Saúl Taborda crítico
de Carl Schmitt: lo político como comunidad de vida. Por Carlos A. Casali
En un texto publicado en 1936[1],
el pedagogo y filósofo argentino (cordobés, más precisamente) Saúl A. Taborda
caracteriza el fenómeno político como propio de la comunidad (ya que “no se da
en el hombre aislado”, lo que implica, de paso, la idea de que el individuo no
puede ser origen de lo político, como pretenden las teorías contractualista) y
esencialmente determinado por una relación de “amor y de fuerza” que el autor
presenta en oposición al dualismo planteado por Carl Schmitt en términos de
amigo-enemigo: “todo el fenómeno político –lo político- llega a caracterizarse
por la voluntad de poder” (p. 85) y entiende que en ella se conjugan los
opuestos del amor y la fuerza: un principio erótico o de filía que liga
a la comunidad y la constituye y una fuerza constituyente que la afirma en la
vida y la aleja de la muerte.
En discusión y oposición con
Carl Schmitt, Taborda plantea dos argumentos fundamentales en El fenómeno
político: por un lado, rechaza el criterio amigo/enemigo como criterio
distintivo de lo político para postular la filía, entendida en términos
de vínculo amoroso, como principio impulsor de toda sociabilidad y politicidad.
Así entendida, la filía expresa una pulsión vital que entra en conflicto
con los sistemas legales que intentan encauzarla. Por otro lado, Taborda afirma
que, al privilegiar el momento de la enemistad como constitutivo de lo
político, Schmitt piensa lo político desde el Estado y pierde de vista la
relación entre lo político y la comunidad, tanto desde el punto de vista
digamos “afirmativo” que tendría la filía como fuerza configuradora
cuanto en sus aspectos relativamente “negativos”, en la medida en que la
comunidad políticamente organizada no es una totalidad homogénea que expulsa el
conflicto hacia el exterior sino que lo contiene en términos de pluralismo.
Estamos,
entonces, en el punto en que, antes que un medio para la resolución de
conflictos, los sistemas políticos aluden a un fenómeno de sociabilidad
originaria y fundante determinado por el amor y la fuerza. Ahora bien, la
naturaleza positiva y afirmativa del fenómeno político no es fácil de observar;
de hecho, para Carl Schmitt, lo político es “un acontecer vital originario que
se expresa en la distinción amigo-enemigo, esto es, en la distinción entre
aquello que, respecto de una comunidad aumenta la fuerza y aquello que la
amenaza”. Así, dentro del “pluriverso político que es el mundo”, cada comunidad
política se afirma en “una situación de lucha” que, al no tener forma de
mediación posible, ni normativa ni por vía de arbitraje, “infunde a las partes
comprometidas la más fuerte conciencia de una unión o de una desunión,
de la cual se nutre el concepto existencial de la enemistad” (p. 71). Basándose
en esta conflictividad existencial Schmitt recorta la especificidad del
fenómeno político sobre la base de la identificación del enemigo como una forma
particular de la alteridad. Así, lo otro
de la comunidad se puede expresar tanto bajo la forma del hostis cuanto del inimicus:
en el primer caso, se trata del concepto político del enemigo, en el segundo,
del concepto no político de adversario –literalmente inimicus significa “no amigo” y hostis, “extranjero”-. Entonces, lo primero que Taborda objeta en
la interpretación schmittiana del fenómeno político es que define su concepto
de modo negativo o, más precisamente, a partir de una negatividad, y deja en
penumbras el aspecto positivo del fenómeno; la amistad queda allí como un
residuo conceptual o como concepto residual: “en ningún momento se detiene a
aclarar qué sea la amistad” (p. 73). Y porque “la amistad es algo así como la
penumbra que deja en segundo plano la prolija aclaración de la faceta de la
enemistad”, “la amistad se resuelve en la enemistad” (p. 73). Es decir que,
mediante la negación de la negación pretende encontrar un fenómeno positivo,
una afirmación existencial, en este caso, la del amigo como aquel que no es
(segunda negación) enemigo (primera negación). Pero, de este modo, no se
obtiene un fenómeno originario sino uno derivado[2].
