comunidad política sobre todas las demás comunidades y sociedades humanas” (p. 77).
  Sin embargo, Schmitt no quiere justificar o racionalizar la guerra y la muerte: “la guerra, al estar dispuestos a morir los hombres que combaten, el matar físicamente a otros hombres que están con el enemigo, todo esto no tiene un significado normativo, sino solamente existencial”. Y agrega, más adelante, que “no hay un fin racional […] que pueda justificar que los hombres se maten recíprocamente entre sí. Si tal aniquilamiento físico […] no acaece en nombre de la afirmación existencial de la propia existencia frente a una negación también existencia de esa forma, nada de eso se puede justificar” (pp. 79-80). Dicho brevemente, “una guerra tiene sentido no por el hecho de que se combata en pro de ideales o de  normas jurídicas, sino porque se combata contra un enemigo real” (p. 82). Y siempre existe la posibilidad real del enemigo por el simple hecho de que ninguna identidad se constituye sólo para sí sino frente a otro: “si un pueblo teme las fatigas y el riesgo de la existencia política, otro pueblo vendrá que le arrebate esas fatigas y cargue con ellas” y asumiendo el rol de protector exija la obediencia del pueblo protegido (p. 86). “Porque un pueblo deje de tener energía o voluntad para mantenerse en la esfera política no desaparece del mundo la política. Desaparece tan sólo un pueblo débil” (p. 88).
  Decíamos al comienzo que, según parece, Schmitt instala lo político sobre el escenario del conflicto. Efectivamente, lo político no puede ser pensado en su concepto sin el conflicto. Podríamos preguntarnos ahora qué es lo que le interesa pensar a Schmitt ¿lo político o el conflicto? Dicho en otros términos: cuál es la intención de Schmitt respecto a ese vínculo que él establece entre politicidad y conflictividad ¿se trata de pensar lo político como resolución del conflicto? ¿O se trata de pensar el conflicto como matriz generadora de lo político? Según parece, ambas posibilidades se superponen en el planteo schmittiano.
  “Si un Estado mundial abarcase el orbe terráqueo y toda la humanidad, no sería una unidad política, precisamente por esa razón, y se le podría llamar Estado por llamarse de alguna manera” (p. 97). Unas líneas más arriba, Schmitt había sostenido que “el mundo político es un Pluriversum, no un Universum” (p. 89), es decir, un sistema de unidades políticas, de comunidades de amigos que están frente a otras comunidades de amigos o unidades políticas, sin que sea posible pensar en “una unidad que abrazara la humanidad toda y la tierra entera” (p. 89) porque, a semejante unidad abarcadora de lo humano, le faltaría el enemigo frente al cual se realiza como unidad. “La humanidad, como tal, no puede hacer guerra alguna, porque no tiene ningún enemigo, al menos en este planeta” (pp. 90-91).
  Lo político procesa el conflicto a la vez que lo reproduce de modo ordenado dentro del límite extremo de la guerra de modo que sea impensable un equilibrio final en el que el conflicto sea resuelto de modo definitivo. Tal utopía de un mundo en donde “todo marcharía por sí mismo”, sin Estado y sin gobierno, en el que los hombres fuesen “absolutamente libres” no daría respuesta al “verdadero problema” que Schmitt se formula en estos términos “¿Para qué fin serían libres?” (p. 98).

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