Pensar la libertad: entre Aristóteles y Sartre. Por
Carlos A. Casali
Pocos temas de entre los que fueron abordados
por la filosofía a lo largo de su historia resultan tan claros y a la vez
enigmáticos como el que nombramos con la palabra “libertad”. Tal vez, esa
ambigüedad entre lo claro y lo enigmático se deba a que el término alude a algo
que está ligado más o menos directamente con una significación biológica y, por
lo tanto, natural, a la vez que resulta resignificado dentro de un contexto
político, y el desarrollo de este proceso de resignificación no lo tenemos suficientemente
en cuenta. Respecto de esta resignificación, Roberto Esposito nos presenta una
etimología interesante: “tanto la raíz leuth
o leudh –de la que provienen la eleuthería griega y la libertas latina […] remiten, de hecho, a
algo relacionado con un crecimiento, una apertura, un florecimiento, también en
el significado típicamente vegetal de la expresión” (ESPOSITO, R., Bíos. Biopolítica y filosofía, Buenos
Aires, Amorrortu, 2006, pp. 111-112). Dejemos de lado aquí la interpretación
que hace el propio Esposito de la “libertad” desde la perspectiva biopolítica y
apoyemos estas primeras aproximaciones a nuestro tema en el diccionario de
filosofía de Ferrater Mora: “el vocablo latino libert, del cual deriva ‘libre’, tuvo en principio […] el sentido
de ‘persona en la cual el espíritu de procreación se halla naturalmente activo’,
de donde la posibilidad de llamar liber
al joven cuando, al alcanzar la edad de poder procreador, se incorpora a la
comunidad como hombre capaz de asumir responsabilidades” (FERRATER MORA, J., Diccionario de filosofía, Buenos Aires,
Sudamericana, 1975, voz “libertad”, p. 49). Algo de esta naturaleza que madura
y se transfigura al madurar en un plano que deja a la naturaleza detrás (o
debajo) está presente en la idea hegeliana de “historia”; la libertad como
motor de la historia: “…el fin último del mundo, es que el espíritu tenga
conciencia de su libertad y que de este modo su libertad se realice […] La sustancia del espíritu es la libertad.
Su fin en el proceso histórico queda indicado en esto: es la libertad del
sujeto…” (HEGEL, G. W. F., Lecciones
sobre la filosofía de la historia universal, Madrid, Alianza, 1982, p. 68).
I.- Tomemos
estas ideas como hilo conductor y veamos cómo se van articulando. Comencemos
por Aristóteles (384 – 322 a. C.). En la Política,
afirma que “la casa (oikos) perfecta
consta de esclavos (doulon) y libres
(eleutheron)” (Política, 1253 b 4; citamos por la edición bilingüe de Centro de
Estudios Constitucionales, Madrid, 1989); luego, completa el argumento con lo
siguiente: “las partes primeras y mínimas de la casa (oikos) son el amo (despotes)
y el esclavo (doulos), el marido (posis) y la mujer (alokhos), el padre (pater)
y los hijos (tekna)” (1253 b 6-7).
Como se podrá advertir, Aristóteles establece una relación directa entre el
(hombre) libre y el amo (despotes):
el mismo hombre que dentro del marco que configuran las relaciones de poder que
articulan la comunidad doméstica (oikos)
se ubica en el vértice del mando (poder de mando) y toma, por lo tanto las
figuras del amo, marido y padre, cuando pasa al ámbito de la comunidad política
(polis) abandona esa posición de amo
para compartir relaciones simétricas de poder que son las que lo caracterizan
como (hombre) libre (eleutheron).
Dicho brevemente: libre y, por lo
tanto, miembro de la comunidad política (polites)
es aquel que, a la vez, es amo (despotes) dentro de la comunidad
doméstica (oikos). Ahora bien ¿en qué
consiste la condición de (hombre) libre?
Aristóteles aporta dos características. Una
es la simetría en las relaciones de poder: “una característica de la libertad (eleutheria) es el ser gobernado (arkhesthai) y gobernar (arkhein) por turno” siendo esta libertad
una nota distintiva y el supuesto (hypothesis)
mismo de las comunidades políticas democráticas (1317 b 1-2). Otra es “el vivir
(zen) como se quiere (bouletai); pues dicen que esto es
resultado de la libertad (eleutherias),
puesto que lo propio del esclavo es vivir (zen)
como no quiere (me…bouletai) […] De
aquí vino el no ser gobernado (arkhesthai),
si es posible por nadie, y si no, por turno” (1317 b 11-17). Se trata de una
libertad fundada en la igualdad; es decir, en la simetría en las relaciones de
poder (arkhe). De allí que esa
libertad se realice mejor dentro de las formaciones políticas democráticas, en
donde el poder está igualmente distribuido, que en las monarquías o en las
aristocracias en donde el poder no se distribuye del mismo modo.
Los perfiles del (hombre) libre se ven más
nítidos por contraste con el no-libre; es decir, con esas formas de la
subjetividad que se constituyen en las relaciones de servidumbre que, como
vimos más arriba, son tres: la despótica (despotike),
la conyugal (gamike) y la paternal (teknopoietiken) (1253 b 9-10). Uno manda
(el despotes), los otros obedecen
(son mandados: arkhesthai). ¿Cómo
justifica Aristóteles esta asimetría? La respuesta va por el siguiente camino:
“el libre (eleutheron) rige al
esclavo (doulou) de otro modo que el
varón (arren) a la hembra (theleos) y el hombre (aner) al niño (paidos), y en todos ellos existen las partes del alma, pero existen
de distinto modo: el esclavo carece en absoluto de facultad deliberativa (bouleutikon); la hembra la tiene, pero
desprovista de autoridad (akuron); el
niño la tiene, pero imperfecta (ateles)”
(1260 a 9-14). Según parece, el punto central de la argumentación está en
“facultad deliberativa” (bouleutikon).
¿Cómo deberíamos entenderla? Para responder a este interrogante, acompañemos a
Aristóteles en la Ética a Nicómaco.
Si la vida humana es praxis (en su doble dimensión de praxis política y praxis
ética) y el motor de la praxis es
el apetito o deseo (epithymia) y el
deseo está referido al placer y el dolor (el deseo es un principio motriz que
determina la praxis conforme con esa
polarización) y el hombre es, además, una forma de vida que tiene logos y el logos (palabra y pensamiento; palabra pensada) se caracteriza por
la discursividad que reúne y selecciona y que, en este punto, transforma el
placer y el dolor (que son idiosincráticos)
en bueno y malo (que son comunicables),
entonces, en el hombre, a diferencia de otras formas de vida, lo que mueve a la
praxis, su motor, no es tanto el mero
deseo sino la voluntad: boulesis. Por
otra parte, si el motor de la praxis
es el deseo y la praxis es
movimiento, hace falta ubicar allí, además del motor, el fin o sentido (telos) hacia el que ese movimiento se
dirige: “si existe, pues, algún fin (telos)
de nuestros actos (praxton) que
queramos (boulometha) por él mismo y
los demás por él, y no elegimos (airoumetha)
todo por otra cosa –pues así se seguiría hasta el infinito (apeiron: “lo indefinido”), de suerte que
el deseo (orexin) sería vacío y vano-
es evidente que ese fin será lo bueno (agathon)
y lo mejor (ariston)” (Ética a Nicómaco, 1094 a 18-22; citamos
por la edición bilingüe del Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1970). Ese
fin (telos) que da sentido a la praxis y la consuma o realiza se nombra
con el término “felicidad” (eudaimonia)
y el concepto que expresa de modo consistente su significado está referido, de
acuerdo con la tradición que la filosofía griega vienen elaborando, al
ejercicio del logos. Puesto que lo
propio del hombre es ser una forma de vida caracterizada por el logos y, en relación con el logos caben dos posibilidades, por un
lado, obedecerlo (epipeithes) y, por
el otro, tenerlo para meramente pensar (dianooumenon)
(1098 a 4-5), se advierte que, de los cuatro posibles modos de vida (bion) que Aristóteles clasifica, el que
tiene por finalidad los placeres (hedonen)
o, dicho de otro modo, el que encuentra su sentido en los placeres, la que
tiene por finalidad los honores o el reconocimiento social y político (timen), el que busca la riqueza (khrematistes), y el que tiene por
finalidad el mero teorizar, el modo de vida que resulta más pleno o acabado
(recordemos el significado de “telos”)
es este último (1095 b 14- 1096 a 10).
Amplifiquemos un poco la imagen de lo que
intentamos comprender. En el alma (psykhe)
se pueden diferenciar dos partes: una, tiene logos (diríamos que se trata de una parte “racional”), otra no (es a-logos; diríamos “irracional”). De esa
parte “sin logos” se pueden
distinguir, a su vez, dos partes, una vegetativa
(recordemos que la psykhe es, en la
interpretación de Aristóteles, algo así como principio vital, y que la vida
vegetativa es el “grado cero” de la vida), otra desiderativa. La parte vegetativa,
carece totalmente de relación con el logos
(es “irracional” en sentido estricto); en cambio, la desiderativa, tiene alguna relación con el logos. ¿En qué consiste esa relación? Aristóteles lo dice del
siguiente modo: “lo irracional (alogon)
es doble, pues lo vegetativo (phytikon)
no participa en modo alguno del logos,
pero lo apetitivo (epithymetikon) y,
en general, desiderativo (orektikon),
participa de algún modo en cuanto le es dócil (katekoon) y obediente (peitharkhikon)”
(1102 b 29-32). ¿Qué significan esta “docilidad” y “obediencia” y qué alcance
tienen?
Volvamos sobre nuestros pasos hasta el punto
en donde establecimos una diferencia entre placer/dolor y bueno/malo: “el
apetito (epithymia) es de lo
agradable (hedeos) o doloroso (epilypon), la elección (proairesis) ni de lo penoso ni de lo
agradable” (111b 17-18). Aparece aquí en escena un momento nuevo dentro del
despliegue de la praxis: la elección.
