Locke: el individuo propietario. Por Carlos A. Casali
Si Thomas Hobbes
(1588-1679) aparecía en la historia de las ideas políticas como el pensador que
legitimaba las pretensiones del Estado absoluto, un contemporáneo suyo, John
Locke (1632-1704), ingresará a esa misma historia como teórico del
constitucionalismo político liberal. Los puntos en los que ambas doctrinas
difieren son básicamente dos. En primer lugar, una diferente conceptualización
de la naturaleza humana y del estado de naturaleza. Mientras que para Hobbes el
hombre es por naturaleza un predador insaciable que vive en una permanente
situación de conflicto que le impide tener aquello por lo que lucha, es decir,
una vida asegurada, Locke parece más optimista en cuanto a cierta
predisposición natural del ser humano para la vida social. En segundo lugar,
una diferente manera de comprender la relación entre el Estado y la sociedad
civil. Mientras que, para Hobbes, la sociedad civil aparece como identificada
con el Estado en cuanto fuera del Estado y del pacto de sujeción que lo origina
y legitima no hay más que el vacío que produce el conflicto generalizado, es
decir una ausencia completa de todo vínculo social que es lo que caracteriza en
él al estado de naturaleza, en Locke, el Estado no viene a ocupar el lugar de
cierta sociabilidad primaria para sustituirla, sino que la complementa mediante
un sistema legal que refuerza los derechos que los hombres individualmente ya
tienen en el estado de naturaleza.
En el centro de
esta diferente comprensión de la naturaleza humana y del Estado (y de la
sociedad civil) está la interpretación que Locke hace del derecho de propiedad
como un derecho natural. El individuo es aquí el individuo propietario. En un
texto de reciente publicación en donde se analiza la situación del individuo en
el mundo contemporáneo, el sociólogo Robert Castel sostiene que “la emergencia
del individuo moderno a partir de los siglos XVII-XVIII se ubica en el
desenlace de este doble proceso multisecular de distanciamiento, respecto de la
trascendencia religiosa y de las coerciones y hasta de las dignidades
tradicionales” y caracteriza a ese individuo así liberado como “individuo
propietario” (CASTEL, R., El ascenso de
las incertidumbres: trabajo, protecciones, estatuto del individuo, Buenos
Aires, 2010, pp. 309-310).
Ahora bien, ¿en
qué términos entiende Locke el concepto de individuo propietario?
En el Segundo tratado sobre el gobierno civil
publicado en 1690, Locke sostiene que
es evidente que, aunque
los bienes naturales [le] fueron dados en común, el hombre, con todo (siendo
dueño de sí mismo y propietario de su propia persona y de sus acciones y
trabajo), tenía aún, en sí mismo, el principal fundamento de la propiedad, y
que la mayor parte de los que [el hombre] destinó a [proveer] sustento o confort
a su existencia, una vez que las invenciones y las artes hubieran hecho
progresar las comodidades de la vida, estaba constituido por algo que era
enteramente suyo y nos [les] pertenecía a otros en común (en lo que sigue,
citamos por la siguiente edición: LOCKE, J., Ensayo sobre el gobierno civil, Bernal,
Universidad Nacional de Quilmes, 2005, § 44, p.
63)
El argumento es interesante: en el estado de naturaleza
se produce un corte inevitable entre lo que es dado en común a todos los
hombres y aquello de lo que los hombres se apropian de modo privado
(justamente, privando a los demás de aquello que fue dado en común) mediante su
trabajo. Ahora bien, si Locke puede sostener que el trabajo es capaz de
legitimar la apropiación individual (o privada, en el doble sentido de la
palabra: como propia de él y de nadie más y, a la vez, porque al serlo, priva a
los demás de ella) de lo que fue dado en común es porque el trabajo mismo es
pensado como una prolongación o proyección del cuerpo propio: “el cuerpo
–comenta Roberto Esposito- es el lugar primordial de la propiedad porque es el
lugar de la propiedad primordial, la que cada uno tiene sobre sí mismo” (ESPOSITO,
R., Bíos. Biopolítica y filosofía,
Buenos Aires, Amorrortu, 2006, p. 105).
