La interiorización del hombre: Nietzsche, genealogista de
la moral.
Por Carlos A. Casali
En el año 1887 Federico Nietzsche publicaba La genealogía de la moral: un escrito
polémico. La obra está compuesta por tres tratados; aquí nos detendremos en
el análisis del segundo de esos tratados, que lleva por título “‘Culpa’, ‘mala
conciencia’ y similares”, cuyo contenido es resumido por el propio Nietzsche en
estos términos:
…ofrece la psicología de la conciencia (Gewissen, conciencia moral): ésta no es, como de ordinario se cree, ‘la voz de Dios en el hombre’, –es el instinto de la crueldad (der Instinkt der Grausamkeit), que revierte hacia atrás cuando ya no puede seguir desahogándose hacia fuera. La crueldad, descubierta aquí por vez primera como uno de los más antiguos trasfondos de la cultura, con el que no se puede dejar de contar (Ecce homo, Madrid, Alianza, 1978, pp. 109-110).
El resumen que Nietzsche presenta de este contenido es fácil de comprender y también podemos aceptar sin mayor dificultad la tesis que lo sostiene: hemos leído en Freud cosas similares. Sin embargo, los detalles y los vaivenes de los argumentos complican bastante la comprensión del texto y nuestras posibilidades de aceptar o discutir las tesis que presenta. Intentaremos, en lo que sigue, avanzar dentro de este ese territorio enmarañado.
En el origen de lo humano hay una violencia;
para que el hombre surja de la animalidad que lo precede –y que, posiblemente,
lo condicionará siempre- es necesario que a la fuerza de olvidar se le
contraponga una fuerza de la memoria. El hombre es “un animal al que le [es]
lícito hacer promesas” (citamos La
genealogía de la moral por la edición de Alianza, 1975, § 1, p. 65). En la
contraposición de ambas fuerzas, el hombre o lo humano se mantiene en un
equilibrio muy inestable: por un lado, lo animal, la fuerza del olvido, es la
“mantenedora del orden anímico” (p. 66) puesto que hace posible el flujo de la
vida o su dinamismo (lo que Nietzsche llama “asimilación anímica”, p. 65). Es
la condición de posibilidad del presente
(del momento temporal en el que se está y en el que las cosas están o se
presentan). Por otro lado, la fuerza de la memoria, que le da una orientación a
ese flujo o dinamismo vital: una memoria que compromete a la voluntad con la promesa
grabada en la conciencia. Esta fuerza es la condición de posibilidad del futuro (de ese momento del tiempo en el
que no se está, pero que al que se quiere
–promesa y compromiso- llegar).
Esas dos fuerzas en conflicto no parecen
estar en el mismo nivel o en el mismo plano: la fuerza del olvido parece ser
una fuerza “natural” (puesto que caracteriza todo lo animal y, también, lo
animal en el hombre), mientras que la fuerza de la memoria parece ser una
fuerza “antinatural” (o, por lo menos, “no natural”), puesto que caracteriza lo
específicamente humano que hay en el hombre: el ser un animal “calculable, regular, necesario” que
puede “responderse a sí mismo de su propia representación” (p. 67). Este animal
responsable es el hombre y es el
resultado de un largo proceso: a este “trabajo del hombre sobre sí mismo”
Nietzsche lo nombra como “eticidad de la costumbre” (“Sittlichkeit der Sitte”). Este animal responsable que es el hombre
es también el individuo soberano, el “individuo igual tan sólo a sí mismo” que
“ha vuelto a liberarse de la eticidad de la costumbre” (§ 2, p. 67). Este
individuo soberano que puede hacer promesas porque puede comprometerse,
encuentra en ese poder su “instinto dominante” y lo llama –con comprensible
orgullo- su conciencia (Gewissen) (p. 68). Sin embargo, esa
conciencia proviene de un pasado más bien oscuro y salvaje: la memoria de la
promesa y la memoria de la voluntad que se compromete sólo se logran cuando la
fuerza del olvido queda bloqueada por aquella fuerza contraria que actúa por
medio del dolor. Sólo así se logra criar al animal humano (“estos instantáneos
esclavos de los afectos y la concupiscencia”, § 3, p. 70); operación de cría
cuyo resultado es la conciencia moral.
Es particularmente sugestiva la indicación
que hace Nietzsche respecto de la eticidad de la costumbre: antes y después de ella el hombre es libre; primero como “animal” o
“semianimal”, luego como “individuo soberano”. Sin embargo, la producción
genealógica del individuo soberano no es tan sencilla: la eticidad de la
costumbre y “la camisa de fuerza social” permiten transformar el animal
olvidadizo en un animal memorioso y calculable, capaz de sujetarse a sus
promesas y comprometer su voluntad por simple sujeción social (la “camisa de
fuerza”) pero, en la medida en que no es libre, tampoco le es lícito hacer
promesas: está atado al mandato social y es responsable ante la sociedad, pero
no es soberano (§ 2).