En la Ética a Nicómaco Aristóteles
esquematiza el desarrollo de la praxis
en los siguientes términos. En primer lugar, se trata de algo voluntario (ekousios); es decir de un movimiento
cuyo principio está en el agente o que no es exterior al agente; lo
involuntario (akousiois) sería, de
este modo, y en su manifestación más evidente, lo que mueve a la acción de modo
forzoso o violento (biaion): acciones
“cuya causa está fuera del agente y en las que éste no tiene parte alguna”
(1110 b 1-2). En segundo lugar, la praxis
es algo que excede lo meramente voluntario (puesto que de ello participan
también los niños y los otros vivientes, 1111b 8-9). Es allí donde aparecen la
deliberación (bouleusis) y la
elección (proairesis):
el
hombre es principio de las acciones (praxeon),
y la deliberación (boule) tiene por
objeto lo que él mismo puede hacer, y las acciones se hacen en vista de otras
cosas. Pues no puede ser objeto de deliberación (bouleuton) el fin, sino los medios conducentes a los fines […] El
objeto de la deliberación (bouleuton)
y el de la elección (proairesis) son
el mismo, salvo que el de la elección está ya determinado, pues se elige lo que
se ha decidido (krithen) como
resultado de la deliberación (1112 b 31 - 1113 a 4).
Para
completar el argumento: “la voluntad (boulesis)
se refiere al fin (telous), la
elección (proairesis) a los medios
que conducen al fin” (1111 b 26-27). Nótese, de paso, la relación terminológica
que existe entre voluntad (boulesis)
y deliberación (bouleusis).
Digamos todo esto de corrido:
Todos, en efecto, dejamos de inquirir cómo actuaremos
cuando retrotraemos el principio a nosotros mismos y a la parte directiva (hegoumenon) de nosotros mismos, pues
ésta es la que elige (proairoumenon).
Esto resulta claro de los antiguos regímenes políticos pintados por Homero: los
reyes anunciaban al pueblo lo que habían elegido. Y como el objeto de la
elección es algo que está en nuestro poder y es tema de deliberación y
deseable, la elección será también un deseo deliberado (bouleutike orexis) de cosas a nuestro alcance; porque cuando
decidimos después de deliberar deseamos (oregometha)
de acuerdo con la deliberación (bouleusin)
(1113 a 4-12).
En síntesis, si lo que caracteriza
al (hombre) libre es la posibilidad (tener
el poder o la capacidad de hacerlo) de “vivir
(zen) como se quiere (bouletai)”, esa posibilidad está
claramente determinada o condicionada por una situación política. Por el lugar
que ese hombre tiene dentro de la organización jerárquica de la polis. En lo alto de esa organización está
el fin último de la vida humana que no es otra cosa que la felicidad (eudaimonia) entendida como realización
plena o acabamiento o perfección (telos)
de aquello que la naturaleza (fysis) viene desarrollando o desplegando en el
hombre (la “naturaleza” humana) y el tipo o modelo acabado de ese desarrollo es
el (hombre) libre que ha logrado trasmutar su naturaleza animal (gobernada por
un deseo que se orienta hacia el placer) en naturaleza humana (gobernada por un
logos que articula el deseo en
términos de bondad y justicia). Aristóteles lo dice en estos términos:
“cualquiera, el esclavo tanto como el mejor de los hombres, puede disfrutar de
los placeres del cuerpo (somatikon
hedonon); pero de la felicidad (eudaimonias)
nadie hace partícipe al esclavo, a no ser que le atribuya también vida humana
propiamente dicha (biou)” (1177 a
7-9). En el (hombre) libre la vida animal (zoe)
se trasmuta en vida humana (bios)
(por decirlo en términos “biopolíticos”).
Ahora bien, esta “libertad” que vemos
aparecer dentro del contexto del pensamiento político (y ético) de Aristóteles
está claramente situada en la tensión de una relación de poder (mandar y obedecer) y apunta a la legitimación de
las relaciones de dominación (el que
manda está ubicado en otro plano respecto del que obedece: legitima su poder de
mando porque es libre por naturaleza y es libre por naturaleza porque ejerce el
poder de mando al ubicarse en el vértice de esa relación de poder). Sin embargo,
la claridad conceptual de la argumentación o el hecho mismo de que esa
legitimación del dominio se realice en términos conceptuales o mediante una
argumentación, permiten pensar en qué condiciones el (hombre) no libre podría
realizarse como (hombre) libre. Para el niño (paidos), el camino ya está preparado y abierto: se trata de esperar
que el tiempo complete la tarea de maduración que la naturaleza (fysis) viene realizando; es decir que
pase de una facultad deliberativa (bouleutikon)
imperfecta (ateles) a una perfecta (teles). En el caso de la mujer, también
el camino está preparado, aunque no abierto, puesto que la condición femenina
implica una limitación: carece de autoridad o poder decisorio (es akurios). La situación aquí es más
compleja: la mujer no es libre porque carece de poder decisorio y carece de
poder decisorio porque la naturaleza (fysis)
no madura en ella en esa dirección. De modo que llevando el argumento a un
extremo tal vez absurdo podríamos decir que una mujer con autoridad sería un
hombre (hay bastante de este tópico aristotélico en la discusión actual en
torno de la masculinización de la mujer en situaciones de poder de mando).
Finalmente, el esclavo carece de un camino hacia la libertad (juego un poco
aquí con Los caminos de la libertad,
la trilogía que Sartre publicara entre 1945 y 1949) puesto que, siendo hombre,
al no pertenecerse a sí mismo queda reducido a la servidumbre (estar al
servicio de otro): “es naturalmente esclavo el que es capaz de ser de otro (y
por eso es realmente de otro) y participa del logos en medida suficiente para reconocerlo (aisthanesthai) pero sin poseerlo (ekhein), mientras que los demás animales (zoa) no se dan cuenta (aisthanomena)
del logos, sino que obedecen a sus
pasiones (pathemasin)” (Política, 1254 b 21-24). De un lado, un logos capaz de mandar; del otro, un logos
capaz de obedecer. Por contraste, la
novedad política que planteará la Revolución francesa es la de dar por
terminadas las relaciones de servidumbre basadas en el presupuesto de la asimetría
de las relaciones de poder (la “desigualdad”): a partir de allí se planteará el
problema político (es decir, relativo a las formas de vida que son propias de
la polis) del autogobierno (ahora, los
que obedecen se mandan a sí mismos).
La libertad dentro del pensamiento
aristotélico aparece pues como una característica antropológica del polites (el miembro de la comunidad
política) y define la potencia y realidad de su praxis. Tiene su condición de posibilidad en la figura
antropológica del amo (despotes). Sin
embargo, ambos términos no se identifican (libre y amo), puesto que: “el amo
tiene que saber mandar (epitattein)
lo que el esclavo tiene que saber hacer” (Política,
1255 b 34-35). El (hombre) libre, en cambio, se dedica a la política o a la
filosofía; se ocupa en saberes de la praxis que tienen relación con los fines y
no son, por lo tanto, serviles o instrumentales. Sin embargo, no podríamos
decir que el (hombre) libre disponga libremente
de esos fines. Estos fines están determinados por la estructura jerárquica de
la comunidad política. Son los que le dan su solidez y consistencia (recordemos
que la idea de finalidad, pensada al modo griego (telos), no está referida al objetivo que se persigue sino al
sentido que orienta un movimiento y, en cuanto tal, es capaz de realizar la
plenitud de aquello que se mueve por carencia). No se advierte allí la
característica que el (hombre) libre tomará luego dentro de un contexto
diferente: el de la cosmopolis. Aquí
la libertad se mostrará como indeterminación del obrar o libre arbitrio; aunque en cierto aspecto esta indeterminación esté
presente en la caracterización que Aristóteles hace de la deliberación: “la
deliberación (bouleuesthai) se da
respecto de las cosas que generalmente suceden de cierta manera, pero cuyo
resultado no es claro, y de aquellas en que es indeterminado (adioriston)” (Ética a Nicómaco, 1112 b 8-9). Adviértase que esta indeterminación
está referida a los medios y no a los fines, puesto que “no deliberamos (bouleuometha) sobre los fines (telon) sino sobre los medios que
conducen a los fines” (1112 b 11-12).
Para hacer una síntesis del camino recorrido:
la libertad aparece en Aristóteles caracterizada como un atributo del polites (el hombre en cuanto miembro de
la polis) y marca o señala el punto
de separación entre la mera vida (zoe,
en términos biopolíticos) y la vida cualificada (bios), entre lo bajo (el oikos)
y lo alto (la polis). Sin embargo,
aunque entre ambos términos (zoe y bios; oikos y polis) hay una
clara diferencia de plano o nivel, no hay una ruptura sino una continuidad: el
amo (despotes) es la condición de
posibilidad del (hombre) libre, aunque el (hombre) libre, para serlo, no puede
ser un amo (despotes).
Podemos suponer razonablemente que cuando los
contornos de la polis se hacen
difusos (y esto sucede ya en tiempos de Alejandro Magno de quien fue preceptor
Aristóteles) las pautas políticas que
organizan la vida en común y permiten la realización de la libertad de los
ciudadanos (polites) se alteran
profundamente. De allí que las filosofías que se desarrollan dentro del mundo
griego después de la muerte de Alejandro Magno (323 a. C.) y que conocemos con
el título genérico de “filosofías helenísticas” tienen, pese a sus diferencias,
un tema central que las emparenta: el hombre como perdido dentro de un mundo
lejano. Por presentar esto de modo muy esquemático, diríamos que las
principales escuelas o tradiciones que configuran el conjunto de las filosofías
helenísticas desarrollan sus argumentos sobre la base de un hombre que ha dejado
de ser parte de otra cosa, miembro de
una polis fundamentalmente, para
devenir individuo; es decir, parte indivisible de una totalidad
fragmentada. De las tres escuelas principales que integran ese conjunto,
epicureísmo, escepticismo y estoicismo, nos referiremos brevemente a la primera
y, particularmente, a Lucrecio (94 – 51 a. C.).
