Rousseau:
la voluntad general y la comunidad de los ciudadanos. Por
Carlos A. Casali
En 1762
Jean-Jacques Rousseau (1712-1778) publicaba dos obras fundamentales y
complementarias que estarán en la base del experimento político que en 1789
pondrá en marcha la Revolución Francesa y, un poco más adelante en el tiempo y
bastante más lejos respecto del lugar, servirán de motivo inspirador a Mariano
Moreno en la Revolución de Mayo: El contrato
social y el Emilio. En la
primera, Rousseau se plantea el problema de formar la voluntad general capaz de
realizar el bien común que brinda legitimidad al ejercicio del poder; en la
segunda, se enfrenta con el problema de formar al sujeto de esa voluntad
general, es decir, de formar al hombre dentro del molde del ciudadano.
La voluntad
general que Rousseau presenta como origen y fundamento de la legitimidad del
ordenamiento político de la sociedad se constituye por medio de un pacto, en el
mismo sentido en que lo habían propuesto Hobbes y Locke; pero la naturaleza y
características del pacto que Rousseau propone son bien diferentes. En primer
lugar, porque el pacto rousseauniano es un pacto de unión y no un pacto de
sujeción como el que plantea Hobbes; en segundo lugar, porque el poder soberano
instituido por medio del pacto resulta inmanente a la voluntad general resultante
del pacto y no se erige por encima de los ciudadanos como lo hacía el dios
mortal de Hobbes. En tercer lugar, porque a diferencia de Locke se trata de un
pacto entre ciudadanos y no entre propietarios.
Rousseau le da
forma expresiva al contrato en estos términos: “una forma de asociación que
defienda y proteja con toda la fuerza común, la persona y los bienes de cada
asociado, y por la cual cada uno, uniéndose a todos, obedezca tan sólo a sí
mismo, y quede tan libre como antes” (citamos El contrato social por la edición de Losada, publicada en Buenos
Aires en el año 2003; libro I, cap. VI, p. 54). El contrato por medio del cual
los hombres logran salir del estado de naturaleza perdiendo su libertad natural
sin perder no obstante su libertad, sino que la transmutan en libertad civil,
tiene una cláusula principal: “la enajenación total de cada asociado con todos
sus derechos a toda la comunidad” puesto que “al entregarse cada uno a todos,
no se entrega a nadie” (libro I, cap. VI, p. 55). La idea de transmutación de
la libertad natural en libertad civil está en la base de la transmutación del
hombre en ciudadano y es la condición de posibilidad de la formación de la
voluntad general: ese “todos” al que cada uno se entrega es también un “nadie”.
Todos, en cuanto expresión de la
voluntad general cuyo sujeto es el ciudadano o, en términos más abstractos
todavía, la ciudadanía; nadie, en
cuanto ese todos no es ningún hombre
en particular sino el hombre general cuyo concepto toma la forma del ciudadano. Al entregarse a todos en general y no depender de nadie en particular, el hombre transmuta
su particularidad en la generalidad del ciudadano.
Con esta
caracterización del contrato, Rousseau da por resuelto el problema que se
proponía abordar: de la observación de que “el hombre ha nacido libre y por
todas partes se encuentra encadenado”, se sigue el problema de que es necesario
darle legitimidad a esa pérdida de la libertad natural (libro I, cap. I, p.
42). En el camino hacia la resolución de ese problema, Rousseau había
establecido que la libertad natural no puede perderse legítimamente por medio de la fuerza porque “la fuerza es una
potencia física” y “ceder ante la fuerza es un acto de necesidad, no de
voluntad” y lo que se busca es darle legitimidad a la obediencia. Si se quiere
utilizar el argumento de la fuerza o, lo que vendría a ser lo mismo, la fuerza
como argumento, sería necesario transformar la fuerza en un derecho: el derecho
del más fuerte. Pero este derecho “no significa nada en absoluto” puesto que
“si es necesario obedecer por la fuerza, no es preciso hacerlo por deber; y si
no se está forzado a obedecer, ya no se está obligado” (libro I, cap. III, pp.
