En 1748 David Hume (1711-1776) publicaba la primera versión de su Investigación sobre el conocimiento humano (An Enquiry Concerning Human Understanding; utilizamos aquí la edición castellana de Jaime de Salas Ortueta publicada por Alianza en Madrid en 1981). Lo que el escosés se propuso investigar en esta obra coincide con lo que Spinoza se había propuesto investigar en su Tratado de la reforma del entendimiento, aunque con una diferencia decisiva en cuanto a los presupuestos y a los resultados de esa investigación y, también, a su desarrollo mismo. Como sabemos, el entendimiento (intellectus) de Spinoza se despliega dentro del ámbito de la razón formal (su método es el de la geometría), en cambio, el entendimiento (Understanding) de Hume intenta avanzar sobre el territorio de los hechos (matters of facts) (y su método es el de las ciencias naturales: la experimentación). Mientras que en Spinoza culmina el desarrollo filosófico del racionalismo iniciado por Descartes, en Hume culmina el desarrollo del empirismo que caracteriza esa corriente de pensamiento que había comenzado con Francis Bacon (1651-1622) para continuar luego con John Locke (1632-1704) y George Berkeley (1685-1753). Se tratará, por un lado, de la filosofía continental y, por el otro, de la filosofía insular y de sus respectivas tradiciones intelectuales.
Todos estos son datos que van conformando el perfil de los personajes y las características de las corrientes y tradiciones de pensamiento y la diversidad de las escuelas que las conforman y tienen utilidad en la medida en que permiten hacer comparaciones y ordenar la diversidad de las filosofías dentro de algunos cuadros generales. Pero, también por esto mismo, el recurso resulta limitado en su alcance: sólo permite ver aquello que el cuadro general (racionalismo y empirismo, en este caso) permite ver. Entonces, tomaremos aquí otro punto de vista que nos permita tener una mirada más amplia.
En la sección primera de su Investigación, Hume sostiene que
“la filosofía moral, o ciencia de la naturaleza humana, puede tratarse de dos maneras […] La primera considera al hombre primordialmente como nacido para la acción y como influido en sus actos por el gusto y el sentimiento […] La otra clase de filósofos consideran al hombre como un ser racional más que activo, e intentan formar su entendimiento más que cultivar su conducta” (pp. 19-20).
Mientras que la filosofía que considera al hombre como nacido para la acción construye sus argumentos de modo “fácil y asequible” y goza de “la preferencia de la mayor parte de la humanidad”, la filosofía que considera al hombre como un ser racional más que activo construye sus argumentos de modo “abstruso” y “al exigir un talante inadecuado para el negocio y la acción (business and action), se desvanece cuando el filósofo abandona la oscuridad y sale a la luz del día”; allí, a la luz del día, es decir, en el trajín de la vida cotidiana agitada por las pasiones, sus principios racionales carecen de influjo sobre la conducta y “el filósofo profundo” queda reducido a “un mero plebeyo” (pp. 20-21). No es difícil advertir aquí una irónica utilización de la alegoría de la caverna platónica: en el mundo burgués de Hume la vida social gira en torno de la producción e intercambio de mercancías (el negocio, es decir, la negación del ocio) mientras que en el mundo aristocrático de Platón la vida social giraba en torno de discusión política (lo que supone el ocio, como disponibilidad del hombre que no trabaja, como condición de posibilidad para el cultivo de la filosofía). En el mundo burgués, el rey-filósofo de Platón no es más que un plebeyo.
Sin embargo, estas dos determinaciones antropológicas resultan unilaterales y Hume encuentra que el hombre es ambas cosas: un ser racional (reasonable being) y un ser activo (active being) (y, también, un ser sociable); de modo que “la naturaleza ha establecido una vida mixta como la más adecuada a la especie humana”. Ahora bien, mantener el equilibrio entre ambas disposiciones exige estar en guardia contra los excesos de la razón. Entonces, la naturaleza recomienda a los hombres que su ciencia sea humana “y que tenga una referencia directa a la acción y a la sociedad” y prohíbe “el pensamiento abstracto y las investigaciones profundas” y castiga (punish) el incumplimiento de esa prohibición con “la melancolía pensativa (pensive melancholy) que provocan” y con “la interminable incertidumbre en que le envuelve a uno” y con “la fría recepción con que se acogerán tus pretendidos descubrimientos cuando los comuniques” (pp. 22-23).
