miércoles, 28 de noviembre de 2012

Saúl Taborda crítico de Carl Schmitt: lo político como comunidad de vida. Por Carlos A. Casali



Saúl Taborda crítico de Carl Schmitt: lo político como comunidad de vida. Por Carlos A. Casali

  En un texto publicado en 1936[1], el pedagogo y filósofo argentino (cordobés, más precisamente) Saúl A. Taborda caracteriza el fenómeno político como propio de la comunidad (ya que “no se da en el hombre aislado”, lo que implica, de paso, la idea de que el individuo no puede ser origen de lo político, como pretenden las teorías contractualista) y esencialmente determinado por una relación de “amor y de fuerza” que el autor presenta en oposición al dualismo planteado por Carl Schmitt en términos de amigo-enemigo: “todo el fenómeno político –lo político- llega a caracterizarse por la voluntad de poder” (p. 85) y entiende que en ella se conjugan los opuestos del amor y la fuerza: un principio erótico o de filía que liga a la comunidad y la constituye y una fuerza constituyente que la afirma en la vida y la aleja de la muerte.
  En discusión y oposición con Carl Schmitt, Taborda plantea dos argumentos fundamentales en El fenómeno político: por un lado, rechaza el criterio amigo/enemigo como criterio distintivo de lo político para postular la filía, entendida en términos de vínculo amoroso, como principio impulsor de toda sociabilidad y politicidad. Así entendida, la filía expresa una pulsión vital que entra en conflicto con los sistemas legales que intentan encauzarla. Por otro lado, Taborda afirma que, al privilegiar el momento de la enemistad como constitutivo de lo político, Schmitt piensa lo político desde el Estado y pierde de vista la relación entre lo político y la comunidad, tanto desde el punto de vista digamos “afirmativo” que tendría la filía como fuerza configuradora cuanto en sus aspectos relativamente “negativos”, en la medida en que la comunidad políticamente organizada no es una totalidad homogénea que expulsa el conflicto hacia el exterior sino que lo contiene en términos de pluralismo.    
  Estamos, entonces, en el punto en que, antes que un medio para la resolución de conflictos, los sistemas políticos aluden a un fenómeno de sociabilidad originaria y fundante determinado por el amor y la fuerza. Ahora bien, la naturaleza positiva y afirmativa del fenómeno político no es fácil de observar; de hecho, para Carl Schmitt, lo político es “un acontecer vital originario que se expresa en la distinción amigo-enemigo, esto es, en la distinción entre aquello que, respecto de una comunidad aumenta la fuerza y aquello que la amenaza”. Así, dentro del “pluriverso político que es el mundo”, cada comunidad política se afirma en “una situación de lucha” que, al no tener forma de mediación posible, ni normativa ni por vía de arbitraje, “infunde a las partes comprometidas la más fuerte conciencia de una unión o de una desunión, de la cual se nutre el concepto existencial de la enemistad” (p. 71). Basándose en esta conflictividad existencial Schmitt recorta la especificidad del fenómeno político sobre la base de la identificación del enemigo como una forma particular de la alteridad. Así, lo otro de la comunidad se puede expresar tanto bajo la forma del hostis cuanto del inimicus: en el primer caso, se trata del concepto político del enemigo, en el segundo, del concepto no político de adversario –literalmente inimicus significa “no amigo” y hostis, “extranjero”-. Entonces, lo primero que Taborda objeta en la interpretación schmittiana del fenómeno político es que define su concepto de modo negativo o, más precisamente, a partir de una negatividad, y deja en penumbras el aspecto positivo del fenómeno; la amistad queda allí como un residuo conceptual o como concepto residual: “en ningún momento se detiene a aclarar qué sea la amistad” (p. 73). Y porque “la amistad es algo así como la penumbra que deja en segundo plano la prolija aclaración de la faceta de la enemistad”, “la amistad se resuelve en la enemistad” (p. 73). Es decir que, mediante la negación de la negación pretende encontrar un fenómeno positivo, una afirmación existencial, en este caso, la del amigo como aquel que no es (segunda negación) enemigo (primera negación). Pero, de este modo, no se obtiene un fenómeno originario sino uno derivado[2].
  Además, lo que en segundo término Taborda objeta en la interpretación schmittiana del fenómeno político es que lo deriva retrospectivamente a partir del Estado, fundando lo político en aquello que, por su parte, está fundado en lo político como fenómeno originario y reduciendo la pluralidad inherente al fenómeno a la unidad que es propia de la guerra y no de la política. Puesto que al hacer de la enemistad el concepto fundante de lo político se piensa la política como “una permanente situación de beligerancia” de un pueblo en relación con otro pueblo, se requiere hacer “en la vida interna de un pueblo, una cerrada unidad política”. Así el concepto positivo de la pluralidad de los pueblos, según el cual, el concepto de pueblo no podría ser pensado sino en relación con esa pluralidad, se ve recortado negativamente al postularse un doble cierre de los pueblos en relación recíproca de exclusión externa y de homogeneidad interna. Pero con esto, se piensa lo político desde el Estado “que, para el occidental, es la forma clásica de esta unidad” y que realiza lo político bajo la forma de la supresión de “los contrastes intestinos” y del aseguramiento de “la convivencia social”, puesto que –Taborda cita aquí a Schmitt- “la esencia de la unidad política consiste en que, dentro de la unidad, está excluido el enérgico contraste amigo-enemigo”[3]. Entonces, caemos en la extraña situación de que “la política poco o nada tiene que hacer con la vida interna de un grupo” puesto que “la política queda concretada a las actividades internacionales” (p. 73).
  Pensar lo político a partir de la determinación existencial del enemigo tiene también como consecuencia no deseada –por lo menos en la intención de Schmitt- la de confundir el fenómeno de lo político con el de la guerra porque también “la guerra procede de una enemistad” (p. 73). Y, aunque Schmitt no se siente en este punto en compañía de Clausewitz[4], la consecuencia inevitable de su doctrina es que la única diferencia que puede establecer entre el político y el soldado es que el primero “lucha cotidianamente, toda la vida” y el segundo, sólo de modo excepcional (p. 74). Pero, entonces, Schmitt no guarda fidelidad a su propio método de indagación que consiste en analizar el fenómeno político de modo estático “para averiguar, mediante un severo análisis sus notas tipificantes”; en lugar de ello, Schmitt “se limita a recalcar como de su esencia la enemistad ligada a la acción política en relación con el instrumento poliorcético que es el ejército”. De esta manera, lejos de aislar los componentes esenciales del fenómeno político en la presentación de su pureza originaria, Schmitt aborda el fenómeno en “un sentido dinámico y complejo en el que ya no cabe prescindir de aquellos fenómenos concomitantes por él eludidos en el planteamiento del fenómeno originario” (p. 74). De esta confusión metodológica se sigue una segunda confusión que consiste en plantear “el ejército como un instrumento mero y simple” para diferenciarlo de la política. Se puede aceptar, afirma Taborda, que “el ejército formado a base de la obligatoriedad” se pueda convertir en un mero instrumento “a virtud de la propia carencia de contenido ético”; pero esto no sucede allí donde “la fuerza armada se constituye por obra de una prerrogativa de honor que los miembros de una comunidad ejercitan, en servicio de la comunidad, poniendo en juego el poder político de las armas” (p. 74). Cuando esto sucede, se hace verdadera la afirmación de Clausewitz y la guerra se constituye como una continuación de la política porque “lo político, puesto en movimiento beligerante, ha introducido un fondo ético en su actividad” (p. 75).
  Esta conceptualización de lo político ligada a la beligerancia, que piensa la amistad como “un concepto derivado de la enemistad” no logra acceder –como decíamos más arriba- a la originalidad del fenómeno político por cuanto “la determinación del enemigo corresponde a un pueblo que ha alcanzado la unidad política” (p. 75). Se piensa lo político desde el Estado, que no es un fenómeno originario sino una de sus posibilidades, y este presupuesto es “la nota corriente en el pensamiento político europeo”. Poniendo las cosas en su lugar, Taborda encuentra que el Estado “es el resultado de un proceso más o menos largo en el que la voluntad histórica, allanando contradicciones, ha asegurado la convivencia social”, lo que supone, entonces, que “lo político, en cuanto fenómeno originario, es anterior a la aparición del Estado” y que