45 y 46). Sin embargo podría suceder también que el hombre no haya nacido libre
o que, respecto de su naturaleza –es decir, de su nacimiento- no haya igualdad
entre los hombres o que el término “hombre” sea un término equivoco. Rousseau
toma como modelo de este argumento la afirmación de Aristóteles: “los hombres
no son naturalmente iguales, ya que unos nacen para la esclavitud y otros para
la dominación”. Y tuerce luego el argumento sobre su eje: “si hay […] esclavos
por naturaleza es porque ha habido esclavos contrariando la naturaleza” (libro
I, cap. II, p. 44).
De lo anterior
se sigue que “ya que ningún hombre tiene autoridad natural sobre su semejante,
y puesto que la fuerza no produce ningún derecho, quedan entonces las
convenciones como base de toda autoridad legítima entre los hombres” (libro I,
cap. IV, p. 47).
La comunidad
de los ciudadanos es la condición de posibilidad política de la voluntad
general mediante la cual el hombre logra superar “los obstáculos que perjudican
su conservación en el estado de naturaleza” (libro I, cap. VI, p. 53); su
constitución está determinada por el principio aritmético de la igualdad,
reforzado con el principio de la equivalencia recíproca: todos los ciudadanos
son recíprocamente iguales porque antes de ser ciudadanos son hombres y
comparten una misma naturaleza o, dicho en otros términos, participan de una
naturaleza común. Sin embargo, ni en la naturaleza ni en la comunidad política
es posible observar esa igualdad en un primer plano. Rousseau pone el ejemplo
de “la más antigua de todas las sociedades y la única natural”: la familia.
Allí, la obediencia del hijo respecto del padre y la responsabilidad del padre
respecto del hijo, parecen indicar una asimetría o una falta de reciprocidad o
una desigualdad en la relación de poder. Sin embargo, este vínculo asimétrico,
determinado por la naturaleza, se mantiene sólo mientras los hijos necesitan
del padre “para conservarse”, pues la primera ley “de la naturaleza del hombre”
es “velar por su propia conservación”. De modo que, pasado el tiempo en el que
los hijos tienen una dependencia natural del padre (y por ello están
subordinados a su autoridad) “recobran todos por igual su independencia”,
puesto que “habiendo nacido todos iguales y libres, no enajenan su libertad,
sino por su utilidad” (libro I, cap. II, pp. 42-43).
Con esto
volvemos al punto de partida de la argumentación rousseauniana: “el hombre ha
nacido libre y por todas partes se encuentra encadenado”. El problema planteado
se complementaba con dos observaciones: “¿Cómo se ha producido este cambio? Lo
ignoro. ¿Qué puede volverlo legítimo? Creo poder resolver esta cuestión” (libro
I, cap. I, p. 42). La segunda observación (respecto de la legitimidad) llevó a
Rousseau por el camino que acabamos de reseñar. La primera (las causas que
llevan a la pérdida de la libertad natural), en cambio, queda fuera de sus
intenciones argumentativas. Y también queda fuera de la argumentación la
primera afirmación que es el punto de partida del texto: “el hombre ha nacido
libre” (l'homme est né libre). Si
vemos con mayor detalle en qué consiste esa libertad natural que el hombre no
puede perder pero sí está obligado a mejorar mediante ese proceso de
transmutación política que la convierte en libertad civil, se podría decir que
la libertad natural es el presupuesto que sostiene el estar encadenado;
invirtiendo el orden de los términos: puesto que ahora el hombre está encadenado, antes no lo estaba. Sólo puede perder su libertad quien disponía de
ella. Y esa pérdida de libertad (natural) resulta legítima sólo si aquello que
se pierde se conserva; es decir, se transmuta (la libertad natural en libertad
civil).