Seguiremos luego a Hume en el desarrollo de esta filosofía humana –es decir, equilibrada entre las determinaciones racionales, activas y sociales que constituyen su naturaleza- y que tomará la forma de la reivindicación de una metafísica auténtica en contra de la metafísica falsa y adulterada. Detengámonos ahora un momento para insistir sobre este aspecto afectivo de la melancolía pensativa que, según afirma Hume con cierta ironía, arrebata al pensador profundo como una suerte de castigo por haber transgredido los límites que la naturaleza impone al entendimiento humano. En el mundo griego, organizado en torno del equilibrio, la proporción y la armonía, esa transgresión recibía el nombre de hybris: se trata de la falta de medida o desmesura que tiene origen en el hecho de transgredir los límites que el destino (moira) asigna al hombre. Podemos preguntarnos aquí quiénes son esos pensadores que transgreden los límites del entendimiento humano para abismarse en una búsqueda sin fondo. Y podemos ensayar como respuesta que tal vez sea Spinoza el principal destinatario de la crítica de Hume. Cuando Spinoza se propone en el Tratado de la reforma del entendimiento abandonar el plano de “la vida ordinaria” (in comuni vita), porque “la experiencia” le enseña que todo es allí “vano y fútil” (vana et futilia), para iniciar un nuevo camino de investigación que lo lleve hacia la posesión de “un bien verdadero y capaz de comunicarse” que lo hiciera “gozar eternamente de una alegría (laetitia) continua y suprema”, lo hace o intenta hacerlo a través del entendimiento reformado (§ 1). Esto es, de un entendimiento curado (medendi) y purificado (expurgandi) “para que consiga entender las cosas sin error y lo mejor posible” (§ 16) y pueda de este modo entender la idea verdadera que está en el origen de todas las ideas que se van siguiendo a partir de ella según un orden necesario, del mismo modo en que los diversos efectos se siguen de esa causa originaria. Y como el fin perseguido es adquirir esa “naturaleza humana mucho más firme que la suya” a la que llama “sumo bien”, adquisición en la que consiste la felicidad (felicitate), será necesario disponer de los medios adecuados; esto es, “entender (intelliegere) la Naturaleza, en tanto en cuanto sea suficiente para conseguir aquella naturaleza (humana)” (§ 14). En la culminación de esta metafísica racionalista que presenta Spinoza aparece un ideal de sabiduría que pone a la razón en el punto límite en el que sus bordes coinciden con los de la mística: el amor intelectual a Dios (amor Dei intellectualis). Podemos suponer que así como Hume ironiza sobre el carácter plebeyo del rey-filósofo platónico puesto en un mundo no aristocrático sino burgués, ironiza también contra el ideal de beatitud del sabio spinozista que busca bienes durables transmundanos sin comprender que el entendimiento humano no puede transgredir su límite burgués (es decir, mundano). “Sé filósofo –le hacía decir Hume a la naturaleza-, pero en medio de toda tu filosofía continúa siendo un hombre” (p. 23). Si para Hume el filósofo no debe olvidar que es ante todo hombre, en Spinoza el hombre se realiza como filósofo para desaparecer como hombre. Spinoza sostiene que, en esta realización, el hombre encuentra la beatitud; Hume cree que pega un salto al vacío y es castigado por ello con la melancolía pensativa.
Sin embargo, aunque la diferencia entre la filosofía fácil y sencilla y la filosofía abstracta y profunda es notoria y las preferencias de “la mayoría de la humanidad” no sólo se dirigen hacia la primera sino que lanzan contra la segunda su “desprecio y censura”, Hume cree conveniente rehabilitar algo de ese “razonamiento profundo” al que “vulgarmente se llama metafísica”. Los argumentos de Hume a favor de esta metafísica no adulterada son los siguientes: en primer lugar, que la “filosofía rigurosa y abstracta” es útil para la “filosofía fácil y humana” en cuanto le permite a ésta “alcanzar un grado suficiente de exactitud en sus sentimientos, preceptos o razonamientos” (p. 23); en segundo lugar, esa filosofía rigurosa y abstracta viene a dar satisfacción a una natural curiosidad humana y “el más dulce e inofensivo camino de la vida conduce a través de las avenidas de la ciencia y del saber” (p. 25). Ahora bien, esa posibilidad de la metafísica resulta falseada y adulterada (false and adulterate) toda vez que en ella el entendimiento transgrede su límite y deja de ser ciencia; en este caso, el impulso metafísico brota o de “los esfuerzos estériles de la vanidad humana, que quiere penetrar en temas que son totalmente inaccesibles para el entendimiento” o de “la astucia de las supersticiones populares” (p. 25). Pero entonces, la posibilidad misma de una metafísica verdadera (true metaphysics) consiste en “liberar inmediatamente el saber (learning) de estas abstrusas cuestiones” mediante una investigación del entendimiento humano que permita determinar “sus poderes y capacidad (powers and capacity)” (p. 26).