Además, lo que en segundo término Taborda objeta en la interpretación
schmittiana del fenómeno político es que lo deriva retrospectivamente a partir
del Estado, fundando lo político en aquello que, por su parte, está fundado en
lo político como fenómeno originario y reduciendo la pluralidad inherente al
fenómeno a la unidad que es propia de la guerra y no de la política. Puesto que
al hacer de la enemistad el concepto fundante de lo político se piensa la
política como “una permanente situación de beligerancia” de un pueblo en
relación con otro pueblo, se requiere hacer “en la vida interna de un pueblo,
una cerrada unidad política”. Así el concepto positivo de la pluralidad de los
pueblos, según el cual, el concepto de pueblo no podría ser pensado sino en
relación con esa pluralidad, se ve recortado negativamente al postularse un
doble cierre de los pueblos en relación recíproca de exclusión externa y de
homogeneidad interna. Pero con esto, se piensa lo político desde el Estado
“que, para el occidental, es la forma clásica de esta unidad” y que realiza lo
político bajo la forma de la supresión de “los contrastes intestinos” y del
aseguramiento de “la convivencia social”, puesto que –Taborda cita aquí a
Schmitt- “la esencia de la unidad política consiste en que, dentro de la
unidad, está excluido el enérgico contraste amigo-enemigo”[3].
Entonces, caemos en la extraña situación de que “la política poco o nada tiene
que hacer con la vida interna de un grupo” puesto que “la política queda
concretada a las actividades internacionales” (p. 73).
Pensar lo político a partir de la determinación existencial del enemigo
tiene también como consecuencia no deseada –por lo menos en la intención de
Schmitt- la de confundir el fenómeno de lo político con el de la guerra porque
también “la guerra procede de una enemistad” (p. 73). Y, aunque Schmitt no se
siente en este punto en compañía de Clausewitz[4],
la consecuencia inevitable de su doctrina es que la única diferencia que puede
establecer entre el político y el soldado es que el primero “lucha
cotidianamente, toda la vida” y el segundo, sólo de modo excepcional (p. 74).
Pero, entonces, Schmitt no guarda fidelidad a su propio método de indagación
que consiste en analizar el fenómeno político de modo estático “para averiguar, mediante un severo análisis sus notas
tipificantes”; en lugar de ello, Schmitt “se limita a recalcar como de su
esencia la enemistad ligada a la acción política en relación con el instrumento
poliorcético que es el ejército”. De esta manera, lejos de aislar los
componentes esenciales del fenómeno político en la presentación de su pureza
originaria, Schmitt aborda el fenómeno en “un sentido dinámico y complejo en el
que ya no cabe prescindir de aquellos fenómenos concomitantes por él eludidos
en el planteamiento del fenómeno originario” (p. 74). De esta confusión
metodológica se sigue una segunda confusión que consiste en plantear “el
ejército como un instrumento mero y simple” para diferenciarlo de la política.
Se puede aceptar, afirma Taborda, que “el ejército formado a base de la
obligatoriedad” se pueda convertir en un mero instrumento “a virtud de la propia
carencia de contenido ético”; pero esto no sucede allí donde “la fuerza armada
se constituye por obra de una prerrogativa de honor que los miembros de una
comunidad ejercitan, en servicio de la comunidad, poniendo en juego el poder
político de las armas” (p. 74). Cuando esto sucede, se hace verdadera la
afirmación de Clausewitz y la guerra se constituye como una continuación de la
política porque “lo político, puesto en movimiento beligerante, ha introducido
un fondo ético en su actividad” (p. 75).
Esta conceptualización de lo político ligada a la beligerancia, que
piensa la amistad como “un concepto derivado de la enemistad” no logra acceder
–como decíamos más arriba- a la originalidad del fenómeno político por cuanto
“la determinación del enemigo corresponde a un pueblo que ha alcanzado la
unidad política” (p. 75). Se piensa lo político desde el Estado, que no es un
fenómeno originario sino una de sus posibilidades, y este presupuesto es “la
nota corriente en el pensamiento político europeo”. Poniendo las cosas en su
lugar, Taborda encuentra que el Estado “es el resultado de un proceso más o
menos largo en el que la voluntad histórica, allanando contradicciones, ha
asegurado la convivencia social”, lo que supone, entonces, que “lo político, en
cuanto fenómeno originario, es anterior a la aparición del Estado” y que
el
dualismo amigo-enemigo mueve, impregna y trabaja todo ese proceso, ese continuum, que es la política y que,
consiguientemente, la política, alcanzando tanto a la vida externa como a la
vida interna del grupo, está tanto en la relación beligerante con el pueblo
extraño como en las luchas y en los conflictos internos del grupo (p. 76).
En consecuencia, habrá que tomar en
cuenta de modo positivo el concepto de la amistad para poder dar cuenta del
fenómeno originario de lo político.