El fundador de la escuela epicúrea, Epicuro
(341 – 270 a. C.), le había dado nueva forma argumentativa a la teoría
atomística sostenida con anterioridad por Leucipo y Demócrito. La tesis central
del atomismo consiste en suponer que la totalidad de lo real está constituida
por lo pleno (átomos; lo que no tiene
partes) y lo vacío. Del movimiento y
combinación de estas partículas resulta la formación de los mundos según una
secuencia mecánica: “nada sucede por azar (maten),
sino todo por una razón (logou) y por
obra de la necesidad (anankés)” (Leucipo,
fragmento DK 67 B 2). Tomemos sólo este argumento para establecer una
diferencia de contexto. En la polis
la necesidad puede servir para
consolidar el vínculo comunitario. Allí habría que ubicar el fragmento de
Leucipo (siglo V a. C.). En la cosmopolis,
la necesidad introduce un elemento de
opresión: el fatalismo. La presión
que una totalidad de límites difusos (cosmopolis)
ejerce sobre el individuo se ha vuelto intolerable en la medida en que ese
individuo no es una parte integrada a la totalidad sino una parte
(relativamente) desprendida de ella. Es allí donde la idea de libertad toma una
nueva forma: aparece vinculada al azar. La fuente es aquí Lucrecio:
Si
todos los movimientos se encadenan y el nuevo nace siempre del anterior, según
un orden cierto, si los átomos (primordia;
es decir, “los cuerpo primeros”) no hacen, declinando (declinando), un principio de moción que rompa las leyes del hado (fati), para que una causa no siga a otra
causa hasta el infinito, ¿de dónde ha venido a la tierra esta libertad (libera) de que gozan los seres vivientes
(animantibus)? ¿De dónde, digo, esta
voluntad (voluntas) arrancada a los
hados (fatis), por la que nos movemos
a donde nuestro antojo (voluptas) nos
lleva […]. Pues, sin duda, es la voluntad (voluntas)
de cada uno la que da principio a estos actos; brotando de ella, el movimiento
fluye por los miembros […]. Necesario es reconocer […] en los átomos (seminibus; es decir, “semillas”), además
de los choques (plagas) y la gravedad
(pondera), otra causa motriz de la
que proviene esta potestad innata en nosotros, ya que, como vemos nada puede
nacer de la nada (de nilo quoniam fieri
nil posse). La gravedad (pondus) impide,
en efecto, que todo se haga por medio de choques (plagis), es decir, por una fuerza exterior. Pero lo que impide que
la mente (mens) misma obedezca en
todos sus actos a una necesidad (necessum)
interna, sea dominada ésta y tenga que soportarla pasivamente, es la exigua
declinación (clinamen) de los átomos
(principiorum; es decir, “principios”),
en un lugar impreciso (nec…certa) y
en tiempo no determinado (nec…certo) (De rerum natura, II, 251-293. Citamos
por la edición bilingüe de editorial Acantilado, Barcelona, 2012).
Vemos aquí aparecer algo nuevo en relación
con el pensamiento aristotélico: la libertad no caracteriza ahora al polites en relación con la comunidad
política y en su diferencia con los modos serviles de ser hombre (esclavo,
mujer y niño) sino a la voluntad misma (libera
voluntas) en su relación con una totalidad imprecisa pero necesaria en su
ligazón constitutiva. La doctrina del clinamen
le permite a Lucrecio explicar la condición (material) de posibilidad del
movimiento voluntario dentro de un orden espaciotemporal determinado por el
movimiento necesario de los átomos. En este punto, la explicación de Lucrecio
no parece muy distinta de la que Aristóteles desarrolla para explicar el
movimiento voluntario (ekousios) en
su diferencia con el involuntario (akousiois):
si no existiese ese desvío o declinación (clinamen)
de los átomos todos nuestros movimientos sería involuntarios, en cuanto
estarían determinados por el peso o la fuerza de gravedad. Pero Lucrecio agrega
algo más: la voluntad libre es capaz de iniciar cursos de movimiento que se
sustraen del encadenamiento causal, con lo cual incorpora también algo de la deliberación y la elección aristotélicas, ambas, como hemos visto, referidas a los
medios (indeterminados) que permiten la realización exitosa de la voluntad
(dirigida hacia un fin determinado). Sólo que ahora la indeterminación parece
haberse desplazado de los medios a los fines al no estar contenida esa voluntad
dentro de un marco político determinado. Se ha pasado, como decíamos, del polites al individuo.
III.-
Pasemos ahora a otro contexto, el que plantea la cristiandad. El cristianismo
doctrinario que elabora San Agustín (354-430) vendrá a rescatar a esos átomos
(in-dividuos) epicúreos, que declinan libremente dentro de un cosmos cuyos
confines están fuera de su horizonte de comprensión, para constituir una
“comunidad universal” (un enfoque amplio sobre estos temas y, en general, sobre
los diferentes contextos de politicidad en los que se desarrolla el horizonte
de sentido de la praxis ética y política, puede verse en PORATTI, A.,
“Comunidad, sociedad, sistema mundial”, Revista
de filosofía latinoamericana y Ciencias sociales, segunda época, I, 11,
mayo de 1986, pp. 71-110). Este “rescate” implica una nueva relación del hombre
con la divinidad. Mientras que los dioses epicúreos no se ocupan de los asuntos
humanos el Dios cristiano encontrará su sentido en hacer lo contrario y para
hacerlo modificará radicalmente el principio fundamental sostenido por Lucrecio
como matriz de su arquitectónica cosmopolita: “jamás cosa alguna se engendró de
la nada (nullam rem e nilo gigni),
por obra divina” (I, 150) y todo se sigue en la naturaleza según un
ordenamiento causal que incluye por cierto una dosis de contingencia (el clinamen). Suponer que ese orden natural
está determinado por la voluntad de los dioses implica para Lucrecio un doble
error: menoscaba la perfección de los dioses al hacerlos responsables de
ocupaciones indignas de su serena bienaventuranza y estropea la posible
felicidad humana al cargarla de preocupaciones que superan su capacidad y
someten su voluntad a “tiranos crueles (dominus
acris), que creen omnipotentes” (VI, 63). Veamos cómo esta
conceptualización epicúrea se modifica dentro del cristianismo agustiniano.
En Del
libre albedrío (utilizamos la edición bilingüe de la Biblioteca de Autores
Cristianos, Madrid, 1971) San Agustín aborda el difícil problema de conciliar
los caracteres constituyentes de la perfección de Dios con la existencia del
mal en el mundo creado por él. Veamos cómo desarrolla San Agustín sus
argumentos. Por un lado, respecto de Dios: es “omnipotente (omnipotentem) y absolutamente
inconmutable (ex nulla particula
commutabilem), creador (creatorem)
de todos los bienes, a los cuales aventaja infinitamente, y gobernador (rectorem) justísimo de todo cuanto creó
(creavit)”. Esa omnipotencia creativa
de Dios se pone de manifiesto de modo absoluto en que es capaz de crear a
partir de la nada, a diferencia de los dioses griegos que limitaban su potencia
creativa al embellecimiento u ordenamiento del cosmos (tal es la idea de demiurgo): “no necesitó de cosa alguna
para crear, como si a sí mismo no se bastara. De donde se sigue que creó todas
las cosas de la nada (de nihilo creaverit
omnia), mas no se sí mismo, puesto que de sí mismo engendró sólo al que es
igual a Él, y a quien nosotros decimos Hijo de Dios” (I, 2, 5). La creación ex nihilo le permite a San Agustín poner
de manifiesto la distancia ontológica que existe entre el creador y lo creado y
la potencia que caracteriza su acción creadora. Dios es un dominus. Y en el otro extremo de esa relación de poder, el hombre,
producto de esa creación, es su siervo. Hasta aquí, el esquema reproduce la
matriz aristotélica que expresa la configuración de las relaciones de
dominación entre polos asimétricos de las relaciones de poder. Pero San Agustín
introduce una variante: el siervo no es ahora un esclavo sino una voluntad
libre. Es por medio de esa libre voluntad que el mal ingresa en un mundo creado
por un Dios que no puede, dada su perfección, crear cosas imperfectas que
impliquen ni la más mínima dosis de “maldad”. Entonces, por el lado de la
creatura, tenemos un defecto constitutivo, puesto que ha sido creada de la
nada: lo que tiene de ser lo tiene de
perfección y lo que tiene de nada, de
imperfección. Hoy nombraríamos esta característica ontológica de la creatura
como finitud. Dada esa condición
finita, tiene el hombre dos posibilidades: o bien asciende por la escala hacia
una perfección mayor o bien desciende hacia la nada. A esta degradación
ontológica de la creatura la nombra San Agustín como corrupción: “toda criatura
(natura) que puede ser menos buena,
es buena, y toda criatura (natura),
cuando se corrompe (corrumpitur),
pierde su bondad” (III, 13, 36). Ahora bien ¿en qué consiste esa corrupción y
cómo es posible? ¿Cuál es su condición de posibilidad? “Toda naturaleza
racional (natura rationalis),
habiendo sido dotada de libre albedrío (libero
voluntatis arbitrio) en la creación, es, sin duda alguna, digna de alabanza
si persevera unida al bien sumo e inconmutable” (III, 13, 37). En la respuesta
agustiniana vemos conjugarse dos factores para explicar la condición de
posibilidad de la corrupción. Uno, es de raíz platónica: lo real se constituye
según grados de perfección; entre lo más perfecto y lo menos perfecto hay una gradación y, consecuentemente, también
una degradación. Tal sería el núcleo
constitutivo del dualismo metafísico que podemos nombrar como “platonismo” y
que está en la base del pensamiento agustiniano. El otro factor es novedoso: el
libre arbitrio. Y, debajo suyo, podemos advertir la presencia de una mutación
metafísica respecto de la matriz platónica: al “de la nada nada se sigue”, cuya
matriz podríamos ubicar en torno del pensamiento de Parménides, Agustín agrega
“salvo el mundo creado por Dios”. Veamos esto con mayor detalle.
Agustín se pregunta “¿de dónde le viene a la
voluntad (voluntas) el movimiento por
el que se aparta (avertit) del bien
inconmutable (incommutabili) y se une
al mudable (mutabili)?”
Caractericemos mejor ese “apartamiento” o movimiento de aversión (literalmente,
volverse en sentido opuesto). Se trata de un acto de desobediencia: se trata
del “acto de apartarse (aversio) la
voluntad (voluntatis) de su Dios y
Señor (Domino Deo)” y es, “sin duda
alguna, pecado (peccatum)” (II, 20,
54). Queda claro, entonces, que el mal no ingresa al mundo por la voluntad de
Dios sino por la voluntad de los hombres que se mueven en dirección contraria a
la voluntad de Dios. Ahora bien, siendo Dios un domino, moverse en dirección contraria es un acto de desobediencia:
los siervos no responden al mandato del Señor. La idea de libertad sigue
nombrando una relación de poder pero su horizonte de sentido ha cambiado.