Locke lo dice en
estos términos: “aunque la tierra, y todas las criaturas inferiores, son
comunes a todos los hombres, cada hombre detenta, sin embargo, la propiedad de
su propia persona” (§
27, p. 45). No resultará forzado ver en esto claras resonancias de la
subjetividad cartesiana puesta como fundamento del ciclo histórico de la
modernidad: el hombre que duda tiene certeza de sí mismo (en cuanto es
consciente de su duda) y, de este modo, entra en plena posesión de sí mismo (“certeza”,
certitudo en latín, significa lo que
está fijo o fijado, lo que no se puede alterar o mover). Sin embargo, entre la
conceptualización cartesiana del sujeto y la que delinea Locke se advierte una
notoria diferencia: Descartes presenta un sujeto centrado en torno de la
conciencia de sí mismo como fundamento posible de todo representación racional
del mundo; Locke, en cambio, más a tono con las intenciones y modalidades de
las filosofías empiristas que caracterizan al ámbito anglosajón, presenta un sujeto
centrado en el cuerpo y sus potencialidades. El sujeto cartesiano es, dentro de
su abstracción y gracias a ella, un sujeto universal, en la medida en que la
conciencia de sí que singulariza a cada uno puede ser distribuida
universalmente; el individuo propietario, en cambio, se constituye como sujeto
mediante la exclusión del otro:
aunque todos los
frutos que naturalmente produce y las bestias que alimenta pertenecen, en la
medida en que son producidos por la mano espontánea de la naturaleza, a la
humanidad en común, y nadie tiene originalmente un dominio privado, que excluya
al del resto de la humanidad, sobre ninguno de ellos, tal y como se encuentran
en su estado natural, sin embargo, al haber sido conferidos para usufructo de
los hombres, tiene que haber necesariamente algún medio de apropiárselos de un
modo u otro antes de que puedan ser de algún uso o [resulten] siquiera
beneficiosos para algún individuo (§ 26, pp. 44-45)
Resulta
interesante ver en esta descripción de la naturaleza humana una forma muy
concreta –a la vez que imaginaria- de la individualidad: el hombre es un
individuo porque es propietario ante todo de su sí mismo corporal, un cuerpo
que sólo él puede habitar y que excluye, o expulsa hacia el exterior, a los
otros: “la exclusión del otro no puede fundarse más que en la cadena de
consecuencias originada en la cláusula metafísica de la inclusión corpórea” (ESPOSITO,
R., op.cit., p. 104).
Ahora bien, en
una condición tal de su estado de naturaleza, “un estado de perfecta libertad
para ordenar sus acciones y disponer de sus posesiones y personas como juzguen
adecuado, dentro de los límites de la ley de naturaleza, sin pedir permiso ni
depender de la voluntad de ningún otro hombre” (§ 4, p. 17), no llega a
advertirse suficientemente cuáles podrían ser los motivos que llevasen a los
hombres a querer salir de esa situación para formar una sociedad civil o
política (adviértase que en tiempos de Locke no está todavía establecida la
diferenciación terminológica entre “Estado” y “sociedad civil”, y ambos
términos funcionan como equivalentes). En este sentido, el argumento hobbesiano
parecía más eficaz: los hombres necesitan salir del estado de naturaleza porque
allí la vida en común resulta imposible y con ello, resulta también imposible
la vida individual que sólo el Estado podrá garantizar. Locke, en cambio,
presenta un argumento menos dramático. Después de sostener que “al haber creado
Dios al hombre [como] una criatura que, a su entender, no era bueno que estuviera
sola” (§ 77, p. 95), Locke vuelve sobre el principio de organización social que
le interesa poner como fundamento del ordenamiento político: la propiedad
individual. Todos los hombres tienen “el poder de defender su propiedad, esto
es, su vida, su libertad y sus bienes, frente a las agresiones y ataques de
otros hombres”; sin embargo, en la medida en que “ninguna sociedad política
puede [llegar a] existir, ni subsistir, sin poseer en sí misma el poder de
proteger la propiedad y, en orden a ello, el de castigar los delitos [cometidos
por] todos quienes pertenecen a ella”, se concluye que “existe una sociedad
política allí, y solamente allí, donde cada uno de sus miembros ha renunciado a
ese poder natural [y] lo ha abandonado en manos de la comunidad, en todos
aquellos casos en que no esté imposibilitado de apelar a las leyes establecidas
[en dicha comunidad] en busca de protección” (§ 87, pp. 104-105).