Esta investigación no es fácil de realizar porque “las operaciones de la mente” (the operations of the mind) pierden su claridad cuando se las convierte “en objeto de reflexión” (object of reflexion) y resulta entonces que “el ojo no puede encontrar con facilidad las líneas y límites que las separan y distinguen”. Estas operaciones de la mente, en cuanto son objeto de reflexión, se vuelven sumamente inestables y no permanecen “largamente bajo el mismo aspecto y en la misma situación” y sólo pueden ser aprehendidas (apprehended) de modo instantáneo “mediante una penetración superior, derivada de la naturaleza y perfeccionada por el hábito y la reflexión” (p. 27). Del mismo modo que la filosofía de Newton encontró “las leyes y fuerzas” que gobiernan y dirigen el movimiento de los planetas, Hume se propone encontrar en la mente humana las leyes y principios generales que gobiernan sus operaciones (pp. 29-31).
Y lo que Hume encuentra como resultado de su investigación es algo que ya encuentra en su punto de partida: que “hay una diferencia notable entre las percepciones de la mente” (perceptions of the mind) y que esa diferencia se puede observar y determinar en términos de “fuerza o vivacidad” (force and vivacity). De este modo, “podemos dividir todas las percepciones de la mente en dos clases o especies, que se distinguen por sus distintos grados de fuerza o vivacidad”. Comenzando la investigación sobre el entendimiento humano a partir del análisis de las operaciones de la mente, Hume encuentra que los elementos o componentes de esas operaciones, esto es, las percepciones, difieren entre sí según su modo de estar presentes en la mente; de modo que, las percepciones serían algo así como estados de la mente, modos de estar o de ser de la mente. La investigación de la mente encuentra entonces en las percepciones dos grandes grupos: por un lado, “las menos fuertes e intensas” (forcible and lively) que reciben el nombre de “pensamientos o ideas” (Thoughts or Ideas); por el otro, una especie que no tiene nombre preciso y que Hume propone llamar impresiones (Impressions) y designan “nuestra percepciones más intensas”. Ahora bien, si Hume puede establecer la diferencia entre las percepciones en términos de fuerza y vivacidad es porque su punto de partida es el supuesto empirista según el cual la mente es una página en blanco que se va llenando de contenidos a través de la experiencia sensible. La experiencia originaria deja una impresión en la mente como “cuando un hombre siente el dolor que produce el calor excesivo”, mientras que la experiencia derivada se limita a evocar “en la mente esta sensación o la anticipa en su imaginación”; de modo que estas facultades de evocar o anticipar “podrán imitar o copiar las impresiones de los sentidos, pero nunca alcanzar la fuerza o vivacidad de la experiencia inicial (original sentiment)” (secc. 2, pp. 32-33).
En síntesis, Hume distingue en la mente dos estados o percepciones: el estado presente que se corresponde con la sensación y se manifiesta por la presencia misma (la fuerza y vivacidad) y dos formas derivadas de la presencia que se corresponden con el pasado y el futuro (la presencia del pasado como recuerdo o evocación y la presencia del futuro como anticipación o fantasía) en las que la presencia está ausente (es decir, no tiene fuerza y vivacidad).