Asistimos a la interiorización de una relación política de dominación: ahora
los esclavos responden a un amo cuyo reino no es de este mundo y al que, sin
embargo, ellos pertenecen. Pero, así como obedecen, también pueden desobedecer.
En esto consiste su libertad. Se trata de una libertad de la que no disponían
los esclavos aristotélicos (puesto que, por naturaleza, no se pertenecían a sí
mismos). En el contexto de la polis que
Aristóteles describe ser (hombre) libre y estar sometido a una relación de
poder de dominación, habría parecido tan absurdo como suponer que los esclavos
son “libremente” esclavos.
Volvamos sobre la pregunta que se formula
Agustín ¿de dónde le viene a la voluntad este movimiento de aversión? La
respuesta es simple y directa: de la nada (ex
nihilo). Ahora bien, la voluntad que se mueve en sentido inverso del bien,
hacia la nada, pierde con ello consistencia ontológica (se corrompe) y pierde
como voluntad la capacidad de querer. En una palabra, cae (cecidit). Lo opuesto
de caer es levantarse (surgere) y
quien ha caído no puede levantarse por sí mismo (puesto que su voluntad está
degrada o corrompida) y sólo puede hacerlo por medio de la ayuda de Dios. Se
trata de la gracia (II, 20, 54).
Según parece, los esclavos aristotélicos,
ahora (hombres) libres, disponen de un raro privilegio: seguir por propia
voluntad las órdenes del amo o rebelarse y caer en los abismos de la nada. Para
los que eligen la primera opción, se abre el camino de una realización plena de
la voluntad que Agustín nombra como libertas.
No se trata ahora del libre arbitrio
en donde la voluntad está tensionada entre la obediencia y la desobediencia
sino de una situación en la que nuestra voluntad se somete a la “verdad”,
puesto que “la verdad os hará libres” (II, 14, 37). Esta verdad de naturaleza
trascendente es, claro está, Dios mismo: “la verdad es, sin duda alguna,
superior a nuestras mentes (mentibus)”
y lo que es superior a nuestras mentes es Dios; luego, Dios es “realidad
verdadera y suma verdad (vere summeque
est)” (II, 14, 38). La mente es libre en cuanto gobierna la libido y no se
deja esclavizar por ella. En este punto, el argumento de Agustín no hace más
que recoger una posición digamos tradicional respecto de la relación entre lo
alto y lo bajo; lo que gobierna y lo que es gobernado; el alma y el cuerpo: “cuando
la razón (ratio) domina todas estas
concupiscencias del alma (motibus animae),
entonces es cuando se dice que el hombre está perfectamente ordenado” (I, 8,
18) y “no habría orden perfectísimo allí donde lo más imperfecto (impotentiora) dominara (imperarent) a lo más perfecto (potentioribus)” (I, 10, 20). La novedad
agustiniana consiste en proponer el libre arbitrio como agente causal del
desorden: “ninguna otra cosa hace a la mente cómplice de las pasiones (cupiditas comitem) sino la propia
voluntad y libre albedrío (propia
voluntas et liberum arbitrium)”. Y en ofrecer también el remedio que
permitiría restablecer el orden: “es muy justo que sufra las consecuencias
penales (poenas) de tan gran pecado (peccato)” (I, 11, 22). Como se podrá
advertir hay mucho aquí del argumento platónico presentado en el Gorgias respecto de la injusticia y los
castigos correctivos (ver en este blog “Calicles y Sócrates: el deseo, la
justica y la conciencia moral”). Hay también, sin embargo, algo nuevo: el
castigo (la pena) no cae sobre el pecador como algo externo sino que se
entreteje en la trama misma del pecado. En el pecado está la penitencia: “¿es
que debe mirarse como castigo (poena)
pequeño el que la libídine (libido)
domine?” (I, 11, 22). “Al alma (animum)
la acusamos de pecado (peccati)
cuando vemos claramente que a los bienes superiores antepone el goce de los
inferiores” (III, 1, 2). El esclavo, ahora libre, está condenado a liberarse de
la esclavitud del deseo libidinal, si es que pretende libremente no ser esclavo
de ese deseo al que libremente se somete cuando peca, en cuyo caso, lejos de
asegurar la libertad de su voluntad, queda sometido a un amo poderoso: la
libido.
Volvamos sobre este raro privilegio de seguir
por propia voluntad las órdenes del amo o rebelarse y caer en los abismos de la
nada, como decíamos más arriba. Aparece aquí en escena algo que no estaba
dentro del esquema aristotélico: la voluntad personal. Evodio argumenta: “no
encuentro qué cosa pueda llamar mía, si no es mía la voluntad por la que quiero
y no quiero (si voluntas qua volo et nolo
non est mea)” (III, 1, 3). Este entramado personal de la voluntad es el
escenario en el que jugará su destino la compleja y contradictoria liberación
de los esclavos bajo la mirada atenta de un Dios ahora providente y
omnisciente: “aunque Dios conozca de antemano (praesciat) todos los actos de nuestra voluntad, no se sigue, sin
embargo, que queramos alguna cosa sin voluntad de quererla” (III, 3, 7).
“Nuestra voluntad (voluntas), por
consiguiente, no sería nuestra si no estuviera en nuestro poder. Y por lo mismo
que está en nuestro poder, por eso es libre (libera), pues es claro que no es libre lo que no está en nuestro
poder o que, estándolo puede dejar de estarlo” (III, 3, 8). “No queda anulada
nuestra libertad por la presciencia divina” (III, 3, 8). La libertad se mueve
ahora en territorio espiritual. Con ello, la libertad escinde al hombre en dos
planos: el mundano, en el que las relaciones de dominación se siguen planteando
en los mismos términos en los que las planteaba Aristóteles (el reino de este
mundo) y el trasmundano en el Dios ejerce su dominio sobre hombres libres (el
reino que no es de este mundo; es decir, el reino espiritual).
Como se podrá advertir, el cristianismo
presenta una novedad interesante respecto del mundo de la polis y el de la cosmopolis:
la libertad no es ahora un privilegio de clase que la naturaleza distribuya de
modo aristocrático como en la polis
aristotélica ni una anomalía (clinamen)
dentro de su ordenamiento causal como en la cosmopolis
epicúrea, sino una condición que ata y desata al hombre en su relación con el
principio creador y ordenador (Dios). Donde el funcionamiento de esta nueva
legalidad se podrá observar con mayor claridad es en el pensamiento moderno.
Podemos verlo en Descartes. Aunque, con una variante: la comunidad universal
que plantea el cristianismo se habrá transformado en universo (sin comunidad). Veamos
cómo se va desarrollando ese tránsito hacia la modernidad.
Es posible interpretar la conversión de las
almas en torno del cristianismo como un proceso de integración de los
individuos dentro de una comunidad universal, tomando literalmente el
significado del término “vertere”: hacer
girar, volver. Así, tenemos el movimiento de las almas que se apartan de Dios: a-versio. Tenemos también el movimiento
de las almas en torno de Dios: con-versio.
Y tenemos también el movimiento en torno de lo uno o vuelto sobre lo uno: uni-versio. Vueltos sobre un Dios único
los hombres hacen comunidad: la cristiandad. Refiriéndose a la emergencia del
“individuo” en la historia, Robert Castel ubica un primer momento
“prehistórico” en torno del surgimiento de las religiones monoteístas y,
particularmente, del cristianismo que “propagó una concepción altamente
positiva del individuo: el individuo está dotado de un valor inconmensurable y
sagrado porque fue creado por Dios y es hijo de Dios. Por ello los hombres
conforman una comunidad de individuos iguales, una Iglesia en la cual son
hermanos en Jesucristo” (CASTEL, R., El ascenso
de las incertidumbres. Trabajo, protecciones, estatuto del individuo,
Buenos Aires, FCE., 2010, p. 307). Sin embargo, como decíamos más arriba, la
comunidad universal que propone el cristianismo es una comunidad escindida
donde la libertad no se realiza plenamente. Si volvemos sobre la sugerencia que
presentábamos al comienzo de este texto respecto del significado “naturalista”
del término “libertad”, podemos decir que el cristianismo plantea la paradoja
de un proceso de maduración vital cuyo fruto cae del lado de la muerte: “sólo
el santo o el mártir que vive y muere exclusivamente por Dios es íntegramente
un individuo realizado. En suma, la plenitud de la calidad de individuo se
realiza en la muerte, o en todo caso en la muerte en el mundo” (p. 308).
IV.-
Pasemos ahora al mundo moderno para observar qué pasa allí con la libertad. Descartes
(1596-1650) sostendrá en las Meditaciones
Metafísicas que el error y la falsedad existen en el mundo por causa del
libre arbitrio. En esto, se mantiene dentro de la línea argumentativa plantada
por San Agustín. Sólo que ahora el Dios único a cuyo alrededor giraban las
almas para componer una comunidad universal se ha vuelto un poco más abstracto
y, a la vez y no sin cierta paradoja, un poco más mundano: se ha transformado
en un principio racional; es decir, en la garantía racional del uso de la
razón. Si Dios existe, no existe entonces, el Genio maligno y el hombre queda
habilitado para hacer pleno uso de la razón. La razón puede conquistar el
mundo, puede racionalizarlo, porque el mundo mismo ha devenido racional; es
decir, contiene en sí mismo, en su estructura interna, un principio de
racionalidad. El mundo gira en torno de lo uno, como en San Agustín, pero ese
uno es ahora la unidad de la Razón. Pasamos pues de la comunidad universal al
universo sin comunidad, como decíamos más arriba. Veamos esto con mayor
detalle.
En la meditación cuarta Descartes se propone
reflexionar respecto de lo verdadero y lo falso. El camino recorrido en las
tres meditaciones antecedentes le ha permitido encontrar en el cogito un fundamento sobre el cual
apoyar una posible comprensión racional del mundo y en Dios la posible salida
del cogito hacia el mundo que se
pretende comprender racionalmente. Ahora, se trata de averiguar bajo qué
condiciones la relación entre el cogito
y el mundo puede estar garantizada por Dios en términos de racionalidad.