el dualismo amigo-enemigo mueve, impregna y trabaja todo ese proceso, ese continuum, que es la política y que, consiguientemente, la política, alcanzando tanto a la vida externa como a la vida interna del grupo, está tanto en la relación beligerante con el pueblo extraño como en las luchas y en los conflictos internos del grupo (p. 76).

En consecuencia, habrá que tomar en cuenta de modo positivo el concepto de la amistad para poder dar cuenta del fenómeno originario de lo político.
  El primer argumento se apoya, por una parte, en el testimonio bíblico (“la unión en el amor hace la fuerza”) y, por la otra, en la opinión de Bergson, quien ha mostrado que no ha habido nunca una sociedad que “careciera de religión, es decir, de religere, de cuidado amoroso de la existencia social” (p. 77). En este argumento, la relación entre el amor y el poder se establece sobre la base de la idea de que todo aquello que está unido y cohesionado es fuerte y poderoso como consecuencia de esa unión cuyo principio activo es el amor o la amistad. El segundo argumento, va por un camino bien distinto. Después de reprochar nuevamente a Carl Schmitt las insuficiencias de su descripción del fenómeno político como fundado unilateralmente sobre la enemistad y advertir que, de ese modo, Schmitt “exime a la vida interna [de un pueblo] de toda influencia del contraste amigo-enemigo en razón de que aquí predomina la amistad, el agon de los griegos”, Taborda concluye en que, aún en la vida interna de un pueblo “lo que juega un rol decisivo es un contraste agon-agonal, (antagonismo), cargado de amor y de fuerza, que es de la misma naturaleza que el que preside la política entre pueblos diversos” (p. 77). Despleguemos con mayor detalle este segundo argumento.
  Carl Schmitt había sostenido que

no es enemigo el concurrente o el adversario en general: Tampoco lo es el contrincante, el ‘antagonista’ en la pugna del ‘Agon’. Y lo es menos aún un adversario privado o cualquiera hacia el cual se experimenta antipatía. Enemigo es una totalidad de hombres situada frente a otra análoga que lucha por su existencia, por lo menos eventualmente, o sea, según una posibilidad real. Enemigo es, pues, solamente el enemigo público, porque todo lo que se refiere a ese grupo totalitario de hombres, afirmándose en la lucha, y especialmente a un público, es público por sólo esa razón[5].