Agreguemos a esa dificultad esta otra: el
hombre se caracteriza no sólo por la conciencia. Junto con ella aparecen
también la conciencia de la culpa (Bewusstsein
der Schuld) y la mala conciencia (schlechte
Gewissen), cuyo origen –genealógico- Nietzsche lo encuentra en la relación
de intercambio entre acreedor y deudor (§ 4, pp. 71-72)[i]. Es en esta relación de
intercambio en donde adquieren su sentido más pleno la memoria y la promesa: la
promesa ata al deudor con su acreedor en términos contractuales: “el deudor,
para infundir confianza en su promesa de restitución […], para imponer dentro
de sí a su conciencia (Gewissen) la
restitución como un deber” ofrece algo suyo
en garantía (§ 5, p. 73). Podríamos decirlo en estos términos: el deudor se
constituye a sí mismo en relación con una deuda; algo suyo no le pertenece. Jugando con las palabras: su yo no es suyo. El deudor ofrece al acreedor algo suyo como garantía de pago
y el acreedor se reserva el derecho de hacer sufrir al deudor por medio de la
pena (“un derecho a la crueldad”). Se trata de “el goce causado por la
violentación” (§ 5, p. 74).
Lo importante aquí, más allá de la
explicación que Nietzsche ofrece, es observar el problema: el “indisociable
engranaje de las ideas ´culpa y sufrimiento’” (“Schuld und Leid”) (§ 6, p. 74). Sufrir
por nuestra culpa o que la culpa nos
haga sufrir; esto que parece una dato de la experiencia que no requiere de
mayor explicación, necesita ser explicado, puesto que no hay nada en la culpa
misma -en cuanto la culpa remite a una deuda- que implique sufrimiento.
Volvamos a nuestro texto y, puntualmente, a ese extraño e indisociable engranaje de “culpa y sufrimiento”. El acreedor perjudicado por un deudor compensa el malestar o displacer que le produce el daño sufrido con el bienestar que le ofrece el placer de hacer sufrir (§ 6, pp. 74-75). Nietzsche califica este placer de hacer sufrir como “contra goce” (Gegen-Genuss, p. 75). La expresión resulta un poco extraña por dos motivos: uno, es que esperaríamos encontrar el lugar “natural” del disfrute o goce en quien tiene la experiencia directa del placer (es decir el cuerpo propio); otro, es que aparece aquí en escena una experiencia indirecta y, tal vez, invertida o contradictoria del placer, un contra placer (hay placer en el sufrimiento). Gozar del sufrimiento ajeno; este es el modo en el que el acreedor cobra su deuda y restituye por compensación el equilibrio contractual: puesto que ha sufrido un daño por parte del deudor, ahora goza haciéndolo sufrir. (Por este camino es posible comprender que se pueda gozar también en el sufrimiento propio). Nietzsche aclara que no se trata de venganza (puesto que “la venganza misma […] remite cabalmente al mismo problema: ‘¿cómo puede ser una satisfacción el hacer sufrir?’”, p. 75). Por el contrario, “la crueldad (Grausamkeit) constituye en alto grado la gran alegría festiva de la humanidad más antigua” (p. 75). “Sin crueldad no hay fiesta: así lo enseña la más antigua, la más larga historia del hombre” (p. 76). Nietzsche nos presenta aquí un estadio muy antiguo de la humanidad en el que podían estar juntos –y sin contradicción- la jovialidad y la crueldad; una época en la que el género humano exhibía sin vergüenza su maldad. Una época –o unas épocas: Nietzsche utiliza el término en plural- en la que no había aparecido el pesimismo. Antes, “la humanidad no se avergonzaba aún de su crueldad”; después, se acrecienta “la vergüenza del hombre ante el hombre”. Se trata ahora de una época de “moralización y reblandecimiento enfermizo” (§ 7, pp. 76-77). Antes, “no se podía prescindir de hacer sufrir y se veía en ello un atractivo de primer rango”; después, “en estos tiempos de ahora”, “el sufrimiento aparece siempre el primero en la lista de los argumentos contra la existencia” (p. 77). Es posible –argumenta Nietzsche- que antes el dolor no doliese tanto como ahora; y es posible también que el placer en la crueldad subsista hoy bajo una forma sublimada y más sutil (puesto que nuestra sensibilidad no toleraría las formas más crudas y directas del dolor) (pp. 77-78). El único sufrimiento que resulta verdaderamente intolerable es el “sufrimiento absurdo” (p. 78).
