martes, 25 de septiembre de 2012

Rousseau: la voluntad general y la comunidad de los ciudadanos



Rousseau: la voluntad general y la comunidad de los ciudadanos. Por Carlos A. Casali

  En 1762 Jean-Jacques Rousseau (1712-1778) publicaba dos obras fundamentales y complementarias que estarán en la base del experimento político que en 1789 pondrá en marcha la Revolución Francesa y, un poco más adelante en el tiempo y bastante más lejos respecto del lugar, servirán de motivo inspirador a Mariano Moreno en la Revolución de Mayo: El contrato social y el Emilio. En la primera, Rousseau se plantea el problema de formar la voluntad general capaz de realizar el bien común que brinda legitimidad al ejercicio del poder; en la segunda, se enfrenta con el problema de formar al sujeto de esa voluntad general, es decir, de formar al hombre dentro del molde del ciudadano.
  La voluntad general que Rousseau presenta como origen y fundamento de la legitimidad del ordenamiento político de la sociedad se constituye por medio de un pacto, en el mismo sentido en que lo habían propuesto Hobbes y Locke; pero la naturaleza y características del pacto que Rousseau propone son bien diferentes. En primer lugar, porque el pacto rousseauniano es un pacto de unión y no un pacto de sujeción como el que plantea Hobbes; en segundo lugar, porque el poder soberano instituido por medio del pacto resulta inmanente a la voluntad general resultante del pacto y no se erige por encima de los ciudadanos como lo hacía el dios mortal de Hobbes. En tercer lugar, porque a diferencia de Locke se trata de un pacto entre ciudadanos y no entre propietarios.
  Rousseau le da forma expresiva al contrato en estos términos: “una forma de asociación que defienda y proteja con toda la fuerza común, la persona y los bienes de cada asociado, y por la cual cada uno, uniéndose a todos, obedezca tan sólo a sí mismo, y quede tan libre como antes” (citamos El contrato social por la edición de Losada, publicada en Buenos Aires en el año 2003; libro I, cap. VI, p. 54). El contrato por medio del cual los hombres logran salir del estado de naturaleza perdiendo su libertad natural sin perder no obstante su libertad, sino que la transmutan en libertad civil, tiene una cláusula principal: “la enajenación total de cada asociado con todos sus derechos a toda la comunidad” puesto que “al entregarse cada uno a todos, no se entrega a nadie” (libro I, cap. VI, p. 55). La idea de transmutación de la libertad natural en libertad civil está en la base de la transmutación del hombre en ciudadano y es la condición de posibilidad de la formación de la voluntad general: ese “todos” al que cada uno se entrega es también un “nadie”. Todos, en cuanto expresión de la voluntad general cuyo sujeto es el ciudadano o, en términos más abstractos todavía, la ciudadanía; nadie, en cuanto ese todos no es ningún hombre en particular sino el hombre general cuyo concepto toma la forma del  ciudadano. Al entregarse a todos en general y no depender de nadie en particular, el hombre transmuta su particularidad en la generalidad del ciudadano.
  Con esta caracterización del contrato, Rousseau da por resuelto el problema que se proponía abordar: de la observación de que “el hombre ha nacido libre y por todas partes se encuentra encadenado”, se sigue el problema de que es necesario darle legitimidad a esa pérdida de la libertad natural (libro I, cap. I, p. 42). En el camino hacia la resolución de ese problema, Rousseau había establecido que la libertad natural no puede perderse legítimamente por medio de la fuerza porque “la fuerza es una potencia física” y “ceder ante la fuerza es un acto de necesidad, no de voluntad” y lo que se busca es darle legitimidad a la obediencia. Si se quiere utilizar el argumento de la fuerza o, lo que vendría a ser lo mismo, la fuerza como argumento, sería necesario transformar la fuerza en un derecho: el derecho del más fuerte. Pero este derecho “no significa nada en absoluto” puesto que “si es necesario obedecer por la fuerza, no es preciso hacerlo por deber; y si no se está forzado a obedecer, ya no se está obligado” (libro I, cap. III, pp. 45 y 46). Sin embargo podría suceder también que el hombre no haya nacido libre o que, respecto de su naturaleza –es decir, de su nacimiento- no haya igualdad entre los hombres o que el término “hombre” sea un término equivoco. Rousseau toma como modelo de este argumento la afirmación de Aristóteles: “los hombres no son naturalmente iguales, ya que unos nacen para la esclavitud y otros para la dominación”. Y tuerce luego el argumento sobre su eje: “si hay […] esclavos por naturaleza es porque ha habido esclavos contrariando la naturaleza” (libro I, cap. II, p. 44).
  De lo anterior se sigue que “ya que ningún hombre tiene autoridad natural sobre su semejante, y puesto que la fuerza no produce ningún derecho, quedan entonces las convenciones como base de toda autoridad legítima entre los hombres” (libro I, cap. IV, p. 47).
  La comunidad de los ciudadanos es la condición de posibilidad política de la voluntad general mediante la cual el hombre logra superar “los obstáculos que perjudican su conservación en el estado de naturaleza” (libro I, cap. VI, p. 53); su constitución está determinada por el principio aritmético de la igualdad, reforzado con el principio de la equivalencia recíproca: todos los ciudadanos son recíprocamente iguales porque antes de ser ciudadanos son hombres y comparten una misma naturaleza o, dicho en otros términos, participan de una naturaleza común. Sin embargo, ni en la naturaleza ni en la comunidad política es posible observar esa igualdad en un primer plano. Rousseau pone el ejemplo de “la más antigua de todas las sociedades y la única natural”: la familia. Allí, la obediencia del hijo respecto del padre y la responsabilidad del padre respecto del hijo, parecen indicar una asimetría o una falta de reciprocidad o una desigualdad en la relación de poder. Sin embargo, este vínculo asimétrico, determinado por la naturaleza, se mantiene sólo mientras los hijos necesitan del padre “para conservarse”, pues la primera ley “de la naturaleza del hombre” es “velar por su propia conservación”. De modo que, pasado el tiempo en el que los hijos tienen una dependencia natural del padre (y por ello están subordinados a su autoridad) “recobran todos por igual su independencia”, puesto que “habiendo nacido todos iguales y libres, no enajenan su libertad, sino por su utilidad” (libro I, cap. II, pp. 42-43).