Y, en nota al pie, ampliaba y aclaraba el contexto general de estas afirmaciones: se trata del concepto nietzscehano y heraclíteo de la vida griega como centrada en la lucha agonal aún cuando esa lucha podía ser cruenta; allí, el antagonista es un adversario, un contrincante, pero no un enemigo. Todo esto cambia con la guerra del Peloponeso “cuando se quebró la unidad política del mundo helénico”; allí, se revela “la gran antítesis metafísica entre pensamiento Agonal y pensamiento Político[6]. A partir de allí, el enemigo es hostis (y no inimicus) y está referido a una situación de pólemos (y no de stásis, que se reserva para designar el antagonismo interno: “sedición, insurrección, rebelión, guerra civil”). Schmitt interpreta esta situación como que “un pueblo no puede moverse guerra a sí mismo, y que la guerra civil puede implicar el desgarro de las propias entrañas, pero no la formación de un nuevo Estado o de un pueblo nuevo”[7]. Y lo que Taborda observa críticamente de todo este pensamiento schmittiano, sin citar expresamente sus argumentos, es que todos los conflictos, son de la misma naturaleza: los que tienen lugar bajo la forma de “la guerra civil, la lucha de los partidos, las querellas eclesiásticas, la lucha de clases y, en general, todas las situaciones polémicas” y los que tienen lugar “entre pueblos adversos”; es decir, Taborda rechaza, por un lado, la distinción entre stásis y pólemos que había presentado Schmitt y, consiguientemente y por el otro lado, la distinción entre conflicto interno y externo. Todos esos conflictos y “todas la situaciones polémicas, están teñidas de amor y de fuerza” (p. 77).
  Mediante este señalamiento crítico, Taborda lleva hacia el interior de la comunidad el conflicto que Schmitt había situado en su límite externo. Visto desde el argumento tabordiano, se borran los límites entre las diferentes comunidades políticas y un mismo flujo las atraviesa a todas y las constituye como tales. La operación tabordiana corre en paralelo con la crítica de base que le había dirigido a la conceptualización de Schmitt del fenómeno político por haber sido realizada a partir del Estado, es decir, de una de sus formas y, por lo tanto carente de originalidad: es lo político definido a partir del Estado lo que establece un claro límite espacial entre el adentro y el afuera para la legitimación del poder soberano. Evitando hacer derivar su concepto de lo político de las concreciones estatalistas del fenómeno, Taborda advierte entonces que un mismo flujo hecho de amor y de fuerza impregna todo agrupamiento humano y lo cohesiona. Llegado a este punto, sin embargo, en la argumentación de Taborda ambos elementos –el amor y la fuerza- toman caminos divergentes para configurar de modo claramente dualista el fenómeno político: lo que al comienzo era la idea de una comunidad homogénea unificada por la fuerza cohesiva del amor o, lo que viene a ser equivalente, la idea de una comunidad fuerte porque cohesionada por el amor y/o la amistad (“la unión en el amor hace la fuerza”), se vuelve ahora objeto de una observación más profunda. El amor y la fuerza están presentes en todos los fenómenos políticos porque aún en los conflictos internos

se emplea la fuerza, la técnica militar, en muchos casos con el manifiesto designio de ‘negar el ser de otro ser’; pero lo que los justifica, o, a lo menos, excluye de ellos la voluntad criminosa, que dicen los penalistas, es siempre ese fondo amoroso y abnegado que arrastra al sacrificio a muchos hombres en pos del mejoramiento de las condiciones sociales, de una mayor afirmación vital, de una más amplia y más cierta efectividad del ideal de justicia que es una condición sine qua non de la propia existencia de una comunidad (pp. 78-79).