Volvamos a nuestro texto y, puntualmente, a ese extraño e indisociable engranaje de “culpa y sufrimiento”. El acreedor perjudicado por un deudor compensa el malestar o displacer que le produce el daño sufrido con el bienestar que le ofrece el placer de hacer sufrir (§ 6, pp. 74-75). Nietzsche califica este placer de hacer sufrir como “contra goce” (Gegen-Genuss, p. 75). La expresión resulta un poco extraña por dos motivos: uno, es que esperaríamos encontrar el lugar “natural” del disfrute o goce en quien tiene la experiencia directa del placer (es decir el cuerpo propio); otro, es que aparece aquí en escena una experiencia indirecta y, tal vez, invertida o contradictoria del placer, un contra placer (hay placer en el sufrimiento). Gozar del sufrimiento ajeno; este es el modo en el que el acreedor cobra su deuda y restituye por compensación el equilibrio contractual: puesto que ha sufrido un daño por parte del deudor, ahora goza haciéndolo sufrir. (Por este camino es posible comprender que se pueda gozar también en el sufrimiento propio). Nietzsche aclara que no se trata de venganza (puesto que “la venganza misma […] remite cabalmente al mismo problema: ‘¿cómo puede ser una satisfacción el hacer sufrir?’”, p. 75). Por el contrario, “la crueldad (Grausamkeit) constituye en alto grado la gran alegría festiva de la humanidad más antigua” (p. 75). “Sin crueldad no hay fiesta: así lo enseña la más antigua, la más larga historia del hombre” (p. 76). Nietzsche nos presenta aquí un estadio muy antiguo de la humanidad en el que podían estar juntos –y sin contradicción- la jovialidad y la crueldad; una época en la que el género humano exhibía sin vergüenza su maldad. Una época –o unas épocas: Nietzsche utiliza el término en plural- en la que no había aparecido el pesimismo. Antes, “la humanidad no se avergonzaba aún de su crueldad”; después, se acrecienta “la vergüenza del hombre ante el hombre”. Se trata ahora de una época de “moralización y reblandecimiento enfermizo” (§ 7, pp. 76-77). Antes, “no se podía prescindir de hacer sufrir y se veía en ello un atractivo de primer rango”; después, “en estos tiempos de ahora”, “el sufrimiento aparece siempre el primero en la lista de los argumentos contra la existencia” (p. 77). Es posible –argumenta Nietzsche- que antes el dolor no doliese tanto como ahora; y es posible también que el placer en la crueldad subsista hoy bajo una forma sublimada y más sutil (puesto que nuestra sensibilidad no toleraría las formas más crudas y directas del dolor) (pp. 77-78). El único sufrimiento que resulta verdaderamente intolerable es el “sufrimiento absurdo” (p. 78).
La culpa (deuda), entonces, “el sentimiento
de la culpa (Schuld), de la
obligación personal”, tiene su origen en la relación de intercambio:
“compradores y vendedores”, “acreedores y deudores” (§ 8, p. 80). De acuerdo
con esa misma lógica “prehistórica” (es decir, anterior a la historia), la
comunidad y sus miembros se estructuran en una relación de acreedor y deudor:
todo aquel que causa un daño a la comunidad se convierte por ello mismo en un
deudor que merece un castigo: “la cólera del acreedor perjudicado, de la
comunidad, le devuelve al estado salvaje y sin ley, del que hasta ahora estaba
protegido” (§ 9, 81-82). Esta relación de equivalencias se modifica cuando el
poder de la comunidad (Gemeinwesen)
se acrecienta y “deja de conceder tanta importancia a las infracciones del
individuo” (§ 10, p. 82). Cuando esto sucede, comienza a separase o
distinguirse el delito del delincuente; la deuda del deudor; ahora las
equivalencias se dan en el plano de las acciones: a una acción dañosa corresponde
una acción compensatoria (pp. 82-83). Aquí encuentra Nietzsche el origen de la
justicia y el principio que orienta su desarrollo: en primer lugar, “el más
antiguo e ingenuo canon moral de la justicia”
que “toda cosa tiene su precio”; que “todo
puede ser pagado” (§ 8, p. 81). En segundo lugar, la “autosupresión de la
justicia”: la justicia “acaba por hacer la vista gorda y dejar escapar al
insolvente” (§ 10, p. 83). En ambos momentos, la justicia es presentada por
Nietzsche como una relación marcada por la simetría y la asimétrica: en el
primer momento, se trata de “la buena voluntad, entre hombres de poder
aproximadamente igual, de ponerse de acuerdo entre sí, […] y, con relación a
los menos poderosos, de forzar a un
compromiso a esos hombres situados por debajo de uno mismo” (§ 8, p. 81). En el
segundo momento, la autosupresión de la justicia –es decir, la gracia- constituye “el privilegio del
más poderoso” (§ 10, p. 83).
Con esta interpretación, Nietzsche sale al
cruce de cierta opinión que ubica el origen de la moral en el resentimiento (Ressentiment) para terminar poniendo en inadecuada
proximidad la justicia con la venganza. Nietzsche advierte allí el surgimiento
de los afectos reactivos (el odio, la envidia, el despecho, la sospecha, el
rencor, la venganza) y estima positivamente el valor biológico de esos afectos
aunque, claro está, ese valor resulta inferior al que tienen “los afectos
auténticamente activos, como la
ambición de dominio, el ansia de posesión y semejantes” (die eigentlich aktiven Affekte, wie Herrschsucht, Habsucht und
dergleichen) (§ 11, p. 84). Nietzsche pone de relieve la importancia del
“supremo punto de vista biológico” a la hora de tasar el valor de “las
situaciones de derecho”: estas últimas no son “más que situaciones de
excepción, que constituyen restricciones parciales de la auténtica voluntad de
vida, la cual tiende hacia el poder”. Esas situaciones de derecho no son más
que “medios para crear unidades mayores de
poder”. Por el contrario, “un orden de derecho pensado como algo soberano y
general, […] como medio contra toda
lucha en general, […] sería un principio hostil
a la vida, un orden destructor y disgregador del hombre, un atentado al
porvenir del hombre, un signo de cansancio, un camino tortuoso hacia la nada (§
11, p. 87).