Sin embargo,
en el proceso de esta transformación en la que algo se pierde y algo se gana,
el sujeto queda escindido: “cada individuo puede, como hombre, tener una
voluntad particular contraria o no conforme con la voluntad general que tiene
como ciudadano”. Entonces, “para que el pacto social no sea una fórmula inútil,
encierra tácitamente este compromiso que por sí solo puede dar fuerza a los
demás: que quienquiera que se niegue a obedecer la voluntad general será
obligado a ello por todo el cuerpo”; es decir que “se lo obligará a ser libre”
(libro I, cap. VII, pp. 58-59). Puesto que en el proceso que va de la libertad
natural a la libertad civil se encuentra el estar “encadenado”, se produce la
paradoja de que, así como la libertad no se pierde sino que se transmuta,
tampoco se pierde el estar encadenado sino que se transmuta: el ciudadano es
esclavo de la ley: “el impulso del exclusivo apetito es esclavitud y la
obediencia a la ley que uno se ha prescripto es libertad”. De este modo, el
hombre deja de ser “un animal estúpido y limitado” para convertirse en “un ser
inteligente y un hombre” (libro I, cap. VIII, p. 60).
En síntesis, “lo
que el hombre pierde por el contrato social es su libertad natural y un derecho
ilimitado a todo lo que desea y puede alcanzar; lo que gana es la libertad
civil y la propiedad de todo lo que posee”. Para darle precisión al argumento y
“no equivocarse en estas compensaciones”, Rousseau establece una clara
distinción entre, por un lado, “la libertad natural, cuyos únicos límites son
las fuerzas del individuo”, y “la
libertad civil, que está limitada por la voluntad general”, y, por otro lado, “la
posesión –que es tan sólo el efecto de la fuerza o el derecho del primer
ocupante- de la propiedad que no puede fundarse sino en un título positivo”
(libro I, cap. VIII, p. 60).
Rousseau
manifiesta una gran confianza en el procedimiento contractual que permite
disolver las ambigüedades de “la igualdad natural” mediante la rotunda
contundencia de la “igualdad moral y legítima”, es decir, la igualdad civil: “el
pacto fundamental, en lugar de destruir la igualdad natural, sustituye por el
contrario con una igualdad moral y legítima lo que la naturaleza había podido
poner de desigualdad física entre los hombres” (libro I, cap. IX, pp. 63-64).
Sin embargo, la
comunidad de los ciudadanos es una comunidad formal tensionada por un doble
proceso que erosiona sus posibilidades: la desigualdad real entre los hombres
que obstruye el paso hacia la igualdad formal, por un lado; la desigualdad
formal entre los ciudadanos que vuelca el peso de la ley sobre la realidad social
para profundizar la desigualdad real que está en la base de la ciudadanía.
Estas dificultades no pasaron inadvertidas a Rousseau; en nota final al libro
primero advierte que “bajo los malos gobiernos, esta igualdad es únicamente aparente
e ilusoria, sólo sirve para mantener al pobre en su miseria y al rico en su
usurpación. De hecho las leyes son siempre útiles para los que poseen y
perjudiciales para los que nada tienen, de ello se sigue que el estado social tan
sólo es ventajoso para los hombres cuando todos tienen algo y ninguno de ellos
tiene demasiado” (libro I, cap. IX, n. 6, p. 65). Esto mismo será lo que Marx
observa críticamente en la Revolución Francesa y en la filosofía política hegeliana: “mediante un progreso de
la historia, las clases políticas han
sido transformadas en clases sociales,
de modo que los diferentes miembros del pueblo –así como los cristianos son
iguales en el cielo y desiguales en la tierra-, son iguales en el cielo de su mundo político y desiguales en la
existencia terrestre de la sociedad”
(MARX, K., Crítica de la filosofía del Estado de Hegel, México, Grijalbo, 1970, p. 100).
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