Entonces, no se trata ya, como sucede en la caracterización schmittiana, de conformar cohesivamente la comunidad en su interacción con otras comunidades según un principio de identidad que delimita lo propio frente a lo extraño (hostis) sino de conformar una comunidad basada sobre el principio a la vez social, vital y político de la justicia, en la que el amor actúa de modo selectivo por medio de la fuerza. Como veremos más adelante, esa actividad selectiva basa su accionar sobre el principio ontológico de la diferencia y ya  no sobre el de la identidad.
  Podríamos sintetizar el texto que acabamos de reseñar afirmando que su objetivo es el de establecer un concepto de la democracia diferente al del liberalismo y alejado también del absolutismo o la dictadura y que se vale para ello del diálogo crítico con Carl Schmitt en torno del concepto de lo político.
  Así, mientras que Schmitt piensa lo político desde el horizonte del Estado soberano en la tradición del pensamiento político inaugurado con la modernidad hobbessiana y, por lo tanto, a partir de la experiencia de una vida desagarrada por el conflicto con ella misma, Taborda lo hace desde el horizonte de la comunidad y a partir de una vida que experimenta sus posibilidades autoafirmativas a través del conflicto. En el primer caso, la anarquía, entendida como la ausencia de un centro unificador del poder, es un fenómeno prepolítico negativo que el Estado vendrá a dar por concluido mediante la conformación de una pacificada sociedad civil bajo el imperativo de un ordenamiento político homogéneo que expulsa el conflicto hacia el exterior. En el segundo caso, la anarquía, entendida como multiplicación de los centros de poder, está en la base del fenómeno originario de lo político y se mantiene como principio vital organizador mientras dure la comunidad o el grupo así constituido. Puesto que la vida es flujo y la voluntad de poder es la ley de su dinamismo, sólo cuando esa voluntad declina, el flujo se detiene y la voluntad, en conflicto negativo con ella misma, busca fuera de sí misma un principio organizador: el absolutismo. Pero, cuando la vida sigue el curso de autosuperación que le indica la voluntad de poder, busca dentro de sí misma el principio organizador: la democracia. Sólo que esta democracia no es ya la de la sociedad civil constituida sobre la base de la atomización de la voluntad política, sino la de la comunidad orgánica –el comunalismo federalista- en la que el individuo es parte de un todo sin que ese todo se constituya por encima de las partes. Fundamento trascendente del poder, en un caso, inmanencia vital del poder, en el otro.
  Taborda encuentra insuficiente el intento de oponer el absolutismo a la democracia desde un punto de vista instrumental. Pensados ambos como medios o instrumentos políticos puestos al servicio de la resolución del problema de la convivencia humana es difícil establecer entre ellos una diferencia radical[8]. Y, sin embargo, de lo que se trata es de fundamentar esa diferencia. Podría decirse que el diálogo con los argumentos de Schmitt remite con urgencia a establecer esa diferencia, toda vez que la crisis de la democracia parece arrastrar a la vida civil hacia estadios “infrahumanos” bajo los impulsos de “fuerzas de regresión” y Schmitt, a quien Taborda había acompañado en su crítica de la democracia liberal, parlamentaria y partidocrática, había sostenido también que la única diferencia existente entre la dictadura y la democracia era la supresión de la división de poderes[9]. Mientras que en la conferencia de 1933 Taborda ubicaba a Schmitt junto con Maquiavelo y también Mussolini, en una común defensa del absolutismo que sostiene “una concepción amoral del Estado” (La crisis espiritual, p. 40), ahora ubica las insuficiencias de ese planteo político en términos de una racionalidad instrumental incapaz de remontar su mirada más allá de la mera adecuación de medios “en vista de un fin anterior que ella misma no pone ni determina” (p. 70). Y esto sucede porque Schmitt al postular el origen de lo político sobre la base de la enemistad pierde de vista la necesaria positividad del fin que persigue lo político en su constitución originaria. Incapaz de afirmar esos fines, la política se limita a actuar instrumentalmente como mediación en una situación de conflicto según el modelo del Estado soberano que se afirma negando al otro Estado, también soberano, que lo niega o amenaza (enemigo/hostis). Pero la conclusión que se sigue de semejante racionalización instrumental de lo político es que “la política poco o nada tiene que hacer con la vida interna de un grupo” (p. 73). Con lo cual Schmitt queda ubicado en la proximidad -no deseada por él- de Clausewitz, puesto que “la determinación existencial del enemigo es ya una actitud cargada de filosofía de la guerra” (p. 73). De lo que se trata, entonces, es de pensar lo político como fenómeno originario en su positividad. Y la positividad de lo político no puede ser otra que la afirmación de un poder inmanente.
  De allí que Taborda ubique la diferencia entre el absolutismo y la democracia sobre otro plano: sobre el plano del fenómeno originario de lo político entendido como voluntad de poder: “lo político se da en la vida del grupo” y “la vida del grupo no permanece sin influencia sobre el alma particular” porque “de un modo o de otro, la voluntad de poder repercute en esta alma y enciende en ella la voluntad vital […] transfiriéndole lo esencial del pathos político” y “ahí donde esto acontece, el hombre asume el poder” (p. 92). La diferencia entonces entre el absolutismo y la democracia es también la diferencia entre la democracia formal y la democracia sustantiva: se trata de la integración del individuo en la comunidad de la que es parte como miembro pleno y activo sobre la base de la comprensión de que la comunidad es una vida en común que incrementa su poder de acción a través del poder de acción de sus partes constitutivas. Entonces -y en cierto modo en la proximidad del planteo schmittiano-, la diferencia entre el absolutismo y la democracia se pierde al quedar referidos ambos al común origen de lo político y gana una nueva dimensión al adquirir las notas constitutivas de una biopolítica afirmativa en la que el poder trascendente que disciplina al hombre en la obediencia ha cedido su lugar al poder inmanente de la vida, que es, simultáneamente la del grupo y la del individuo.
  Si Nietzsche establecía la condición de posibilidad de una experiencia afirmativa de la voluntad de poder en la asunción plena del acontecimiento de la muerte de Dios, se podrá advertir que Taborda utiliza un procedimiento similar. El absolutismo comienza cuando el hombre realiza su libertad en la obediencia del dios, pero luego comprende que él es dios y su obediencia se transfigura en “obediencia a lo divino que hay en el hombre”, esto es, un dios inmanente a la vida que él mismo “rehace, reafirma y conquista con el esfuerzo de todos los días y de todas las obras” (p. 92). De este modo, Taborda puede coincidir, digamos diagonalmente, con Schmitt en que el absolutismo es “aquel sistema político que excluye la deliberación” y puede diferir –también diagonalmente- con Schmitt en cuanto se trata “de una exclusión impuesta por un poder trascendente al hombre y al grupo” (p. 94). Sobre el común origen de lo político, absolutismo y democracia se oponen y, a la vez, se complementan, pues cuando la comunidad necesita cohesionar sus fuerzas constitutivas recurre al absolutismo para fundar en un poder trascendente su propio acontecer vital. Dicho en otros términos, el fenómeno político, tal y como es examinado por Taborda, revela una ambigua constitución biopolítica, afirmativa y negativa a la vez, que delimita el horizonte de sus posibilidades. Es por eso que, finalmente, el absolutismo es una posibilidad de lo político que retorna toda vez que “en los momentos de peligro, especialmente en los casos de guerra, (forma de ‘lo político que durará mientras dure el fenómeno de lo político’), en los que más necesaria se hace la cohesión del grupo y la unión que ‘fait la force’” (p. 95) y en esto, no hace más que coincidir por el absurdo con Schmitt en el planteo de que “un globo terráqueo definitivamente pacificado sería un mundo sin la distinción del amigo y el enemigo, y, por tanto, un mundo sin política”[10]. Invirtiendo el argumento de Schmitt, Taborda diría que en un mundo tensionado por la posibilidad de la guerra, lo político queda inevitablemente referido a la posibilidad negativa del absolutismo.