No resulta difícil establecer algunos puentes
entre este pensamiento de Nietzsche y el Calícles platónico: vida, poder,
deseo, afectos, dominio, fuerza, justicia, son términos de un lenguaje moral
que se articula de manera extraña y peligrosa. Nietzsche es incisivo y nos hace
preguntar por los motivos de semejante extrañeza y peligrosidad. Avanzamos
sobre un territorio bastante oscuro e inexplorado. Sin embargo podemos
reconocer algunas figuras entre las sombras: “el hombre activo, el hombre
agresivo, asaltador, está siempre cien paso más cerca de la justicia que el
hombre reactivo”. Es allí “en la esfera de los activos, fuertes, espontáneos,
agresivos” en donde surge el derecho. ¿Podemos reconocer allí la conocida
figura del derecho del más fuerte? No es fácil dar una respuesta afirmativa (y
tampoco es fácil dar una respuesta). Nietzsche utiliza el lenguaje de la
biología y el de la política pero habla de otra cosa (o intenta hacerlo):
“históricamente considerado, el derecho representa en la tierra […] la lucha
precisamente contra los sentimientos
reactivos”. La esfera de la justicia implica que “un poder más fuerte busca
medios para poner fin, entre gentes más débiles […] al insensato furor del
resentimiento” (§ 11, pp. 85-86). En la medida en que, por medio de la ley,
instituida por “la potestad suprema”, se establece que “todas las infracciones
y arbitrariedades” son “delito contra la ley”, en esa misma medida, el
resentimiento queda fuera de juego: se “aparta el sentimiento de sus súbditos
del perjuicio inmediato producido por aquellos delitos”; puesto que “sólo a
partir del establecimiento de la ley existen lo ‘justo’ y lo ‘injusto’” (p.
86).
Volvamos sobre lo dicho: Nietzsche utiliza un
lenguaje que hace referencia a ciertas cosas o que se utiliza para hablar de
ciertas cosas y le hace decir otras cosas tal vez distintas. El lenguaje de la
biología se usa para hablar de la vida y el lenguaje de la política para hablar
del poder; sin embargo en Nietzsche la vida y el poder no parecen ubicarse
dentro de esas tradiciones discursivas. ¿Dónde ubicarlos? Nietzsche nos da una
pista o nos ofrece un camino: en todas las cosas es posible –y necesario-
establecer una diferencia entre el componente sólido y duradero y el componente
fluido; entre el significado y el sentido; entre el origen y la finalidad. Por
ejemplo, respecto de la pena (Strafe),
se confunde el origen con la finalidad; entonces, se dice que la pena ha sido
creada o instituida (origen) con la finalidad de tomar venganza, o de intimidar,
o de castigar. Pero, al confundir ambos planos o problemas (el del origen y el
de la finalidad) se pierde perspectiva y la genealogía resulta imposible. Por
el contrario, lo que sucede es que “algo existente […] es interpretado una y
otra vez, por un poder superior a ello, en dirección a nuevos propósitos…”.
Dicho de modo general, “todo acontecer en el mundo orgánico es un subyugar, un
enseñorearse” y “todo subyugar y un enseñorearse es un reinterpretar, un
reajustar, en los que, por necesidad, el ‘sentido’ anterior y la ‘finalidad’
anterior tienen que quedar oscurecidos o incluso totalmente borrados (§ 12, p.
88). Quien marca el ritmo de este acontecer es la voluntad de poder: ella “se
ha enseñoreado de algo menos poderoso y ha impreso en ello, partiendo de sí
misma, el sentido de una función (den
Sinn einer Funktion)” (p. 88). ¿Dónde hemos quedado ubicados? La respuesta
es fácil: dentro del territorio de la Voluntad de Poder. ¿Qué se sigue de allí?
La respuesta no es tan fácil. El verdadero progressus,
sostiene Nietzsche, “aparece siempre en forma de una voluntad y de un camino
hacia un poder más grande” y “se mide […] por la masa de todo lo que
hubo que sacrificarle; la humanidad en cuanto masa, sacrificada al
florecimiento de una única y más fuerte
especie hombre –eso sería un
progreso…” (p. 89). ¿No volvemos a sentirnos extrañados y en peligro?[ii]
Nietzsche contrapone dos maneras de situarse
dentro del acontecer (Geschehens): “el
absurdo mecanicista”, por un lado; “la voluntad de poder”, por el otro (p. 89)
y caracteriza la voluntad de poder como esencia de la vida en la que predominan
“las fuerzas espontáneas, agresivas, invasoras, creadoras de nuevas
interpretaciones, de nuevas direcciones y formas”, por sobre las fuerzas
reactivas que facilitan la adaptación (p. 90). Tomemos esta contraposición en
términos metodológicos: “sólo es definible aquello que no tiene historia” (§
13, p. 91). Esto significa que el concepto de algo que está sujeto al devenir
histórico –Nietzsche toma como ejemplo el análisis de “la pena”- no se puede
delimitar o definir dentro de “un sentido único” sino que su concepto se
expresa como “una síntesis de ‘sentidos’”; de modo que, “la anterior historia”
-de la pena en este caso-, “acaba por cristalizar en una especie de unidad que
es difícil de disolver, difícil de analizar, y que, subrayémoslo, resulta del
todo indefinible” (p. 91). En
estadios anteriores de ese desarrollo histórico, en cambio, “aquella síntesis
de ‘sentidos’ aparece más soluble y, también, más trastrocable” (p. 91).
