La filosofía
parecía haber llegado con Hume al punto límite de sus posibilidades metafísicas.
Después de haber recorrido el sinuoso pero seguro camino de las abstracciones
racionales, un espíritu menos teológico y unos requerimientos más burgueses
comienzan a dirigir su camino, orientando sus viejos temas sobre nuevos
escenarios y, sobre todo, mediante nuevos procedimientos. La argumentación
filosófica toma su fuerza ahora del mundo de la experiencia y deja en un cono
de sombras a las, hasta entonces, claras evidencias de la pura razón. Hume
había observado con entusiasmo que “la única manera en que una idea puede tener
acceso a la mente [es] por la experiencia inmediata y la sensación” y, abrigaba
la esperanza, entonces, de que se podría por fin “desterrar toda esa jerga que,
durante tanto tiempo, se ha apoderado de los razonamientos metafísicos y los ha
desprestigiado” (banish all that jargon,
which has so long taken possession of metaphysical reasonings) (Investigación sobre el conocimiento humano). La vieja metafísica no sólo se
revelaba como incapaz de cumplir sus promesas, sino que -y tal vez por causa de
ese mismo imposible cumplimiento- inducía al filósofo a un lamentable trance de
melancolía pensativa. En su
reemplazo, el filósofo escocés proponía una metafísica empirista que buscaba los
primeros principios y causas de las cosas físicas -que son aquellas de las que
podemos tener experiencia- dentro del mismo plano físico de la experiencia
humana comprobable. Tal vez algo de esta actitud metafísica empirista sea lo
que le permitirá luego a Marx encontrar en la mercancía “un objeto físicamente metafísico”.
Sin embargo, Hume
no lograba llegar tan lejos y su empirismo, más que plantear una superación de
la metafísica, parecía abandonar el problema o detenerse ante su umbral. De
modo que, si lograba evitar la melancolía
pensativa, parecía hacerlo al precio de cierta liviandad utilitaria que
ponía orden en la “jerga” metafísica porque aplanaba las dimensiones del
lenguaje privándolo de profundidad. Si admitimos que aquello que le da
dimensión de profundidad al lenguaje es el problema del sentido -algo que el
hombre encuentra en la experiencia pero que no se limita a ella ni está
determinado por ella sino que está como enredado en la trama que la constituye
y posibilita como tal experiencia, de modo similar a como el hombre hace la
experiencia de intercambiar mercancías sin que el sentido de esa experiencia se
le ofrezca claramente en ese intercambio- entonces, la posibilidad de superar
la metafísica racionalista por otra mejor orientada hacia la experiencia
requerirá de ciertas sutilezas conceptuales que el mero empirismo de Hume no
lograba alcanzar. La experiencia perceptiva supone un horizonte de sentido sin
el cual la experiencia misma es imposible.
Será Kant quien
plantee una superación de la metafísica (racionalista) mediante el recurso a
una metafísica empirista que toma la forma del idealismo trascendental: conocer
es hacer la experiencia de un objeto; pero, para que esa experiencia sea
posible, el objeto tiene que constituirse como el objeto de una experiencia
posible; entonces, la experiencia adquiere un carácter metafísico, remite más
allá de sí misma, a su condición de posibilidad, se trasciende y se configura como un ámbito trascendental. “Trascendental”, significa en Kant, todo aquello que
constituye las condiciones de posibilidad a
priori (es decir no empíricas) de los objetos del conocimiento (que son
objetos empíricos).
Veamos de qué se
trata haciendo centro en lo que el mismo Kant describe como revolución copernicana. No estará demás
recordar aquí que Kant publica la Crítica
de la Razón pura en 1781, pocos años antes de la Revolución francesa de
1789 y algunos años después de que Hume diera a conocer su Investigación.
Como hemos visto,
la búsqueda de una metafísica racionalista estaba orientada por el criterio de
que el conocimiento en sentido estricto debe tener las características de la universalidad y la necesidad; es decir, que conocer, en sentido estricto, es tener un
conjunto de representaciones sobre el mundo que esté articulado, como conjunto,
de modo necesario y tenga alcance universal, de modo que, ninguna
representación le resulte extraña o ajena, sea por venir de fuera del sistema
(en cuyo caso, la mera exterioridad privaría al conocimiento de universalidad al poner en evidencia que
existe un universo más amplio al que pertenece ese exterior), sea por venir del
interior del sistema (en cuyo caso lo privaría de necesidad porque eso extraño interno al sistema pondría en
evidencia cierta indeterminación). El tipo de conocimiento que funciona aquí
como modelo es el conocimiento matemático que enuncia verdades universales y
necesarias tales como “la suma de los ángulos interiores de un triángulo es
igual a dos rectos”; verdades que no pueden dejar de serlo, que no pueden
convertirse en su contrario, en la medida en que no es posible que haya
excepciones a la universalidad y a la necesidad (que alguna vez se descubriese
algún tipo de triángulo cuyos ángulos interiores no sumasen dos rectos o que el
triángulo mismo pudiese sumar sus ángulos interiores aleatoriamente). Como se
recordará, los fundadores modernos de esta metafísica racionalista, Descartes y
Spinoza, tomaban el método geométrico como paradigma de un conocimiento
auténtico (dejemos de lado por ahora lo que implica la problemática relación entre
la autenticidad del conocimiento y el conocimiento de la verdad). Para esta
metafísica racionalista, la experiencia es incapaz de conocer porque, por su
naturaleza misma, implica la singularidad del contacto con lo extraño: la no
universalidad (la particularidad) y la no necesidad (la contingencia) de sus
representaciones. Esta metafísica racionalista se apoya sobre supuestos que
tienen a sus espaldas la larga tradición del dualismo platónico que llega a la
modernidad a través de la reinterpretación teológica que hace la Edad Media
cristiana: el alma (que conoce lo perdurable y gobierna), por un lado; el
cuerpo (que experimenta lo efímero y obedece), por el otro. No será casual, que
los temas más recurrentes de esta metafísica estén ligados a reforzar esas
líneas de derivación que establecen la continuidad de una interpretación del
mundo: la existencia de Dios, la inmortalidad del alma, la libertad humana,
demostrados o argumentados racionalmente.