[1] “El fenómeno político”, en Homenaje a Bergson, Córdoba (Argentina), Universidad Nacional de Córdoba, 1936, p. 71. Jorge Dotti registra en la obra de Taborda el primer análisis hecho en nuestro medio del pensamiento político de Carl Schmitt; DOTTI, J. E., “Saúl Taborda: filía comunitarista versus estatalismo schmittiano”, en DOTTI, J. E., Carl Schmitt en Argentina, Rosario (Argentina), Homo Sapiens, 2000. Importa destacar que Taborda cita a Schmitt por la edición de 1933 de Der Begriff des Politischen.
[2] En el prefacio de la obra que Schmitt escribe para la reimpresión de 1963 no hace más que confirmar por vía indirecta la interpretación de Taborda. Schmitt sale al cruce del reproche que le dirige en cuanto su concepción de lo político “supone una primacía de la noción de enemigo” y despacha esas críticas como corrientes y esteriotipadas porque no tienen en cuenta “que cualquier arranque de una noción jurídica procede, por necesidad dialéctica, de la negación”; de manera que “tanto en la vida como en la teoría jurídica, la inclusión de la negación es cosa totalmente distinta que una ‘primacía’ de lo negado. Un proceso, como acto jurídico, no se puede imaginar sin que se niegue un derecho. El punto de partido del Derecho penal y de la pena no es una acción, sino un delito. ¿Significa esto, acaso, una consideración ‘positiva’ del delito y una ‘primacía’ del crimen?”, SCHMITT, C., Concepto de la política, Buenos Aires, Struhart, 1984, p. 24. Así como la pena supone la negatividad del delito y la negatividad del delito supone la positividad de la norma que estipula la posibilidad o imposibilidad de una acción, sancionada entonces bajo la forma de un derecho mostrándose de este modo que es la afirmación de la norma la que establece y determina la negatividad del delito y no al revés, del mismo modo, es la positividad de la afirmación del amigo la que establece la comunidad y, por derivación, de la calificación del enemigo como aquello que le es exterior y amenazante.
[3] La cita corresponde a la p. 41 de la edición citada de la obra de Schmitt.
[4] La remisión es aquí al capítulo 3 del Concepto de lo político, p. 50 de la edición que estamos utilizando.
[5] SCHMITT, C., Concepto de la política, Buenos Aires, Struhart, 1984, pp. 38-39.
[6] Ibid., p. 39, n. 1.
[7] Ibid., pp. 39-40, n. 3.
[8] Taborda había sostenido que, como medios o técnicas políticas, tanto el absolutismo cuanto la democracia se proponen realizar “la convivencia social, sin que por esto se pueda establecer paridad entre la democracia y el absolutismo” (p. 70) y, finalizada su indagación sobre el fenómeno político que está en la base originaria de ambas formas políticas, sobre el final del texto concluye en que “lo político no se manifiesta exclusivamente en la democracia” pues “el absolutismo [aún siendo] lo opuesto a la democracia […] es también expresión de lo político” (p. 94).
[9] Esta era, en efecto, la primera recepción que hacía Taborda de Schmitt en la conferencia de 1933: “la dictadura no contraría a la democracia ‘sino, esencialmente, es la supresión de la división de poderes’” y Schmitt no desmiente a Maquiavelo sino que lo confirma “al sostener que la supresión de la división de los poderes es compatible con la democracia”; La crisis espiritual y el ideario argentino, Santa Fe (Argentina), Instituto Social de la Universidad Nacional del Litoral, 1933 (reeditado en 1942, 1945 y 1958), pp. 39 y 40.
[10] SCHMITT, C., Concepto de la política, Buenos Aires, Struhart, 1984, p. 53.

martes, 27 de noviembre de 2012

Carl Schmitt: lo político como comunidad de amigos frente al enemigo. Por Carlos A. Casali



Carl Schmitt: lo político como comunidad de amigos frente al enemigo. Por Carlos A. Casali

  En el año 1933 Carl Schmitt (1885-1985) hacía pública la segunda edición de su Concepto de lo político (Der Begriff des Politischen). La primera edición había aparecido un año antes, en 1932, y tenía algunas diferencias y variantes respecto de esta segunda, cuya traducción, realizada por Javier Condé (Concepto de la política, Buenos Aires, Struhart, 1984) es la que utilizamos aquí.
  El texto comienza con una afirmación tan rotunda como desgastada por el uso reiterado que se hace de ella en la discusión política actual: “la distinción propiamente política es la distinción entre el amigo y el enemigo” (p. 33). Según parece, Schmitt instala lo político sobre el escenario del conflicto y, dentro de ese escenario, se propone establecer una diferencia entre los conflictos que pueden ser administrados de tal modo que no lleguen al grado extremo de la hostilidad y la guerra (externa o interna) y los conflictos que inevitablemente pasarán por el trámite de la hostilidad y la guerra. Dicho en otros términos, los conflictos son, o bien internos a la comunidad -o a la unidad política- y pueden ser administrados en la medida en que no ponen en riesgo esa unidad comunitaria, o bien externos a la comunidad y, entonces, ponen en riesgo la existencia misma de la comunidad pero, al hacerlo, permiten su unificación. Se podría decir que la distinción política (en el sentido conceptual que Schmitt está intentando delinear) entre el amigo y el enemigo permite que un mero agregado de hombres -considerados en términos de individualidad-, cuya sociabilidad es siempre problemática (pesimismo antropológico), se constituya como comunidad unificada ante la presencia de un enemigo. La comunidad de amigos está frente al enemigo y lo enfrenta.
  No es difícil ver en esta caracterización de lo político y en el escenario conflictivo que constituye su horizonte de sentido mucho de la situación alemana de entreguerras y, también, de la experiencia de la República de Weimar (1919-1933) a la que se refiere Schmitt en reiteradas ocasiones. Pero, lo que da relieve a su concepto de lo político es algo que trasciende esa circunstancia. Y nos parece que podemos encontrarlo en una comprensión a la vez realista y existencial del hombre que no quiere hacerse ilusiones respecto de sus posibilidades o que no quiere verlas a través del filtro distorsivo de las ilusiones:

Podrá considerarse reprobable y aun tacharse de reminiscencia atávica de los tiempos bárbaros, que los pueblos continúen agrupándose realmente en función del amigo y del enemigo –sostiene Schmitt-; cabe también esperar que esta discriminación esté llamada a desaparecer algún día de la faz de la tierra […] Nada de eso nos interesa. No se trata aquí de ficciones o normatividades, sino de la realidad tal como es y de la posibilidad real de esa distinción (p. 38).