La pena, entonces, aparece en escena
“sobrecargada con utilidades de toda índole” y Nietzsche encuentra que una de
esas utilidades o sentidos resulta particularmente falsa respecto del análisis
histórico o genealógico: “la pena, se dice, poseería el valor de despertar en
el culpable el sentimiento de culpa, en la pena se busca el auténtico instrumentum de esa reacción anímica
denominada ‘mala conciencia’, ‘remordimiento de conciencia’” (§ 14, p. 92). La
evidencia histórica –o, en este caso, “prehistórica”- muestra que, por el contrario, “el desarrollo del sentimiento de
culpa fue bloqueado de la manera más
enérgica cabalmente por la pena, -al menos en lo que se refiere a las víctimas
sobre las que se descargaba la potestad punitiva” (p. 93). Nietzsche dibuja la
siguiente ecuación: la pena implica sufrimiento; la mala conciencia implica que
el origen de ese sufrimiento está en “nosotros” mismos (es decir en “nuestra” interioridad) y llama culpa a ese origen
o causa; sin embargo, durante “los milenios anteriores
a la historia del hombre”, cuando esa interioridad
no se había constituido todavía, quien recibía una pena, lo hacía como quien
recibe “un fragmento […] de fatalidad” y “no sentía en ello ninguna ‘aflicción
interna’ (innere Pein) distinta de la
que se siente cuando, de improviso, sobreviene algo no calculado, un espantoso
acontecimiento natural, un bloque de piedra que cae y nos aplasta y contra el
que no se puede luchar” (p. 94). Dicho de modo breve, la ecuación que aproxima
la pena en cuanto sufrimiento a la mala conciencia se puede descomponer en dos términos
independientes: por un lado, la experiencia de la pena se vive como fracaso
(“algo ha salido inesperadamente mal aquí”); por el otro, la experiencia de la
pena se vive como culpa (“yo no debí haber hecho esto”) (§ 15, p. 94).
Llegado a este punto, Nietzsche presenta su
hipótesis respecto del origen de la mala conciencia (schlechten Gewissens): surge allí donde y cuando el hombre se
encuentra encerrado “en el sortilegio de la sociedad y de la paz (in den Bann der Gesellschaft und des
Friedens)” (§ 16, p. 95) y, consecuentemente, quedan en suspenso “los
instintos (Triebe) reguladores e inconscientemente (unbewusst) infalibles”,
para guiarse ahora por la consciencia (Bewusstsein)
“su órgano más miserable y más expuesto a equivocarse”. Hemos llegado a la
interiorización del hombre: “todos los instintos (Instinkte) que no se desahogan hacia fuera se vuelven hacia dentro”. Al cambiar la dirección de la fuerza
–llámese pulsión o instinto- que ponía en movimiento al hombre “salvaje, libre,
vagabundo” y que tomaba la forma de “la enemistad, la crueldad, el placer en la
persecución, en la agresión, en el cambio, en la destrucción”, esas fuerzas se
vuelven contra “el poseedor de tales instintos (Instinkte)” (p. 96). Nietzsche describe o enumera esas fuerzas en
los siguientes términos: “la enemistad, la crueldad, el placer en la
persecución, en la agresión, en el cambio, en la destrucción…” (p. 96).
Se comprende bien la situación que Nietzsche
está describiendo: cierta fuerza (instintiva o pulsional) que permite al animal
humano perseverar en el ser a expensas del “exterior” se vuelve contra sí mismo
y construye un “interior”. No es tan fácil de comprender, sin embargo, la
situación en la que este cambio de dirección tiene lugar: la vida en común, la
vida social, “la organización estatal” (die
staatliche Organisation) que se protege “contra los viejos instintos de la
libertad” mediante las penas que restringen esa libertad (96). Según parece, se
trata de la misma metodología que Nietzsche había descripto al comienzo de este
tratado segundo para posibilitar la cría de un animal capaz de hacer promesas:
por medio del dolor se logra forjar una conciencia (Gewissen). Ahora, el mismo dolor (la pena) es utilizado para un fin
distinto: organizar la sociedad en cuanto límite
externo de la libertad (individual). En el primer caso o en la primera de esas
situaciones, la potencia educativa o formativa del dolor sirve para forjar el escenario
de la conciencia. En el segundo, el dolor funciona con una potencia educativa
de otro nivel: forja ya no el escenario sino el ámbito cerrado de la mala
conciencia (schlechten Gewissens). Ahora bien, en el primer caso (se trataba de
“criar un animal” -ein Thier
heranzüchten-,
§ 1, p. 65) el resultado final es el “individuo soberano” y, en el segundo (se
trata ahora de domesticar –zähmen- a
ese animal; es decir, de separarlo violentamente de su pasado animal), el
resultado final es el surgimiento de “algo tan nuevo, profundo, inaudito,
enigmático, contradictorio y lleno de
futuro…” (p. 97).