El primer argumento se apoya, por una parte, en el testimonio bíblico
(“la unión en el amor hace la fuerza”) y, por la otra, en la opinión de
Bergson, quien ha mostrado que no ha habido nunca una sociedad que “careciera
de religión, es decir, de religere,
de cuidado amoroso de la existencia social” (p. 77). En este argumento, la
relación entre el amor y el poder se establece sobre la base de la idea de que
todo aquello que está unido y cohesionado es fuerte y poderoso como
consecuencia de esa unión cuyo principio activo es el amor o la amistad. El
segundo argumento, va por un camino bien distinto. Después de reprochar
nuevamente a Carl Schmitt las insuficiencias de su descripción del fenómeno
político como fundado unilateralmente sobre la enemistad y advertir que, de ese
modo, Schmitt “exime a la vida interna [de un pueblo] de toda influencia del
contraste amigo-enemigo en razón de que aquí predomina la amistad, el agon de los griegos”, Taborda concluye
en que, aún en la vida interna de un pueblo “lo que juega un rol decisivo es un
contraste agon-agonal, (antagonismo), cargado de amor y de fuerza, que es de la
misma naturaleza que el que preside la política entre pueblos diversos” (p.
77). Despleguemos con mayor detalle este segundo argumento.
Carl Schmitt había sostenido que
no
es enemigo el concurrente o el adversario en general: Tampoco lo es el
contrincante, el ‘antagonista’ en la pugna del ‘Agon’. Y lo es menos aún un
adversario privado o cualquiera hacia el cual se experimenta antipatía. Enemigo
es una totalidad de hombres situada frente a otra análoga que lucha por su
existencia, por lo menos eventualmente, o sea, según una posibilidad real.
Enemigo es, pues, solamente el enemigo público, porque todo lo que se refiere a
ese grupo totalitario de hombres, afirmándose en la lucha, y especialmente a un
público, es público por sólo esa razón[5].
Y, en nota al pie, ampliaba y aclaraba
el contexto general de estas afirmaciones: se trata del concepto nietzscehano y
heraclíteo de la vida griega como centrada en la lucha agonal aún cuando esa
lucha podía ser cruenta; allí, el antagonista es un adversario, un
contrincante, pero no un enemigo. Todo esto cambia con la guerra del Peloponeso
“cuando se quebró la unidad política del mundo helénico”; allí, se revela “la
gran antítesis metafísica entre pensamiento Agonal
y pensamiento Político”[6].
A partir de allí, el enemigo es hostis
(y no inimicus) y está referido a una
situación de pólemos (y no de stásis, que se reserva para designar el
antagonismo interno: “sedición, insurrección, rebelión, guerra civil”). Schmitt
interpreta esta situación como que “un pueblo no puede moverse guerra a sí
mismo, y que la guerra civil puede implicar el desgarro de las propias
entrañas, pero no la formación de un nuevo Estado o de un pueblo nuevo”[7].
Y lo que Taborda observa críticamente de todo este pensamiento schmittiano, sin
citar expresamente sus argumentos, es que todos los conflictos, son de la misma
naturaleza: los que tienen lugar bajo la forma de “la guerra civil, la lucha de
los partidos, las querellas eclesiásticas, la lucha de clases y, en general,
todas las situaciones polémicas” y los que tienen lugar “entre pueblos
adversos”; es decir, Taborda rechaza, por un lado, la distinción entre stásis y pólemos que había presentado Schmitt y, consiguientemente y por el
otro lado, la distinción entre conflicto interno y externo. Todos esos
conflictos y “todas la situaciones polémicas, están teñidas de amor y de
fuerza” (p. 77).
Mediante este señalamiento crítico, Taborda lleva hacia el interior de
la comunidad el conflicto que Schmitt había situado en su límite externo. Visto
desde el argumento tabordiano, se borran los límites entre las diferentes
comunidades políticas y un mismo flujo las atraviesa a todas y las constituye
como tales. La operación tabordiana corre en paralelo con la crítica de base
que le había dirigido a la conceptualización de Schmitt del fenómeno político
por haber sido realizada a partir del Estado, es decir, de una de sus formas y,
por lo tanto carente de originalidad: es lo político definido a partir del
Estado lo que establece un claro límite espacial entre el adentro y el afuera
para la legitimación del poder soberano. Evitando hacer derivar su concepto de
lo político de las concreciones estatalistas del fenómeno, Taborda advierte
entonces que un mismo flujo hecho de amor y de fuerza impregna todo
agrupamiento humano y lo cohesiona. Llegado a este punto, sin embargo, en la
argumentación de Taborda ambos elementos –el amor y la fuerza- toman caminos
divergentes para configurar de modo claramente dualista el fenómeno político:
lo que al comienzo era la idea de una comunidad homogénea unificada por la
fuerza cohesiva del amor o, lo que viene a ser equivalente, la idea de una
comunidad fuerte porque cohesionada por el amor y/o la amistad (“la unión en el
amor hace la fuerza”), se vuelve ahora objeto de una observación más profunda.