Preguntémonos, entonces, con Carl Schmitt, qué es lo que el hombre esconde detrás del velo de las ilusiones.
  En los capítulos 8 y 9 del Concepto de lo político Schmitt se propone abordar la cuestión central en toda reflexión sobre lo político: se trata de establecer como supuesto explícito de esa reflexión si “el hombre debe ser considerado como un ser problemático o como un ser no problemático” (p. 99). Lo problemático en el hombre puede tomar diferentes formas. Schmitt enumera las siguientes formas de la “malicia”: “corrupción, flaqueza, cobardía, estulticia” y, también, “rudeza, impulsividad, vitalidad, irracionalidad” (pp. 99-100). La primera serie agrupa cualidades humanas de carácter visiblemente negativo, mientras que la segunda serie de cualidades tiene una connotación positiva. Sin embargo, ambas series presentan la sociabilidad humana como problemática y sobre esa base problemática se constituye la teoría política en cuanto tal (es decir, alrededor de un concepto de lo político): “todas las teorías políticas propiamente dichas descansan en el supuesto que el hombre es malo, es decir, un ser en modo alguno improblemático, sino ‘peligroso’ y ‘dinámico’” (p. 103).
  Para llegar a esta conclusión, Schmitt recurre al expediente de negar carácter político a las reflexiones que se apoyan sobre el supuesto de la bondad humana. Bajo el rótulo genérico de liberalismo, Schmitt incluye todo pensamiento o sistema “político” que “se dirige polémicamente contra la intromisión del Estado” (p. 101), en un intento de “nivelar la política a la ética y sojuzgarla a la economía”, para lo cual “ha creado una teoría de la división y del equilibrio de ‘poderes’ […], a los que no se puede llamar teoría del Estado o principio político constructivo” (pp. 102-103). De modo que, “el radicalismo antiestatal crece en la misma medida que la creencia en la bondad radical de la naturaleza humana” (p. 102). El lenguaje pretendidamente “político” del liberalismo carece de lo que Schmitt propone como criterio distintivo de lo político: la diferencia existencial entre amigo y enemigo. En efecto, “todos los conceptos, nociones y vocablos políticos tienen un sentido polémico, se refieren a un antagonismo concreto, están ligados a una situación concreta, cuya última consecuencia […] es la agrupación amigo-enemigo, y cuando esa situación desaparece se convierten en abstracciones fantásticas” (pp. 43-44).
  Volvamos entonces sobre el supuesto antropológico de la maldad humana que constituye el horizonte de sentido del concepto de lo político y, también, de los intentos de oscurecer mediante ficciones esa evidencia, como si en el fondo, el hombre no soportarse tener una conciencia directa de todo aquello que el idealismo filosófico y metafísico ha ido ocultando detrás de sus polarizaciones valorativas: el bien y el mal, lo bello y lo feo, lo útil y lo dañoso (estas son precisamente las distinciones que Schmitt enumera como propias de la moral, la estética y la economía en p. 33). El mal, lo feo y lo dañoso, parecen quedar allí debajo de las idealizaciones metafísicas; dominados por el bien, lo bello y lo útil. La enemistad, en cambio, no queda debajo de la amistad ni es dominada por ella sino que se instala sobre su mismo plano, ambas interactúan para dar origen a lo político. Puede decirse “que los hombres en general, por lo menos mientras las cosas van bien, aman la ilusión de una quietud sin amenazas y no toleran ‘pesimistas’” (p. 110).
  El pensamiento liberal se apoya sobre el optimismo antropológico y también sobre el supuesto del individuo, de modo que el interrogante político a responder sea ahora “si del concepto puro y consecuente del liberalismo individualista se puede obtener una idea específicamente política” (p. 118). Está claro que la respuesta de Schmitt no puede ser afirmativa, toda vez que lo político se constituye en términos de unidad homogénea y, en último término, como Estado (“el Estado […] representa la forma clásica de la unidad política”, p. 41). Entonces, “la desconfianza crítica frente al Estado y la política se explica fácilmente partiendo de la idea fundamental de un sistema [el liberal] que sólo tiene siempre presente, como principio y fin de su pensamiento, al individuo”. En la medida en que “la unidad política debe, en caso dado, exigir el sacrificio de la vida”, resulta que “para el individualismo del pensamiento liberal esta pretensión no se comprende ni se puede razonar, y, en el fondo resulta irritante” (p. 120). De tales supuestos individualistas se concluye que “lo que este liberalismo deja al Estado y a la política es el aseguramiento de las condiciones de la libertad y la eliminación de todo cuanto pueda perturbarla”. Por esta vía, el liberalismo “llega así a un sistema de conceptos sin substancia militar ni política” (p. 121).
  Resulta interesante observar aquí dos puntos: uno, es que el concepto de lo político que Schmitt está presentando parece retroceder desde Locke hacia Hobbes o, dicho de otro modo, se propone buscar en Hobbes fundamentos más sólidos para un pensamiento político que con Locke parece haber perdido el rumbo. Otro, es que en el planteo de Hobbes el Estado se constituye a partir de una situación de conflicto generalizado (la guerra de todos contra todos) entre los individuos; lo que los individuos temen es morir en ese enfrentamiento y delegan en el Estado el derecho de muerte (el poder de la espada). Ahora, en cambio, los individuos (liberales) que temen al Estado, no encuentran razonable ese temor (ni el derecho de muerte que lo origina: “la unidad política debe, en caso dado, exigir el sacrificio de la vida”).
  Los argumentos de Schmitt suenan duros y nos remiten a los estrépitos de la guerra y a los totalitarismos siniestros de los años treinta. Sin embargo, Schmitt se refiere a otra cosa o, por lo menos, pretende referirse a otra cosa. Lo que a Schmitt le preocupa es la impotencia de los sistemas políticos para resolver los problemas comunes; impotencia que tiene su origen en el supuesto individualista que proclama el liberalismo. Mientras que, por un lado “cualquier mengua, cualquier peligro de la libertad individual ilimitada en principio, de la propiedad privada y de la libre concurrencia, implica ‘violencia’” desde la perspectiva liberal; por otro lado, “si millares de campesinos son arrojados a la miseria por la sentencia de un tribunal a favor de un usurero, eso es ‘Estado de derecho’ y normalidad ‘económica’ en la que el Estado no debe inmiscuirse” (p. 121).