Sin embargo, esta
versión más simpática o menos pesimista de la naturaleza humana es sólo en
apariencia una interpretación más afirmativa y optimista de las posibilidades
de la sociabilidad en contraposición con el pesimismo hobbesiano, puesto que
“el conflicto interhumano, exorcizado dentro del universo propietario, se
desplaza fuera de sus confines, al espacio informe de la no-propiedad” (ESPOSITO,
R., op.cit., p. 108). Corresponderá a
Marx el dar cuenta por medio de la teoría social de esta versión del conflicto
social. Cuando esto suceda, las pretensiones del Estado liberal como forma
legítima de la administración del poder quedarán seriamente cuestionadas. Por
ahora, veamos de qué manera se estructura en Locke ese ordenamiento social y
político de individuos propietarios que complementa su condición natural (su
estado de naturaleza) por medio del Estado (la sociedad política o civil).
Podemos caracterizar
al Estado liberal como una forma particular de institucionalización de
las relaciones de poder que se articula en torno de una subjetividad individual
cuya libertad el Estado se propone garantizar. Y podemos observar en el
desarrollo teórico que Locke presenta, de qué modos la subjetividad individual
se constituye en torno de la propiedad: lo que hace del hombre un sujeto
individual es su capacidad de recortar un ámbito propio dentro de un ámbito que
no es propio sino común a todos. Por medio del trabajo, el hombre gana el
derecho a reclamar como propio aquello que su cuerpo necesita consumir del
mundo natural compartido para que esa vida natural se afirme y desarrolle. El
sujeto del Estado liberal es el individuo en la medida en que se trata de una
forma de la subjetividad supuestamente natural
que, sin embargo, se diferencia de la subjetividad, insostenible para Locke,
del salvaje: “el fruto o el venado que alimentan al indio salvaje, quien nada
sabe de cercamientos y es aún un poseedor en común, deben ser suyos, y a tal
punto suyos, i.e., una parte de él mismo, que [ningún] otro pude ya tener
derecho alguno sobre ellos, antes de que puedan ser de algún provecho para el
sustento de su vida”
(§ 26, p. 45). Como se podrá
advertir, el estado de naturaleza que Locke nos describe excluye al “salvaje,
quien nada sabe de cercamientos” y supone una subjetividad individual ya
constituida sobre la base del cuerpo propio que, a partir primero del consumo y
luego del trabajo, se apropia del cuerpo común de la naturaleza. Es sobre la
base de este supuesto que resulta en cierto modo invertido el esquema
hobbesiano: aquí, no es necesario que el Estado garantice la seguridad
individual por medio de la sujeción de los deseos que, de otro modo, llevarían
en su expansión generalizada a la guerra de todos contra todos tal y como
sucede en el estado de naturaleza descripto por Hobbes, sino que la seguridad
individual ya está garantizada por medio de la propiedad que el hombre adquiere
mediante su trabajo en el estado de naturaleza. De esto se siguen dos cosas. La
primera, es que los hombres no necesitan del Estado para constituirse como
individuos propietarios. La segunda, es que el Estado no tiene más poder sobre
los hombres y la vida social que el que le transfieren los individuos
propietarios mediante el consentimiento.
Locke lo dice en
estos términos: por un lado, sostiene que “el fin primordial de los hombres al
entrar en sociedad es el usufructo de sus propiedades en paz y seguridad”, y
sostiene también que “son las leyes vigentes en la sociedad de que se trata” el
instrumento más adecuado para alcanzar ese objetivo; de modo que “la ley
positiva primera [y] fundamental de todo Estado es [la que estipula] la
constitución del poder Legislativo” (§
134, p. 155). Se comprende que la mera posesión de algo tal y
como sucede en el estado de naturaleza no garantiza suficientemente la paz y la
seguridad y que, en este sentido, la ley tiene el poder de garantizar
estabilidad en la posesión por medio del derecho de propiedad. Por otro lado,
Locke afirma que “nadie puede tener la potestad de dictar leyes [vinculantes
para la sociedad] a menos que lo haga con su consentimiento y merced a la
autoridad recibida de ella” (§
134, p. 156). Dicho en otros términos, la ley que sujeta a los
individuos propietarios obtiene su legitimidad del consentimiento. Sin embargo,
no es ese el único límite que Locke establece para el poder del Estado ni es
tampoco el fundamento último de su legitimidad.