El amor y la fuerza están presentes en todos los fenómenos políticos porque aún
en los conflictos internos
se
emplea la fuerza, la técnica militar, en muchos casos con el manifiesto
designio de ‘negar el ser de otro ser’; pero lo que los justifica, o, a lo
menos, excluye de ellos la voluntad criminosa, que dicen los penalistas, es
siempre ese fondo amoroso y abnegado que arrastra al sacrificio a muchos
hombres en pos del mejoramiento de las condiciones sociales, de una mayor
afirmación vital, de una más amplia y más cierta efectividad del ideal de
justicia que es una condición sine qua
non de la propia existencia de una comunidad (pp. 78-79).
Entonces, no se trata ya, como sucede
en la caracterización schmittiana, de conformar cohesivamente la comunidad en
su interacción con otras comunidades según un principio de identidad que
delimita lo propio frente a lo extraño (hostis)
sino de conformar una comunidad basada sobre el principio a la vez social,
vital y político de la justicia, en la que el amor actúa de modo selectivo por
medio de la fuerza. Como veremos más adelante, esa actividad selectiva basa su
accionar sobre el principio ontológico de la diferencia y ya no sobre el de la identidad.
Podríamos sintetizar el texto que acabamos de reseñar afirmando que su
objetivo es el de establecer un concepto de la democracia diferente al del
liberalismo y alejado también del absolutismo o la dictadura y que se vale para
ello del diálogo crítico con Carl Schmitt en torno del concepto de lo político.
Así, mientras que Schmitt piensa lo político desde el horizonte del
Estado soberano en la tradición del pensamiento político inaugurado con la
modernidad hobbessiana y, por lo tanto, a partir de la experiencia de una vida
desagarrada por el conflicto con ella misma, Taborda lo hace desde el horizonte
de la comunidad y a partir de una vida que experimenta sus posibilidades
autoafirmativas a través del conflicto. En el primer caso, la anarquía, entendida
como la ausencia de un centro unificador del poder, es un fenómeno prepolítico
negativo que el Estado vendrá a dar por concluido mediante la conformación de
una pacificada sociedad civil bajo el imperativo de un ordenamiento político
homogéneo que expulsa el conflicto hacia el exterior. En el segundo caso, la
anarquía, entendida como multiplicación de los centros de poder, está en la
base del fenómeno originario de lo político y se mantiene como principio vital
organizador mientras dure la comunidad o el grupo así constituido. Puesto que
la vida es flujo y la voluntad de poder es la ley de su dinamismo, sólo cuando
esa voluntad declina, el flujo se detiene y la voluntad, en conflicto negativo
con ella misma, busca fuera de sí misma un principio organizador: el absolutismo. Pero, cuando la vida
sigue el curso de autosuperación que le indica la voluntad de poder, busca
dentro de sí misma el principio organizador: la democracia. Sólo que esta democracia no es ya la de la sociedad
civil constituida sobre la base de la atomización de la voluntad política, sino
la de la comunidad orgánica –el comunalismo federalista- en la que el individuo
es parte de un todo sin que ese todo se constituya por encima de las partes.
Fundamento trascendente del poder, en un caso, inmanencia vital del poder, en
el otro.
Taborda encuentra insuficiente el intento de oponer el absolutismo a la
democracia desde un punto de vista instrumental. Pensados ambos como medios o
instrumentos políticos puestos al servicio de la resolución del problema de la
convivencia humana es difícil establecer entre ellos una diferencia radical[8].
Y, sin embargo, de lo que se trata es de fundamentar esa diferencia. Podría
decirse que el diálogo con los argumentos de Schmitt remite con urgencia a
establecer esa diferencia, toda vez que la crisis de la democracia parece
arrastrar a la vida civil hacia estadios “infrahumanos” bajo los impulsos de
“fuerzas de regresión” y Schmitt, a quien Taborda había acompañado en su
crítica de la democracia liberal, parlamentaria y partidocrática, había
sostenido también que la única diferencia existente entre la dictadura y la
democracia era la supresión de la división de poderes[9].