  En este sentido, Schmitt intenta recuperar para lo político un poder que el liberalismo ha ido diluyendo dentro de un sistema cuyo centro lo constituye “el concepto de la propiedad privada”. Alrededor de ese centro, “el concepto político de la guerra se torna por el lado económico en concurrencia [es decir, en competencia], por el lado ‘espiritual’, en discusión”; de modo que “en lugar de la clara distinción de los dos Status diferentes de ‘guerra’ y ‘paz’, está la ‘dinámica’ de una concurrencia eterna y de una discusión eterna, eterno concurso que jamás debe hacerse ‘sangriento’ ni ‘hostil’” (p. 122). De todo este sistema liberal en el que se diluye lo político resulta que “el pueblo políticamente unido se convierte, por un lado, en un ‘publico’ de los intereses culturales, por otro lado, en ‘personal’ de empresa y trabajo y, por otra parte, en masa de consumidores” (p. 123).
  Si desde este lugar retornamos al punto de partida, a la distinción entre el amigo y el enemigo, podremos tener mayor claridad respecto de los motivos que impulsan y orientan la conceptualización de Carl Schmitt. De lo que se trata es de consolidar la comunidad y de hacerlo en términos de unidad identitaria: “la distinción del amigo y el enemigo define la intensidad extrema de una unión o de una separación”; amigos son “los de igual manera de ser y los aliados”; enemigo es un “otro, un extranjero” (p. 34). En términos generales, se podría decir que toda identidad, en la medida en que se constituye de modo unitario, está puesta en relación con una diferencia que la altera de modo radical (o que la puede alterar); está puesta frente a un otro (alter) que la amenaza de manera radical. No se trata entonces de una mera diferencia tolerable o asimilable dentro de la identidad o capaz de ser reducida a la unidad (en este caso se podría hablar de “concurrente” o competidor económico, o de “adversario”, o “contrincante”, o de “antagonista”), sino de una diferencia extrema, puesto que “enemigo es una totalidad de hombres situada frente a otra que lucha por su existencia”; enemigo es “solamente el enemigo público, porque todo lo que se refiere a ese grupo totalitario [en el sentido de tomado como totalidad y no como mera adición de individualidades] de hombres, afirmándose en la lucha, y especialmente a un pueblo, es público por sólo esa razón” (p. 39). De modo que la comunidad de amigos se constituye frente al enemigo que la unifica y, al unificarla, le ofrece una identidad política, un punto de identificación política que diluye el antagonismo interno: “estriba la esencia de la unidad política en suprimir ese extremo antagonismo dentro de la unidad” (p. 41). Por el mismo acto que permite ubicar el enemigo en el exterior se constituye la interioridad protectora de la comunidad de amigos (“el ‘protego ergo obligo’ es el ‘cogito ergo sum’ del Estado”, p. 87).
  El conflicto está en la base de la politicidad comunitaria de los amigos que la unidad política, en la forma institucional del Estado, intenta administrar mediante el recurso del enemigo: “puede suceder que ese antagonismo relativo sea ora una pugna ‘agonal’ que afirma la unidad común, ora el germen de una antítesis genuina del amigo y el enemigo que niega la unidad política y tiene en latencia la guerra civil” (p. 43). Esto es lo que sucede cuando se pierde de vista el enemigo, por ejemplo “dentro de un Estado pluralista de partidos dominados por un gran número de partidos diversos (como lo fue Alemania de 1919 a 1932)” (p. 46). Entonces, pierde fuerza “la idea de la unidad política omnicomprensiva (el Estado), que relativiza los partidos políticos y sus discrepancias, y los antagonismos internos prevalecen sobre el común antagonismo externo frente a otro Estado” (p. 47).
  El conflicto que está en la base de la politicidad puede tomar la forma extrema de la guerra: “la guerra no es sino la realización extrema de la hostilidad” (p. 49). Sin embargo, “no es el soldado, sino el político, el que define el enemigo” (p. 51). Podemos preguntarle entonces a Carl Schmitt cuál es la relación que intenta establecer entre lo político y la guerra. La respuesta es la siguiente: la guerra no es ni la meta ni el fin ni el contenido de lo político sino su supuesto, en cuanto ese supuesto está dado como “posibilidad real” (p. 52). En la guerra, “el agrupamiento político en función del amigo y del enemigo alcanza su última consecuencia. Gracias a esta posibilidad extrema adquiere la vida del hombre su polaridad específicamente política” (p. 53). De allí se sigue que “un mundo en el cual se hubiese eliminado […] la posibilidad de la guerra […] sería un mundo sin la distinción del amigo y el enemigo, y, por tanto, un mundo sin política” (p. 53). Sin embargo, dado que la naturaleza humana descansa sobre un fondo problemático (pesimismo antropológico), resulta imposible (e imprudente) desechar la posibilidad real del conflicto o ignorar su presencia más o menos latente y siempre amenazante.
  Ahora bien, como decíamos, Schmitt no quiere reducir lo político a la guerra, sino que, antes bien, pretende evitar la guerra mediante lo político. Y para ello necesita apelar a la guerra como supuesto de lo político: para evitar su despliegue incontrolado, por lo menos, dentro de la unidad política (es decir, del Estado). Puesto que la guerra es “el medio político extremo”, la relación entre lo político y la guerra se invierte; ahora es lo político el supuesto de la guerra, en cuanto la guerra “pone al descubierto lo que en el fondo de toda representación política hay, a saber, la realidad de esa distinción del amigo y el enemigo” (p. 54). Cualquier antagonismo o conflicto puede tomar la forma del antagonismo político “apenas se ahonda lo suficiente para agrupar efectivamente a los hombres en amigos y enemigos” (p. 57); la vida política no se caracteriza por el tipo de conflicto que la constituye sino por “el grado de intensidad de una unión o de una distinción de grupos de hombres” (p. 59).