Contra este
dogmatismo viene a reaccionar el empirismo (y Kant agradece explícitamente a
Hume el haberlo “despertado del sueño dogmático”) toda vez que advierte allí –en
el dogmatismo- “la pretensión de avanzar sólo con un conocimiento puro formado
de conceptos […] y con el auxilio de principios como los que la Razón emplea
desde largo tiempo, sin saber de qué manera y con qué derecho los ha adquirido”
(Crítica de la Razón pura, “Prefacio
de la segunda edición”, 1787, trad. de José del Perojo). Contra este dogmatismo
(metafísico), el empirismo había levantado la voz crítica del escepticismo
(metafísico): si todo conocimiento proviene de la experiencia (puesto que no
hay ideas innatas sino que la mente humana es una “hoja en blanco” o una “tabla
rasa”, según dos de las más conocidas imágenes que los empiristas utilizaron
para dar cuenta de esta situación) que deja en nosotros ciertas impresiones, y
las ideas no son más que una especie de impresión desvanecida (o que se
desvanece), y la razón opera con esas ideas, puesto que no tiene otras mejores
o más sólidas; entonces, todo lo que la razón construye no va más allá de la
razón misma y no es más que la sombra de una sombra y no hay justificación para
referirlo a la realidad empírica y mucho menos como si fuese una realidad
superior a ésta.
Entre aquel
racionalismo (que busca un conocimiento universal y necesario) y esta crítica
empirista (que se orienta conforme las características y posibilidades de un
conocimiento particular y contingente) Kant encuentra, sin embargo, un punto en
común: en ambos casos, se supone que “el conocimiento debe regularse por los
objetos”. Dicho en otros términos, ambas metafísicas, la racionalista y la
empirista, suponen que el conocimiento, sea cual fuere su naturaleza (universal
y necesaria, para la primera; particular y contingente, para la segunda),
consiste en cierta recepción más bien pasiva de algo (real) que es exterior al
conocimiento mismo y lo determina. Eso real que determina el conocimiento será,
para la metafísica racionalista, aquello que lo real tiene de universal y
necesario (es decir, lo que tiene de racional) y, para la metafísica empirista,
aquello que lo real tiene de experimentable en el momento mismo de la
experiencia (es decir, la particularidad y contingencia). Pero, si bien Kant se
encuentra más cómodo en la proximidad de la metafísica empírica que lo pone a
salvo del dogmatismo, advierte, sin embargo, que hace falta dar un paso más –que
el mero empirismo no lograba dar- y, sobre todo, un paso en otra dirección. Advierte
que es necesario realizar una revolución copernicana. Entonces propone “ver si
no tendríamos mejor éxito en los problemas de la Metafísica, aceptando que los
objetos sean los que deban reglarse por nuestros conocimientos”. No será
entonces el sujeto quien gire en torno de los objetos para conocerlos, ya sea
por vía estrictamente racional, ya sea por vía empírica, sino que el sujeto
será el centro gravitacional a cuyo alrededor girarán los objetos. Será el
sujeto quien determinará las condiciones de posibilidad de los objetos.
Si puede haber
algo así como una experiencia de lo real es porque lo real es experimentable.
Lo experimentable supone lo siguiente: por un lado, cierta capacidad del sujeto
que experimenta (lo real) a su modo y según sus posibilidades; por otro lado, que
lo real desconocido se presente (en la experiencia). De modo que la solución
que Kant aporta al problema de la metafísica tiene algo de la solución
racionalista (el conocimiento tiene en sí mismo una estructura racional) y,
también, algo de la solución empirista (el conocimiento necesita que lo real le
sea dado en la experiencia). Forma (racional) y materia (empírica) confluyen y
se articulan para hacer posible el conocimiento (el encuentro del sujeto con el
objeto) de modo tal que si uno de los elementos faltase, el conocimiento sería
imposible: la mera forma racional no permite el conocimiento puesto que sería
una forma vacía de contenido (empírico) y la mera materia empírica no
constituye conocimiento porque carece de toda forma (racional). Recordemos que,
para Kant, esas formas racionales son, por un lado, las formas puras de la
sensibilidad (espacio y tiempo); y, por el otro, las formas puras del
entendimiento (las categorías). Ahora bien, si el conocimiento supone esta
confluencia entre forma y materia, entonces la metafísica racionalista deja de
ser posible, ya que, por definición, los objetos metafísicos (Dios, el alma, la
libertad) no son objetos reales que puedan darse en la experiencia sensible.