Mientras que en la conferencia de 1933 Taborda ubicaba a Schmitt junto con
Maquiavelo y también Mussolini, en una común defensa del absolutismo que
sostiene “una concepción amoral del Estado” (La crisis espiritual, p. 40), ahora ubica las insuficiencias de ese
planteo político en términos de una racionalidad instrumental incapaz de
remontar su mirada más allá de la mera adecuación de medios “en vista de un fin
anterior que ella misma no pone ni determina” (p. 70). Y esto sucede porque
Schmitt al postular el origen de lo político sobre la base de la enemistad
pierde de vista la necesaria positividad del fin que persigue lo político en su
constitución originaria. Incapaz de afirmar esos fines, la política se limita a
actuar instrumentalmente como mediación en una situación de conflicto según el
modelo del Estado soberano que se afirma negando al otro Estado, también soberano, que lo niega o amenaza (enemigo/hostis). Pero la conclusión que se sigue
de semejante racionalización instrumental de lo político es que “la política
poco o nada tiene que hacer con la vida interna de un grupo” (p. 73). Con lo
cual Schmitt queda ubicado en la proximidad -no deseada por él- de Clausewitz,
puesto que “la determinación existencial del enemigo es ya una actitud cargada
de filosofía de la guerra” (p. 73). De lo que se trata, entonces, es de pensar
lo político como fenómeno originario en su positividad. Y la positividad de lo
político no puede ser otra que la afirmación de un poder inmanente.
De allí que Taborda ubique la diferencia entre el absolutismo y la
democracia sobre otro plano: sobre el plano del fenómeno originario de lo
político entendido como voluntad de poder: “lo político se da en la vida del
grupo” y “la vida del grupo no permanece sin influencia sobre el alma
particular” porque “de un modo o de otro, la voluntad de poder repercute en
esta alma y enciende en ella la voluntad vital […] transfiriéndole lo esencial
del pathos político” y “ahí donde
esto acontece, el hombre asume el poder” (p. 92). La diferencia entonces entre
el absolutismo y la democracia es también la diferencia entre la democracia
formal y la democracia sustantiva: se trata de la integración del individuo en
la comunidad de la que es parte como miembro pleno y activo sobre la base de la
comprensión de que la comunidad es una vida en común que incrementa su poder de
acción a través del poder de acción de sus partes constitutivas. Entonces -y en
cierto modo en la proximidad del planteo schmittiano-, la diferencia entre el
absolutismo y la democracia se pierde al quedar referidos ambos al común origen
de lo político y gana una nueva dimensión al adquirir las notas constitutivas
de una biopolítica afirmativa en la que el poder trascendente que disciplina al
hombre en la obediencia ha cedido su lugar al poder inmanente de la vida, que
es, simultáneamente la del grupo y la del individuo.
Si Nietzsche establecía la condición de posibilidad de una experiencia
afirmativa de la voluntad de poder en la asunción plena del acontecimiento de
la muerte de Dios, se podrá advertir que Taborda utiliza un procedimiento
similar. El absolutismo comienza cuando el hombre realiza su libertad en la
obediencia del dios, pero luego comprende que él es dios y su obediencia se
transfigura en “obediencia a lo divino que hay en el hombre”, esto es, un dios
inmanente a la vida que él mismo “rehace, reafirma y conquista con el esfuerzo
de todos los días y de todas las obras” (p. 92). De este modo, Taborda puede
coincidir, digamos diagonalmente, con Schmitt en que el absolutismo es “aquel
sistema político que excluye la deliberación” y puede diferir –también
diagonalmente- con Schmitt en cuanto se trata “de una exclusión impuesta por un
poder trascendente al hombre y al grupo” (p. 94). Sobre el común origen de lo
político, absolutismo y democracia se oponen y, a la vez, se complementan, pues
cuando la comunidad necesita cohesionar sus fuerzas constitutivas recurre al
absolutismo para fundar en un poder trascendente su propio acontecer vital.