  Con esto volvemos al punto de partida de la argumentación rousseauniana: “el hombre ha nacido libre y por todas partes se encuentra encadenado”. El problema planteado se complementaba con dos observaciones: “¿Cómo se ha producido este cambio? Lo ignoro. ¿Qué puede volverlo legítimo? Creo poder resolver esta cuestión” (libro I, cap. I, p. 42). La segunda observación (respecto de la legitimidad) llevó a Rousseau por el camino que acabamos de reseñar. La primera (las causas que llevan a la pérdida de la libertad natural), en cambio, queda fuera de sus intenciones argumentativas. Y también queda fuera de la argumentación la primera afirmación que es el punto de partida del texto: “el hombre ha nacido libre” (l'homme est né libre). Si vemos con mayor detalle en qué consiste esa libertad natural que el hombre no puede perder pero sí está obligado a mejorar mediante ese proceso de transmutación política que la convierte en libertad civil, se podría decir que la libertad natural es el presupuesto que sostiene el estar encadenado; invirtiendo el orden de los términos: puesto que ahora el hombre está encadenado, antes no lo estaba. Sólo puede perder su libertad quien disponía de ella. Y esa pérdida de libertad (natural) resulta legítima sólo si aquello que se pierde se conserva; es decir, se transmuta (la libertad natural en libertad civil).
  Sin embargo, en el proceso de esta transformación en la que algo se pierde y algo se gana, el sujeto queda escindido: “cada individuo puede, como hombre, tener una voluntad particular contraria o no conforme con la voluntad general que tiene como ciudadano”. Entonces, “para que el pacto social no sea una fórmula inútil, encierra tácitamente este compromiso que por sí solo puede dar fuerza a los demás: que quienquiera que se niegue a obedecer la voluntad general será obligado a ello por todo el cuerpo”; es decir que “se lo obligará a ser libre” (libro I, cap. VII, pp. 58-59). Puesto que en el proceso que va de la libertad natural a la libertad civil se encuentra el estar “encadenado”, se produce la paradoja de que, así como la libertad no se pierde sino que se transmuta, tampoco se pierde el estar encadenado sino que se transmuta: el ciudadano es esclavo de la ley: “el impulso del exclusivo apetito es esclavitud y la obediencia a la ley que uno se ha prescripto es libertad”. De este modo, el hombre deja de ser “un animal estúpido y limitado” para convertirse en “un ser inteligente y un hombre” (libro I, cap. VIII, p. 60).
  En síntesis, “lo que el hombre pierde por el contrato social es su libertad natural y un derecho ilimitado a todo lo que desea y puede alcanzar; lo que gana es la libertad civil y la propiedad de todo lo que posee”. Para darle precisión al argumento y “no equivocarse en estas compensaciones”, Rousseau establece una clara distinción entre, por un lado, “la libertad natural, cuyos únicos límites son las fuerzas del individuo”, y  “la libertad civil, que está limitada por la voluntad general”, y, por otro lado, “la posesión –que es tan sólo el efecto de la fuerza o el derecho del primer ocupante- de la propiedad que no puede fundarse sino en un título positivo” (libro I, cap. VIII, p. 60).
  Rousseau manifiesta una gran confianza en el procedimiento contractual que permite disolver las ambigüedades de “la igualdad natural” mediante la rotunda contundencia de la “igualdad moral y legítima”, es decir, la igualdad civil: “el pacto fundamental, en lugar de destruir la igualdad natural, sustituye por el contrario con una igualdad moral y legítima lo que la naturaleza había podido poner de desigualdad física entre los hombres” (libro I, cap. IX, pp. 63-64).
Sin embargo, la comunidad de los ciudadanos es una comunidad formal tensionada por un doble proceso que erosiona sus posibilidades: la desigualdad real entre los hombres que obstruye el paso hacia la igualdad formal, por un lado; la desigualdad formal entre los ciudadanos que vuelca el peso de la ley sobre la realidad social para profundizar la desigualdad real que está en la base de la ciudadanía. Estas dificultades no pasaron inadvertidas a Rousseau; en nota final al libro primero advierte que “bajo los malos gobiernos, esta igualdad es únicamente aparente e ilusoria, sólo sirve para mantener al pobre en su miseria y al rico en su usurpación. De hecho las leyes son siempre útiles para los que poseen y perjudiciales para los que nada tienen, de ello se sigue que el estado social tan sólo es ventajoso para los hombres cuando todos tienen algo y ninguno de ellos tiene demasiado” (libro I, cap. IX, n. 6, p. 65). Esto mismo será lo que Marx observa críticamente en la Revolución Francesa y en la filosofía  política hegeliana: “mediante un progreso de la historia, las clases políticas han sido transformadas en clases sociales, de modo que los diferentes miembros del pueblo –así como los cristianos son iguales en el cielo y desiguales en la tierra-, son iguales en el cielo de su mundo político y desiguales en la existencia terrestre de la sociedad” (MARX, K., Crítica de la filosofía del Estado de Hegel, México, Grijalbo, 1970, p. 100).

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