La hipótesis nietzscheana sobre el origen de
la mala conciencia tiene dos presupuestos: primero, la mala conciencia no surge
de un proceso gradual (ni voluntario) sino de una ruptura o salto; segundo, la
pérdida de la libertad instintiva fue un acto de violencia.
Detrás de esa violencia Nietzsche ubica la figura mítica (y terrible) del
Estado: “una horrible tiranía”, “una maquinaria trituradora y desconsiderada” (§
18, p. 98); un poder mortífero y temible que hace recordar de un modo muy
directo al dios mortal de Hobbes, sólo que, el dios mortal de Hobbes es una
construcción ficcional, mientras que, detrás del Estado al que hace referencia
Nietzsche, aparece una figura real: “una horda cualquiera de rubios animales de
presa, una raza de conquistadores y de señores” que organiza el caos de las
fuerzas y le da forma orgánica (la parte en conexión con el todo) (p. 99)[iii].
Nietzsche es plenamente consciente de la
extrañeza que producen sus descripciones genealógicas (se trata de algo “feo y
doloroso”, § 18, p. 99). Sin embargo, la aparición en escena de la voluntad de
poder (der Wille zur Macht) reclama
del espectador que esté atento: la fuerza que somete al hombre es la misma
fuerza que el hombre utiliza para someterse a sí mismo. Nietzsche utiliza los
siguientes términos: fuerza (Kraft),
instinto de libertad (Instinkt der
Freiheit), voluntad de poder: “esa fuerza constructora de Estados” es la
misma que “reorientada hacia atrás […] se crea la mala conciencia y construye
ideales negativos”. Se trata, en ambos casos, de la voluntad de poder; “sólo
que la materia sobre la que se desahoga la naturaleza conformadora y
violentadora de esa fuerza es aquí justo el hombre mismo, su entero,
animalesco, viejo yo –y no, como en
aquel fenómeno más grande y más llamativo, el otro hombre, los otros
hombres” (pp. 99-100). La situación descripta por Nietzsche resulta –como decíamos-
extraña: mientras que la fuerza se dirige hacia “afuera”, la alteridad es
posible (puesto que su condición de posibilidad es el dualismo); cuando la
fuerza se reorienta hacia sí misma, la alteridad queda en suspenso (o planteada
como problema). Se ha pasado del dualismo a la contradicción: la de quien se hace sufrir por el placer de hacerse sufrir (p. 100).
El desarrollo de la mala conciencia encuentra
una condición propicia en la relación entre deudor y acreedor a la que
Nietzsche había recurrido para plantear el origen de la conciencia; sólo que
ahora, esa relación se plantea dentro de la cadena de las generaciones. En “los
tiempos primitivos”, la relación deudora de los hombres con sus antepasados
está fundada en una relación jurídica: todo lo que los hombres actuales tienen
se lo deben a los hombres del pasado y cuanto más tienen (en términos de poder),
más deben (también en términos de poder: el acreedor se torna más poderoso). En
el límite del desarrollo de esta relación “el antepasado acaba necesariamente
por transfigurarse en un dios” (§ 19,
p. 102). Demos relevancia a esta imagen: el poder del antepasado crece, en esa
relación deudora, en la medida en que crece el poder de los descendientes. El
deudor teme a ese poder porque en el límite de su desarrollo los antepasados
adquieren proporciones gigantescas y su figura
se transfigura: los antepasados se
repliegan “hasta la oscuridad de una temerosidad e irrepresentabilidad divinas”
(p. 102). De esto resulta que no es dios quien da origen a la deuda sino la
deuda (la relación deudora) la que da origen a dios; pero, la condición deudora
tiene su origen en “la ‘comunidad’ basada en el parentesco de sangre” (§ 20, p.
103). Si estas son las condiciones históricas de posibilidad para el desarrollo
de la mala conciencia, cabría suponer que ante “la incontenible decadencia de
la fe en el Dios cristiano” se dé también y de modo correlativo “una
considerable decadencia de la conciencia humana de culpa (des menschlichen Schuldbewusstseins)” (104). Sin embargo, lo que
sucede es más bien lo contrario: “con la moralización (Moralisirung) de los conceptos de culpa y deber (Schuld und Pflicht), con su repliegue a
la mala conciencia, se ha hecho en verdad el ensayo de invertir la dirección
del desarrollo que acabamos de describir” (§ 21, p. 104). Culpa y deber, se
vuelven a la vez contra el deudor, en
la medida en que la deuda se hace impagable (la “pena eterna”) y contra el acreedor,
en la figura cristiana de “Dios mismo sacrificándose por la culpa del hombre,
Dios mismo pagándose a sí mismo” y, también, en la devaluación de la
existencia: “alejamiento nihilista de la existencia, deseo de la nada o deseo
de su ‘opuesto’, de ser-otro, budismo y similares” (pp. 104-105).