El poder de
legislar “al no ser más que el conjunto de todos los miembros de la sociedad
conferido a la persona o asamblea que tiene la facultad de legislar, no puede
ser mayor que el que dichas personas tenían en el estado de naturaleza antes de
haber entrado en sociedad y de haberlo entregado a la comunidad” (§ 135, p. 157). Como se
podrá advertir, el Estado no es aquí más que la suma de los individuos
propietarios que lo constituyen mientras que, en la conceptualización
hobbesiana el Estado era “algo más que consentimiento o concordia; es una
unidad real de todo ello en una y la misma persona” (HOBBES, T., Leviatán, México, FCE, 1980, p. 141). Dicho en otros términos, el límite que el Estado encuentra en su relación
con la sociedad civil de acuerdo con la versión lockeana está determinado por
esa particular forma de la subjetividad que opera como supuesto: el individuo
propietario. “Si el hombre es, en el estado de naturaleza, tan libre como se ha
afirmado, si es dueño absoluto de su propia persona y posesiones, [si es] igual
al más prominente y [no está] sometido a nadie, ¿por qué habría de enajenar su
libertad”.
Con este
interrogante, Locke abre el capítulo IX de su Ensayo sobre el gobierno civil
para presentar inmediatamente su respuesta: “si bien en el estado de naturaleza
[el hombre] posee tal derecho, el goce del mismo es, sin embargo, sumamente
incierto y se halla constantemente expuesto a ser obstaculizado por terceros” (§ 123, p. 143). Dicho en
otros términos, el poder del Estado no puede ir más allá del límite que
constituye el principio mismo que le da origen y legitimidad: la defensa de la
propiedad individual. De modo que, no pudiendo exceder ese límite, tampoco el
Estado puede ser algo más que la suma de las partes individuales propietarias
que lo componen. En la versión hobbesiana, en cambio, el Estado surgía allí
donde la guerra de todos contra todos requería de un poder más elevado o más
concentrado que el poder que se manifiesta en el conflicto; allí, el Estado era
algo más que los individuos que lo conforman: era un dios mortal.
Para que esta
diferente concepción del poder del Estado y sus límites en relación con la
sociedad civil adquiera forma más definida, tengamos en cuenta también que
Locke establece una diferencia importante y decisiva entre estado de naturaleza y estado
de guerra.
“El estado de
guerra –afirma Locke- es un estado de enemistad y destrucción” y resulta fácil
de comprender que “uno puede matar a un hombre que le hace la guerra o que ha
manifestado enemistad contra su vida, por la misma razón por la que puede matar
a un lobo o a un león” en la medida en que “tales hombres no se hallan bajo las
obligaciones de la ley común de la razón” y “no tienen ninguna otra regla que
la de la fuerza y la violencia” (§
16, p. 31). Tengamos en cuenta que “el estado de naturaleza tiene
una ley de naturaleza que lo rige [y] que obliga a cada uno. Y la razón, que es
esa ley, enseña a todos los hombres que quieran consultarla que, siendo todos
iguales e independientes, ninguno debe dañar a otro en su vida, salud, libertad
o posesiones” (§
6, pp. 19-20).