Descartes resume este recorrido de la siguiente manera: primer paso, “la idea
que tengo del espíritu humano según la cual éste es una cosa pensante”; segundo
paso, “la idea de un ser completo e independiente (es decir, de Dios)”. Tercer
paso, “me parece ya que descubro un camino que nos conducirá, desde esta
contemplación del Dios verdadero […] al conocimiento de las restantes cosas del
universo” (citamos las Meditaciones
Metafísicas por la edición de Alfaguara, Madrid, 1977, p. 45).
Sin embargo este tercer paso resulta
problemático porque si bien “reconozco que es imposible que Dios me engañe
nunca” y que “experimento en mí cierta potencia para juzgar, que sin duda he
recibido de Dios”, se sigue de allí que no me ha dado esa facultad “para que
yerre” (p. 46). Y, sin embargo, compruebo por medio de la experiencia “que
estoy sujeto a infinidad de errores”. Entonces, aparece en escena un cuarto
paso: “cierta idea negativa de la nada, o sea, de lo que está infinitamente
alejado de toda perfección” (p. 46). Entre el ser (infinito; es decir, no
finito; sin límite) y la nada se ubican los seres finitos: limitados por la
nada que los determina en su individualidad. La experiencia de esta finitud es
similar a la que presenta San Agustín con una importante diferencia: en San
Agustín la finitud expresa la dependencia ontológica de la criatura respecto
del creador (tanto como la superioridad ontológica del creador, su omnipotencia
capaz de crear de la nada); en Descartes, la finitud está relacionada con las
determinaciones del entendimiento. Hay por un lado, un entendimiento infinito
que entiende la totalidad de las cosas en la simultaneidad (la Razón, con
mayúsculas) y hay, por otro lado, un entendimiento finito que entiende las
cosas en su particularidad y sucesión (la razón, como facultad humana de
razonar). Vemos actuar aquí a la nada
como negación. En esto consiste la finitud de un entendimiento finito. Sin embargo, esta limitación o
finitud no explica por sí sola la posibilidad del error: “pues el error no es
una pura negación […] sino la falta de un conocimiento que de algún modo yo
debería poseer” (p. 46). Entonces, no se trata de una nada que actúe por negación sino por privación. Vidal Peña, traductor de la edición de las Meditaciones con la que estamos
trabajando aclara en nota esta diferencia: “‘privación’ sería, en términos
escolásticos, no la carencia de un atributo cualquiera, sino la carencia de un
atributo en un sujeto apto para tenerlo. Así, sería ‘negación’ la falta de
branquias en un hombre, y ‘privación’ la falta de branquias en un pez. Un
hombre no debería quejarse, entonces, por no tener branquias” (p. 435, n. 39).
Observemos con mayor atención en qué consiste
esa privación que está en la base del error. Mis errores “dependen del concurso
de dos causas, a saber: de mi facultad de conocer y de mi facultad de elegir –o
sea, de mi libre arbitrio-; esto es, de mi entendimiento y de mi voluntad” (p.
47). Ambas facultades son finitas, en el sentido que le dábamos renglones más
arriba al término “finitud” (es decir, limitación). Sin embargo, limitado en
sentido estricto es el entendimiento (en la medida en que presenta las ideas en
su determinación y sucesión). La voluntad o libre arbitrio, en cambio, “siento
ser en mí tan grande, que no concibo la idea de ninguna otra que sea mayor: de
manera que ella es la que, principalmente, me hace saber que guardo con Dios
cierta relación de imagen y semejanza” (p. 48). ¿En qué consiste esa rara
ilimitada limitación que caracteriza a la voluntad o libre arbitrio? Respuesta:
“en que al afirmar o negar, y al pretender o evitar las cosas que el
entendimiento nos propone, obramos de manera que no nos sentimos constreñidos
por ninguna fuerza exterior” (p. 48). Nota al margen: Spinoza discutirá, entre
otras cosas, precisamente esta diferencia que Descartes establece entre el
entendimiento y la voluntad, así como discutirá también la idea de una
“libertad de indiferencia” que veremos aparecer renglones más abajo y que ha
tenido la forma escolástica de “paradoja del asno de Buridán” (véase Ética, parte II, proposición XLIX,
escolio)
Ahora bien, esa libertad se manifiesta en
diferentes grados de determinación. En el primero y más bajo (el menos
determinado), la libertad de indiferencia, la libertad se presenta como no
estando inclinada a ninguno de los términos en los que se bifurca la
posibilidad de elegir: “ninguna razón me dirige a una parte más bien que a
otra” (p. 48). En el grado más elevado, la libertad se presenta como estando
fuertemente inclinada por uno de los términos que se le muestran como “lo que
es bueno y verdadero” (p. 48). ¿Qué es lo que hace posible esta mayor
determinación? Descartes presenta dos posibilidades: “la gracia divina” y “el
conocimiento natural”. Ambas posibilidades operan sobre el conocimiento: “de
conocer yo siempre con claridad lo que es bueno y verdadero, nunca me tomaría
el trabajo de deliberar acerca de mi elección o juicio, y sería por completo
libre, sin ser nunca indiferente” (pp. 48-49). Algo de esta paradójica
situación de una libertad racional, que es más libre en cuanto está más determinada
por la necesidad racional y menos libre cuando esa determinación es menor,
veremos aparecer luego en el pensamiento de Spinoza (con la diferencia,
fundamental, que Spinoza no supone el libre arbitrio sino que lo niega: “la
voluntad no puede llamarse causa libre, sino sólo causa necesaria”, Ética, parte I, proposición XXXII).
Llegamos finalmente a centro del problema: la
posibilidad del error está en la desproporción que existe entre la voluntad
(que es muy amplia) y el entendimiento (que es más limitado). La voluntad puede
querer lo falso y el mal. Esto sucede cuando la voluntad se precipita. Podemos recordar en este
punto la regla de la evidencia que Descartes proponía en El discurso del método: “no recibir jamás ninguna cosa como
verdadera que yo no la conociese evidentemente como tal: es decir, evitar
cuidadosamente la precipitación (précipitation)
y la prevención (prévention); y no
comprender en mis juicios nada más que lo que se presenta a mi espíritu tan
clara y distintamente que no tuviese ninguna ocasión de ponerlo en duda” (Discurso del método, segunda parte). El
entendimiento, en cambio, en cuanto entiende con claridad y distinción,
entiende lo verdadero. El error se evita, entonces, conteniendo la voluntad
dentro de los límites que le plantea el entendimiento. La modernidad reemplaza
a Dios por la Razón y la libertad se realiza por medio de la sujeción
voluntaria a las determinaciones del entendimiento. Parecería que, con este
paso, la modernidad ha conquistado un nuevo territorio para la libertad:
aquella naturaleza humana que venía madurando dentro del contexto de la polis ha entrado finalmente en la edad
de la razón. Aunque, en este paso, se trata de una racionalidad abstracta; es decir, abstraída (separada) de las concretas
circunstancias que configuran la voluntad y su potencia de obrar. Es aquí donde
Spinoza (1632-1677) viene a completar y modificar el planteo cartesiano.
V.- En
la Ética demostrada según el orden
geométrico (utilizamos la edición de Editora Nacional, Madrid, 1975)
Spinoza presenta una organización sistemática de lo real articulada del
siguiente modo: lo que nombramos con la palabra “real” no es más que una
producción de Dios o la Naturaleza que al producir (lo real) se produce. Se ha dicho que Spinoza es
panteísta en cuanto identifica a Dios con la Naturaleza. Podemos aceptar esa
calificación, sobre todo si nos sirve para comprender que entre Dios y la
Naturaleza no hay un abismo ontológico. A diferencia del cristianismo
agustiniano, el poder de Dios no se manifiesta en la capacidad de crear ex nihilo sino en la potencia
productiva: Dios es causa de sí.
Causa infinita que produce infinitos efectos. Pero, como esa causa no actúa
sobre la nada sino sobre sí misma, esos efectos no son sino afecciones de Dios
mismo, modificaciones suyas. Nótese
el parentesco terminológico: sobre la base del término facere (hacer), tenemos ad-facere
(el prefijo “ad” indica proximidad) y ex-facere
(el prefijo “ex” indica procedencia). Afecto y efecto.
Spinoza lo dice en los siguientes términos:
“por Naturaleza naturante debemos
entender […] Dios, en cuanto considerado como causa libre (causa libera). Por Naturaleza
naturada, en cambio, entiendo todo aquello que se sigue de la necesidad de
la naturaleza de Dios […] cosas (res)
que son en Dios, y que sin Dios no pueden ser ni concebirse” (parte I, proposición
XXIX, escolio, pp. 83-84). La identificación entre Dios y la Naturaleza está
explícitamente formulada del siguiente modo: “la naturaleza no obra a causa de
un fin, pues el ser eterno e infinito al que llamamos Dios o Naturaleza (Deum seu naturam) obra en virtud de la
misma necesidad por la que existe” (parte IV, prefacio, p. 264). De aquí
podemos sacar los siguientes elementos.
Primero, esta identificación entre Dios y Naturaleza
que, como decíamos, suprime la distancia ontológica entre el creador y lo
creado, nos permite también recuperar la interpretación griega de la fysis (naturaleza) como aquello que
brota y se desarrolla y que, al hacerlo, existe de acuerdo con ese proceso. Se
trata de un proceso de autoproducción en el que la causa y el efecto se
implican mutuamente, aunque de diferente manera: la causa (naturaleza naturante) produce efectos (naturaleza naturada) y permite comprenderlos y es, por lo tanto,
anterior a los efectos que produce. Sin embargo, no sería causa sin esos
efectos (que ella produce y que la afectan). Y lo mismo puede decirse respecto
de los efectos: son producidos por la causa y, por lo tanto, son posteriores a
ella. Sin embargo, no serían efectos de esa causa si no estuviesen de algún
modo implicados en la causa (como producciones y afecciones suyas). Dicho
brevemente: no es posible pensar una causa que no produzca efectos ni un efecto
que no tenga causa. Se trata de una relación causal que es a la vez explicativa y productiva. Si retomamos la afirmación presentada renglones más
arriba: “cosas que son en Dios (in Deo
sunt), y que sin Dios no pueden ser (ese)
ni concebirse (concipi)” y jugamos un
poco con las posibilidades semánticas del término “concebir” (concipio), es fácil de observar esta
relación explicativa-productiva. No perdamos de vista en todos estos
desarrollos argumentativos que Dios es causa eficiente (y no final): es
productor eficiente de efectos y no un modelo a seguir ni un padre benevolente
y protector ni un juez justo. Y esa causa eficiente es además causa inmanente:
“Dios es causa inmanente (immanens),
pero no transitiva (transiens), de
todas las cosas” (parte I, proposición XVIII, p. 74). Recordemos que
“inmanente” significa, literalmente, “lo que permanece (maneo) en sí mismo”. Entonces, la inmanencia refuerza la idea de
una relación muy íntima de copertenencia entre la causa y el efecto.