Dicho en otros términos, el fenómeno político, tal y como es examinado por
Taborda, revela una ambigua constitución biopolítica, afirmativa y negativa a
la vez, que delimita el horizonte de sus posibilidades. Es por eso que,
finalmente, el absolutismo es una posibilidad de lo político que retorna toda
vez que “en los momentos de peligro, especialmente en los casos de guerra,
(forma de ‘lo político que durará
mientras dure el fenómeno de lo político’),
en los que más necesaria se hace la cohesión del grupo y la unión que ‘fait la force’” (p. 95) y en esto, no
hace más que coincidir por el absurdo con Schmitt en el planteo de que “un
globo terráqueo definitivamente pacificado sería un mundo sin la distinción del
amigo y el enemigo, y, por tanto, un mundo sin política”[10].
Invirtiendo el argumento de Schmitt, Taborda diría que en un mundo tensionado
por la posibilidad de la guerra, lo político queda inevitablemente referido a
la posibilidad negativa del absolutismo.
[1] “El fenómeno
político”, en Homenaje a Bergson, Córdoba
(Argentina), Universidad Nacional de Córdoba, 1936, p. 71. Jorge Dotti registra en la obra de Taborda
el primer análisis hecho en nuestro medio del pensamiento político de Carl
Schmitt; DOTTI, J. E., “Saúl Taborda: filía comunitarista versus estatalismo schmittiano”, en DOTTI, J.
E., Carl Schmitt en Argentina, Rosario (Argentina), Homo Sapiens, 2000.
Importa destacar que Taborda cita a Schmitt por la edición de 1933 de Der Begriff des Politischen.
[2] En el prefacio de la obra que Schmitt
escribe para la reimpresión de 1963 no hace más que confirmar por vía indirecta
la interpretación de Taborda. Schmitt sale al cruce del reproche que le dirige
en cuanto su concepción de lo político “supone una primacía de la noción de
enemigo” y despacha esas críticas como corrientes y esteriotipadas porque no
tienen en cuenta “que cualquier arranque de una noción jurídica procede, por
necesidad dialéctica, de la negación”; de manera que “tanto en la vida como en
la teoría jurídica, la inclusión de la negación es cosa totalmente distinta que
una ‘primacía’ de lo negado. Un proceso, como acto jurídico, no se puede
imaginar sin que se niegue un derecho. El punto de partido del Derecho penal y
de la pena no es una acción, sino un delito. ¿Significa esto, acaso, una
consideración ‘positiva’ del delito y una ‘primacía’ del crimen?”, SCHMITT,
C., Concepto de la política, Buenos
Aires, Struhart, 1984, p. 24. Así como la pena supone la negatividad del delito
y la negatividad del delito supone la positividad de la norma que estipula la
posibilidad o imposibilidad de una acción, sancionada entonces bajo la forma de
un derecho mostrándose de este modo que es la afirmación de la norma la que
establece y determina la negatividad del delito y no al revés, del mismo modo,
es la positividad de la afirmación del amigo la que establece la comunidad y,
por derivación, de la calificación del enemigo como aquello que le es exterior
y amenazante.
[3] La cita corresponde a la p. 41 de la
edición citada de la obra de Schmitt.
[4] La remisión es aquí al capítulo 3 del
Concepto de lo político, p. 50 de la
edición que estamos utilizando.
[5] SCHMITT, C., Concepto de la política, Buenos Aires,
Struhart, 1984, pp. 38-39.
[6] Ibid., p. 39, n. 1.
[7] Ibid., pp. 39-40, n. 3.
[8] Taborda había sostenido que, como
medios o técnicas políticas, tanto el absolutismo cuanto la democracia se
proponen realizar “la convivencia social, sin que por esto se pueda establecer
paridad entre la democracia y el absolutismo” (p. 70) y, finalizada su
indagación sobre el fenómeno político que está en la base originaria de ambas formas políticas, sobre el final del
texto concluye en que “lo político no se manifiesta exclusivamente en la
democracia” pues “el absolutismo [aún siendo] lo opuesto a la democracia […] es
también expresión de lo político” (p. 94).
[9] Esta era, en efecto, la primera
recepción que hacía Taborda de Schmitt en la conferencia de 1933: “la dictadura
no contraría a la democracia ‘sino, esencialmente, es la supresión de la
división de poderes’” y Schmitt no desmiente a Maquiavelo sino que lo confirma
“al sostener que la supresión de la división de los poderes es compatible con
la democracia”; La crisis espiritual y el ideario argentino, Santa Fe
(Argentina), Instituto Social de la Universidad Nacional del Litoral, 1933
(reeditado en 1942, 1945 y 1958), pp. 39 y 40.
[10] SCHMITT, C., Concepto de la política, Buenos Aires,
Struhart, 1984, p. 53.