Ahora bien, podemos preguntarnos con qué objetivo hace Hume esta distinción o a qué finalidad más amplia responde o de qué modo se vincula este análisis de las operaciones de la mente humana con aquella recomendación de la naturaleza personificada que advertía al filósofo sobre los riesgos del “pensamiento abstracto y las investigaciones profundas”. Recordemos que “la melancolía pensativa” acecha las desmesuras del pensamiento. Vemos ahora que esas desmesuras son posibles porque el pensamiento puesto ante sí mismo cuando reflexiona (es decir cuando se flexiona sobre sí) parece carecer de todo límite hasta el punto en que “ni siquiera está encerrado dentro de los límites de la naturaleza y de la realidad (nature and reality)”. Mientras que “el cuerpo está confinado a un planeta a lo largo del cual se arrastra con dolor y dificultad, el pensamiento, en un instante, puede transportarnos a las regiones más distantes del universo” (pp. 33-34); y estas desmesuras sólo encuentran un límite en el principio de no contradicción (p. 34). Según parece, la crítica de Hume al racionalismo impacta aquí contra el centro mismo de la metafísica cartesiana: el cogito. Vuelto sobre sí mismo en la duda reflexiva Descartes encuentra un fundamento metafísico (dudando de que dudo o, lo que viene a ser lo mismo para Descartes, pensando que pienso, soy o existo) a partir del cual cree poder reconstruir el orden mismo del mundo mediante la mera fuerza de la razón.
Sin embargo, la investigación de Hume pone de manifiesto que estamos aquí ante una engañosa apariencia puesto que “este poder creativo de la mente no viene a ser más que la facultad de mezclar, trasponer, aumentar, o disminuir los materiales suministrados por los sentidos y la experiencia (senses and experience)” (p. 34). Entonces, en la medida en que Hume sostiene que “todas nuestras ideas, o percepciones más endebles, son copias (copies) de nuestras impresiones o percepciones más intensas”, la naturaleza de la idea no es originaria sino derivada (copia). Y esto tiene alcance general para todas nuestras ideas, incluyendo la idea de Dios que, según hemos visto con Descartes y también con Spinoza, era una idea innata, es decir, originaria. De modo contrario Hume sostiene que en la medida en que toda idea toma su origen de “un sentimiento o estado de ánimo precedente” (precedent feeling or sentiment), también la idea de Dios “surge al reflexionar sobre las operaciones de nuestra mente y al aumentar indefinidamente (without limit) aquellas cualidades de bondad y sabiduría” que allí encontramos (p. 35).
Adviértase que la tesis empirista es formulada por Hume de modo rotundo y consecuente con el empirismo (cuyas afirmaciones son singulares y contingentes): a diferencia de la tesis racionalista que no admite excepciones (puesto que allí se trabaja con el material universal y necesario de la racionalidad formal), Hume confirma su afirmación sobre la base del consenso empírico puesto que “no es totalmente imposible que las ideas surjan independientemente de sus impresiones correspondientes” y pueden darse situaciones que prueben (empíricamente) que “las ideas simples no siempre se derivan de impresiones correspondientes”; aunque se tratará de situaciones tan excepcionales que “no merece que, solamente por su causa, alteremos nuestro principio” (pp. 36-37). Entonces, la fuerza de la argumentación empirista no proviene de las rotundas abstracciones de la razón sino de la utilidad práctica de los argumentos y del consenso, de modo que si se acepta que “la única manera en que una idea puede tener acceso a la mente [es] por la experiencia inmediata y la sensación (the actual feeling and sensation)” (p. 36) se podría “desterrar toda esa jerga que, durante tanto tiempo, se ha apoderado de los razonamientos metafísicos y los ha desprestigiado” (p. 37).
La metafísica no adulterada que Hume propone deja fuera de juego la jerga racionalista de las causas y la necesidad en el ordenamiento de los hechos del mundo y afirma que “aunque no hubiera azar en este mundo, nuestra ignorancia de la causa real de un suceso tendría la misma influencia sobre el entendimiento y engendraría un tipo de creencia u opinión similar” (secc. 6, p. 80). Se trata de una metafísica empirista o de los desafíos que plantea la relación entre ambas cosas: por un lado, la búsqueda metafísica de los primeros principios y causas de las cosas físicas que son aquellas de las que podemos tener experiencia; por el otro, de la remisión de esos principios y causas metafísicos al plano físico de la experiencia humana comprobable. Como podrá advertirse, la conciliación entre ambos términos no es fácil de realizar y tal vez sea Kant quien lo logre.