Segundo, y dando ahora algunos pasos más dentro
del territorio spinozista, a las cosas, lo que llamamos con tal nombre y con un
término más “técnico” podríamos nombrar como “entes”, lo que tienen de cosas o realidad, les viene de la causa que las produce y que ellas pueden
recibir y conservar (podríamos decir también que el efecto es efecto de la
causa en la medida en que es capaz de recibirla y, en cierto modo, la acepta y
la conserva). Dicho en término de Spinoza: “cada cosa (res) se esfuerza (conatur),
cuanto está a su alcance, por perseverar (perseverare)
en su ser” (parte III, proposición VI, p. 191).
Tercero, y yendo ahora al nudo problemático
del planteo que hace Spinoza respecto de la libertad, a la paradójica relación
que allí se establece entre necesidad o determinismo y libertad: Dios es “causa
libre” y “obra en virtud de la misma necesidad por la que existe”, como
decíamos más arriba siguiendo a nuestro autor. Agreguemos ahora que “una cosa (res) que ha sido determinada a obrar
algo (operandum determinata est), lo
ha sido necesariamente por Dios; y la que no lo ha sido por Dios, no puede
determinarse a sí misma a obrar” (parte I, proposición XXVI, p. 80). En la
demostración de esta proposición, Spinoza agrega: “aquello por lo que se dice
que las cosas están determinadas a obrar algo es, necesariamente, algo positivo
(positivum) (como es por sí notorio).
Y de esta suerte, Dios es por necesidad causa eficiente (causa efficiens) […] tanto de la esencia de ello como de su
existencia” (parte I, proposición XXVI, demostración, p. 80). Sin entrar en la
discusión respecto de si sostuvo o no Spinoza explícitamente el argumento de
que “toda determinación es negación”, podemos tomarlo como indicativo de una
relación entre el principio productor (Dios o Naturaleza) en la que todo lo
producido tiene consistencia ontológica (positividad), aún dentro de su
limitación (finitud). La negatividad queda, de este modo, del “lado externo” de
las cosas, no las afecta en su condición de cosas producidas. Hegel interpreta
el argumento de otro modo: “la consecuencia necesaria de esta proposición, que
la determinación es negación, es la unidad de la substancia spinoziana”, (Ciencia de la Lógica, Buenos Aires,
Solar-Hachette, 1976, p. 103). Sin entrar en el análisis de un tema de por sí
complejo, digamos de manera muy general que es posible contraponer el argumento
de Spinoza con el argumento agustiniano (y hegeliano): para el primero, las
cosas tienen realidad en cuanto son determinaciones (modos determinados)
producidas por Dios o Naturaleza, mientras que la negación establece el límite
que permite diferenciar las cosas entre sí. Para los segundos, las cosas tienen
una realidad limitada y, en este sentido negativa, en cuanto resultan de una
síntesis ontológica entre el ser y la nada. Para ellos, se invierte la fórmula
y la negación es determinación.
Hagamos un señalamiento en este punto del
camino recorrido. Podríamos decir que, si la racionalidad cartesiana era
abstracta, la racionalidad spinozista es concreta (entendiendo lo “concreto” en
su significado etimológico: aquello que crece hacia adentro o crece con, se diversifica; cum-crescere). En este sentido, el
individuo o las cosas individuales, racionalmente comprendidas, no son
abstracciones (separaciones) de la Razón sino producciones (afecciones o
modificaciones) de Dios o Naturaleza. La libertad de los individuos no podría
ser aquí, como lo es en Descartes, indeterminación de la voluntad (libre
arbitrio) sino determinación de la causa.
Spinoza lo dice del siguiente modo: “el alma
y el cuerpo son una sola y misma cosa (res),
que se concibe, ya bajo el atributo del pensamiento, ya bajo el de la
extensión. De donde resulta que el orden (ordo)
o concatenación de las cosas (rerum
concatenatio) es uno solo, ya se conciba la naturaleza bajo tal atributo,
ya bajo tal otro” (parte III, proposición II, escolio, p. 186). Lo que el alma
y el cuerpo tienen de realidad, es decir, de cosas (res), lo tienen en cuanto son efectos producidos por una causa que
a la vez que los produce (como efectos), los explica (en el sentido en que la
causa ofrece una razón explicativa). Sin embargo, los hombres no piensan de
este modo (racional o con este tipo de racionalidad productiva que Spinoza está
proponiendo) sino de un modo prejuicioso y suponen “que el cuerpo se mueve o
reposa al más mínimo mandato del alma”. Ahora bien, como “a nadie ha enseñado
la experiencia, hasta ahora, qué es lo que puede hacer el cuerpo en virtud de
las solas leyes de su naturaleza (ex
solis legibus naturae), considerada como puramente corpórea”, suponemos
(prejuiciosamente) que el alma mueve al cuerpo sobre la base de esa ignorancia:
“cuando los hombres dicen que tal o cual acción del cuerpo proviene del alma,
por tener ésta imperio sobre el cuerpo, no saben lo que dicen, y no hacen sino
confesar, con palabras especiosas, su ignorancia […] acerca de la verdadera
causa de esa acción” (parte III, proposición II, escolio, p. 186-187). En
conclusión: “los hombres creen ser libres sólo a causa de que son conscientes
de sus acciones, e ignorantes de las causas que las determinan” (parte III,
proposición II, escolio, p. 188). Por si lo anterior no fuese suficientemente
claro: “quienes creen que hablan, o callan, o hacen cualquier cosa, por libre
decisión del alma (ex libero mentis
decreto), sueñan con los ojos abiertos” (III, proposición II, escolio, p.
190). Más adelante, en la parte quinta de su Ética, caracteriza con mayor precisión contra quién está dirigiendo
sus argumentos: se trata de Descartes, de la oscura y confusa –y por
lo tanto no clara y distinta- relación entre el alma y el
cuerpo (parte V, prefacio, pp. 354-357). No nos detengamos, sin embargo sobre
los detalles de esta polémica y veamos mejor qué entiende Spinoza por
“libertad” en un sentido positivo, puesto que a eso hace referencia esta parte
quinta: “Del poder del entendimiento (intellectus)
o de la libertad humana”. “La felicidad (beatitudo)
–sostiene Spinoza- no es un premio que se otorga a la virtud, sino que es la
virtud misma, y no gozamos de ella porque reprimamos (coercemus) nuestras concupiscencias (libidines), sino que, al contrario, podemos reprimir nuestras
concupiscencias porque gozamos de ella” (parte V, proposición XLII, p. 391).
Con esta proposición termina la Ética.
Su sentido se entiende mejor si la ponemos en contraste con las concepciones
agustiniana y cartesiana. Dios (o su equivalente mundano, la Razón) esperan de
los hombres que sujeten o contengan la voluntad de su “natural” tendencia hacia
la desobediencia. Así lo expresa San Agustín en su condena de la concupiscencia
y así lo hace Descartes en su descripción del error y los remedios que propone
para evitarlo. En ambos planteos, la posibilidad de la desobediencia se apoya
sobre dos condiciones. Una, es la condición ontológica: la finitud supone
presencia de la nada. Se trata de la creación ex nihilo. Otra, es la condición política: obediencia y
desobediencia son los términos polares que estructuran una relación de
dominación, como la que se da entre el amo y el esclavo aristotélicos y que
reaparece trasmutada y espiritualizada
en San Agustín y racionalizada en
Descartes. Spinoza va por un camino diferente. No hay en su planteo creación ex nihilo sino autoproducción de lo real
a partir de Dios (causa sui) y Dios
no es un amo que gobierne a los hombres sino la causa que los produce y
explica. La virtud no consiste entonces en contener o reprimir la libido como un esclavo obediente que
reprime su deseo sino en comprender (en el sentido también de aprehender con) a Dios como causa
productora de nuestro deseo. Entonces, nuestros deseos dejan de estar
orientados por las contingencias de las causas exteriores que los afectan y se
ordenan en función de la causa interna que los produce. Es en este sentido que
la negación del libre arbitrio y la comprensión de la libertad como
conocimiento de la causa adquieren significado: puesto que “en la naturaleza no
hay nada contingente, sino que, en virtud de la
necesidad de la naturaleza divina, todo está determinado a existir y
obrar de cierta manera” (parte I, proposición XXIX, p. 83). Como decíamos más
arriba, la libertad se ubica ahora sobre un plano más concreto. Veamos cómo
sigue su curso en el pensamiento de Stuart Mill.
VI.-
En 1859 John Stuart Mill (1806-1873) publicaba Sobre la libertad (en lo que sigue, citamos por la edición de
editorial Alianza, Madrid, 1970). Nos interesará seguir los argumentos de Mill
en torno de la relación que él establece entre libertad e individualidad,
particularmente en el capítulo 3 del libro: “De la individualidad como uno de
los elementos del bienestar”. Podremos ver allí cómo la individualidad concreta
que aparecía en escena dentro del planteo spinozista a partir de su causa
productora, se presenta ahora como producto de su propia afirmación (la
autoafirmación del individuo). Si podemos ubicar los planteos de Spinoza dentro
del contexto histórico de una modernidad que se va desarrollando al ritmo del
capitalismo naciente según una lógica productiva articulada en clave de causas
eficientes (la modernidad capitalista produce efectos mientras que las
sociedades tradicionales se organizan en torno de causas finales), podemos
ubicar, entonces, los planteos de Suart Mill en torno de la burguesía como
agente del progreso histórico y protagonista de su dinamismo. Sin entrar en
detalles, entendemos aquí por “burgués” una caracterización del sujeto
histórico y político en términos de individuo o individualidad. Como veremos,
la idea liberal de libertad –si se nos permite el juego de palabras- que Mill
nos va a presentar está pensada como un medio para el desarrollo de esa
individualidad.