  Frente al enemigo se constituye la comunidad de amigos y esa comunidad tiene la forma de “la unidad política” y se expresa, como tal unidad, a través de tres caracteres: es total (la unidad política es total por dos razones: porque todo conflicto puede llegar a ese grado extremo de intensidad y porque toma a la existencia del hombre de modo radical, lo abraza por entero, “la política es el destino”, p. 60); soberana (porque decide sobre el caso decisivo: el conflicto extremo, p. 61) y decisiva (“la vida política se orienta siempre hacia la posibilidad de un caso decisivo de lucha efectiva contra un enemigo efectivo”, p. 62).
  En oposición a esta idea de la unidad política Schmitt advierte la idea política del pluralismo que, en el fondo, descansa sobre la idea de “la muerte y el fin del Estado” (Schmitt remite la idea a Georges Sorel, p. 63, n. 8). De acuerdo con esta idea pluralista (que proclama “la igualdad esencial de todas las asociaciones humanas”) no hay ninguna necesidad de que los hombres se agrupen dentro de “una unidad última” que sería, más bien, una “superstición y reminiscencia de la escolástica medieval” (p. 63). Ahora bien, “estos pluralismos –que Schmitt observa como propios del pensamiento liberal y, también, de la República de Weimar- son posibles mientras el Estado, como Estado liberal ‘de derecho’, está paralizado y se pone al margen en cuanto presiente un verdadero caso de conflicto” (p. 67). Es en momentos de parálisis o de irresolución frente al conflicto decisivo (vida o muerte) en donde la teoría pluralista adquiere su relieve o encuentra su condición de posibilidad. Así planteada, la disyuntiva entre unidad y pluralismo queda claramente desbalanceada a favor de la unidad. Puesto que siempre hay conflicto, el pluralismo puede ser interpretado sólo de dos maneras, ambas negativas: o bien se trata del intento, imposible de concretar, de realizar “la unidad a través de la componenda diaria de las asociaciones sociales” o bien se trata de “un mero instrumento de disolución y de negación del Estado” (p. 69). Entonces, ante la posibilidad real del conflicto, frente al enemigo, “la posibilidad real del agrupamiento en amigos y enemigos basta, para crear, más allá del puro elemento social y asociativo, una unidad decisiva” (p. 71). Es aquí donde Schmitt ubica al Estado como “unidad esencialmente política” a la que corresponde determinar quién es el enemigo y combatirlo en una situación de guerra (p. 72). Schmitt describe esa situación no sin alarma: “el Estado, como unidad política decisiva, ha concentrado en sí un poder terrible: la posibilidad de hacer la guerra y de disponer así abiertamente de la vida de los hombres”. Como contrapeso o contrapartida, “la actividad de un Estado normal consiste, sobre todo, en procurar dentro del Estado y de su territorio, la completa pacificación” (p. 73); claro que, para lograr esa paz interna, “el Estado, como unidad política, decide también por sí mismo, mientras subsiste, quién es el enemigo interno” (p. 74).
  La comunidad de los amigos frente al enemigo no parece ser, a los ojos de Carl Schmitt, una comunidad de vida. Antes bien, pensada en términos biopolíticos, se trata de un poder (el de la unidad o el del Estado) que impone su forma a la vida por medio de la muerte (el derecho soberano de la espada): “este poder sobre la vida física del hombre eleva a la comunidad política sobre todas las demás comunidades y sociedades humanas” (p. 77).
  Sin embargo, Schmitt no quiere justificar o racionalizar la guerra y la muerte: “la guerra, al estar dispuestos a morir los hombres que combaten, el matar físicamente a otros hombres que están con el enemigo, todo esto no tiene un significado normativo, sino solamente existencial”. Y agrega, más adelante, que “no hay un fin racional […] que pueda justificar que los hombres se maten recíprocamente entre sí. Si tal aniquilamiento físico […] no acaece en nombre de la afirmación existencial de la propia existencia frente a una negación también existencia de esa forma, nada de eso se puede justificar” (pp. 79-80). Dicho brevemente, “una guerra tiene sentido no por el hecho de que se combata en pro de ideales o de  normas jurídicas, sino porque se combata contra un enemigo real” (p. 82). Y siempre existe la posibilidad real del enemigo por el simple hecho de que ninguna identidad se constituye sólo para sí sino frente a otro: “si un pueblo teme las fatigas y el riesgo de la existencia política, otro pueblo vendrá que le arrebate esas fatigas y cargue con ellas” y asumiendo el rol de protector exija la obediencia del pueblo protegido (p. 86). “Porque un pueblo deje de tener energía o voluntad para mantenerse en la esfera política no desaparece del mundo la política. Desaparece tan sólo un pueblo débil” (p. 88).
  Decíamos al comienzo que, según parece, Schmitt instala lo político sobre el escenario del conflicto. Efectivamente, lo político no puede ser pensado en su concepto sin el conflicto. Podríamos preguntarnos ahora qué es lo que le interesa pensar a Schmitt ¿lo político o el conflicto? Dicho en otros términos: cuál es la intención de Schmitt respecto a ese vínculo que él establece entre politicidad y conflictividad ¿se trata de pensar lo político como resolución del conflicto? ¿O se trata de pensar el conflicto como matriz generadora de lo político? Según parece, ambas posibilidades se superponen en el planteo schmittiano.
  “Si un Estado mundial abarcase el orbe terráqueo y toda la humanidad, no sería una unidad política, precisamente por esa razón, y se le podría llamar Estado por llamarse de alguna manera” (p. 97). Unas líneas más arriba, Schmitt había sostenido que “el mundo político es un Pluriversum, no un Universum” (p. 89), es decir, un sistema de unidades políticas, de comunidades de amigos que están frente a otras comunidades de amigos o unidades políticas, sin que sea posible pensar en “una unidad que abrazara la humanidad toda y la tierra entera” (p. 89) porque, a semejante unidad abarcadora de lo humano, le faltaría el enemigo frente al cual se realiza como unidad. “La humanidad, como tal, no puede hacer guerra alguna, porque no tiene ningún enemigo, al menos en este planeta” (pp. 90-91).
  Lo político procesa el conflicto a la vez que lo reproduce de modo ordenado dentro del límite extremo de la guerra de modo que sea impensable un equilibrio final en el que el conflicto sea resuelto de modo definitivo. Tal utopía de un mundo en donde “todo marcharía por sí mismo”, sin Estado y sin gobierno, en el que los hombres fuesen “absolutamente libres” no daría respuesta al “verdadero problema” que Schmitt se formula en estos términos “¿Para qué fin serían libres?” (p. 98).