En la presentación de este singular animal
enfermizo que es el hombre, Nietzsche recurre a la contraposición de dos bestialidades:
la bestialidad de la idea (Bestialität
der Idee), por un lado, la bestia de la acción (Bestie der That), por el otro. Se trata de una voluntad en
conflicto con su propia naturaleza: al no
poder exteriorizar la crueldad, la interioriza y da origen con ello a la
mala conciencia; luego, interpreta el sufrimiento como deuda con Dios y “todo
no que se dice a sí mismo, a la naturaleza, a la naturalidad, a la realidad de
su ser, lo proyecta fuera de sí como un sí, como algo existente, corpóreo,
real, como Dios…” (§ 22, pp. 105-106). Sin embargo, la relación entre el hombre
y Dios puede ser distinta: Nietzsche recurre al ejemplo de los dioses griegos y
del tipo de hombre que dio origen a esa “ficción poética”. A diferencia del
hombre europeo cristiano y moderno que constituye la subjetividad en el
interior de la mala conciencia, el hombre griego –Nietzsche se refiere al
hombre homérico- recurre a los dioses “para mantener alejada de sí a la ‘mala
conciencia’” (§ 23, p. 107). En relación con el mal, el hombre griego piensa en
términos de locura (Thorheit) o
insensatez (Unverstand) y no de
pecado (Sünde): “los dioses servían
entonces para justificar hasta cierto punto al hombre incluso en el mal” y, lo
que es más importante, “los dioses no asumían la pena (Strafe), sino, como es más
noble, la culpa (Schuld)…” (p.
108). Se trata aquí de una situación muy distinta a la planteada por el Dios
cristiano: “Dios mismo sacrificándose por la culpa del hombre” (§ 21, p. 105;
citado más arriba).
El resultado de este largo proceso de
producción del animal humano es el hombre moderno. En la mala conciencia
confluyen todas las “inclinaciones naturales” negadas o rechazadas; pero cabría
pensar en la posibilidad de que sucediese lo contrario: que confluyeran en la
mala conciencia las “inclinaciones innaturales”;
es decir, los “ideales hostiles a la vida”, “calumniadores del mundo” (§ 24, p.
109). Sin embargo esa posibilidad resulta, según Nietzsche, bastante improbable
de ser realizada; lograr que pase del plano de la posibilidad pensada al plano
de la acción requiere de “espíritus fortalecidos por guerras y victorias, a
quienes la conquista, la aventura, el peligro e incluso el dolor se les haya
convertido en una necesidad imperiosa” (p. 109). No es difícil imaginar a quién
se refiere Nietzsche. Conocemos su nombre, el sobrehombre (Übermensch);
tenemos algunas de sus características tipológicas, es “el hombre redentor, el
hombre del gran amor y del gran desprecio, el espíritu creador” (p. 109); y
sabemos cuál es su tarea, liberarnos de “la gran náusea (grossen Ekel), de la voluntad de la nada (Willen zum Nichts), del nihilismo (Nihilismus)” (p. 110). Resulta un poco más difícil de imaginar
cuáles pueden ser esos sobrehombres
en el concreto mundo en el que vivimos.
[i]
Antes de seguir
a Nietzsche a lo largo de este complicado camino genealógico hagamos algunas
precisiones que, seguramente, contribuirán a complicar un poco más cosas. En
castellano utilizamos el término “conciencia” para designar dos cosas que en
alemán se designan con los términos Gewissen
(conciencia moral) y Bewusstsein (mera
conciencia o conciencia gnoseológica en la medida en que nos referimos al hecho
de ser conscientes de algo). Nietzsche utiliza la expresión Bewusstsein der Schuld para referirse a
la conciencia de culpa o deuda (en el sentido de conocimiento de la deuda o
como indicación del hecho de ser consciente de esa deuda y hasta podríamos
decir como reconocimiento o aceptación de una deuda) y la expresión schlechte Gewissen para referirse a la
mala conciencia como formato o matriz de la conciencia moral (en el sentido de
una conciencia que nos reclama o interpela por aquello que nos falta o por
aquello en lo que estamos en falta). En el desarrollo de los tres primeros
apartados que están dedicados al surgimiento de la conciencia moral y no de la
mala conciencia (tal y como anuncia el título del segundo tratado), Nietzsche
utiliza el término Gewissen (y, en el
texto que citamos más arriba de Ecce homo,
también utiliza el término Gewissen para
referirse al contenido de este segundo tratado). En su interesantísimo y
documentado libro, a Paul Valadier le ha llamado la atención el hecho de que en
los inicios de su abordaje del tema (la mala conciencia), Nietzsche haga
referencia la conciencia moral y no a la mala conciencia: la conclusión que
saca Valadier es que “la mala conciencia no es más que una realidad secundaria,
una deformación morbosa de una realidad sana” (P. VALADIER, Nietzsche y la crítica del cristianismo,
Madrid, Cristiandad, 1982, p. 203).