Comencemos por la siguiente afirmación:
“donde la regla de conducta no es el propio carácter de la persona, sino las
tradiciones o costumbres de los demás falta uno de los principales elementos de
la felicidad humana, y el más importante, sin duda, del progreso individual y
social” (pp. 126-127). Mill comprende “el propio carácter de la persona” en
términos de “espontaneidad individual” (individual
spontaneity). Ahora bien, la libertad pensada en términos de espontaneidad
no podría cumplir su fin moral si no sirviese para permitir la autoafirmación
del individuo: “la naturaleza humana no es una máquina que se construye según
un modelo […] sino un árbol que necesita crecer y desarrollarse por todos
lados, según las tendencias de sus fuerzas interiores, que hacen de él una cosa
viva (living thing)” (130). Podríamos
preguntarnos con Mill en qué consiste esa naturaleza humana en cuanto es
considerada como una cosa viva y no como una máquina y podríamos respondernos
con él que “los deseos e impulsos (desires
and impulses) forman parte de un ser humano perfecto, lo mismo que las
creencias y las abstenciones” (p. 130). “Impulsos fuertes son sencillamente
otro nombre de la energía (energy)” y
de ella nace o toma su fuente “el más apasionado amor a la virtud y el más
estricto dominio de sí mismo (self-control)”
(131). Se podrá advertir que la expresión “dominio de sí mismo” no expresa
claramente la idea que Mill está presentando, que se refiere, más que al dominio sobre sí, al sí mismo que domina. Esto queda más
claro del siguiente modo: “se dice que una persona tiene carácter cuando sus
deseos e impulsos son suyos propios (his
own) […] El que carece de deseos e impulsos propios no tiene más carácter
que una máquina de vapor” (p. 131).
Es interesante seguir la argumentación de
Mill en torno del desarrollo histórico de esas fuerzas impulsivas que
caracterizan el núcleo de la individualidad. En las “sociedades primitivas” ese
“elemento de espontaneidad e individualidad” amenazaba la cohesión social y
necesitó ser disciplinado: se buscó “inducir a hombres de cuerpo y espíritu
fuertes a la obediencia a reglas que exigían de ellos el dominio de sus
impulsos (control their impulses)”
(p. 132). La descripción de este escenario nos recuerda a los argumentos de
Calicles respecto del conflicto entre los hombres fuertes y las normas que
pretenden domesticarlos (ver en este blog
“Calicles y Sócrates: el deseo, la justica y la conciencia moral”). A partir de
allí, el diagnóstico que Mill hace de su tiempo histórico arroja algunas
sombras respecto de las posibilidades e impotencias de la burguesía como agente
de progreso. Un “aburguesamiento” –por seguir con los juegos de palabras- que
tiene bastante del tópico nietzscheano del último hombre (ver en este blog “La interiorización del hombre:
Nietzsche, genealogista de la moral”): “ahora la sociedad absorbe lo mejor de
la individualidad; y el peligro que amenaza a la naturaleza humana no es el
exceso, sino la falta de impulsos y preferencias personales” (p. 132). Una
tendencia hacia el conformismo que tiene mucho también del tópico que unas
décadas más adelante Heidegger caracterizará como una tiranía de lo impersonal
(Ser y tiempo, 1927): “la conformidad
–afirma Mill- es la primera cosa en que piensan; se interesan en masa,
ejercitan su elección sólo entre cosas que se hacen corrientemente; la
singularidad (peculiarity) de gusto o
la excentricidad de conducta se evitan como crímenes” (133).
Mill ubica la matriz de esta tendencia hacia
la negación de la individualidad en “la teoría calvinista” que es profesada no
sólo por los adherentes a esa corriente religiosa sino por “muchos que no se
consideran calvinistas”. El núcleo de esta teoría sostiene, con mayor o menor
grado de ascetismo, que “el mayor defecto del hombre es tener voluntad propia (self-will)” (p. 133). En consecuencia,
“muchas personas creen sinceramente, sin duda, que los seres humanos así
torturados y reducidos al tamaño de enanos, son tales como su Hacedor quiso que
fueran” (p. 134; ver en este blog “Humanismo/posthumanismo:
Sloterdijk”, la referencia que hace Sloterdijk al tópico nietzscheano del
empequeñecimiento del hombre).
Focalicemos nuestra atención ahora sobre el
vínculo que Mill establece entre individualidad y libertad. “Todo lo que
aniquila la individualidad es despotismo”. Si comparamos este argumento con el
que sostenía Aristóteles, podremos observar que el tema de la libertad se ha
desplazado. En el planteo aristotélico, las relaciones de poder organizaban
formas diferenciadas de la vida en común: por un lado, las que son propias de
la comunidad doméstica (oikos); por
el otro, las que caracterizan a la comunidad política (polis). Las primeras, constituidas sobre la base de la asimetría en
las relaciones de poder (despotismo);
las segundas, sobre la base de la igualdad en las relaciones de poder (libertad). En el planteo de Mill, el eje
se ha desplazado hacia la sociedad civil. Es allí donde vemos aparecer al
individuo (burgués) reclamando sus fueros: su derecho a la individualidad
contra toda forma de despotismo. Recordemos que la sociedad civil como tal es
el resultado de las transformaciones que la modernidad capitalista introduce en
el seno de lo que Aristóteles nombraba con el término oikos (sobre este tema véase BOBBIO, N., Estado, gobierno y sociedad. Por una teoría general de la política, México,
F.C.E., 1989). Sin embargo, Mill parece estar pensando en un escenario para la
individualidad que va más allá del ámbito reducido de la sociedad civil en su
articulación y contraposición con la esfera política del Estado. Puesto que “en
política es casi una trivialidad decir que es la opinión pública la que
gobierna el mundo” y que “el único poder (power)
que merece tal nombre es el de las masas” y las masas no son otra cosa que “una
mediocridad colectiva (collective
mediocrity)” (p. 138), se advierte, tanto en una esfera como en la otra,
tanto en el ámbito público como en el privado, que la espontaneidad individual
se ve restringida. Y, siendo que el término “espontaneidad” (spontaneity) alude a aquello que escapa
al juego mecánico de las determinaciones, el funcionamiento de la sociedad
burguesa y capitalista tiende a negar las posibilidades de la individualidad, a
negar su singularidad, en todo los planos en los que se manifiesta la ley de su
dinamismo. Ahora bien, “la iniciativa de todas las cosas nobles y discretas
viene y debe venir de los individuos; en un principio, generalmente, de algún
individuo aislado” (p. 139). Mill acentúa las características de singularidad
que son propias de estos individuos: originalidad, excepcionalidad,
excentricidad. Con esta caracterización del individuo en términos de
singularidad aparece en escena un componente de la libertad que habíamos visto
presentarse en San Agustín: la libertad singulariza al hombre (“no encuentro
qué cosa pueda llamar mía, si no es mía la voluntad por la que quiero y no
quiero”) para comprometerlo libremente en su sometimiento a la voluntad de
Dios. Mill ubica la singularidad fuera de esa relación: “con tal de que una
persona posea una razonable cantidad de sentido común y de experiencia, su
propio modo de arreglar su existencia es el mejor, no porque sea el mejor en
sí, sino porque es el suyo” (p. 140). Caídos los moldes y los modelos, los
individuos se ven entregados a la responsabilidad de ser ellos mismos.
Sin embargo, como decíamos, el despotismo, es
decir, la negación de la libertad, en sus diversas formas, inhibe el desarrollo
de la individualidad singular. Y una de sus formas es cierta voluntad
moralizante, “un fuerte movimiento hacia el mejoramiento moral” que Mill ve
expandirse con particular dinamismo en esos años (en referencia a la sociedad
vitoriana y su moral) y que tiene por objetivo proponer un modelo de vida que
consiste en “no desear nada fuertemente (to
desire nothing strongly)” (p. 143). En una especie de anticipación del
tópico foucaultiano de la sociedad disciplinaria y matizando un poco la fácil
adscripción de Mill a una corriente de pensamiento liberal que funcionaría como
mera legitimación del orden capitalista burgués (la ubicación del homo oeconomicus como como agente del
progreso histórico), nuestro autor sostiene que “actualmente en nuestro país
apenas hay otro campo para la energía que el de los negocios (business) […] La poca energía que este
empleo deja libre se gasta en algún capricho (hobby)” (p. 143). Al “despotismo de la costumbre” (despotism of custom) opone “el espíritu
de libertad” (p. 144). Se podría decir que el planteo de Mill se ubica en el
extremo opuesto del de Spinoza: en éste, el individuo es un producto, una
producción de la causa (Dios o Naturaleza) y su libertad se comprende y realiza
dentro del orden necesario con que esa causa se determina a sí misma (causa sui); en Mill, son los individuos
quienes en su accionar espontáneo producen y reproducen el orden de una totalidad
abierta y expansiva, sin límites definidos. Sin embargo, pronto esa expansión
indefinida encontrará su límite y las libertades burguesas que tenían al
individuo como sujeto dejarán de presentarse como medios adecuados para la
convivencia social. Con la llegada del siglo veinte, llegarán los tiempos en
que la crisis del liberalismo pondrá en evidencia las ilusiones del individuo
como protagonista de la historia y motor del progreso. Los esclavos
aristotélicos no se liberan al convertirse en trabajadores libres (como ya Marx
había observado). Tampoco el mundo burgués que construyen los siervos
hegelianos postergando su deseo para transmutarlo en trabajo (nos referimos a
la dialéctica del amo y el esclavo en Fenomenología
del espíritu) permite ser optimista respecto de la posible trasmutación de
la servidumbre en libertad. Sobre ese escenario oscurecido por la crisis del
modelo liberal que las dos guerras mundiales se encargaron de poner en primer
plano, el existencialismo sartreano hará lugar a una novedosa interpretación de
la libertad.
VII.-
El existencialismo es un humanismo fue
publicado en 1946, sobre la base de una conferencia que Sartre (1905-1980) había
dado el año anterior. El texto tiene una forma expositiva sencilla y directa,
muy diferente al tono más bien laberíntico y escrito en un lenguaje
excesivamente técnico y críptico de El
ser y la nada, que había sido publicado en 1943. En lo que sigue, haremos
una presentación de la idea de libertad en Sartre, tomando como base El existencialismo es un humanismo
(utilizamos la edición de Sur, Buenos Aires, 1975) y ampliaremos algunos de sus
argumentos mediante remisiones a El ser y
la nada (utilizamos la edición de Losada, Buenos Aires, 1983).