Ahora bien,
siendo este un punto fundamental de discrepancia con Hobbes, Locke insiste en
que hay una gran diferencia entre el estado de naturaleza y el estado de guerra
“a pesar de que han sido confundidos por algunos hombres” - en clara referencia
a Hobbes-; mientras el primero es “un estado de paz, buena voluntad, ayuda
mutua y preservación”, el segundo es “un estado de enemistad, malevolencia,
violencia y destrucción mutua”. De modo que, el estado de naturaleza, no siendo
un estado de guerra sino una situación en la que los “hombres viven juntos con
arreglo a la razón, sin un superior común sobre la tierra con autoridad para
juzgar entre ellos” no supone necesariamente ningún tipo de conflicto. Sin
embargo, cuando el conflicto sucede y el estado de guerra viene a ocupar el
lugar del estado de naturaleza, resulta difícil retornar a la situación previa:
“el estado de guerra, una vez comenzado, perdura, teniendo la parte inocente el
derecho de matar a la otra [parte] en cuanto pueda [hacerlo]”. De todo esto,
Locke concluye que “evitar este estado de guerra (en el que no hay adonde
apelar excepto al cielo y en el que, al no haber ninguna autoridad que pueda
fallar entre los litigantes, es probable que desemboque toda diferencia menor)
es una de las razones principales por las que los hombres se agrupan en
sociedades y abandonan el estado de naturaleza” (§§ 16-21, pp. 31-36). Con lo cual, como se
podrá advertir, la motivación del pasaje del estado de naturaleza al ordenamiento
civil, coincide en este caso de estado de guerra con la que describía Hobbes.
Sin embargo, esa situación de guerra que era generalizada en Hobbes aparece
como excepcional en Locke y no es utilizada para argumentar en torno del poder
absoluto del Estado. Antes bien, Locke cuestiona claramente las pretensiones de
un poder político concentrado: la monarquía absoluta –afirma- “es, en verdad,
incompatible con la sociedad civil y, por ende, no puede constituir en absoluto
una forma de gobierno civil”, puesto que “el fin de la sociedad civil es evitar
y remediar los inconvenientes del estado de naturaleza que se siguen
necesariamente de que cada hombre sea juez en su propia causa, mediante el
establecimiento de una autoridad reconocida a la que todos los miembros de esa
sociedad puedan apelar” (§
90, pp. 107-108). En ausencia de esta autoridad, se dice –Locke
lo dice- que los hombres viven en estado de naturaleza. Ahora bien, y en esto
consiste la división de los poderes del Estado, Locke sostiene que en esta
condición de estado de naturaleza “se encuentra todo príncipe absoluto con
respecto a quienes están bajo su dominio” (§ 90, p.108).
En síntesis, el
límite que Locke estipula respecto del poder del Estado en relación con los
individuos que lo integran está ligado con su conceptualización del poder
político o del gobierno civil como instrumento del que se valen los individuos
para darle mayor estabilidad a los derechos que ya tienen en el estado de
naturaleza; el derecho de propiedad está en la base de esos derechos.
Por último, y
para concentrar las diferencias de planteo entre Hobbes y Locke en un punto, se
podría decir que el individuo que Hobbes presenta está naturalmente constituido
por ciertas fuerzas expansivas:
De este modo señalo,
en primer lugar, como inclinación general de la humanidad entera, un perpetuo e
incesante afán de poder (a perpetuall and
restlesse desire of power after power), que cesa solamente con la muerte. Y
la causa de esto no siempre es que un hombre espere un placer más intenso del
que ha alcanzado; o que no llegue a satisfacerse con un moderado poder, sino
que no pueda asegurar su poderío y los fundamentos de su voluntad actual, sino
adquiriendo otros nuevos (HOBBES, T., Leviatán, México, FCE, 1980, pp. 79-80)
Locke, en cambio, presenta un individuo cuyas fuerzas se
dirigen hacia si mismo (o, tal vez, se expanden hacia adentro): el estado de
naturaleza es “un estado de perfecta libertad para ordenar sus acciones y
disponer de sus posesiones y personas como juzguen adecuado, dentro de los
límites de la ley de naturaleza” (§
4, p.17) y, agrega más adelante, que aunque ese estado de
libertad sea muy amplio (se trata de “una incontrolable libertad para disponer
de su persona o posesiones”) no es “un estado de licencia” puesto que no tiene “libertad
para matarse ni, tampoco, [para matar] a ninguna criatura en su posesión”,
puesto que “el estado de naturaleza tiene una ley de naturaleza que lo rige” y
que “enseña a todos los hombres que quieran consultarla que, siendo todos
iguales e independientes, ninguno debe dañar a otro en su vida, salud, libertad
o posesiones” (§
6, pp.19-20).