En esto consiste
la superación kantiana de la metafísica: en haber logrado fundamentar
racionalmente la crítica que el empirismo le había hecho a la metafísica
racionalista (y dogmática): la crítica kantiana consiste en la demarcación del
territorio dentro del cual la razón puede conocer sin auxilio de la
experiencia. Pero, como suele suceder, en esta superación de la metafísica algo
de la metafísica se mantiene y se consolida: lo real, tal y como es en sí mismo
(esto es, lo que la metafísica dogmática pretendía conocer) es, por definición,
incognoscible (puesto que no es para al sujeto); lo real, en cuanto se
manifiesta al sujeto bajo la forma de un objeto de conocimiento es, por
definición cognoscible (puesto que es para el sujeto) y constituye el mundo
fenoménico. Cosa en sí y fenómeno vuelven a dividir lo real en dos planos
inconciliables. Y, aunque la racionalidad kantiana no es ahora tan ingenua como
lo era la racionalidad dogmática de la metafísica, sus reservas y recaudos
críticos pronto se revelarán como un exceso que limita injustificadamente los
alcances de la razón.
El mismo Kant se
plantea este problema: “¿qué tesoro es éste –se peguntará- el que pensamos
legar a la posteridad en una metafísica así depurada por la crítica, pero
también inmovilizada?”; es decir, mediante el planteo rigurosamente crítico de
los verdaderos alcances de la razón. Y el
mismo Kant se responde que traspasar esos límites que la crítica pone en
evidencia no produce “una verdadera ampliación,
sino ineludiblemente una restricción
del empleo de nuestra razón”. En este punto, Kant presenta una distinción entre
conocer y pensar: “para conocer un
objeto se exige que podamos demostrar su posibilidad (ya por el testimonio de
la experiencia de su realidad, o a priori
por la Razón). Pero yo puedo pensar lo que quiera, con tal que no me ponga en
contradicción conmigo mismo…”. Entonces, si bien “todo conocimiento
especulativo posible de la Razón debe limitarse únicamente a los objetos de la
Experiencia” y, consecuentemente los objetos de la Experiencia no pueden ser
conocidos como “cosas en sí” (es decir, fuera de la experiencia), sin embargo,
esos objetos pueden ser pensados “pues si así no fuera, se seguiría de ahí la
absurda proposición de que habría apariencias (fenómenos) sin algo que en ellos
apareciera”. Este punto es muy importante y sugestivo: las cosas se presentan a
nuestra conciencia según las formas que nuestra conciencia les aplica o
imprime; pero, entonces, las cosas se nos presentan según sus modos de aparecer
(que son, en verdad, nuestros modos
de hacerlas aparecer); es decir, en cuanto apariencias o fenómenos. De este
modo, podemos conocer las cosas.
Pero, aquello que se muestra en el fenómeno, también puede ser pensado en cuanto no es coincidente con lo
que el fenómeno mismo muestra.
Kant agradece al
empirismo no sólo el haberlo hecho despertar del sueño dogmático sino que
también inscribe su programa filosófico dentro del mismo camino terapéutico:
Hume nos advertía de los peligros de la melancolía pensativa a los que induce
la metafísica falsa y no depurada y Kant abriga la manifiesta esperanza de que,
por medio de la Crítica de la Razón pura (es decir, no empírica y, a la vez,
depurada), la metafísica logrará por fin entrar “en la senda segura de la
ciencia, en vez de vagar locamente y a ciegas y de entregarse a vagas
divagaciones”; puesto que “el asunto capital y más importante de la Filosofía,
es, pues, concluir de una vez para siempre con toda su perniciosa influencia
[se refiere a la Metafísica dogmática], suprimiendo la fuente de los errores”.
Mediante el
conocimiento, el hombre dicta las leyes que la naturaleza debe cumplir; de modo
que, conocer significa, en sentido estricto, establecer las condiciones de
posibilidad del conocimiento empírico que son también las condiciones de
posibilidad del mundo fenoménico. Pero, sea como fuere que, junto con el
conocimiento que dicta leyes a la naturaleza el hombre también legisla para su
propia conducta, resulta que, además de conocer, el hombre piensa. De modo que,
si por un lado el hombre en cuanto ente empírico está sometido a la legalidad
natural, en cuanto persona es libre. Y el pensamiento
de esa libertad es lo que queda como detrás de escena del fenómeno de la
legalidad racional que hace posible el conocimiento
de la naturaleza. Poner en contacto todo lo que la solución kantiana del
problema metafísico había puesto por separado será tarea de Hegel. De allí que,
en sentido estricto, Hegel tendrá la pretensión no de superar la metafísica sino de realizarla.