“El hombre no es otra cosa que lo que él se
hace” sostiene Sartre como “primer principio del existencialismo” (pp. 17-18).
Tomemos pues este principio como tal y articulemos la idea sartreana de
libertad en torno a él.
Reparemos, en primer lugar, en la conocida
expresión “la existencia precede a la esencia” que Sartre ubica como una noción
común a todos los existencialismos y a la que nuestro autor se propone
comprender en un sentido muy preciso: “hay que partir de la subjetividad” (p.
14).
La discusión en torno de la relación entre
esencia y existencia tiene alcances muy amplios, pero en el contexto en que
Sartre la plantea, su significado es acotado: la esencia de algo es aquello que
puede ser encerrado en una definición y, por lo tanto, no pude ir más allá de
ese límite (recordemos que “definir” significa, etimológicamente, lo relativo
al “límite”: finis). Las cosas que
son lo que son y no pueden ir más allá de eso, son, por ejemplo las cosas
fabricadas, las cosas que existen porque una causa productora (un artesano, por
ejemplo) las trae a la existencia a partir de un modelo. Ese modelo puede ser,
en términos generales, un concepto. Y un “concepto”, de modo complementario con
el término “definición”, es el conjunto de elementos que encierran o delimitan el
significado esencial de un objeto (“concepto” viene de cum-capio, “lo que toma o reúne conjuntamente”). Pero no sólo las
cosas fabricadas por un artesano de acuerdo con un modelo responden a esta
matriz (de la esencia pensada pasan a la existencia) sino que la totalidad de
las cosas, incluido el hombre, en cuanto son interpretadas como productos de un
Dios creador, también se dejan comprender dentro de ese esquema. Pensado de
este modo, si el hombre existe de acuerdo con un modelo (su esencia), no puede
apartarse del modelo sin alteración (“alteración”, de paso, significa “volverse
otro”: alter). Pudimos observar el
funcionamiento de esta interpretación en los planteos de San Agustín y
Descartes y una aplicación directa de este esquema le permite a Sartre poner en
cuestión el alcance de la idea de libertad en este último: “admitimos siempre
que la voluntad sigue más o menos al entendimiento” (p. 15). Así, el
entendimiento presenta las esencias conceptuales que la voluntad trae a la existencia
pero, como la voluntad es libre (libre arbitrio), puede querer por fuera del
molde. En cuyo caso se produce el error (intelectual y moral); es decir la alteración. Entonces, las posibilidades
de la libertad quedan acotadas: de modo que “el hombre individual realiza
cierto concepto que está en el entendimiento divino” (o lo altera, p. 16).
Ahora bien, esta manera de pensar el concepto
de hombre o, para decirlo con mayor rigor, este modo de pensar conceptualmente
al hombre, no permite comprender aquello que el hombre tiene de singular: aquella
dimensión existencial que escapa de todo concepto y definición. El hombre, dirá
Sartre, “si no es definible, es porque empieza por no ser nada (c'est qu'il n'est d'abord rien). Sólo
será después, y será tal como se haya hecho” (p. 17).
Amplifiquemos un poco la mirada sobre este
punto. Sartre divide el conjunto de las cosas que son (los entes) de acuerdo
con dos modalidades o formas de ser: lo que es en-si (y no puede ser más que lo que es) y lo que es para-sí (y no puede ser lo que es porque
su modo de ser implica movimiento reflexivo). Por un lado, “el ser en sí es lo que es”. Por el otro, “el ser del para sí se define […] como el que es lo
que no es y el que no es lo que es” (El
ser y la nada, p. 35). Lo que es en
sí tiene una forma de ser que Sartre describe en términos más bien
metafóricos y particularmente expresivos como “opaco” (opacité) y “macizo” (massif).
Lo que es para sí, en cambio, resulta trasparente y leve. Lo que es en sí está
determinado en su ser por el principio de identidad (p. 35); lo que es para sí,
en cambio, se determina a partir de la negación o no identidad. Las cosas
tienen la forma de ser de lo que es en sí; los hombres tienen la forma de ser
del para sí.
Digamos todo esto ahora en un lenguaje menos
técnico: los hombres se caracterizan por su subjetividad y lo que Sartre nombra
con esta palabra no es otra cosa que la conciencia. El hombre es sujeto
consciente de los objetos del mundo en la medida en que tiene una forma de ser
que le permite tomar distancia de las cosas para interrogarlas o, dicho de otra
manera, en la medida en que las cosas pierden su identidad y se dejan
interrogar. Pero esto sólo puede suceder si en el elemento opaco y macizo de
las cosas se introduce algo que violente el principio de identidad que las
constituye como seres en sí. Se trata de la negación por cuyo intermedio la
nada ingresa a las cosas para ponerlas a distancia y configurar un mundo. El
mundo es para la conciencia que, a su vez, es para sí. La referencialidad que
está implícita en el para sí (en el ser
para) implica, a su vez, la articulación del ser y el no ser: para que el
mundo sea para el hombre, el hombre, en cuanto conciencia, no debe ser el mundo
ni el mundo el hombre. Sólo en esa distancia, es posible la relación. Si entre
la conciencia o subjetividad y el mundo hubiese identidad, no habría ni
conciencia ni mundo; ambos necesitan de esa distancia para ser (lo que son).
Digamos todo esto en términos sartreanos:
El
ser no puede engendrar sino el ser y, si el hombre está englobado en este
proceso de generación, de él no saldrá sino ser. Si ha de poder interrogar
sobre este proceso, es decir cuestionarlo, es menester que pueda tenerlo bajo
sus ojos como un conjunto, o sea ponerse él mismo fuera del ser y, en el mismo acto, debilitar la estructura de ser
del ser […] A esa posibilidad que tiene la realidad humana de segregar una nada
que la aísla (sécreter un néant qui
l’isole), Descartes, siguiendo a los estoicos, le dio un nombre: es la libertad” (El ser y la nada, p. 66).
Vemos aparecer aquí un conjunto de términos
asociados: ser para sí, conciencia, subjetividad, nada, libertad. Pongamos en
relación ahora estos dos últimos: “nada” y “libertad”.
La negación,
como el conjunto de todas las “negatividades” (la interrogación, la
destrucción…), supone la nada como su
condición de posibilidad: “si la negación no existiera, no podría formularse
pregunta alguna […]. Pero esa negación (négation)
misma […] nos ha remitido a la Nada (Néant)
como a su origen y fundamento” (El ser y
la nada, p. 63). Ahora bien, Sartre se pregunta por “el origen de la nada”
(apartado V, del capítulo I, de la primera parte de El ser y la nada) y se responde, de manera más simple y directa que
“el hombre se presenta […] como un ser que hace surgir y desplegarse la Nada en
el mundo, en tanto que, con este fin, se afecta a sí mismo de no-ser” (p. 65). Y, de manera más técnica,
que “el Ser (L’Etre) por el cual la
Nada (L’Néant) adviene al mundo es un
ser para el cual, en su Ser, es cuestión de la Nada de su Ser (Néant de son Etre)” (p. 64).
Pasemos ahora a poner en relación la “nada”
con la “libertad”. “Si […] la existencia precede a la esencia, no se podrá
jamás explicar por referencia a una naturaleza humana dada y fija; dicho de
otro modo, no hay determinismo, el hombre es libre, el hombre es libertad” (El existencialismo…, p. 27). La libertad
es presentada aquí como ausencia de determinación causal. Y la ausencia de
determinación causal es posible en la medida en que el hombre (o la realidad
humana) irrumpe en medio de las cosas para cuestionarlas y para cuestionarse.
No determinado y, sin embargo, en medio de las cosas, en una situación que el
hombre no ha elegido, “estamos solos, sin excusas”. “El hombre está condenado a
ser libre. Condenado (condamné),
porque no se ha creado a sí mismo, y sin embargo, por otro lado, libre, porque
una vez arrojado (jeté) al mundo es
responsable de todo lo que hace” (p. 27).
Se podrá advertir que esta idea de “libertad”
está bien lejos de la interpretación política que hacía del término
Aristóteles. Allí, en la polis, la
libertad era la condición antropológica que definía los perfiles del polites (ciudadano); es decir, de esa
forma de la “subjetividad” capaz de decidir de modo autónomo respecto de su
forma de vida conforme con los ideales de la vida buena y la eudaimonia (felicidad). La libertad era
un privilegio aristocrático en el seno de una comunidad de vida rígidamente
estructurada en niveles sociales y funciones. Ahora, con Sartre, la libertad
aparece como una “condena”. De allí, en parte, el uso de los términos negativos
que la ponen de manifiesto: la angustia (angoisse,
p. 21); el desamparo (délaissement,
p. 25); la desesperación (désespoir,
p. 35). Pero el uso de esos términos negativos remite también a la nada como
condición de posibilidad de esa libertad: “la angustia es el modo de ser de la
libertad como conciencia de ser, y en la angustia la libertad está en su ser
cuestionándose a sí misma” (El ser y la
nada, p. 71). Dicho de manera más clara y directa todavía: “la libertad
coincide en su fondo con la nada que está en el meollo (au coeur) del hombre. La realidad-humana es libre porque no es suficiente (n’est pas assez) […] El hombre no puede ser ora libre ora esclavo:
es enteramente y siempre libre, o no lo es” (p. 546). La libertad ha dejado de
ser un privilegio político para pasar a constituir la condición humana misma y
el fundamento implacable de la responsabilidad existencial.
Los contextos o escenarios en los que esa
idea de “libertad” fue adquiriendo significado y sentido fueron, como hemos
visto: la polis (Aristóteles), la cosmopolis (Lucrecio), la comunidad universal (San Agustín), el universo sin comunidad (Descartes), la universalidad concreta (Spinoza), el universo individualista (Stuart Mill).
Podríamos caracterizar el escenario sartreano en términos de universalismo humanista: “no hay otro
universo que este universo humano, el universo de la subjetividad humana (l'univers de la subjectivité humaine) (El existencialismo…, p. 63)”, que no es
la subjetividad en general sino la de cada cual, la subjetividad singular que
se muestra cuando nos angustiamos frente a la emergencia de la nada que nos
constituye y nos entrega a la tarea de ser nosotros mismos, a esa tarea
existencial que Sartre nombra con la palabra “libertad”.