[ii]
Observemos estas cosas desde
otro punto de vista. Valadier comenta que, una vez descripto el proceso de
producción (genealógica) del individuo soberano (parágrafos 1 a 3), en los
parágrafos siguientes (4 a 15), Nietzsche aborda el problema del surgimiento de
la justicia y los temas que le son concomitantes (“derecho, ley, castigo”) para
afirmar que esa esfera de la cultura “tiene su origen en las relaciones
sociales de tipo contractual (acreedor-deudor)” y que “la esfera del derecho no
es invención de los débiles o de la debilidad, sino de la fuerza capaz de
querer la ley del contrato y de obligar al respeto de los compromisos” (habría
que relativizar entonces el paralelismo que hacíamos más arriba entre Calicles
y Nietzsche o hacer esa comparación con mayor cuidado). Valadier ubica el
horizonte histórico social de esta situación en la que surge el derecho como el
de “las sociedades primitivas rudas, urgidas, para sobrevivir, a imponer a sus
miembros un conjunto de obligaciones tiránicas y horrorosas, que, sin embargo,
no le deben nada a una voluntad morbosa de hacer sufrir” (el sufrimiento sería
aquí un medio –una mnemotécnica- y no un fin en sí mismo). De todo esto resulta
que “el advenimiento de la conciencia está sujeto a esta ruda disciplina”: el
individuo soberano atenta contra la cohesión del grupo y, sin embargo, es a
través de la conciencia que el grupo busca fortalecer su cohesión y, en la
medida en que el surgimiento de la conciencia se da dentro de un contexto en el
que imperan “la crueldad y la barbarie”, se puede concluir que “toda violencia
es solidaria de un desarrollo de la mala conciencia” y, también, que la
conciencia -de la que el individuo soberano hace su punto de apoyo y es su
motivo de orgullo- surge por medio del “rigor de la coacción social”. Para
volver al punto al que hacíamos referencia en la nota 1 (“la mala conciencia no
es más que una realidad secundaria, una deformación morbosa de una realidad
sana”): la conciencia moral surge dentro del contexto de “una relación política
de hombre a hombre” (y no de “una relación no política del hombre con la
naturaleza”); se trata de una “relación social” que provoca “una interiorización sana en el individuo”.
“Se llamará Gewissen a esta
interiorización, y se la distinguirá de la Bewusstsein,
que no tiene ese carácter fundamental” (P. VALADIER, op. cit., pp. 203-206).
[iii]
Recurramos una vez más al
comentario de Valadier. La situación social que Nietzsche está describiendo
parece ser la siguiente: se trata del “paso de la horda a la sociedad dotada de
leyes y pacificada”; mientras que en la horda “el individuo es llevado por el
conjunto de las prescripciones, defendidas por la coacción externa e interna”
(la eticidad de la costumbre), ahora el escenario se transforma abruptamente y
tiene la forma del Estado: “en lugar de la violencia aceptada y comprendida del
contrato, aparece la brutalidad de una esclavitud sin compensación por parte de
los nuevos ‘señores’”. Estos señores no tienen –de acuerdo con la
interpretación de Valadier- punto de contacto con el individuo soberano del
parágrafo 2 puesto que son temibles al igual que aquellos acreedores que se
hacían temer para mantener en la conciencia del deudor la memoria de la deuda
pero, a diferencia de ellos, son inconscientes (“son los artistas más involuntarios
(unfreiwilligsten), más inconscientes
(unbewusstesten) que existen”, La genealogía de la moral, § 17, p. 98).
Valadier no duda en llamar a estos señores falsos
señores y hace más específica la diferencia entre un tipo de sociedad y otra:
en la horda no se reflexiona sobre “su propia ley interna, fundada en
relaciones contractuales, capaces de educar al individuo en la responsabilidad
y en la memoria de su promesa”; ahora, vemos surgir “un tipo de sociedad dotada
de leyes, en las que el orden se impone sin posibilidad de contrato”. Valadier
establece una clara diferencia entre “el rigor del contrato” que “daba el
sentido de la deuda y despertaba a la responsabilidad” y “la violencia
arbitraria” que “cambia el sentido de la deuda (Schuld) en sentimientos de culpabilidad”; con esta transformación,
“la justa deuda se convierte en una falta”. La mala conciencia surge de una
interiorización del instinto de libertad; pero se trata de una “mala
interiorización”, del surgimiento de “un universo interior morboso” (“el
esclavo reacciona contra la violencia arbitraria […] construyéndose un universo
protegido de la violencia, pero todo él habitado, sin embargo, por la amargura
y la voluntad de venganza hacia los ‘señores’”). Se trata del instinto de libertad
vuelto contra su poseedor para desgarrarlo. Luego, Valadier se pregunta por el
Estado al que hace referencia Nietzsche en el parágrafo 17. Descarta que se
trate de una referencia histórica comprobable empíricamente; antes bien,
Nietzsche alude al “fundamento del
Estado” para hacer referencia al paso de la horda primitiva a “las sociedad
organizadas”: es aquí donde la mala conciencia surge como “la invención de un
mundo interior exorbitante, en el que el individuo dirige contra sí mismo su
instinto de libertad” (P. VALADIER, op.
cit., pp. 206-210).